¿Se lo decimos al Presidente? (21 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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—Hola, Marc.

—Tu vestido es maravilloso.

—Gracias. ¿Quieres entrar un momento?

—No, creo que será mejor que nos vayamos. He aparcado en doble fila.

—Bien, iré a buscar mi abrigo.

Abrirle la portezuela para que suba. ¿Por qué no la cogí por la mano para conducirla al dormitorio y hacerle el amor frenéticamente? Me habría conformado con un bocadillo. Así podríamos haber hecho lo que ambos anhelamos y habríamos ahorrado tiempo y problemas.

—¿Has pasado un buen día?

—Mucho trabajo. ¿Y tú, Marc?

Oh, conseguí no pensar en ti durante unas horas, mientras completaba mi trabajo, pero no fue fácil.

—Atareadísimo. No sabía si podría terminar a tiempo.

Poner el coche en marcha, directamente por M Street rumbo a Wisconsin. No hay dónde aparcar. Pasamos frente al «Roy Roger's Family Restaurant». Compremos un pollo y volvamos a casa.

—Aaah, estupendo.

¿Diablos, de dónde salió ese «Volkswagen»?

—Qué mala suerte. Encontrarás otro espacio libre.

—Sí, pero a cuatrocientos metros del restaurante.

—Nos vendrá bien caminar.

¿Habrá recibido las rosas? Si la florista no las envió, mañana por la mañana la meteré en chirona.

—Oh, Marc, qué grosera he sido. Debería haberlo dicho antes… gracias por esas rosas divinas. ¿Tú eres la blanca? ¿Y la cita de Shakespeare?

—Olvídalo, mi bella dama.

Mentirosa. De modo que te gustó Shakespeare, ¿pero cuál es tu respuesta a Cole Porter? Entraremos en un restaurante francés de superlujo. «Rive Gauche». «Gauche» está bien. ¿Un agente federal en un lugar de tanto postín? Apuesto a que costará un brazo y una pierna. Lleno de camareros presumidos con la mano elegantemente extendida. Qué diablos, no es más que dinero.

—¿Sabes que gracias a este bodegón Washington es la capital de los restaurantes franceses de los Estados Unidos?

Tratando de impresionarla con chismes profesionales.

—No, ¿por qué?

—Bien, el propietario importa todos sus chefs de Francia. Luego todos le dejan y montan sus propios restaurantes.

—Vosotros los del FBI tenéis realmente un archivo de información inútil.

Buscar al
maître
.

—Mesa reservada a nombre de Andrews.

—Buenas noches, señor Andrews. Qué alegría tenerle aquí.

Este bastardo jamás me ha visto y probablemente nunca volverá a verme. ¿Qué mesa me dará? No es demasiado mala Incluso es posible que ella crea que he estado antes aquí. Le deslizaré un billete de cinco dólares.

—Gracias, señor. Que coman con gusto.

Se instalaron en las mullidas sillas de cuero rojo. El restaurante estaba atestado.

—Buenas noches. ¿Desea un aperitivo, señor?

—¿Qué tomarás, Elizabeth?

—Scotch con hielo, por favor.

—Un Scotch con hielo y un spritzer para mí. —Le ordenó Man al camarero.

Una mirada al menú. Chef Michel Laudier. El lema de restaurante:
Fluctuat nec mergitur
. Oh, vaya si voy a
mergitur
cubiertos, laudo. Ay. Y es imposible que ella se entere. Este es uno de esos lugares sibaríticos donde sólo al hombre le dan un menú con los precios.

—Comeré un primer plato, pero sólo si tú me acompañas.

—Claro que te voy a acompañar, mi bella dama.

—Bien, pediré el aguacate…

—¿Sin camarones?

—… con camarones, y después…

—¿… ensalada?

—… el
filet mignon
Henri IV… poco cocido, por favor.

Diecisiete dólares con cincuenta. Al diablo, ella lo vale con creces. Creo que pediré lo mismo.

—¿Usted ha decidido, señor?

—Sí, los dos pediremos el aguacate con camarones y el
filet mignon
Henri IV, poco cocido.

—¿Desea consultar la lista de vinos?

—No, gracias, yo tomaré una cerveza.

—¿Quieres vino, Elizabeth?

—Me encantaría, Marc.

—Una botella de «Hospice de Beaune,
soixante-neuf
», por favor.

Apuesto a que el camarero se da cuenta de que el único maldito francés que aprendí en la escuela fue cómo decir los números.

—Muy bien, señor.

Llegó el primer plato, y también el ayudante del camarero con el vino. Si crees que nos vas a vender dos botellas, maldito franchute, te aconsejo que lo pienses mejor.

—¿Desea que sirva el vino, señor?

—Aún no, gracias. Destápelo y luego sírvalo con el plato principal.

—Por supuesto, señor.

—Su aguacate,
mademoiselle
.

Los camarones preceden a la caída.

—Buenas noches, Halt. ¿Cómo van las cosas en el FBI?

—Sobrevivimos, señor.

Qué comentarios triviales podían intercambiar.

