Authors: Antonio Muñoz Molina
Su primer éxito de organización y propaganda masiva fue la campaña mundial de envío de alimentos a las regiones de Rusia asoladas por las grandes hambres de 1921. El Socorro Internacional de los Trabajadores, dirigido por él, logró que docenas de barcos cargados de alimentos llegaran a Rusia y que se creara en todo el mundo una corriente poderosa de simpatía humanitaria hacia el sufrimiento y el heroísmo del pueblo soviético. La desganada caridad de otros tiempos se trasmutaba en vigorosa solidaridad política, y el benefactor podía sentirse confortablemente a un paso de la militancia activa. Münzenberg ideó sellos, insignias, folletos de propaganda con fotografías de la vida en la URSS, cromos en colores, pisapapeles con bustos de Marx y de Lenin, postales de obreros y soldados, cualquier cosa que se pudiera vender a bajo precio y que permitiera sentir al comprador que sus pocas monedas eran un gesto solidario, no una limosna, una forma práctica y confortable de acción revolucionaria.
En 1925 fue Münzenberg quien ideó y dirigió, a través de comités innumerables, de publicaciones, de marchas, de imágenes en los noticiarios de cine, la gran oleada de solidaridad con Sacco, y Vanzetti. Sus publicaciones comerciales le proporcionaban el dinero para costear su propaganda política, y también multiplicaban la resonancia pública de las campañas que emprendía. En los años terribles de la inflación en Alemania, en el terremoto de Japón de 1923, en la huelga general de Inglaterra de 1926, el Socorro Internacional de los Trabajadores sostenía las cajas de resistencia y organizaba comedores populares, escuelas y albergues para niños huérfanos. Fue la necesidad de imprimir y difundir masivamente panfletos políticos la que despertó en Willi Münzenberg su interés por imprentas y editoriales. En 1926 poseía en Alemania dos diarios de circulación masiva, un semanario ilustrado que tiraba un millón de ejemplares y era, dice Koestler, la contrapartida comunista a Life, y una serie de publicaciones que incluía revistas técnicas para fotógrafos y para aficionados a la radio o al cine. En Japón, su organización controlaba directa o indirectamente diecinueve diarios y revistas. En la Unión Soviética producía las películas de Eisenstein y Pudovkin, y en Alemania organizaba la distribución del cine soviético y financiaba los espectáculos de vanguardia de Erwin Piscator y de Bertolt Brecht. Cinematecas, clubs de lectura o de deporte, sociedades de excursionismo, grupos de activistas a favor de la paz, se convertían a lo largo del mundo en sucursales fuera de sospecha del gran Club de los Inocentes.
Todo lo que Münzenberg poseía y controlaba en Alemania lo perdió tras la llegada de Hitler a la chancillería. Pero era como uno de esos magnates americanos que sufrían espantosas bancarrotas y al poco tiempo habían empezado a labrarse desde la nada y con la misma energía invencible una nueva fortuna. Nada más llegar exiliado a París compró una editorial y emprendió la organización y el sostenimiento económico de la resistencia clandestina en Alemania. Con ceguera escalofriante el Partido Comunista Alemán había considerado hasta última hora que los nazis eran un adversario menor, porque el verdadero enemigo de la clase trabajadora eran los socialdemócratas. El desastre de enero de 1933 acabó de convencer a Willi Münzenberg de que el sectarismo suicida de sus compañeros de partido debía ser abandonado en favor de una gran alianza de todas las fuerzas democráticas dispuestas a resistir la marea siniestra del fascismo. En pocos meses publicó uno de los libros más vendidos del siglo XX, el Libro pardo del terror nazi, y alcanzó su mayor éxito, la obra maestra de su instinto formidable para la propaganda de masas, la campaña internacional a favor de Dimitrov y de los otros acusados en el proceso por el incendio del Reichstag.
Justo cuando se avecinaban los tiempos más negros de terror y exterminio de Stalin, el talento publicitario de Willi Münzenberg logró que ante la opinión progresista del mundo la Unión Soviética apareciera como el gran adversario del totalitarismo, más valeroso y resuelto que las corruptas democracias burguesas. En un tribunal de Leipzig, Dimitrov se había enfrentado gallarda y solitariamente a los jueces y a los grandes figurones del nazismo y los había puesto en ridículo al mismo tiempo que demostraba su inocencia y desbarataba la conspiración para atribuir a los comunistas el incendio del Reichstag.
