¿Se lo decimos al Presidente? (34 page)

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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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—Buenas noches, señor Andrews. Es un placer volver a verle. No recuerdo que haya reservado mesa.

—No, está reservada a mi nombre. Doctora Dexter —dijo Elizabeth.

—Oh, sí, doctora, por supuesto. ¿Quieren seguirme por aquí?

Pidieron almejas cocidas al horno y, por fin, un filete sin guarnición y dos botellas de vino.

Marc cantó durante casi todo el trayecto de regreso. Cuando llegaron, la cogió firmemente por la mano y la condujo a la sala en penumbras.

—Voy a seducirte. Nada de café, ni coñac, ni música. Sólo una seducción pura y simple.

Cayeron sobre el sofá.

—Estás demasiado borracho.

—Espera y verás. —La besó largamente en la boca y empezó a desabrocharle la blusa.

—¿Estás bien seguro de que no quieres un poco de café? —preguntó ella provocativamente.

—Sí, muy seguro. —Le desprendió con lentitud la blusa de la falda y le acarició la espalda, mientras le apoyaba la otra mano sobre la pierna.

—¿Y un poco de música? —insistió Elizabeth jovialmente—. Algo especial.

Elizabeth pulsó el botón del tocadiscos de alta fidelidad. Era nuevamente Sinatra, pero esta vez con la canción ideal:

¿Es un terremoto o sólo una sacudida, es la auténtica sopa de tortugas o sólo una imitación, es un cóctel, esta sensación de júbilo, o lo que siento es… lo auténticamente auténtico
?

¿Es para siempre o sólo un pasatiempo, es Granada lo que veo o sólo Asbury Park, es un capricho que no merece atención, o es… por fin… después de todo… el amor
?

Elizabeth volvió a acurrucarse entre los brazos de Marc. Le bajó la cremallera de la falda. Sus piernas eran esbeltas y bellas, bajo la luz tenue. Las acarició suavemente.

—¿Me contarás la verdad de cuanto sucedió hoy, Marc?

—Después, cariño.

—Cuando hayas hecho lo que quieras conmigo —murmuró ella.

Se quitó la camisa. Elizabeth le miró el vendaje del hombro.

—¿Es ahí donde te hirieron mientras cumplías con tu deber?

—No, ahí es donde me mordió mi última amante.

—Espero que haya tenido más tiempo que yo.

Se acercaron más el uno al otro.

El levantó el auricular de la horquilla… Esta noche no, Julius.

—Es inútil, señor —dijo Elliott—. Sólo obtengo la señal de ocupado.

—Vuelva a probar, vuelva a probar. Estoy seguro de que se encuentra allí.

—¿Quiere que le llame nuevamente, pero esta vez por medio de la telefonista?

—Sí, sí —respondió el director impacientemente.

El director esperó, haciendo tamborilear los dedos sobre el escritorio Reina Ana, mientras miraba la mancha roja y se preguntaba cómo había aparecido allí.

—La telefonista dice que el auricular está descolgado, señor. ¿Quiere que le pida que intensifique el zumbido? Sin duda eso le llamará la atención.

—No, Elliott. Déjelo y váyase a dormir. Le llamaré por la mañana.

—Sí, señor. Buenas noches, señor.

Tendré que ordenar su traslado de vuelta a Ohio o a otra parte, pensó el director, mientras apagaba las luces y salía rumbo a su casa.

10

7.00 horas

Marc fue el primero en despertarse, quizá porque se encontraba en una cama extraña. Se volvió y miró a Elizabeth. Esta nunca se maquillaba y estaba tan bella por la mañana como a cualquier otra hora. Su cabellera oscura se ondulaba sobre la nuca y él le acarició delicadamente las suaves hebras. Elizabeth se movió, se volvió y le besó.

—Ve a lavarte los dientes.

—Qué forma tan romántica de empezar el día —comentó él.

—Cuando vuelvas estaré despierta. —Gruñó un poco y se desperezó.

Marc cogió el «Pepsodent» —eso era algo que tendría que cambiar, porque prefería el «Macleans»— y se preguntó en qué lugar del cuarto de baño podría acomodar sus cosas. Al salir del baño vio que el teléfono seguía descolgado. Consultó su reloj: las 7.05. Se metió nuevamente en la cama. Elizabeth se escurrió afuera.

—Sólo tardaré un minuto —dijo.

En las películas nunca sucede así, pensó Marc.

Ella volvió y se acostó junto a él. Después murmuró:

—Tu mentón me irrita la piel de la cara. No estás tan bien afeitado como la primera vez.

