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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (32 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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O'Malley estaba apostado en el sedán «Ford», a cien metros del edificio, bostezando. Le tranquilizó poder informar que Marc había salido del bloque de apartamentos y estaba conversando con el encargado negro del garaje. Ni O'Malley ni Thompson le habían dicho a nadie que durante la noche anterior Marc se les había escabullido durante varias horas.

Marc contorneó el edificio y el hombre del «Ford» azul le perdió de vista. Eso no le preocupó. O'Malley había verificado la posición del «Mercedes» una hora antes, y sólo había una posible salida.

Al dar la vuelta a la esquina del edificio, Marc vio un «Fiat» rojo. Se parece al de Elizabeth, pensó, exceptuando la abolladura del parachoques. Miró con más detenimiento y en verdad era el de Elizabeth. Ella estaba adentro, observándole. Marc abrió la portezuela. Si él era Ragani y ella Mata Hari, ya no le importaba. Se instaló junto a ella. Ninguno de los dos habló hasta que ambos lo hicieron simultáneamente, y dejaron escapar una risa nerviosa. Elizabeth repitió la tentativa. Marc se quedó callado.

—He venido a decirte que lamento haber sido tan quisquillosa anoche. Debería haberte dado una oportunidad. No quiero realmente que te acuestes con la hija de otro senador —dijo, tratando de forzar una sonrisa.

—Yo soy el que debería estar arrepentido, Liz. Confía en mí. Suceda lo que sucediere, veámonos esta noche y entonces procuraré explicártelo todo. No me preguntes nada hasta entonces, y te prometo que me verás esta noche, independientemente de lo que ocurra. Si después sigues queriendo que me aleje de tu vida, juro que me iré sin protestar.

Elizabeth asintió con un movimiento de cabeza.

—Pero espero que no tan bruscamente como te fuiste aquella otra noche.

Marc la rodeó con el brazo y la besó rápidamente.

—Basta de bromas de mal gusto acerca de aquella noche. Sueño con una segunda oportunidad.

Ambos se rieron. El empezó a apearse.

—¿No quieres que te lleve al trabajo, Marc? Está en el trayecto al hospital y así esta noche no tendremos que ocuparnos de dos coches.

Marc vaciló.

—¿Por qué no? Es una buena idea.

Se preguntó si ése era el armisticio definitivo.

Cuando ella dobló la esquina, Simón les hizo señas para que se detuvieran.

—El coche del apartamento siete volverá luego, esta mañana, Marc. Tendré que aparcar el suyo en la calzada, pero no se preocupe. Lo vigilaré.

Marc le entregó las llaves. Simón miró a Elizabeth y sonrió.

—Después de todo no necesitará a mi hermana, macho.

Elizabeth arrancó y se sumó a la columna de tráfico de 6th Street. O'Malley mascaba chicle a cien metros de allí.

—¿Cenaremos juntos esta noche?

—Volvamos a aquel restaurante francés y repitamos la velada. Esta noche representaremos el último acto de la obra.

Espero que el primer párrafo diga: «Este era el más noble de los romanos. Todos los conspiradores, con su sola excepción…», pensó Marc.

—Esta vez convido yo —dijo Elizabeth.

Marc aceptó, recordando la cuenta del American Express que no había abierto. El semáforo se puso rojo en la esquina de G. Street. Se detuvieron y esperaron. Marc empezó a rascarse la pierna de nuevo. Realmente, la sentía muy dolorida.

El taxi seguía dando vueltas alrededor del Capitolio y Halt estaba terminando de poner al corriente a H. Stuart Knight.

—Pensamos que perpetrarán el atentado cuando el presidente se apee de su coche en el Capitolio. Si usted consigue que entre sano y salvo en el edificio, nosotros controlaremos el exterior. Mis hombres vigilarán los edificios, los tejados y los lugares elevados desde donde se pueda disparar.

—Nuestra función sería mucho más sencilla si el presidente no insistiera en subir la escalinata a pie. Desde que Carter hizo su paseíto por Pennsylvania Avenue en el año setenta y siete… —Dejó la frase inconclusa, exasperado—. Entre paréntesis, Halt, ¿por qué no me lo comunicó antes?

—Hay un elemento insólito, Stuart. Aún no puedo suministrarle todos los detalles, pero no se preocupe, no influyen sobre la tarea de proteger al presidente.

—Está bien, le creo. ¿Está seguro de que mis hombres no pueden colaborar con su organización?

—No. Me conformo con saber que ustedes vigilan atentamente al presidente. Así yo disfrutaré de mucha más libertad para atrapar a los asesinos con las manos en la masa. No deben desconfiar. Quiero cazar al asesino
in fraganti
, con su arma.

—¿Debo decírselo al presidente? —preguntó Knight.

—No. Limítese a informarle que se trata de una nueva medida de seguridad que usted pondrá en práctica de vez en cuando.

—Ha habido tantas que indudablemente lo creerá —asintió Knight.