Münzenberg no paraba nunca, nunca dejaban de fluir invenciones y propósitos de su imaginación, ideas para libros o artículos que dictaba a toda velocidad a sus secretarias, resumidos en unas pocas líneas que otros deberían inmediatamente desarrollar, proyectos de revistas o de nuevas formas de activismo político, intuiciones de éxitos editoriales, de clubs y comités y campañas, listas de nombres prestigiosos a los que era preciso reclutar para alguna nueva causa, para la ayuda a los trabajadores en la Revolución de Asturias en 1934 o la protesta contra la invasión italiana de Abisinia. Entraba como un ciclón en sus oficinas de Paris, tan compacto y enérgico que toparse con él habría sido como chocar de frente con una apisonadora, hablaba a gritos por teléfono, fumaba con descuido sus cigarros excelentes, llenándose de ceniza las solapas anchas de su traje de magnate, dictaba borradores o memorándums hasta las tres o las cuatro de la madrugada, telegramas que debían ser enviados inmediatamente a Moscú o a Nueva York o a Tokio, repasaba cifras de venta de libros y tiradas de periódicos, calculando instantáneamente márgenes de beneficio o de pérdida, improvisaba en voz alta los reglamentos del Comité Mundial para el Alivio de las Víctimas del Fascismo Alemán o la lista de los alimentos y las medicinas que debían figurar prioritariamente en el cargamento de un barco fletado por su organización en Marsella y destinado a los trabajadores en huelga del puerto de Shangai.
Está en todas partes, dirige una prodigiosa variedad de tareas, le obedece y le teme gente que circula por varios países, que muchas veces ni siquiera sabe que actúa a sus órdenes: y sin embargo también es invisible, o parece ser quien no es, y todo lo que hace tiene una parte clara y legal y otra oculta, una zona que permanece siempre en la sombra, igual que él mismo, diputado en el Reichstag y conspirador, empresario aficionado a los cigarros caros y a los coches con chofer y militante comunista, hombre de mundo que entra en los salones del brazo de una mujer más alta y más distinguida que él y sarcástico espía de las idioteces y las depravaciones de los ricos, a los que al mismo tiempo admira, por los que se siente fascinado, con una inextinguible admiración de niño pobre que ve de lejos las vidas brillantes de los poderosos, que huele por la calle los perfumes de las mujeres envueltas en estolas de pieles y siente hacia ellas un deseo que está alimentado de rabia social.
Propagandista de la revolución proletaria, amaba la buena vida y el lujo con la pasión que sólo puede sentir quien ha sido muy pobre. Disfrutaba el brillo y la proximidad de las cosas, pero su posesión real le era indiferente. Nada de lo que tenía era suyo, o lo era sólo de una manera conjetural, provisional, porque estaba a nombre de confusas sociedades mercantiles que funcionaban como tapaderas del activismo y el espionaje soviético.
En el largo insomnio la imaginación se disloca y se enreda a sí misma con una insana vehemencia de fiebre, abrumando a la conciencia extenuada con una proliferación de imágenes, palabras y nombres que tienen toda la intolerable variedad arbitraria del mundo real y el desorden y la extrañeza de los sueños. Münzenberg en Paris, incansable, insomne, dictando o hablando por teléfono, las multitudes en fuga por los caminos de Europa, la velocidad vertiginosa de las rotativas, de las ruedas de los trenes, de las hélices de los aeroplanos, Münzenberg subiendo del brazo de su mujer por la escalinata de la ópera, entrando con ella en una recepción en homenaje a alguna de las eminencias internacionales a las que él llama en secreto los inocentes, André Gide, Romain Rolland, Wells, Bertrand Russell, Münzenberg olvidándose de que esa vida exterior es un simulacro, igual que lo son sus grandilocuentes congresos por la Paz, tal vez convirtiendo poco a poco su impostura en verdadera identidad, un hombre de negocios casado con una mujer tan exquisita en su belleza rubia como en sus modales y en su vestuario, un activista político que va poco a poco comprendiendo que también él ha pertenecido al Club de los Inocentes, que ha sido víctima de las mismas mentiras que él ha ayudado a difundir.
Aún no se da cuenta, pero ya hay quien lo vigila cumpliendo instrucciones de Moscú, quien desconfía de él y añade su nombre a la lista de los que van a ser eliminados en los próximos tiempos. Con Lenin y Trotsky, con Bujarin, siempre había podido entenderse, y de cualquier modo aquéllos eran otros tiempos, aún alimentaban intacto él y Babette el romanticismo y la ceguera de la Revolución. Amigo mío, usted morirá siendo de izquierdas.
A Stalin lo ha visto de cerca muy pocas veces, pero le resulta tan impenetrable como la estatua rudimentaria de un ídolo. En octubre de 1936, un emisario se presentó en las oficinas de Paris, un hombre a quien Münzenberg no había visto nunca, y que le desagradó por su hosquedad, por su catadura obvia de delator o de oficinista carcelario. Al entrar en el despacho el hombre inspeccionó de soslayo y con reprobación el lujo de la alfombra, de las cortinas y los cuadros, las formas sólidas y audaces de los muebles, las sillas tubulares, la mesa art déco en la que Willi Münzenberg apoyaba los codos con franqueza campesina, rodeado de papeles y teléfonos. El hombre le dijo sin preámbulo ni ceremonia que su presencia era requerida urgentemente en Moscú.
