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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (26 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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—Disculpa que haya reaccionado con tanta vehemencia. En este momento tengo muchas preocupaciones.

—¿Quieres contarme de qué se trata?

—Me temo que no es posible. Se trata de un asunto personal y mi padre me ha pedido que por ahora no lo discuta con nadie.

Marc se quedó petrificado.

—¿No puedes decírmelo a mí?

—No. Supongo que ambos deberemos tener paciencia —afirmó Elizabeth.

Fueron a un autocine y permanecieron sentados en la confortable semipenumbra, cogidos del brazo como camaradas. Marc intuyó que ella no quería que la tocara, y en verdad él no estaba de humor para hacerlo. A ambos les preocupaba el mismo hombre pero por diferentes razones… ¿o acaso era por la misma razón? ¿Y cómo reaccionaría Elizabeth si descubría que él estaba investigando a su padre desde el día siguiente a su primer encuentro? Quizá lo sabía. Maldición, ¿por qué no podía confiar simplemente en ella? Seguramente no trataba de engatusarle. Cuando terminó la película no recordaba casi nada del argumento, y llevó a Elizabeth a la casa de ella y se fue inmediatamente. Aún le seguían dos coches.

—¡Hola, macho!

Una figura saltó de entre las sombras. Marc dio media vuelta y manoteó sobresaltado la pistolera.

—Oh, qué tal, Simón.

—Escuche, macho, si todavía está desesperado puedo mostrarle unas fotos pornográficas, porque parece que no sabe apañarse solo. Anoche me visitó una negra y esta noche me visitará una blanca.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Lo confirmé por anticipado, macho. No tengo tiempo para perder, con mi lindo cuerpo. —Simón prorrumpió en una carcajada—. Piense en mí cuando esté esta noche solo en su cama, Marc, porque seguramente yo me habré olvidado de usted. Y dése una ducha fría, macho.

Marc le arrojó las llaves y le miró alejarse en dirección al «Mercedes», contoneando las caderas, danzando y riendo. —Usted no tiene lo que hace falta, chico.

—¡Mierda! Eres un cerdo impertinente —dijo Marc, y también se rió.

—Vamos, está celoso, macho, o es que tiene prejuicios —contestó Simón, mientras hacía rugir el motor y enfilaba hacia una plaza libre. Cuando pasó junto a Marc, gritó—: Sea como fuere, el ganador soy yo.

Marc se preguntó si no debería solicitar empleo como encargado de garaje en ese bloque de apartamentos. Aparentemente, el trabajo tenía sus compensaciones. Miró en torno. Vio que algo se movía. No, eran sólo sus nervios o su imaginación. Cuando estuvo en su habitación, redactó el parte para la entrevista de la mañana con el director, y se dejó caer en la cama.

Faltaban dos días.

8

1.00 horas

Sonó el teléfono. Marc empezaba a dormirse, y aún flotaba entre los sueños y la vigilia. El teléfono insistió. Trata de atender. Podría ser Julius.

—Sí —dijo, bostezando.

—¿Marc Andrews?

—Sí —respondió cansadamente, buscando una posición más cómoda en la cama. Temía que si se despertaba del todo nunca volvería a dormirse.

—Habla Stampouzis. Disculpe que le despierte, pero he averiguado algo y supuse que querría saberlo inmediatamente.

Las palabras de Stampouzis fueron como un chorro de agua fría. Marc se despejó instantáneamente.

—Correcto. No diga nada más. Le llamaré desde una cabina telefónica. ¿Cuál es su número?

Marc lo escribió sobre el dorso de una caja de «Kleenex», que fue lo único que encontró a mano. Se puso una bata, metió los pies en un par de zapatillas de tenis y se encaminó hacia la puerta. La abrió y miró hacia ambos lados. Jesús, se estaba volviendo paranoide. No se oía ningún ruido en el pasillo. No lo habría habido si alguien lo estaba esperando. Bajó en el ascensor hasta el garaje, donde había una cabina telefónica. Simón dormía en su silla… ¿cómo lo lograba? A Marc ya le había resultado bastante difícil conciliar el sueño en la cama.

Marcó el código 212.

—Hola, Stampouzis. Habla Andrews.

—¿Ustedes los agentes federales siempre juegan los mismos juegos a la una de la mañana? Yo pensé que después de tanto tiempo habrían encontrado un sistema mejor. —Marc lanzó una carcajada. Su risa reverberó en el garaje y Simón se sobresaltó en la silla, sin despertarse.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Hoy intercambié una información, y ahora usted me debe dos primicias. —Stampouzis hizo una pausa—. La Mafia fue totalmente ajena a la muerte de Stames, y no está histérica por la Ley de control de armas, aunque básicamente se opone a ella. Ahora lo sabe todo. No habría hecho este sacrificio por alguien que no fuera Nick, de modo que utilice bien el dato.