El director paseó la vista sobre el agradable salón dorado y azul. H. Stuart Knight, el jefe del Servicio Secreto, estaba solo en el otro extremo. En el sofá, junto a la ventana que miraba hacia el ala oeste y el Edificio de Oficinas del Ejecutivo, estaba sentada la procuradora general, Marian Edelman, conversando con el senador Birch Bayh, el hombre que había sucedido a Ted Kennedy en la presidencia de la Comisión de Asuntos Judiciales. La frase trillada «estampa juvenil», que le habían aplicado constantemente a Bayh en 1976, durante su campaña como precandidato a presidente por el Partido Demócrata, seguía siendo una descripción válida. El flaco y esmirriado senador por Massachusetts, Marvin Thornton, se empinaba sobre su colega y Marian Edelman.

Dios mío, rodéame de hombres gordos…

—Como verá, he invitado a Thornton.

—Sí, señor.

—Tenemos que persuadirle de los aspectos positivos de la Ley de control de armas.

El salón oeste era una cómoda estancia de la suite familiar de la Casa Blanca, contigua al aposento de la Primera dama. Era un honor ser recibido en esa parte de la Casa Blanca. Y ser invitado al comedor familiar, antes que al del presidente, situado en el piso de abajo, era un halago especial, porque en general el primero se reservaba sólo para comidas familiares.

—¿Qué beberá, Halt?

—Scotch con hielo.

—Scotch con hielo para el director y un zumo de naranja para mí. Debo cuidar mi peso.

¿Acaso ignora que el zumo de naranja es lo último que hay que beber cuando se hace dieta?

—¿Cuál es la última distribución de votos, señor presidente?

—Bien, por él momento las cifras son cuarenta y ocho votos a favor y cuarenta y siete en contra, pero habrá que aprobarla el día 10 o deberé olvidarla hasta el próximo período de sesiones. Esta es mi mayor preocupación, por ahora, en vísperas de mi gira por Europa y cuando falta menos de un año para las primarias de New Hampshire. Tendría que postergarla hasta después de la reelección. No puedo permitirme el lujo de que sea el tema más importante de la campaña electoral del 84. Quiero que ya haya dado frutos para esa época.

—Esperemos que la aprueben el día 10. Ciertamente, facilitaría mi trabajo, señor presidente.

—Y también el de Marian. ¿Otro trago, Halt?

—No, gracias, señor.

—¿Vamos a cenar?

El presidente guió a sus cinco huéspedes al comedor. El empapelado de la habitación representaba escenas de la revolución norteamericana. Estaba amueblada en el estilo federal de comienzos del siglo XIX.

Nunca me harto de la belleza de la Casa Blanca.

El director miró la repisa de yeso diseñada por Robert Welford en Filadelfia, en 1815. Ostentaba el famoso parte redactado por el comodoro Oliver Hazard Perry después de la batalla del lago Erie, durante la guerra de 1812: «Hemos encontrado al enemigo, y ya es nuestro».

—Hoy han desfilado por este edificio cinco mil personas —decía H. Stuart Knight—. Nadie entiende realmente los problemas de seguridad. Es posible que ésta sea la residencia del presidente, pero de todas formas pertenece al pueblo y esto crea un sinnúmero de dificultades…

Si lo supiera todo…

El presidente se sentó en la cabecera de la mesa, con la procuradora general en el otro extremo, Bayh y Thornton a un costado, y el director y Knight al otro. El primer plato fue aguacate con camarones.

Siempre me descompongo cuando como camarones.

—Es reconfortante ver juntos a mis custodios del orden —dijo Kennedy—. Quiero aprovechar esta oportunidad para discutir la Ley de control de armas, que estoy resuelto a conseguir que sea aprobada el 10 de marzo. Por ello he invitado aquí, esta noche, a Birch y Marvin, porque su apoyo influirá sobre el destino de dicha ley.

Nuevamente el 10 de marzo. Quizá Cassio tiene que ceñirse a una cronología. Creo recordar que Thornton se opone vehementemente a la ley, y figura en la lista de siete que ha confeccionado Andrews.

—Los estados rurales plantearán un problema, señor presidente —decía Marian Edelman—. La población no entregará sus armas de buen grado.

—Una larga moratoria, digamos de unos seis meses, podría ser la solución —intervino el director—. De esta manera no se computarán violaciones a la ley durante un tiempo prefijado. Es lo que siempre se hace después de una guerra. Y los de relaciones públicas podrán anunciar constantemente que la gente está entregando centenares de armas en las comisarías locales.

—Estoy de acuerdo —respondió el presidente.

—Será una operación complejísima —dijo la procuradora general—. La National Rifle Association tiene siete millones de socios, y probablemente hay cincuenta millones de armas de fuego en los Estados Unidos.

Todos asintieron con la cabeza.

Llegó el segundo plato.

Lenguado de Dover. Evidentemente, el presidente se toma su dieta en serio.

—¿Café o coñac, señor?

—No vale la pena —dijo Elizabeth, tocando suavemente la mano de Marc—. Lo tomaremos en casa.

—Excelente idea.

Sonrió, mirándola a los ojos, y trató de leerle el pensamiento.