—No varíe la ruta ni el horario, y los detalles más sutiles correrán por su cuenta, Stuart. No quiero filtraciones. Le veré después de la comida del presidente. Entonces podremos ponernos ambos al día. Entre paréntesis, ¿cuál es la contraseña de hoy para designar al presidente?

—Julius.

—Dios mío, no lo puedo creer.

—¿Me ha contado todo lo que debo saber, Halt?

—No, claro que no, Stuart. Ya me conoce. Soy el hermano menor de Maquiavelo.

El director dio unos golpecitos en el hombro de Elliott y el taxi volvió a colocarse en el séptimo lugar de la fila. Los dos pasajeros se apearon y caminaron en direcciones opuestas, Knight para coger el Metro que le llevaría a la Casa Blanca, el director para coger un taxi en el que se trasladaría al FBI. Ninguno de los dos miró hacia atrás.

Dichoso Stuart Knight, pensó el director, que vivió los siete días pasados sin tener la información que tengo yo. Ahora la entrevista había concluido, el director había recuperado la confianza en su estrategia, y estaba resuelto a que sólo él y Andrews supieran en el futuro la verdad de todo lo que había ocurrido… a menos que obtuvieran pruebas terminantes para garantizar la inculpación del senador. Tenía que cazar a los conspiradores con vida, para hacerles declarar contra el senador. El director cotejó su reloj con el de la torre de la antigua oficina de Correos, que se levantaba sobre la Agencia local de Washington. Eran las 8.00. Andrews llegaría dentro de quince minutos. Cuando pasó por la puerta giratoria del FBI todos le saludaron. La señora McGregor estaba frente a su despacho, con expresión agitada.

—Llama el canal Cuatro, señor. Preguntan urgentemente por usted.

—Pase la comunicación —dijo el director. Entró de prisa en su despacho y levantó la extensión.

Le habla el agente especial O'Malley desde el coche patrulla, señor.

—¿Qué ocurre, O'Malley?

—Han matado a Andrews, señor, y debía de haber otra persona en el coche.

El director no atinó a hablar.

—¿Me escucha, director? —O'Malley esperó—. Repito, ¿me escucha, director?

Por fin, el director murmuró:

—Venga inmediatamente.

Colgó el auricular y sus manazas aferraron el escritorio Reina Ana. Sus dedos se crisparon y se cerraron poco a poco sobre las palmas de sus manos hasta formar dos puños gigantescos, con las uñas clavadas en la piel. La sangre chorreó lentamente sobre la tapa de cuero del escritorio, dejando una mancha oscura. Permaneció así sentado, en total silencio, durante unos minutos. Después le dijo a la señora McGregor que le comunicara con el presidente, en la Casa Blanca. Cancelaría la maldita operación: se había excedido. Esperó en silencio. Los hijos de puta le habían derrotado. Debían saberlo todo.

El agente especial O'Malley tardó diez minutos en llegar al FBI, y una vez allí le condujeron directamente al director.

Dios mío, parece tener ochenta años, pensó O'Malley.

El director le miró fijamente.

—¿Cómo sucedió? —preguntó en voz baja.

—Voló junto con su coche. Creemos que le acompañaba otra persona.

—¿Por qué? ¿Cómo?

—Sin duda, una bomba conectada con el encendido. Estalló delante de mis narices. Fue una explosión terrible, y produjo un gran estropicio.

—El estropicio me importa una mierda —había empezado a decir el director, levantando progresivamente la voz, cuando se abrió la puerta.

Entró Marc Andrews.

—Buenos días, señor. Espero no haberlo interrumpido. Pensé que había dicho a las ocho y quince.

Los dos hombres le clavaron la mirada.

—Usted está muerto.

—¿Cómo dice, señor?

—Bien, ¿quién diablos conducía su «Mercedes»? —preguntó el agente especial O'Malley.

—¿Mi «Mercedes»? —replicó Marc rápidamente—. ¿A qué se refiere?

—Su «Mercedes» acaba de volar en pedazos. Lo vi con mis propios ojos. Mi colega quedó allí, tratando de reordenar los despojos. Ya anunció que encontró la mano de un negro.

Marc se apoyó contra la pared para conservar el equilibrio.

—Los hijos de puta han matado a Simón —vociferó indignado—. No se moleste en llamar a Grant Nanna para que les retuerza los huevos. Lo haré yo mismo.

—Explíquese, por favor —dijo el director.

Marc volvió a afirmarse sobre los pies, giró y los miró a ambos.

—Esta mañana Elizabeth Dexter me trajo en su coche. Vino a verme. Me trajo ella —repitió, sin haber recuperado aún la coherencia—. Simón cambió de lugar mi coche porque ocupaba una plaza que está reservada durante el día. Los hijos de puta le han matado.

—Siéntese, Andrews. Usted también, O'Malley.

Sonó el teléfono.

—El jefe de personal del presidente, señor. El presidente lo atenderá dentro de aproximadamente dos minutos.

—Cancele la llamada y pida excusas, y dígale al señor Martin que no era nada importante. Sólo quería desearle suerte al presidente, antes de que se vote el proyecto de la Ley de control de armas.

