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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (28 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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—¿Por qué no empezamos? —preguntó el senador—. Esta reunión ya es de por sí bastante inoportuna, porque hoy se termina de discutir el proyecto.

El presidente le miró desdeñosamente.

—Falta Matson y su informe es vital.

—¿Cuánto tiempo piensa esperarle?

—Dos minutos.

Esperaron en silencio. No tenían nada que decirse: cada uno de ellos sabía por qué estaba allí. Exactamente dos minutos más tarde, el presidente encendió otro cigarrillo y le pidió a Tony que rindiera su informe.

—He estudiado las rutas, jefe, y un coche que marcha a treinta y tres kilómetros por hora tarda tres minutos en recorrer el trayecto que se extiende desde la salida sur de la Casa Blanca por E Street y Pennsylvania Avenue hasta el edificio del FBI, y otros tres minutos en llegar al Capitolio. Hacen falta cuarenta y cinco segundos para subir la escalinata y colocarse fuera de tiro. Un promedio de seis minutos y cuarenta y cinco segundos en total. Nunca menos de cinco minutos y medio, ni más de siete minutos. Este es el resultado a medianoche, a la una y a las dos de la mañana, sin olvidar que el trayecto estará aún más despejado para Kennedy.

—¿Y después de la operación? —preguntó el presidente.

—En el mejor de los casos se necesitan dos minutos para ir desde la grúa hasta el edificio Rayburn, por pasajes subterráneos, y desde allí hasta la estación de Metro Capitol South, y en el peor de los casos se necesitan tres minutos y quince segundos… Todo depende de los ascensores y la congestión. Una vez que el viet… —Se interrumpió—. Una vez que Xan haya llegado al Metro, será imposible encontrarle. En pocos segundos podrá llegar al otro extremo de Washington.

—¿Está seguro de que no le atraparán en tres minutos y quince segundos? —preguntó el senador, que no tenía ningún interés personal en Xan, pero que no estaba seguro de que el hombrecillo supiera callar si lo pescaban.

—Si suponemos que no saben nada, tampoco sabrán dónde deben buscar en los primeros cinco minutos —respondió el presidente.

—Si todo sale como hemos planeado —continuó Tony—, ni siquiera necesitará el coche, y yo lo dejaré abandonado y desapareceré.

—De acuerdo —asintió el presidente—. ¿Pero supongo que el automóvil está en perfectas condiciones?

—Claro que sí. Podría competir en la pista de Daytona.

El senador se enjugó el sudor de la frente, pese a que era un frío día de marzo.

—Su informe, Xan —dijo el presidente.

Xan describió su plan detalladamente. Lo había ensayado durante los dos últimos días. Había dormido ambas noches en la plataforma superior de la grúa y el arma ya estaba en su lugar. Los obreros iniciarían la huelga a las seis de esa tarde.

—A seis de tarde de mañana yo estaré en otro extremo país y Kennedy estará muerto.

—Bien —dijo el presidente, mientras aplastaba su cigarrillo y encendía otro—. Yo estaré en la esquina de Ninth y Pennsylvania y me pondré en contacto mediante mi radio reloj, primero cuando llegue a las nueve y media, y después cuando el coche de Kennedy pase junto a mí. Cuando su reloj empiece a vibrar, será porque faltan tres minutos para que llegue, y usted dispondrá en total de tres minutos y cuarenta y cinco segundos. ¿Cuánta anticipación necesita?

—Dos minutos y medio serán suficientes —contestó Xan.

—¿No es un margen demasiado limitado? —inquirió el senador, sin dejar de transpirar.

—Tal vez sí, en cuyo caso usted tendrá que demorarlo en la escalinata porque no queremos exhibir a Xan más de lo necesario —explicó el presidente—. Cuanto más tiempo esté asomado, mayores serán las probabilidades de que lo descubran los helicópteros del Servicio Secreto.

El senador volvió la cabeza hacia Xan.

—¿Dice que ha ensayado todos los días?

—Sí —replicó Xan. Aún no veía motivos para emplear más palabras de las necesarias, aunque se dirigiera a un senador de los Estados Unidos.

—¿Entonces por qué la gente no le ve transportar un fusil, o por lo menos un estuche para el arma?

—Porque fusil está sujeto a plataforma superior de grúa, en lugar seguro, a 107 metros de altura, desde que yo regresé de Viena.

—¿Qué sucederá si bajan la grúa? Lo verán en seguida.

—No, yo con mono amarillo y fusil desmontado en ocho partes y pintado de amarillo y sujeto a cara inferior de plataforma. Aun con prismáticos potentes, parece pertenecer grúa. Cuando recibí último modelo de fusil de manos del doctor Schmidt, de Helmut, Helmut y Schmidt, incluso él sorprendido por bote de pintura amarilla.

Todos rieron menos el senador.

—¿Cuánto tiempo necesita para montarlo? —continuó el senador, buscando un punto débil, tal como lo hacía siempre al interrogar a los presuntos expertos en las comisiones del Senado.

