Authors: Antonio Muñoz Molina
Un poco antes del amanecer, a la salida de una curva muy cerrada, el coche se le fue al lado izquierdo de la carretera y vio de frente los faros amarillos de un camión. Tenía que haberme muerto entonces, dice el señor Salama, y se da cuenta de que está repitiendo las mismas palabras que le escuchó a su padre tantas veces, el mismo afán de corregir el pasado tan sólo en unos minutos, en segundos: si no las hubiéramos dejado solas en casa, si hubiéramos tardado un poco menos en volver, la vida entera imperceptible quebrada para siempre en una fracción de tiempo, en una eternidad de remordimiento y vergüenza, la vergüenza horrible que sentía el señor Salama al verse paralítico a los veintidós años, al caminar con muletas y arrastrando dos piernas inútiles, sabiendo que nunca más podría sostenerse en pie, que ya no tendría no la fuerza física, sino el coraje moral necesario para emprender la vida que había deseado tanto, que había creído estar tocando casi con los dedos.
No quería que me viera nadie, dice, quería quedarme escondido en la oscuridad, en un sótano, como esos monstruos de las películas. Tardó años en salir con algo de normalidad a la calle, en caminar por la tienda apoyándose en las muletas. Notaba que se iba deformando poco a poco, que tenía las piernas cada vez más flacas y el torso más hinchado, los hombros muy anchos y el cuello hundido. Se caía en la tienda delante de algunas parroquianas, en los tiempos en que aún había mucha clientela, y cuando los dependientes iban corriendo a levantarlo del suelo los odiaba más aún de lo que se odiaba a sí mismo, y cerraba los ojos como en el hospital y se quería morir de vergüenza.
Qué puede entender usted, y perdóneme que se lo diga, si tiene sus dos piernas y sus dos brazos. Eso sí que es una frontera, como tener una enfermedad muy grave o muy vergonzosa o llevar una estrella amarilla cosida a la solapa. Yo no quería ser judío cuando los otros niños me tiraban piedras en el parque de Budapest al que iba a jugar con mis hermanas, que eran más grandes y más valientes que yo y me defendían. Ser judío me daba entonces la misma vergüenza y la misma rabia que me dio después quedarme paralítico, tullido, cojo, nada de minusválido o discapacitado, como dicen esos imbéciles, como si cambiando la palabra borraran la afrenta, me devolvieran el uso de las piernas. Cuando tenía nueve o diez años, en Budapest, lo que yo quería no era que los judíos nos salváramos de los nazis. Se lo digo y me da vergüenza: lo que yo quería era no ser judío.
Por la ventana abierta del pequeño despacho del señor Salama entra un aire tibio, como de atardecer de mayo, aunque era diciembre en aquella visita, y llega con claridad el canto de un muecín, amplificado por uno de esos rudimentarios altavoces que cuelgan precariamente de algunos alminares, y el retumbar denso de la sirena de un barco que entra en puerto o sale de él. El señor Salama, con un gesto de desagrado, ha llamado a la tienda para preguntar si hay alguna novedad, y le ha dicho en francés a alguien que tardó mucho en contestar al teléfono que ya no podrá ir antes del cierre, porque a las ocho empieza el concierto de piano en el salón de actos del Ateneo. Ayer se inauguró la Semana Cultural Española, con la conferencia sobre literatura, que tuvo cierto público, pero hoy el señor Isaac Salama está preocupado, porque el pianista que actúa no es muy conocido, y él teme que tampoco sea demasiado bueno. Si lo fuera no vendría a Tánger a dar un concierto por tan poco dinero. Da miedo y melancolía, de antemano, imaginar el salón de actos con sólo unas pocas sillas ocupadas, el arco como de cortijo andaluz sobre el escenario, el pianista con un frac ya muy viajado, inclinándose hacia el público retraído y escaso con un ademán enfático, el flequillo de la melena romántica tapándole media cara cuando se vuelva a incorporar. No ha habido dinero para imprimir todos los carteles que hubieran hecho falta, para enviar a tiempo las invitaciones. Además es miércoles, quizás hay en la televisión un partido internacional. En los cafés grandes y sombríos de Tánger, en los que había al entrar un olor acre de sudor masculino y de tabaco negro, como en los bares españoles de hace treinta años, se veía a veces una multitud de caras oscuras y alzadas hacia la pantalla de un televisor, mejillas sin afeitar y ojos de mirada intensa: era que estaban viendo un partido de fútbol en la televisión española, o uno de esos concursos de azafatas en minifalda recostadas sobre coches flamantes. Ésa es la única cultura que deja aquí España, clamaba el señor Salama, la televisión y el fútbol, y el idioma perdiéndose, y nuestro Ateneo sin ayudas, comido por las trampas mientras en la Península se gastan miles de millones en esa Babilonia de la Expo de Sevilla. Mire los franceses, en cambio, compare nuestro Ateneo con la Alliance Française, el palacio opulento que tienen, los ciclos de cine que organizan, las exposiciones que traen, el dinero que se gastan en publicidad, que nos tapan todos los carteles, los pocos que podemos costearnos. ¿Se ha fijado en lo alta que ondea la bandera francesa? Voy allí, porque me invitan siempre, y me muero de envidia. Me invitan los franceses, pero a los españoles se les olvida a veces invitarme, no a mí, que no soy nadie, sino al Ateneo, nos dan de lado siempre que pueden, la gente de la embajada, los del consulado, como si no existiéramos. El señor Salama respira con agitación, los codos clavados sobre la mesa, el torso ancho volcado sobre los papeles, las manos buscando algo en medio del desorden, entre programas de conciertos, cartas, facturas sin pagar, tarjetas de invitación. Se hace tarde y no encuentra lo que busca, mira el reloj, comprueba que faltan ya pocos minutos para que empiece el concierto, recital de piano a cargo del acreditado virtuoso D. Gregor Andrescu, obras de F. Schubert y F. Liszt, entrada gratuita, se ruega puntualidad. Pánico a que no asista casi nadie, a estar sentado en primera fila y ver tan de cerca la cara de decepción y la sonrisa obligatoria del pianista, que según el señor Salama era una figura de primera magnitud en Rumania antes de escaparse al Oeste y de conseguir asilo político en España.
