Secreto de hermanas (17 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

BOOK: Secreto de hermanas
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Tras la proyección, el público preguntó sobre las tribus aborígenes que el doctor Parker había estudiado, y tío Ota y yo también lo interrogamos sobre la filmación: qué tipo de cámara había utilizado; qué tipo de cinta; cómo había mantenido la cámara firme durante las tomas en movimiento... El profesor se sintió halagado por nuestro interés en aquellos detalles y nos habló sobre profundidades focales y sobre cómo editar las escenas para que tuvieran un máximo impacto largo rato después de que el resto de los invitados se hubiera marchado.

—Yo había estado en salas de quinetoscopios y niquelodeones en ferias, pero no eran comparables en cuanto a la calidad de producción de lo que hemos visto esta noche —me contó tío Ota—. Dicen que es una moda pasajera, pero yo creo que las películas en movimiento serán la forma de arte del mañana.

Recordé una tarde en Praga en la que había estado haciendo recados y pasé por delante de un cine que tenía expuesto en la vitrina exterior un cartel de Pola Negri protagonizando
Carmen
. Los ojos ahumados de la actriz me parecían la quintaesencia del glamur. Milos nos había prohibido ir al cine —lo describía como «un entretenimiento barato para las masas»— e incluso madre dijo que preferiría que fuéramos al teatro o a la ópera. Aquella tarde contemplé a la gente haciendo cola ante la taquilla y anhelé seguirlos escaleras arriba para introducirme en aquel mundo secreto donde las historias se relataban mediante imágenes en movimiento. Tenía suficientes monedas en el bolsillo como para pagar la entrada. Nadie se daría cuenta si desaparecía durante unas horas. Pero recordé la advertencia de madre de no asistir a ningún espectáculo sola y no pude desobedecerla.

Tío Ota anunció que iríamos al cine el sábado siguiente. Esther se ofreció voluntaria para cuidar a Thomas.

Aunque nuestra casera tenía una personalidad más bien excéntrica, su entrega por el bienestar de mi primo no era nada extravagante. Cuando Thomas comenzó a gatear, Esther vigilaba que no dejáramos nada en el suelo con lo que Thomas pudiera atragantarse y que las superficies angulosas estuvieran colocadas contra la pared o acolchadas con bolas de papel de embalar. Thomas no podía quedarse en mejores manos.

Aunque solo podíamos permitirnos entradas de platea, íbamos a ir a la sesión nocturna del sábado, así que nos engalanamos para la ocasión. Yo me puse un vestido de cóctel con adornos de lentejuelas turquesas y Klára optó por una blusa de gasa con ribetes amarillo limón y una falda a juego. Tío Ota se enfundó sus pantalones de rayas con un frac negro y, para disimular el aspecto desgastado de su ropa, añadió a su atuendo un sombrero de copa y unos lustrosos zapatos. Ranjana no tenía ningún vestido de noche, así que compré uno unas cuantas tallas por encima de la mía y simulé que lo había traído conmigo de Praga.

—Es demasiado grande —le dije—. Y no he tenido tiempo de arreglármelo.

Ranjana levantó la barbilla y me miró de reojo. Hice lo que pude por no acobardarme. Mi tía era orgullosa y temía que se ofendiera. Ella y tío Ota no aceptaban nada material de mi parte. Afirmaban que mi contribución a las tareas de la casa era suficiente. Yo nunca limpiaba nada en Praga —aunque madre nos había enseñado a coser, a cocinar y a ser ordenadas—, pero barría y quitaba el polvo en casa de Esther y hacía la mayor parte del trabajo de jardinería. Ranjana también había vivido en una situación privilegiada durante su primer matrimonio y tío Ota había nacido en el seno de una familia acaudalada, por lo que resultaba irónico que todos nosotros hubiéramos acabado lavándonos nuestra propia ropa interior y fregando suelos. Pero no me importaba. Disfrutaba con el tiempo de meditación que proporcionaban las tareas del hogar.

—¡Gracias! —me dijo Ranjana, probándose el vestido.

El traje entallado de rojo satén que yo había elegido hacía un efecto impresionante en contraste con su oscura piel.

—Pareces una reina —le aseguré.

Puso los ojos en blanco.

—A ver si es verdad que me dejan entrar.

Aunque en Praga habíamos asistido con regularidad a la ópera y al teatro, me recorrió una ola de entusiasmo cuando nos internamos en el vestíbulo del cine. Traté de abarcarlo todo con la mirada: la alfombra verde, los adornos dorados, las resplandecientes lámparas de araña... Tío Ota compró las entradas e hicimos cola en el mostrador de mármol para recoger nuestra caja de bombones Fantale con leche malteada. Contuve la respiración cuando traspasamos las cortinas rojas que conducían a la platea y una acomodadora con guantes blancos nos acompañó a nuestros asientos. La entrada estaba alineada con la pantalla, así que no pude comprender el significado de las imágenes hasta que no nos acomodamos. Estaban apareciendo diapositivas de negocios locales una detrás de otra. Mientras los demás charlaban, Klára y yo leímos los eslóganes publicitarios en alto: «Té Lipton etiqueta verde: solo seis peniques la libra», «El tónico para los nervios Nutone curará todas sus enfermedades».