—Aquella primera noche me afeité con muchísimo esmero —confesó Marc—. Es curioso, nunca había estado tan seguro de algo. No sucedió exactamente como yo lo había planeado.

—¿Qué habías planeado?

Lo dijo en voz alta:

—En las películas nunca sucede así. —Y agregó—: ¿Sabes lo que dijo el francés cuando lo acusaron de haber violado a una muerta?

—No.

—No me di cuenta de que estaba muerta. Pensé que era inglesa.

—No te preocupes, Marc. Soy una norteamericana de sangre ardiente.

—Te creo.

Más tarde, ella le preguntó a Marc qué quería para el desayuno.

—Caray, ¿en este hotel también te sirven cereal tostado?

—Y tocino y huevos —contestó ella—. Espera que te presente la cuenta. Pero aquí no podrás pagar con la tarjeta del American Express.

Marc abrió la ducha y reguló la temperatura justa.

—Qué desilusión —exclamó Elizabeth—. Pensé que nos bañaríamos juntos.

—Nunca me baño con la servidumbre. Bastará que me llames cuando esté preparado el desayuno —respondió Marc desde la ducha y empezó a cantar
At Long Last Love
en varios tonos distintos.

Un brazo esbelto se asomó bajo la lluvia y cerró el grifo del agua caliente. La canción se cortó. Elizabeth no estaba a la vista.

Marc se vistió rápidamente y volvió a depositar el auricular sobre la horquilla. El teléfono sonó casi de inmediato y Elizabeth apareció con una combinación brevísima.

Marc sintió deseos de volver a la cama.

Ella cogió el auricular.

—Buenos días. Sí, está aquí. Es para ti. Una amante celosa, creo.

Se puso un vestido y volvió a la cocina.

—Marc Andrews.

—Buenos días, Marc.

—Oh, buenos días, señor.

—He tratado de comunicarme con usted desde anoche a las ocho.

—¿De veras, señor? Pensé que estaba de permiso. Creo que si consulta el libro oficial de la Agencia local de Washington, descubrirá que he firmado mi salida.

—Sí, Marc, pero tendrá que interrumpir sus vacaciones porque el presidente desea verle.

—¿El presidente, señor?

—De los Estados Unidos.

—¿Por qué habría de querer verme, señor?

—Ayer le maté, pero hoy lo he convertido en un héroe y desea felicitarlo personalmente porque trató de salvar la vida del senador Duncan.

—¿Cómo dice?

—Será mejor que lea los periódicos de la mañana. No comente nada, por ahora. Más tarde le explicaré mis actos.

—¿A dónde debo ir, y a qué hora, señor?

—Ya le informarán. —Se oyó un clic en la línea.

Marc volvió a colgar el auricular y pensó en la conversación que había mantenido con el director. Se disponía a preguntarle a Elizabeth si había llegado el periódico de la mañana, cuando volvió a sonar el teléfono.

—Atiende tú, cariño. Ahora que tus amantes saben que estás aquí, debe de ser necesariamente una llamada para ti.

Marc levantó el auricular.

—¿El señor Andrews?

—El mismo.

—Espere un momento por favor. Le va a hablar el presidente.

—Buenos días. Soy Ted Kennedy. Quiero saber si tendrá tiempo de pasar por la Casa Blanca hoy por la mañana, aproximadamente a las diez. Me gustaría conocerle y conversar con usted.

—Será un honor, señor.

—Le espero, señor Andrews, y también espero el momento de conocerle y felicitarle personalmente. Si se presenta en la entrada oeste, el señor Roth lo estará esperando.

—Gracias, señor.

Las legendarias llamadas de las que la prensa hablaba tan a menudo. El director sólo había verificado su paradero. ¿Acaso el presidente trataba de comunicarse con él desde las ocho de la noche anterior?

—¿Quién era, cariño?

—El presidente de los Estados Unidos.

—Dile que le llamarás tú. Siempre está en la línea y habitualmente hace sus llamadas a cobro revertido.

—Hablo en serio.

—Sí, cariño.

—Quiere verme.

—¿En su casa o en la tuya, cariño?

Marc entró en la cocina y se abalanzó sobre el plato de cereal. Elizabeth apareció blandiendo el
Post
.

—Mira —exclamó ella—. Lo dicen oficialmente. No eres un villano sino un héroe.

El titular proclamaba: SENADOR DUNCAN ASESINADO EN ESCALINATA DEL CAPITOLIO.

—¿Fue el presidente, verdad?

—Sí, mi amor.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Te lo dije, pero no quisiste escucharme.

—Disculpa —murmuró Elizabeth.

—Te amo.

—Yo también te amo, pero no repitamos esto todas las semanas.

Ella siguió leyendo el diario mientras Marc masticaba sus cereales.