Pero el señor Salama ha encontrado lo que buscaba, una tarjeta de invitación redactada en francés, impresa en cartulina sólida y brillante, con el escudo de la República dorado, y al pie, sobre una línea de puntos, su nombre escrito con tinta china y con una caligrafía exquisita, M Isaac Salama, directeur de L Athénée Espagnol, la prueba indudable de que la Invitación está personalmente dirigida a él, de que otros, siendo extranjeros, le guardan una consideración que no le tienen sus compatriotas. Inolvidable esa exposición, dice, recobrando la tarjeta, que mira de nuevo como para comprobar que su nombre y su cargo siguen escritos a mano en ella, nosotros no podremos nunca traer nada comparable: manuscritos de Baudelaire, primeras ediciones de
Les Fleurs du mal
y
Spleen de Paris
, las páginas de pruebas con las tachaduras y correcciones que él mismo hizo. Qué raro, pensaba yo, dice, que estas cosas tan íntimas hayan durado tanto, que hayan llegado hasta aquí para que yo las vea. Y se le humedecen los ojos cuando se acuerda de la emoción de ver, copiado en limpio por la misma mano del poeta, el soneto a la bella desconocida à la passante, que es de todos los de Baudelaire que más le gusta al señor Salama, el que se sabe de memoria y repite en un francés admirable, aprendido de su madre en la infancia, deteniéndose con delectación y cierto melodramatismo en el último verso:
Ô toi que j’eusse aimé! Ô toi qui le savais!
Se queda como empantanado en un silencio trágico, en una actitud insondable de remordimiento y penitencia. Mira como a punto de decir algo, la mirada fija y húmeda, abre la boca, tomando aire para hablar, pero justo cuando empezaba a hacerlo llaman a la puerta del despacho. Entra una señora mayor, flaca, con gafas colgando de una cadenilla, la bibliotecaria y secretaria del Ateneo. Cuando ustedes quieran bajar, el maestro Andrescu dice que ya está preparado.
Desaparecen un día, muertos o no, se pierden y se van borrando del recuerdo como si nunca hubieran existido, o se van convirtiendo en otra cosa, en figuras o fantasmas de la imaginación, ajenos ya a las personas reales que fueron, a la existencia que tal vez sigan llevando. Pero a veces surgen de nuevo, saltan del pasado, llega por el teléfono una voz que no se escuchaba hace años o alguien dice con naturalidad un nombre que ya parecía del todo imaginario, el nombre de un muerto o el de un personaje de ficción. Muy lejos de Tánger, muchos años después, en otra vida, a tanta distancia temporal que los recuerdos han perdido toda su precisión, y hasta casi toda su sustancia, en un tren en el que viaja un grupo de literatos y profesores, a través de un paisaje de colinas verdes y brumas (pero también ese tiempo va quedando ya lejos, y la ocasión se desdibuja, como las caras entonces usuales de los compañeros de tren), alguien dice el nombre del señor Salama, seguido por una expresión de burla y asombro y una carcajada:
«No me digas que lo conociste tú también, al viejo Salama, años y años sin acordarme de él. Qué plasta me dio el tipo, si alguien llega a advertirme a tiempo no piso Tánger, y menos por la mierda que pagaban en aquel sitio, que estaba cayéndose. Entrañable, el judío, y muy servicial, ¿no es verdad? Pero muy pesado, no te dejaba ni a sol ni a sombra, a que no te recogía por la mañana en el hotel y te llevaba a todas partes, un poco más y hasta a mear, y todo el rato con lo mismo, con la tabarra de que nadie le hacía caso en España, y aquellas historias que contaba de cuando llegó a Tánger, ¿no fue en los años cuarenta? Parece que era de una familia de dinero, en Checoslovaquia o por ahí, y que tuvieron que pagar un dineral para que los nazis los dejaran salir. Vamos, con detalle no me acuerdo, porque hace mil años, era esa época en que ibas a todas partes, a dar todos los bolos que te pedían, y aquel pelma en el teléfono era simpático, muy florido hablando, ¿verdad? Sería un honor, aunque por desgracia los emolumentos no podrían ser muy generosos, que sin que la importancia de apoyar la cultura española en África. ¿A que hablaba así? Qué pesado, el judío, todo el día para arriba y para abajo con las muletas, ¿no había tenido un accidente de coche? Yo soy discapacitado ni minusválido, decía, soy cojo. Y ahora que me acuerdo, hablando de la cojera, ¿a ti no te contó lo del viaje en el tren a Casablanca cuando conoció a una tía? Pues ya es raro, porque parece que se lo contaba a todo el mundo, en cuanto se bebía dos copas, y empezaba siempre por lo mismo, un poema de Baudelaire, ¿tampoco te lo llegó a recitar?»