Cuando todos los espectadores tomaron asiento, el telón se descorrió sobre la pantalla y las acomodadoras cerraron las puertas. Las luces se atenuaron. Se abrió una puerta debajo del proscenio y salió por ella un hombre con unas partituras bajo el brazo. El público aplaudió y el hombre se sentó ante el piano y estiró los dedos. Todo el mundo se puso en pie y él comenzó a tocar el himno nacional: «Dios salve al rey».

Tras el último
crescendo
, el pianista levantó las manos del teclado y el público volvió a sentarse. Las acomodadoras abrieron las puertas para dejar pasar a los que habían llegado tarde. Una pareja se sentó delante de nosotros. La mujer se colocó su caja de bombones de regalo en el regazo.

—Todas las damas que han venido acompañadas por un hombre tienen una —me susurró Klára.

Mi hermana estaba a punto de entrar en la adolescencia y demostraba inclinación por lo romántico. Pero tenía razón. Las mujeres con acompañantes masculinos tenían cajas de bombones con lazos rosa sobre el regazo, mientras que las familias y la gente que iba sola se contentaban con sus chocolatinas Jaffa, sus gominolas Jujube y sus caramelos de café Columbine. Tío Ota adivinó sobre qué estábamos cuchicheando Klára y yo. Cuando pasó junto a nosotros el vendedor de chucherías con una bandeja de dulces sujeta al cuello por una correa, tío Ota compró tres cajas de regalo. Le dio una a Ranjana y las otras dos a mí y a Klára.

—A algunos hombres los acompaña una sola mujer —dijo con una sonrisa—. Yo soy afortunado por estar con las tres damas más hermosas de toda la sala.

Cuando todo el mundo se hubo acomodado, el pianista tocó un acorde dramático y el telón se descorrió. Aunque habíamos ido a ver
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
, protagonizada por Rodolfo Valentino, nos cautivó el corto que la precedió. A pesar de que eran dibujos animados, nos emocionó Félix el Gato saltando por la pantalla, persiguiendo al ratón Skiddoo. Me parecía milagroso que un dibujo pudiera moverse. Cuando Félix y el ratón se hicieron amigos después de tomarse un trago juntos, los espectadores estallaron a reír. El telón volvió a cerrarse.

Unas luces verdes parpadearon alrededor del pianista y vi que se le habían unido un violinista, un flautista y un trompetista que habían encendido las luces de sus atriles. El público se quedó en silencio cuando los músicos empezaron a tocar un tango y los títulos de crédito de
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
aparecieron en la pantalla. Me quedé hipnotizada por la forma en la que la película jugaba con la luz y las sombras. Había pensado que el cine sería como el teatro solo que sin diálogo, pero era distinto. Los actores eran apariciones, no gente, y la manera en la que transmitían sus emociones —aproximarse hacia un objeto para mostrar interés, una ligera inclinación de la cabeza para expresar amor, levantar una ceja para manifestar sorpresa...— resultaba mucho más cercana al ballet que al teatro. Su maquillaje también parecía de otro mundo: polvos faciales blanquecinos, ojos ennegrecidos y los labios delineados subrayando el arco de cupido. La temática antibélica de la película me conmovió, recordándome lo que le había sucedido al amor de Esther y a los hombres descompuestos que había visto por las calles de Praga y de Sídney. Me asombró la manera en la que podía dársele vida a la historia de dos primos que se encuentran en bandos opuestos durante la guerra de una forma tan conmovedora gracias a las imágenes en movimiento entremezcladas con los títulos. Durante la famosa escena del tango de Valentino, Klára me clavó los dedos en el brazo, y cuando aparecieron los créditos y el público comenzó a aplaudir, tuve que parpadear unas cuantas veces para conseguir regresar al mundo real.

Tras aquella noche, nos enganchamos al cine. Acudíamos todos los sábados por la noche y también durante la semana cuando podíamos permitírnoslo. A veces, en ocasiones especiales, íbamos a los de la ciudad, donde antes de proyectar la película había espectáculos de vodevil y coristas, cómicos y cantantes. Veíamos todo el programa y pronto me di cuenta de que mi primera experiencia con el cine había sido una película de una calidad extraordinaria. También había muchísimos melodramas y solía sucedernos que nos daban ataques de risa a causa de interpretaciones sobreactuadas y tramas imposibles. Klára y yo analizábamos por qué aquellas películas resultaban tan terribles.

—Los intertítulos describían cosas que podíamos ver por nosotros mismos —comentaba Klára—. «¡Oh, mira, Margaret! ¡El tren está a punto de descarrilar!»

—Los mejores intertítulos son los que expresan cosas importantes en medio de la propia toma —le decía yo dándole la razón.