—No, gracias. Sólo la cuenta.

El camarero se alejó, obediente.

Siempre se alejan obedientemente cuando les pides la cuenta. Ella no me ha soltado la mano.

—Ha sido una cena deliciosa. Marc. Muchísimas gracias.

—Sí, otro día tendremos que volver aquí.

Llegó la cuenta. Marc la miró con consternada perplejidad.

Sesenta y siete dólares con veinte céntimos, más impuestos. Quien entienda cómo se llega a la suma definitiva en un restaurante merece ser secretario del Tesoro. Entregar la tarjeta del American Express. La hojita de papel azul vuelve para la firma. Auméntalo a ochenta dólares y olvídalo hasta que llegue por correo el sobre con membrete del American Express.

—Buenas noches, señor Andrews. —Muchas reverencias y genuflexiones—. Espero que volvamos a verlos pronto a usted y a
mademoiselle
.

—Sí, desde luego.

Necesitarás muy buena memoria para reconocerme la próxima vez. Abrir la portezuela del coche para que suba Elizabeth. ¿Seguiré haciéndolo cuando estemos casados? Jesús, ya estoy pensando en el matrimonio.

—Creo que debo de haber comido demasiado. Estoy un poco somnolienta.

¿Y ahora qué significa esto? Se le podrían dar unas veinte interpretaciones distintas.

—En realidad yo me siento en condiciones para cualquier cosa.

Quizás un poco torpe. A buscar nuevamente una plaza donde aparcar. Excelente. Hay un hueco exactamente frente a la casa y esta vez ningún «Volkswagen» me impedirá que lo ocupe. Abrir la portezuela para que se apee Elizabeth. Esta busca las llaves de la puerta de entrada. A la cocina. La cafetera sobre el fuego.

—Qué hermosa cocina.

Comentario tonto.

—Me alegra que te guste.

Igualmente tonto.

A la sala de estar.

Bien, ahí están las rosas.

—Hola,
Samantha
. Ven a saludar a Marc.

Santo cielo, al fin y al cabo resulta que vive con otra chica. Qué desastre.

Samantha
se frotó contra la pierna de Marc y ronroneó.

Alivio.
Samantha
es siamesa, no norteamericana.

—¿Dónde quieres que me siente?

—En cualquier parte.

No me ayuda en absoluto.

—¿Solo o con crema, cariño?

«Cariño». Tengo más de un cincuenta por ciento de probabilidades.

—Solo, por favor. Con una cucharadita de azúcar.

—Distráete hasta que hierva el agua. Tardaré sólo unos minutos.

—¿Más café, Halt?

—No, gracias, señor. Si me disculpa, debo volver a casa. —Le acompañaré hasta su coche. Me gustaría hablar con usted de una o dos cosas.

—Sí, por supuesto, señor presidente.

Los infantes de Marina de la entrada oeste se cuadraron. Un hombre vestido de smoking acechaba entre las sombras detrás de las columnas.

—Necesito todo su apoyo para la aprobación de la Ley de control de armas, Halt. La comisión seguramente le pedirá su opinión. Y si bien todavía tenemos mayoría en la Cámara, no quiero contratiempos de última hora. Se me agota el tiempo.

—Lo apoyaré, señor. Deseo la aprobación de esa ley desde la muerte de su hermano. —Era la primera vez en la noche que alguien mencionaba a JFK.

—¿Tiene alguna preocupación especial, Halt?

—No, señor. Ocúpese usted de la parte política y firme la ley, y yo la pondré en ejecución.

—¿Algún consejo, tal vez?

—No, no creo…

Desconfíe de los idus de marzo.

—… aunque siempre me he preguntado, señor presidente, por qué ha esperado tanto tiempo antes de presentar el proyecto de ley. Si algo fallara el 10 de marzo y si usted perdiera la elección del año próximo, volveríamos al punto de partida.

—Lo sé, Halt, pero tuve que elegir entre mi Ley de asistencia médica gratuita, que ya fue bastante polémica para el comienzo de un período presidencial, y la perspectiva de proponer simultáneamente la Ley de control de armas. Podrían haber rechazado las dos. Le diré, sinceramente, que tuve la intención de presentar el proyecto en la comisión hace un año, pero nadie podría haber previsto que Nigeria atacaría a Sudáfrica sin aviso previo, y que los Estados Unidos deberían tomar posición definitiva acerca de su política en África.

—En esa oportunidad puso en juego su cabeza, señor presidente, y le confieso que pensé que se había equivocado.

—Lo sé, Halt. Yo mismo pasé algunas noches sin poder conciliar el sueño. Pero volvamos al proyecto de Ley de control de armas: no olvide jamás que Dexter y Thornton han organizado, juntos, la maratón oratoria de más éxito de la historia del Senado, para demorar la aprobación de una ley. El 10 de marzo hará casi dos años que esta ley está en barbecho, no obstante el apoyo tácito del senador Byrd, como líder de la mayoría. Pero no me preocupo demasiado. Creo que el 10 de marzo conseguiremos sacarla adelante. No preveo ningún obstáculo, ¿y usted, Halt?

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