—Dos minutos para montar fusil y treinta segundos para colocarlo en posición de tiro. Dos minutos más en desmontarlo y volver a sujetarlo. Es fusil «Vomhofe Super Express» cinco punto seis por sesenta y un milímetros, y uso una bala de setenta y siete gramos con una velocidad de salida de mil ciento sesenta metros por segundo, lo que significa, senador, en lenguaje profano, que si no sopla viento, apuntaré tres centímetros por encima de frente de Kennedy a doscientos metros.

—¿Está conforme? —le preguntó el presidente al senador.

—Sí, supongo que sí —respondió, y se sumergió en un silencio caviloso, sin dejar de enjugarse la frente. Luego se le ocurrió otra pregunta, y se disponía a formularla cuando la puerta se abrió violentamente y Matson entró de prisa.

—Disculpe, jefe. He estado siguiendo una pista.

—Ojalá sea algo bueno —espetó el presidente.

—Puede ser malo, jefe, muy malo —dijo Matson, entre un jadeo y otro.

Todos le miraron ansiosamente.

—Está bien, hable.

—Se llama Marc Andrews —informó Matson.

—¿Y quién es? —preguntó el presidente.

—El agente del FBI que fue al hospital con Colvert.

—¿Podemos empezar por el principio? —inquirió el presidente.

Matson inhaló profundamente.

—Sabe que siempre dudé que Stames hubiera ido al hospital con Colvert. No era lógico… tratándose de un hombre de su rango.

—Sí, sí —asintió el presidente, con impaciencia.

—Pues bien, Stames no fue. Me lo dijo su esposa. Fui a darle el pésame, y ella me contó todo lo que había hecho Stames esa tarde. Incluso que había comido un plato de
moussaka
. El FBI le ordenó que no dijera nada a nadie, pero ella piensa que todavía soy un miembro del FBI, y no recuerda, o quizá nunca lo supo, que Stames y yo no éramos precisamente amigos. He investigado a Andrews y le he seguido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Figura en la nómina de la Agencia local de Washington y tiene dos semanas de permiso, pero ocupa su tiempo libre de una manera muy extraña. Le he visto en el cuartel general del FBI, tiene amoríos con una doctora del «Woodrow Wilson», y ha estado husmeando en el Senado.

El senador respingó.

—La doctora estaba de guardia la noche en que liquidé al griego y al bastardo negro.

—Entonces lo saben todo —se apresuró a decir el presidente—. ¿Qué hacemos todavía aquí?

—Bien, eso es lo curioso. Invité a beber a un viejo camarada del Servicio Secreto. Mañana formará parte de la escolta de Kennedy y nada ha cambiado. Es dolorosamente obvio que el Servicio Secreto ignora por completo lo que sucederá mañana, de modo que el FBI sabe muchísimo o no sabe nada. Pero si lo sabe todo, no lo ha comunicado al Servicio Secreto.

—¿Qué pudo sonsacarles a sus contactos en el FBI? —preguntó el presidente.

—Nada. Nadie sabe nada, ni siquiera cuando están borrachos como cubas.

—¿Cuánto cree que sabe Andrews? —insistió el presidente.

—Creo que se ha enamorado de nuestra amiga la doctora y que sabe muy poco. Anda a tientas —respondió Matson—. Es posible que le haya sacado alguna información al camarero griego. En tal caso, trabaja aisladamente, y ésta no es la norma en el FBI.

—No le entiendo —murmuró el presidente.

—La norma en el FBI consiste en trabajar en grupos de dos o tres. Entonces, ¿por qué no han movilizado a docenas de agentes? Aunque sólo fueran seis o siete, yo me habría enterado, y también se habría enterado por lo menos uno de los contactos que tengo en el FBI —explicó Matson—. Pienso que tal vez saben que se prepara un atentado contra el presidente, pero no creo que sospechen cuándo… ni dónde.

—¿Alguien mencionó la fecha en presencia del griego? —preguntó el senador, con tono alterado.

—No lo recuerdo, pero tenemos un solo recurso para asegurarnos de que no saben absolutamente nada —dijo el presidente.

—¿Cuál es, jefe? —inquirió Matson.

El presidente hizo una pausa, encendió otro cigarrillo y dijo:

—Matar a Andrews.

El silencio duró poco. Matson fue el primero en recuperarse.

—¿Por qué, jefe?

—La explicación es muy sencilla. Si forma parte de una investigación del FBI, cambiarán el programa de mañana. No se arriesgarán a permitir que Kennedy asome la nariz fuera de la Casa Blanca, en coche. Piensen en las posibles consecuencias. Si saben que se producirá un atentado contra el presidente y no han arrestado a nadie hasta el momento y no han alertado al Servicio Secreto…

—Tiene razón —asintió Matson—. Encontrarán una excusa para cancelarlo en el último momento.

—Exactamente. De modo que si Kennedy traspone las puertas, lo mataremos, porque tendremos la certeza de que no saben nada. Si no sale, nos alejaremos de aquí por mucho tiempo, podernos estar seguros de que saben más de lo que nos conviene.

El presidente se volvió hacia el senador, que sudaba en forma copiosa.

