Authors: Antonio Muñoz Molina
La mujer es joven, muy guapa, muy conversadora, cultivada, seguramente española. A pesar de la reticencia del señor Salama, al poco rato de empezar el viaje ya hablan como si se conocieran de siempre, sobre todo ella, que tiene el don de explicarse con claridad y fluidez, pero también el de prestar una atención golosa a lo que le cuentan, de pedir enseguida detalles sin ser entrometida. Sin darse cuenta se inclinan el uno hacia el otro, las manos puede que se rocen en algunos ademanes, las rodillas, desnudas las de la mujer, sin medias, las del señor Salama encogidas y ocultas bajo la tela de la gabardina. Conversan de perfil contra el paisaje que huye por la ventana hacia la que no se vuelve ninguno de los dos. El señor Salama siente un deseo sexual muy fuerte, pero también muy claro y estremecido de ternura, una promesa física de felicidad que le parece ver reflejada y correspondida en los ojos de la mujer.
A los dos les gustaría que durara siempre el viaje: el gozo de ir en tren, de acabar de conocerse y tener por delante tantas horas de conversación, de mutuas afinidades recién descubiertas, no compartidas hasta entonces con nadie. El señor Isaac Salama, a quien el accidente lo dejó paralizado para siempre en la timidez tortuosa de la adolescencia, encuentra ahora en sí mismo una ligereza de palabra que desconocía, un principio de seducción, una audacia que le devuelve después de tantos años parte del impulso de jovialidad de sus primeros tiempos en Madrid.
Ella le dice que va a Casablanca, donde vive con su familia. El señor Salama está a punto de decirle que él también va a esa ciudad, así que bajarán juntos del tren y podrán seguir viéndose los próximos días. Pero entonces se acuerda de lo que había dejado de tener presente durante las últimas horas o minutos, de su obsesión y su vergüenza, y no dice nada, o miente, dice que es una lástima que él tiene que seguir viaje hasta Rabat. Si se bajara en Casablanca tendría que recobrar las muletas; que ella no ha podido ver, del mismo modo que no ha visto sus piernas, aunque las haya rozado porque las cubre la gabardina.
Siguen conversando, pero empieza a haber trances de silencio, y los dos se dan cuenta, aunque ella intenta animosamente cubrirlos con palabras detrás de las cuales ya hay una zona de sombra, de extrañeza o recelo. Tal vez imagina que ha cometido algún error, que ha dicho algo que no debía. Mientras tanto el señor Isaac Salama mira por la ventanilla cada vez que el tren llega a una estación y calcula cuántas faltan todavía para Casablanca, para la despedida que le parece tan irrevocable como si ya hubiera sucedido. Se injuria con rabia secreta a sí mismo, se desafía, se pone plazos, límites, se concede treguas de minutos, mientras la mujer le habla aún y le sonríe, mientras lo roza con sus manos desenvueltas, las rodillas tan cerca que chocan cuando el tren frena, y entonces el señor Salama aprieta con disimulo la gabardina sobre los muslos, no vaya a deslizarse hacia el suelo. Le dirá que él también va a Casablanca, se erguirá en el asiento cuando el tren se haya detenido y alcanzará sus dos muletas, no le permitirá que intente ayudarle a llevar su equipaje, porque en tantos años ya ha adquirido una agilidad y una fuerza en los brazos y en el torso que al principio no pudo imaginar que lograría, y cuando le faltan manos es capaz de sujetar algo con los dientes, o de mantener el equilibrio apoyándose contra una pared.