—Hago todo lo que puedo —respondió Marc—. Gracias por la ayuda.

Colgó el auricular en la horquilla y se encaminó nuevamente hacia el ascensor, pensando en la cama revuelta. Esperaba que todavía estuviera tibia. Simón seguía durmiendo.

5.50 horas

—Es para usted, señor.

—¿Cómo dice? —murmuró el director, aún semidormido.

—El teléfono, señor. Es para usted. —Su ama de llaves estaba en la puerta, vestida con una bata.

—Oh. ¿Qué hora es?

—Las seis menos diez, señor.

—¿Quién habla?

—El señor Elliott, señor.

—Bien, páseme la comunicación.

—Sí, señor.

Elliott lo había despertado. No lo habría hecho si no hubiera sido indispensable.

—Buenos días, Elliott. Bien, ¿de qué se trata? —Hizo una pausa—. ¿Está seguro? Esto cambia totalmente la situación. ¿A qué hora debe presentarse? A las siete, por supuesto. Le veré a usted a las seis y media.

El director colgó el auricular, se sentó sobre el borde de la cama y dijo con voz muy potente:

—Maldición. —Lo cual, para las normas del director, ya era un exceso. Con los grandes pies sólidamente plantados sobre el suelo y las manazas abiertas sobre sus muslos también robustos, estaba sumido en forma profunda en sus pensamientos. Por fin se levantó, se puso una bata y desapareció en el interior del baño, repitiendo varias veces el juramento.

Marc también recibió una llamada telefónica, pero no del hombre anónimo sino de Elizabeth. Quería verle urgentemente. Acordaron encontrarse a las ocho en el vestíbulo del «Mayflower». Estaba seguro de que nadie le reconocería allí, pero se preguntó por qué Elizabeth había elegido ese lugar. Marc se quitó la bata y volvió al baño.

El senador también recibió una llamada telefónica temprana, pero no del hombre anónimo ni de Elizabeth, sino del presidente del consejo de administración, que estaba organizando la reunión del mediodía para impartir las últimas instrucciones, en el hotel «Sheraton» de Silver Spring. El senador asintió, volvió a colgar el auricular y se paseó en bata por la habitación, cavilando.

—Café para tres, señora McGregor. ¿Están los dos aquí? —preguntó el director, al pasar frente a ella.

—Sí, señor.

La señora McGregor estaba muy elegante con su nuevo traje de dos piezas de color turquesa, pero el director no lo notó. Entró en su despacho.

—Buenos días, Matt. Buenos días, Marc. ¿Cuándo debía dejar caer la bomba? —Resolvió dejar que Andrews hablara antes—. Bien, ¿qué es lo que ha averiguado?

—Creo que hemos reducido nuestra lista a cinco senadores, señor: Bayh, de Indiana; Byrd, de West Virginia; Dexter, de Connecticut; Duncan, de South Carolina, y Thornton, de Massachusetts. El elemento común es la oposición al proyecto sobre control de armas, que como sabemos, señor, probablemente se convertirá en ley el 10 de marzo. Casi lo único que podría impedir este desenlace sería el asesinato del presidente.

—Yo habría dicho que ése sería el único acto capaz de garantizar la aprobación de la ley —comentó Matthew Rogers.

—Cuénteselo a los dos Kennedy, a Martin Luther King y a George Wallace, y verá qué le contestan —respondió el director—. Continúe, Marc.

Marc reseñó lo que Lykham y Stampouzis le habían informado acerca de cada uno de esos hombres, y explicó por qué había eliminado de la lista de siete a los otros dos: Pearson y Percy.

—Esto es válido, señor, siempre que no hayamos abordado el caso desde un ángulo equivocado y no nos estemos encaminando hacia un punto muerto. Y por lo que a mí concierne, eso es muy posible. Estoy boxeando con sombras.

El director asintió y esperó.

—Me proponía pasar el día de hoy viéndolos en acción, en el Senado —prosiguió Marc—. Ojalá pudiera encontrar un buen sistema para averiguar dónde comieron el 24 de febrero, sin tener que preguntárselo cara a cara, desde luego.

—No se aproxime a ellos. Ese sería el mejor método para conseguir que suspendieran la operación. Ahora, Marc, debo advertirle que no tengo buenas noticias, de modo que acomódese bien y prepárese para lo peor. Hemos empezado a pensar que nuestro hombre es Dexter —dijo el director.

Marc se quedó frío.

—¿Por qué, señor? —consiguió balbucir.

El subdirector se inclinó hacia adelante para hablar.