—Ahora bien, bastará que usted esté en la escalinata del Capitolio para demorarlo si es necesario, y nosotros nos ocuparemos del resto —dijo hoscamente—. Si no lo matamos mañana, habremos derrochado mucho tiempo y dinero, y ciertamente no se nos presentará otra oportunidad como ésta.

El senador gruñó.

—Pienso que está loco, pero no perderé el tiempo en discusiones. Debo volver al Senado antes de que alguien note mi ausencia.

—Cálmese, senador. Tenemos todo controlado y en ningún caso podemos perder.

—Quizás usted no, pero es posible que al acabar el día yo sea la víctima propiciatoria.

El senador se fue sin pronunciar una palabra más. El presidente del consejo de administración esperó en silencio que se cerrara la puerta.

—Ahora que nos hemos librado de ese payaso, vayamos al grano. Hábleme de Marc Andrews y de lo que ha hecho.

Matson relató de forma minuciosa los movimientos de Marc durante las últimas cuarenta y ocho horas. El presidente anotó todos los detalles.

—Muy bien. Ha sonado la hora del señor Andrews, y después estudiaremos la reacción del FBI. Ahora escuche atentamente, Matson. Lo haremos así: usted volverá ahora mismo al Senado y…

Matson escuchó detenidamente, tomando apuntes y asintiendo de tiempo en tiempo.

—¿Alguna pregunta?

—No, jefe.

—Si dejan salir al presidente de la Casa Blanca después de eso, es porque no saben nada. Algo más, antes de terminar. Si algo sale mal mañana, cada uno debe arreglárselas por sí solo. ¿Entendido? Nadie hablará. Más tarde se distribuirán las recompensas, en la forma acostumbrada.

Todos asintieron:

—Y un último punto: si fracasamos, hay alguien que con toda seguridad no se ocupará de nosotros, de manera que nosotros deberemos ocuparnos de él. Propongo que hagamos lo siguiente. Xan, si Kennedy…

Todos escucharon en silencio y se mostraron de acuerdo.

—Creo que ya es hora de comer. No debemos permitir que ese hijo de puta estropee nuestros hábitos. Lamento que usted se lo pierda, Matson. Asegúrese de que ésta sea la última comida de Andrews.

Matson sonrió.

—Eso me avivará el apetito —comentó, y salió.

El presidente levantó el auricular.

—Ya pueden servirnos la comida, gracias. —Encendió otro cigarrillo.

14.15 horas

Marc terminó de comer. Otros dos hombres también terminaron sus bocadillos y se levantaron para partir. Marc volvió al Senado. Quería encontrar a Henry Lykham antes de que empezara el debate. Esperaba que Lykham hubiera recordado algo más esa noche, en la paz de sus sueños. Además, necesitaba copias de las audiencias de la Comisión de Asuntos Judiciales sobre el proyecto de Ley de Armas, para estudiar las preguntas que habían formulado Bayh, Byrd, Dexter, Duncan y Thornton. Quizás allí encontraría otra de las piezas que faltaban en el rompecabezas. Marc alimentaba algunas dudas. Empezaba a convencerse de que los políticos casi nunca revelaban nada. Llegó pocos minutos antes de la hora fijada para el comienzo de la sesión y pidió a un botones que buscara a Lykham en la antecámara.

Lykham salió atropelladamente poco después. Por lo visto lo que menos necesitaba era que le interrumpiesen diez minutos antes de que empezara la sesión. Si se le había ocurrido alguna idea no pudo expresarla, porque no tuvieron oportunidad de conversar. Pero Marc consiguió averiguar dónde podría obtener copias de las audiencias y debates de la comisión.

—Pídalas en la oficina de la comisión, al final del pasillo.

Marc le dio las gracias y subió por la escalera hasta la galería, donde su nuevo amigo, el guardia, le había reservado un asiento. La galería estaba atestada de público. Los senadores entraban en el recinto y ocupaban sus escaños, de modo que resolvió ir a buscar las copias más tarde.

El vicepresidente pidió silencio y el senador Dexter miró en torno lenta y dramáticamente, recorriendo el recinto con los ojos para asegurarse la atención de todos. Cuando vio a Marc pareció un poco sorprendido, pero se recuperó enseguida para iniciar su alegato final contra el proyecto.

Marc se sintió turbado y lamentó no estar más atrás, a salvo de la penetrante mirada de Dexter. El debate se arrastró tediosamente. Bayh, Byrd, Dexter, Duncan, Thornton. Todos querían pronunciar una última palabra antes de la votación del día siguiente.

Marc los escuchó a todos pero no averiguó nada nuevo. Parecía haber llegado a un punto muerto. Lo único que le quedaba por hacer ese día era ir a buscar las actas de las audiencias. Tendría que leerlas durante la noche, y después de haber oído hablar dos veces a cada uno de los cinco sospechosos, dudó que le revelaran algo nuevo. Pero era lo único que le quedaba. El director se había ocupado de todo. Caminó por el pasillo hasta el ascensor, abandonó el Capitolio por la salida de la planta baja, y se dirigió al edificio Dirksen.

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