—Sí, señor.

—De modo que piensan que está muerto, Andrews, y han jugado su última carta. Ahora debemos jugar la nuestra. Seguirá muerto… por unas pocas horas.

Marc y O'Malley se miraron, perplejos.

—O'Malley, vuelva a su coche. No le diga nada a nadie. Ni siquiera a su compañero. No ha visto a Andrews con vida, ¿me entiende?

—Sí, señor.

—Puede irse… Señora McGregor, comuníqueme con el jefe de Asuntos Externos.

—Sí, señor.

El director miró a Marc.

—Empezaba a echarle de menos.

—Gracias, señor.

—No me dé las gracias. Estoy a punto de volver a matarle.

Golpearon la puerta y entró Bill Gunn. Era el paradigma del agente de relaciones públicas: más atildado que nadie, con la sonrisa más ancha y una cabellera rubia que lavaba cada dos días. Cuando entró, su talante estaba desusadamente adusto.

—¿Sabe que ha muerto uno de nuestros jóvenes agentes, señor?

—Sí, Bill. Comunique inmediatamente a la prensa que un agente especial, cuyo nombre no se especifica, fue asesinado esta mañana, y que usted recibirá a los periodistas a las once para completar la información.

—Me acosarán mucho antes de esa hora, señor.

—Deje que le acosen —espetó el director.

—Sí, señor.

—A las once, entregará otro comunicado anunciando que el agente está vivo…

Las facciones de Bill Gunn reflejaron su sorpresa.

—… y que hubo un error. El hombre que murió fue un joven encargado de garaje que no pertenece al FBI.

—Pero… ¿y nuestro agente, señor?

—Sin duda querrá conocer al agente presuntamente muerto. Bill Gunn… éste es el agente especial Andrews. Y silencio, Bill. Este hombre seguirá muerto durante las próximas tres horas, y si se produce una filtración usted tendrá que buscarse un nuevo empleo.

La expresión ansiosa de Bill Gunn fue harto convincente.

—Sí, señor.

—Cuando haya escrito el comunicado de prensa, llámeme y léamelo.

—Sí, señor.

Bill Gunn salió, atónito. Era un hombre plácido y sosegado, y eso escapaba a su capacidad de comprensión, pero confiaba en el director.

El director tomaba cada vez más conciencia de la confianza que despertaba en sus hombres y del peso que llevaba sobre sus espaldas. Miró a Marc, quien no se había recuperado de la conmoción que le había producido el saber que Simón había muerto en lugar de él… Era el segundo hombre que corría esa suerte en un lapso de ocho días.

—Bien, Marc, nos quedan menos de dos horas, de modo que a los muertos les lloraremos más tarde. ¿Tiene algo que agregar al informe de ayer?

—Sí, señor. Es bueno estar vivo.

—Si pasa de las once horas de hoy, joven, creo que tendrá muchas probabilidades de vivir una vida larga y sana, pero todavía ignoramos si se trata de Dexter o de Duncan. Sabe que yo sospecho de Dexter. —El director volvió a consultar su reloj. Las 8.30. Faltaban noventa minutos—. ¿Se le ocurre alguna nueva idea?

—Bien, señor, indudablemente Elizabeth no está comprometida. Cuando vino esta mañana me salvó la vida. Si quería verme muerto, eligió una táctica muy curiosa.

—Estoy de acuerdo con usted —asintió el director—. Pero esto no prueba que su padre sea inocente.

—No creo que él quiera matar al hombre que podría casarse con su hija —comentó Marc.

—Usted es un sentimental, Andrews. Un hombre que planea asesinar al presidente no se preocupa por los amiguitos de su hija.

Sonó el teléfono. Era Bill Gunn, de Relaciones Públicas.

—Correcto, léalo. —El director escuchó con atención—. Está bien. Despáchelo inmediatamente a la radio, la televisión y los periódicos, y saque el segundo comunicado a las once, y no antes. Gracias, Bill. —El director colgó el auricular—. Le felicito, Marc. Usted es el único muerto vivo, y como Mark Twain podrá leer su necrología. Ahora, le daré una rápida síntesis de los últimos acontecimientos. Tengo trescientos agentes locales vigilando el Capitolio y sus alrededores. El cerco se cerrará herméticamente apenas llegue el coche presidencial.

—¿Lo dejará ir al Capitolio? —Marc estaba alelado.

—Escuche atentamente, Marc. A partir de las nueve me informarán minuto a minuto dónde están los dos senadores, y seis agentes les siguen sin pausa. A las nueve y cuarto también nosotros saldremos a la calle. Cuando suceda lo que tenga que suceder, estaremos presentes. Puesto que voy a cargar con mi responsabilidad, la cargaré personalmente.

—Sí, señor.

Sonó la chicharra del intercomunicador.

—Es el señor Sommerton. Desea verle con urgencia, señor.

El director consultó su reloj: las 8.45. Puntualmente, como había prometido.

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