—¿Quién podía tener interés en matar al senador Duncan, Marc?

—No lo sé. ¿Qué dice el
Post
?

—Aún no han descubierto el motivo. Dice que tenía muchos enemigos tanto aquí como en el exterior. Empezó a leer el texto en voz alta.

Un asesino disparó ayer por la mañana, a las 10.06, contra el senador demócrata por South Carolina, Robert Duncan, en la escalinata del Capitolio
.

El asesinato se produjo muy poco antes de la hora fijada para que el presidente Kennedy llegara a presentar un último alegato en favor del proyecto de Ley de control de armas, que debía votarse ayer en el Senado. El Servicio Secreto, que Aparentemente esperaba una manifestación en la escalinata del Capitolio, desvió el coche del presidente al edificio Russell de las oficinas del Senado
.

La bala se alojó en el cerebro del senador Duncan y cuando llegó al «Woodrow Wilson Medical Center» ya había muerto. Un segundo proyectil rozó el hombro del agente del FBI Marc Andrews, de 28 años, quien se abalanzó sobre el senador en un esfuerzo por salvarle la vida. Andrews fue curado y dado de alta
.

No se ha explicado aún por qué una segunda comitiva presidencial llegó a la escalinata del Capitolio minutos antes del asesinato, sin que en ella se hallara el presidente
.

El vicepresidente Bumpers ordenó que se suspendieran inmediatamente las sesiones del Senado en homenaje al senador Duncan. La Cámara de Representantes también aprobó por unanimidad una semana de duelo
.

El presidente, que se trasladó al Capitolio en el tren subterráneo que parte del edificio Russell, recibió la primera noticia sobre el asesinato de Duncan cuando llegó al Senado. Visiblemente conmovido, anunció que la comida en la cual se iba a discutir el control de armas se celebraría tal como estaba previsto, pero pidió que los senadores reunidos guardaran un minuto de silencio en homenaje a su colega muerto
.

El presidente agregó: «Sé que todos estamos horrorizados y consternados por el hecho trágico y atroz que acaba de producirse. Este asesinato absurdo de un hombre probo y honesto debe reforzar nuestra voluntad de trabajar juntos para librar a nuestro país del fácil acceso a las armas por parte de los criminales
».

El presidente tiene el propósito de dirigirse a la nación esta noche a las veintiuna horas
.

—Ya lo sabes todo, Liz.

—No sé nada.

—Yo tampoco sabía mucho de esto —confesó Marc.

—Vivir contigo será difícil.

—¿Quién ha dicho que voy a vivir contigo?

—Lo di por seguro cuando vi cómo comías mis huevos.

En el hotel Fontainebleau, un hombre se hallaba sentado junto al borde de la piscina, leyendo el
Miami Herald
y bebiendo café. Por lo menos el senador Duncan estaba muerto, y eso hacía que se sintiera más seguro. Xan había cumplido con esa parte de su misión.

Sorbió el café. Un poco caliente, pero no importaba, porque no tenía prisa. Ya había dado nuevas órdenes. No podía correr ningún riesgo. Estaba acordado que Xan moriría antes de que cayera la noche. Su abogado, que nunca le había fallado, le había garantizado que Matson y Tony quedarían en libertad por falta de pruebas. Y él no visitaría Washington durante un tiempo. Se relajó y se arrellanó en la tumbona para que el sol de Miami le calentara. Encendió otro cigarrillo.

A las 9.45, Hadley Roth, secretario de Prensa del presidente, recibió al director en la Casa Blanca. Esperaron y conversaron. El director le dio al secretario de Prensa los datos del agente especial Andrews. Roth tomó cuidadosa nota.

Marc llegó un poco antes de las 10.00. Apenas había tenido tiempo para volver a su casa y ponerse un traje nuevo.

—Buenos días, director —dijo con la mayor naturalidad.

—Buenos días, Marc. Me alegra que haya podido venir hoy. —Un poco zumbón, pero no enfadado—. Le presento al secretario de Prensa del presidente, el señor Hadley Roth.

—Buenos días, señor —dijo Marc.

Roth asumió el control de la situación.

—Tengan la gentileza de acompañarme a mi despacho, donde podremos esperar. El presidente grabará en
video tape
su discurso al país, que se emitirá esta noche por televisión, y así podrá volar a Camp David a las once y cuarto. Me imagino que usted y el director dispondrán de aproximadamente un cuarto de hora para pasarlo en su compañía.

Hadley Roth los condujo a su despacho, una amplia habitación del ala oeste. Sendos retratos de John, Robert y Edward Kennedy dominaban la pared situada detrás del escritorio.

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