—Algunos de mis hombres han estado haciendo averiguaciones en la Georgetown Inn, con mucha discreción. No esperábamos descubrir nada nuevo. Interrogamos a todo el personal, que trabaja durante el día y nadie nos pudo suministrar una información útil. A primera hora de esta mañana, para no dejar ningún cabo suelto, entrevistamos al personal del turno de noche. Resulta que uno de los porteros de noche, que no se hallaba cumpliendo ninguna función durante el día, por supuesto, está convencido de que vio cómo el senador Dexter se alejaba apresuradamente del hotel, por la calle, a eso de las catorce treinta del 24 de febrero.

Marc estaba perplejo.

—¿Cómo supo que se trataba del senador Dexter?

—Ese hombre nació y se crió en Wilton, Connecticut. Le conoce bien. Me temo que hay algo más: le acompañaba una joven cuya descripción coincide, a grandes rasgos, con la de su hija.

—Esto no es una prueba —exclamó Marc—. No se trata más que de elementos circunstanciales.

—Quizá sí —respondió el director—. Pero es una coincidencia infortunada para el senador Dexter. Recuerde que tiene dinero invertido en la industria de armamentos. Su economía no saldrá muy bien parada si se aprueba la Ley de control de Armas. En verdad, nuestras investigaciones demuestran que perderá una fortuna, de modo que también puede existir un motivo.

—Pero, señor —arguyó Marc, arrastrado por la necesidad de creer en Elizabeth—, ¿piensa realmente que un senador planearía el asesinato del presidente sólo para mantener a flote una de sus empresas? Hay muchos métodos menos drásticos para demorar una ley. Podría tratar de frenarla en una comisión. U organizar una maratón de discursos para intentarlo…

—Ya lo intentó… y fracasó, Marc —le interrumpió Mattew Rogers.

—Es posible que los otros cuatro senadores tengan motivos más poderosos, que desconocemos. Dexter no es el candidato obligado —continuó Marc con tono de poca convicción.

—Entiendo lo que dice, Marc. Su argumento es válido. En circunstancias normales admitiría que parece improbable, pero debemos guiarnos por las pruebas de las que disponemos aunque sean frágiles y sólo circunstanciales. Y hay algo más. En la noche del 3 de marzo, cuando asesinaron a Casefikis y el cartero, el nombre de la doctora Dexter no figuraba en la hoja del personal. Debía haber concluido su turno a las cinco de la tarde, pero por una razón indescifrable se quedó dos horas más, trató al griego, que no era su paciente, y después se fue a su casa. Claro que es posible que decidiera trabajar horas extraordinarias por una razón de conciencia profesional, o que estuviera sustituyendo a un colega, pero aquí se suma una cantidad endemoniada de casualidades, Marc. Debo decir que, objetivamente, hay demasiados indicios contra el senador Dexter… y su hija.

Marc no respondió.

—Ahora escuche, y escuche con atención —continuó el director—. Sé que usted quiere creer que todas estas cosas son simples coincidencias y que el culpable es uno de los otros cuatro… pero sólo dispongo de veintiséis horas hasta que el presidente salga de la Casa Blanca, y debo afrontar los hechos tal como se presentan. Quiero atrapar al hombre implicado, quienquiera que sea, y no estoy dispuesto a arriesgar la vida del presidente en este trance. ¿Cuándo volverá a ver a la chica?

Marc alzó la vista.

—A las ocho, en el «Mayflower».

—¿Por qué? ¿Por qué en el «Mayflower»?

—No lo sé, señor. Sólo me dijo que era importante.

—Hum, bien, creo que debe ir y pasarme un informe inmediatamente.

—Sí, señor.

—No entiendo por qué eligió el «Mayflower», Andrews. Tenga cuidado.

—Sí, señor.

—Son las ocho menos diez. Será mejor que se vaya. Entre paréntesis, aún no hemos tenido suerte con los billetes de veinte dólares. Estamos revisando los últimos ocho, pero no han aparecido impresiones digitales de la señora Casefikis. Hemos recibido mejores noticias sobre el alemán, Gerbach. Se ha demostrado fehacientemente que no estuvo vinculado a la CIA durante su estancia en Rhodesia y que tampoco lo estaba cuando murió, de modo que éste es un problema resuelto.

A Marc le importaban un bledo los billetes de veinte dólares, el conductor alemán, la mafia y la CIA. Todos sus laboriosos afanes los estaban llevando directamente hacia Dexter. Cuando salió del despacho estaba más consternado que al entrar.

Una vez en la calle resolvió caminar hasta el «Mayflower» con la esperanza de despejar su cabeza. No vio a los dos hombres que le siguieron por Pennsylvania Avenue hasta el hotel, pasando en el trayecto frente a la Casa Blanca.

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