También hay un posible traidor en la historia, una sombra al lado de Münzenberg, el subordinado rencoroso y dócil, cultivado y políglota —Münzenberg sólo hablaba alemán, y con un fuerte acento de clase baja—, su contrapunto físico, Otto Katz, también llamado André Simon, delgado, elusivo, antiguo amigo de Franz Kafka, organizador del congreso de intelectuales antifascistas de Valencia, emisario de Münzenberg y del Komintern entre los intelectuales de Nueva York y los actores y guionistas de Hollywood, las estrellas de la gauche caviar y del radical chic, espía siempre, adulador asiduo de Hemingway, de Dashiell Hammett, de Lillian Hellman, estalinistas fervientes y cínicos. Otto Katz, André Simon, es la eminencia gris tras las grandes maquinaciones de Münzenberg y también la sombra que informa sobre cada uno de sus actos y de sus palabras a los nuevos jerarcas de Moscú. Münzenberg da apresuradamente por supuesta su lealtad, y siendo tan agudo en su percepción de los caracteres y las debilidades de los hombres no advierte el filo de resentimiento que hay bajo la suavidad de Otto Katz, la paciencia minuciosa con que va guardando en secreto como pequeñas cuentas no pagadas los agravios que sufre o que imagina, las humillaciones o los desplantes que la energía incontrolada y barroca de Münzenberg le habría infligido a lo largo de los años. Koestler dice de Katz que era oscuro y distinguido, y que tenía un atractivo ligeramente sórdido. Hablaba y escribía fluidamente en francés, en inglés, en alemán, en ruso y en checo. En los cafés de Praga y de Viena había conversado sobre literatura con Milena Jesenska. Siempre guiñaba un ojo al encender sus cigarrillos, y tenía tan arraigado ese hábito que lo guiñaba también cuando se quedaba muy absorto en algo, aunque no estuviera fumando. Durante la guerra civil española dirigió la Agencia Oficial de Noticias del gobierno republicano, que le confió la administración de los fondos secretos destinados a influir en ciertas publicaciones y políticos franceses. Willi Münzenberg lo había rescatado de la miseria y la desesperación en Berlín, donde rondaba, a principios de los años veinte, los albergues de mendigos y borrachos y los puentes de los suicidas. En 1938, cuando a Münzenberg lo expulsaron del Partido Comunista Alemán, acusándolo de trabajar en secreto para la Gestapo, Otto Katz fue de los primeros en el renegar públicamente de él y llamarle traidor.
Esa rata, Otto Ratz, le dio el beso de judas. Otto Ratz tramó su muerte, aunque no fuera él quien apretó el nudo de la cuerda hasta estrangularlo.
Había una mujer, muchos años más tarde, una anciana de noventa años, delante de un magnetofón, en la penumbra de un apartamento de Munich. La edad ha deshecho los rasgos altivos de su cara, pero no su porte imperioso ni el brillo de sus Ojos, del mismo modo que el tiempo no ha apaciguado su desprecio por el lejano traidor, que también está muerto, que también fue expulsado y condenado, ejecutado con una cuerda al cuello, en 1952, en una celda de Praga. Tampoco hubo piedad para los verdugos. Otto Katz, dice la anciana, pronunciando ese apellido como si lo escupiera entre sus viejos labios apretados, en los que hay una mancha fuerte y confusa de carmín.
También sigo por los libros el rastro de esa mujer, busco su cara en las fotografías, indago entre los laberintos de Internet queriendo hallar el libro que escribió en los años cuarenta para vindicar la memoria de su marido y denunciar y avergonzar a los que según ella urdieron su muerte. Veo escenas, imágenes no convocadas por la voluntad ni basadas en ningún recuerdo, dotadas de precisiones sonámbulas en las que yo no siento que mi imaginación intervenga: las cortinas echadas en el apartamento de Munich, en octubre de 1989, la cinta girando con un siseo tenue en el pequeño magnetofón que hay delante de ella, y en la que va a quedar preservada su voz, que yo no he escuchado nunca, que me ha llegado a través de las palabras silenciosas de un libro descubierto por azar, leído sin descanso en una noche de insomnio.
He intuido, a lo largo de dos o tres años, la tentación y la posibilidad de una novela, he imaginado situaciones y lugares, como fotografías sueltas o como esos fotogramas de películas que ponían antes, armados en grandes carteleras, a las entradas de los cines. En cada uno de ellos había una sugestión muy fuerte de algo, pero desconocíamos el argumento y los fotogramas nunca eran consecutivos, y eso hacía que las imágenes fragmentarias fueran más poderosas, libres del peso y de las convenciones vulgares de una trama, reducidas a fogonazos, a revelaciones en presente, sin antes ni después. Cuando no tenía dinero para entrar al cine me pasaba las horas muertas mirando uno tras otro los fotogramas sueltos de la película, y no me hacía falta suponer o inventar una historia que los unificara a todos y los hiciera encajar como un rompecabezas. Cada uno cobraba una valiosa cualidad de misterio, se yuxtaponía sin orden a los otros, se iluminaban entre sí en conexiones plurales e instantáneas, que yo podía deshacer o modificar a mi antojo, y en las que ninguna imagen anulaba a las otras o alcanzaba una primacía segura sobre ellas, o perdía en beneficio del conjunto su singularidad irreductible.