A menudo, Klára y yo nos reíamos cuando alguien entre el público leía el texto en alto, aunque si la película era especialmente poco creíble, todo el mundo lo leía al unísono para superar el aburrimiento.

No existían las barreras idiomáticas en el cine mudo, por lo que veíamos películas de todas partes, agarrándonos a los brazos de la butaca durante la espeluznante
El gabinete del doctor Caligari
y llorando a lágrima viva a lo largo de
La Terre
. Sin embargo, las películas que más nos cautivaban eran las australianas. Resultaban realistas y solían rodarse en exteriores. Nos encantaba
A Girl of the Bush
no solo por su argumento, sino también porque toda la película estaba salpicada de secuencias sobre doma de caballos y pastoreo ovino. El retrato del amor entre dos pobres que vivían en el barrio de Woolloomooloo que aparecía en
The Sentimental Bloke
nos llegó al corazón, y sus intertítulos, basados en el famoso poema de C. J. Dennis, nos dejaron perplejos.

El tío Ota leyó en alto los dos primeros versos, escritos en un cerrado argot.

—¿Qué demonios significa eso? —exclamó.

Ni siquiera Ranjana, con su perfecto inglés enciclopédico, logró iluminarnos. Pero los intertítulos no eran lo importante. Los actores principales, Arthur Tauchert y Lottie Lyell, lograban contar la historia con el brillo de sus ojos.

Las sesiones de tarde y noche de los cines tenían horarios fijos, pero por las mañanas las películas se proyectaban de forma continua. Podíamos asistir a las sesiones matinales cuando tío Ota y Ranjana trabajaban en el turno de tarde. Las mujeres solían ir con sus hijos pequeños, por lo que invitamos a Esther a que se nos uniera mientras Thomas dormía sobre el regazo de Ranjana. A menos que llegáramos exactamente a las diez en punto, era imposible calcular a qué hora se proyectaba cada película, por lo que solíamos sentarnos a mitad de una y teníamos que esperar a que la pasaran de nuevo para enterarnos de la historia hasta que retomaba el punto en el que la habíamos empezado.

Para llegar al cine íbamos en tranvía y después recorríamos tres manzanas. Por el camino pasábamos por delante de un bar que siempre estaba atestado, independientemente de la hora del día. La primera vez que cruzamos por delante hacía buen día y los parroquianos salían por las puertas hacia la calle. Al principio pensé que se habían reunido allí para celebrar una reunión de carácter político, tal y como había visto hacer en Praga antes de la guerra, cuando los nacionalistas checos hacían campaña para conseguir la independencia. Pero no era la política lo que ocupaba la mente de aquellos hombres; por los gritos que oí a través de las cristaleras, comprendí que se dedicaban a intercambiar consejos sobre las apuestas para las carreras de perros y caballos, y se estaban poniendo ciegos a beber. Cuando se abrieron las puertas del bar, llegué a ver a los hombres vestidos con trajes de sarga, varias barras sobre las que se apilaban los vasos de cristal bocabajo sobre unos paños y las camareras que se apresuraban a tomar los pedidos. A veces, el hedor a lúpulo, orina y vómito era tan fuerte que nos cruzábamos de acera huyendo de él.

Una mañana de sábado cayó una fría lluvia. No era suficiente como para empaparnos la ropa, pero sí para helarnos los huesos. Nos apeamos del tranvía y corrimos hacia el cine. Ranjana acunaba a Thomas contra su pecho y tío Ota le pasó un brazo sobre los hombros a su esposa. Pasamos por delante del bar y escuchamos un vocerío cuando la puerta se abrió y se cerró. Dos hombres salieron a toda prisa. Caminaron hasta ponerse a la altura de tío Ota y Ranjana, que encabezaban nuestra comitiva con Esther, Klára y yo tras ellos. Los dos hombres corrieron hasta adelantarnos, así que supuse que también iban en dirección al cine. Pero uno de ellos, un hombre desgarbado con rojos arañazos sobre las mejillas, se volvió, obligándonos a detenernos. El otro, más menudo y con la nariz aplastada, le dedicó a Ranjana una mirada hostil.

—¡Puta negra! —murmuró antes de volverse hacia tío Ota—. ¿Qué te parece si un blanco te da lo tuyo?

La sangre me martilleó en los oídos. No comprendí qué significaban las palabras que el hombre había utilizado, pero supe que eran obscenas. El otro hombre agarró a Ranjana por el pelo, tirándola al suelo. Klára y yo gritamos. Ranjana echó los brazos sobre Thomas, protegiéndolo bajo su cuerpo, anticipando la patada que el hombre estaba a punto de darle. Pero antes de que pudiera lastimarla, tío Ota le propinó un puñetazo en la mandíbula. La cabeza del hombre se movió bruscamente hacia atrás y cayó al suelo.

La conmoción atrajo la atención de los clientes del bar. Algunos hombres salieron corriendo al exterior y otros se reunieron junto a las ventanas. Pensé que los que habían salido venían a ayudarnos, pero me equivocaba. El gordo golpeó a tío Ota en las costillas y los espectadores lo jalearon.

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