Pero en el fondo sabe, y no ha dejado de saberlo ni un solo instante, que no se atreverá. Según el tren se va acercando a Casablanca la mujer le apunta su dirección y su teléfono, y le pide los suyos, que el señor Salama falsifica con desordenada caligrafía en un papel. El tren se ha detenido, y la mujer, de pie delante de él, se queda un poco confundida, extrañada de que él ni siquiera se levante para despedirse de ella, de que no le ayude a bajar su equipaje. No es probable que haya visto las muletas, bien disimuladas detrás de la bolsa del señor Salama, aunque también resulta tentador imaginar que si ha reparado en ellas, con perspicacia de mujer, y que ya había notado algo raro en las piernas demasiado juntas, tapadas por la gabardina. No se decide a inclinarse sobre el señor Salama para darle un beso, y le tiende la mano, le sonríe, encogiéndose de hombros, en un gesto de fatalidad o capitulación, le dice que la llame si se decide a parar en Casablanca en el viaje de vuelta, que ella lo llamará la próxima vez que vaya a Tánger. En el último instante el señor Salama tiene una tentación de incorporarse, o de no soltar la mano de ella y dejar que le alce con su apretón vigoroso. Tan fuerte es el impulso de no permitir que la mujer se vaya que casi le parece que vuelve a tener fuerzas en las piernas y que puede ponerse de pie sin la ayuda de nadie. Pero se queda quieto, y después de un instante de duda la mujer suelta su mano, toma la maleta, se vuelve por última vez hacia él y sale al pasillo, y él ya no llega a verla en el andén. Se echa hacia atrás en el asiento cuando el tren se pone en marcha, camino de una ciudad en la que no tiene nada que hacer, en la que deberá buscar un hotel para pasar la noche, un hotel cercano a la estación, porque deberá tomar a primera hora de la mañana un tren de vuelta a Casablanca. O tú a quien yo hubiera amado, recitó el señor Salama aquella tarde en su despacho del Ateneo Español, con la misma grave pesadumbre con que habría dicho los versículos del kaddish en memoria de su padre, mientras llegaba por la ventana abierta el sonido de la sirena de un barco y la salmodia de un muecín, oh tú que lo sabías.
Me quedo leyendo hasta muy tarde, resistiéndome al sueño para avanzar un poco más en la lectura, para saber más cosas de la vida de ese hombre del que hasta ayer no había tenido noticia, Willi Münzenberg, que a principios del verano de 1940 huye hacia el oeste por los caminos de Francia, en la gran desbandada que provoca el avance de los carros de combate alemanes. Ahora que por primera vez en los cincuenta años de su vida ve las cosas con quietud y claridad y ha adquirido la experiencia y el temple para hacer rectamente lo que sería preciso que hiciera, justo ahora ya no importa nada, ya no hay tiempo de nada. No es la primera vez que huye, pero si que huye a pie y sin nada y sin tener adónde ir y sabiendo que en cualquier lado de las fronteras de la guerra en el que busque refugio habrá delatores dispuestos a entregarlo, si es que no cae anónimamente bajo la metralla entre una fila de rehenes escogidos al azar, o despedazado por una bomba o una mina. Va a ser ejecutado si los alemanes lo atrapan, pero también lo será si le encuentran el rastro sus antiguos camaradas y subordinados comunistas. Si intenta alcanzar Inglaterra, propósito más bien imposible, sabe que allí también será detenido por espía, y que seguramente los ingleses lo usarán como rehén de algún trato con los soviéticos o con los alemanes. Lo fue todo y ya no es nada ni tiene nada, aunque alguien dice recordar que le quedaban en el bolsillo dos mil francos, con los que pensaba comprar un coche que le permitiera escapar a Suiza.
Sabe que lo poco que queda de él mismo es esta sombra fugitiva por los caminos de Francia, una presencia inaceptable para muchos, un testigo impertinente o dañino al que sería muy conveniente eliminar. Lo que él creía que era su fuerza, es su seguro de vida, es la razón de su condena. Sabe algo más: que en los servicios secretos ingleses los enquistados agentes soviéticos que revelarían a Moscú el rastro de su presencia en Inglaterra, de que tampoco estaría seguro si el gobierno británico le ofreciera lealmente refugio.