Sin que uno lo sepa, otros usurpan historias o fragmentos de su vida, episodios que uno cree guardar en la cámara sellada de su memoria, los que son contados por gente a la que uno tal vez ni siquiera conoce, gente que los escuchó y que los repite deformándolos, adaptándolos a su capricho o a su falta de atención, o a un cierto efecto de comicidad o maledicencia. En alguna parte, ahora mismo, alguien cuenta algo que tiene que ver íntimamente conmigo, algo que presenció hace años y que yo tal vez ni siquiera recuerdo, y como no lo recuerdo tiendo a suponer que no existe para nadie, que se ha borrado del mundo tan completamente como de mi memoria. Partes de ti mismo que se van quedando en otras vidas, como habitaciones en las que viviste y ahora ocupan otros, fotografías o reliquias o libros que te pertenecieron y que ahora toca y mira un desconocido, cartas que siguen existiendo cuando quien las escribió y quien las recibía Y las guardaban llevan mucho tiempo muertos. Muy lejos de ti se cuentan escenas de tu vida, y en ellas tú eres alguien no menos inventado que un personaje secundario en un libro, un transeúnte en la película o en la novela de la vida de otro.
Apenas hay detalles, y da pereza inventarlos, falsificarlos, profanar con la usurpación de un relato lo que fue parte dolorosa y real de la experiencia de alguien. Quién eres tú para contar una vida que no es tuya. En el tren, en Asturias, camino de un congreso de literatura, por distraer el tiempo lento del viaje, por la simple vanidad de contar con la adecuada ironía algo que a uno no le importa nada, y tampoco a quienes le escuchan, el escritor que ha dicho en voz alta el nombre del señor Salama, aunque no se acordaba de si era Isaac o Jacob o Jeremías o Isaías, empieza un relato que sólo dura unos minutos, y no sabe que de algún modo está culminando una afrenta, agravando una vejación.
El señor Isaac Salama sube a un tren con destino a Casablanca, adonde tiene que viajar por motivos de negocios. Cabe imaginar que tiene cuarenta, cuarenta y tantos años, que desde hace un cierto tiempo, desde la jubilación de su padre, se viene encargando de dirigir las Galerías Duna, que han caído ya en un cierto declive, como esas tiendas grandes de las capitales españolas de provincia que fueron muy modernas a finales de los cincuenta, en los primeros sesenta, y que después se quedaron como detenidas en el tiempo, inmóviles con una modernidad envejecida, poco a poco arqueológica. Cuando va a viajar en tren, el señor Isaac Salama tiene la costumbre de llegar muy pronto a la estación, ya que así puede ocupar su asiento antes que cualquier otro viajero, y evitar que lo vean moverse con torpeza y agobio sobre sus dos muletas. Las esconde bajo el asiento, o las deja bien simuladas sobre la redecilla de los equipajes, a ser posible detrás de su propia maleta, aunque también calculando los movimientos necesarios para recuperarlas sin dificultad, y dejando al alcance de las manos las cosas que necesitará durante el viaje. También procura llevar una gabardina ligera, para echársela por encima de las piernas. Es la época en que los trenes tienen todavía departamentos pequeños con los asientos enfrentados. Si alguien ocupa un asiento próximo al suyo, el señor Isaac Salama puede pasarse el viaje entero sin moverse, o esperando que el otro se baje antes que él, y sólo en caso extremo se levantará y recogerá las muletas para ir al lavabo, arriesgándose a que le vean por el pasillo, a que se aparten mirándolo con lástima o burla o incluso le ofrezcan ayuda, le sostengan una puerta o le tiendan una mano.
Es casi la hora de salida del tren y para la satisfacción del señor Salama nadie ha entrado en su departamento. Viajando en primera clase eso le ocurre con cierta frecuencia, justo cuando el tren ha empezado a moverse irrumpe una mujer, tal vez agitada por la prisa que ha debido darse para llegar en el último minuto. Se sienta frente al señor Salama, que encoge sus piernas tullidas bajo la gabardina. Él no se ha casado, apenas se ha atrevido a mirar a una mujer desde que se quedó inválido, tan avergonzado de su diferencia ultrajante como cuando de niño le obligaron a ponerse en la solapa del abrigo una estrella amarilla.