Se me cierran los ojos, el libro casi se desliza entre las manos, mientras Willi Münzenberg camina perdido entre la multitud que inunda las carreteras, que se dispersa por los campos cercanos como una estampida de insectos cada vez que se acercan volando muy bajo los cazas alemanes, primero los motores a lo lejos y después las siluetas metálicas resplandeciendo al sol de junio, y por fin sus sombras, grandes aves rapaces con las alas inmóviles y abiertas, ametrallando un convoy de vehículos militares en fuga, descargando sus bombas sobre un puente en el que se arraciman los fugitivos, entorpecidos en su avance por un camión averiado. Insectos en fuga, verán los pilotos desde el aire: figuras diminutas, oblicuos garabatos negros. Pero cada una de esas criaturas ínfimas es un ser humano, tiene un nombre y una vida, una cara que no es idéntica a la de nadie más. Entre ellas quiere confundirse Willi Münzenberg, quiere ser nadie para escapar de las manazas y las fauces del Cíclope. Pero el ojo del Cíclope al que mejor conoce, y al que tiene más miedo, Josef Stalin, lo ve todo, lo escudriña todo, no permite que nadie escape ni se salve, ni encogiéndose hasta el tamaño del insecto más ruin puede un condenado escapar a su búsqueda, ni en una fortaleza de México protegida por muros, alambradas, guardias armados, torretas de vigilancia, portones de hierro, pudo escapar Trotsky a una persecución que duró más de diez años y abarcó el mundo entero.
Quién entre el gentío que huye a su alrededor podría imaginar la historia de Willi Münzenberg, un extranjero corpulento, mal vestido y mal afeitado, que ha pasado los últimos meses en un campo de concentración, uno de esos campos en los que el gobierno francés ha encerrado precisamente a aquellos refugiados o apátridas que más tienen que temer de los nazis, según la lógica criminal de los tiempos: si estalla la guerra contra Alemania, los refugiados alemanes que viven en Francia son el enemigo, de modo que hay que encerrarlos, aunque sean fugitivos del nazismo. Pero una vez encerrados son la presa perfecta para el ejército alemán y para la Gestapo, de la que creyeron haber escapado al huir a Francia. En 1933 este hombre, Willi Münzenberg, llegó a Paris en la primera oleada de fugitivos de la persecución nazi, del incendio del Reichstag, en el que había un escaño de diputado comunista. Pero él escapó en un gran Lincoln Continental negro, conducido por su propio chofer de uniforme: no a pie, como ahora, cuando ya no tiene nada ni es nadie, cuando no sabe dónde está su mujer y ni siquiera si está viva ni tampoco si podrá volver a verla, en medio del gran desorden de la guerra, ella también una figura diminuta entre las multitudes que escapan, en el censo imposible de los desplazados y los deportados, millones de personas arrojadas a los caminos de una Europa súbitamente retrocedida a la barbarie, multitudes aguardando en andenes de estaciones, en los muelles de las ciudades litorales, amontonándose junto a las verjas o a las puertas de las legaciones extranjeras para conseguir pasaportes, papeles, visados, sellos administrativos, que pueden estampar en el destino de cada uno la diferencia entre la vida y la muerte.
He dejado el libro en la mesa de noche, he apagado la luz y justo al quedarme con los abiertos en la oscuridad me he dado cuenta de que el sueño que me vencía hace un instante ahora ha desaparecido. He perdido el sueño, como se pierde un tren por un minuto, por unos segundos, y ahora sé que tengo que esperar a que vuelva, y que puede tardar horas en llegarme. A Münzenberg lo vieron por última vez vivo en una mesa de un café de pueblo, sentado con dos hombres más jóvenes que él y hablando con ellos en alemán. Quizás también fugitivos del campo, y es muy posible que uno de ellos lo matará: quizás se habían hecho internar en el campo de prisioneros para ganarse la confianza del hombre al que tenían la orden de ejecutar.
Me quedo quieto en la oscuridad, escuchando tu respiración. Münzenberg huye del avance del ejército alemán acompañado por esos hombres y no sabe que son agentes soviéticos que han estado espiándolo desde que llegó al campo de prisioneros, y a los que les ha sido encomendada su ejecución. O tal vez lo sabe y no tiene fuerzas para escaparse de ellos, para seguir empeñándose en una huída agotadora e inútil, la prolongación lenta de un acoso que viene durando ya varios años.
Veo por el balcón, sobre los tejados, la gran esfera del reloj en el edificio de la Telefónica, que tiene algo, a esta distancia, de rascacielos moscovita, tal vez porque no cuesta nada imaginarse que la luz roja del pináculo es una gran estrella comunista. Hace muchos años, cuando yo no había ido aún a Nueva York, vi en sueños un edificio inmenso de ladrillo negro con una gran estrella roja en su cima de pirámide, y alguien que iba a mi lado y a quien yo no veía me dijo, señalándola: «Ésa es la estrella del Bronx».
En el insomnio vuelven los fantasmas de los muertos y también los fantasmas de los vivos, de los ausentes a los que hace mucho tiempo que no he visto ni he recordado, episodios, actos, nombres de vidas anteriores, punzadas casi nunca de añoranza, casi siempre de arrepentimiento o vergüenza. También vuelve el miedo puro, el pánico infantil a la oscuridad, a las sombras o bultos que empiezan a definirse en ella, que cobran la forma de un animal o de una presencia humana, o de una puerta a punto de abrirse. En el invierno de 1936, en la habitación de un hotel de Moscú, Willi Münzenberg permanecía despierto y tal vez fumando en la oscuridad, mientras su mujer dormía a su lado, y cada vez que escuchaba pasos en el corredor acercándose a la habitación pensaba con un estremecimiento de pánico y clarividencia de insomnio, ya han venido, ya están aquí. Por la ventana de su habitación veía una estrella roja o un reloj con los números en rojo brillando en el pináculo de un edificio, sobre la vasta oscuridad de Moscú, sobre las calles por las que sólo circulaban a esas horas las furgonetas negras de la NKVD.
Mi abuela Leonor, que en paz descanse, de la que ya apenas me acuerdo, me contaba cuando yo era niño que su madre se le estuvo apareciendo noche tras noche después de muerta, no hacía nada, no le decía nada, ni siquiera le daba miedo, sólo melancolía y ternura, y un sentimiento de culpa, aunque mi abuela nunca hubiera usado esa expresión, que no pertenecía al idioma cansino que ella hablaba. Su madre la miraba en silencio, le sonreía para que no tuviera miedo, le hacía un gesto con la cabeza, como para indicarle algo, para pedirle algo, y luego desaparecía, o mi abuela se quedaba dormida, y a la noche siguiente se despertaba y volvía a verla, quieta y fiel, a los pies de la cama, que es la misma en la que tú y yo dormimos ahora.
Mamá, ¿qué quieres, te hace falta algo?, le preguntaba mi abuela, con la misma solicitud que cuando su madre vivía, cuando ya estaba muy enferma y la miraba sin hablar, su cara muy pálida en la almohada y sus ojos siguiéndola por la habitación.
Su madre repetía ese gesto, como el de quien quiere decir algo pero ha perdido el uso de la voz y se esfuerza y no llegan a salirle las palabras. Una mañana, un domingo, en la iglesia, mi abuela comprendió lo que su madre quería decirle. Era tan pobre y tenía tantos hijos que no había podido encargarle a su madre unas misas, y aunque no era demasiado creyente el remordimiento no la dejaba en paz, una inquietud sorda que no había compartido con nadie. Sin aquellas misas era posible que su madre no pudiera salir del Purgatorio. De algún modo consiguió un poco de dinero, lo pidió prestado a una cuñada suya, y con las monedas o los gastados billetes de cinco pesetas que había entonces envueltos en un pañuelo fue a la iglesia de Santa María a encargar las misas. Esa noche, cuando su madre volvió a presentársele a los pies de la cama, junto a los barrotes de bronce dorados, mi abuela le dijo que no se preocupara, que muy pronto ya no le faltaría nada. Su madre no volvió a aparecérsele, a presentársele, como decía ella en su idioma de otro siglo. Sintió alivio, pero también se le hizo entonces definitiva la tristeza por la ausencia de su madre y porque ya nunca más la verla, ni siquiera en sueños.