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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (117 page)

BOOK: Ser Cristiano
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Cuando el individuo o el grupo olvidan que todos los bienes de este mundo están al servicio del hombre y no viceversa, no adoran al único Dios verdadero, sino a una multitud de dioses falsos: a Mammón, al poder, al sexo, al trabajo, al prestigio. Abandonan al hombre en poder de esos dioses despiadados. Robustecen el dinamismo destructor de lo humano en que han venido a parar nuestros procesos económicos. Fomentan la inconsciencia con que hoy se dirige la economía a costa del futuro. Apoyan al egoísmo inhumano con que las fuerzas económicas mundiales están dando de más a media humanidad lo que recibe de menos la otra media. Tal vez sin darse cuenta, en la sociedad del bienestar y del consumo están difundiendo la inhumanidad.

En cambio, cuando un individuo o un grupo tienen presente que todos los bienes de este mundo tienen su finalidad en el servicio al hombre, están contribuyendo a humanizar la sociedad —hoy imprescindible— del bienestar y del consumo. Forman así una nueva y necesaria minoría, desligada de todo esquema de clases, que aprende a vivir en esa sociedad una nueva escala de valores y permite a la larga introducir un proceso de transformación. En esta nueva época abren el camino, para sí mismos y para los demás, a una independencia, a una soberana sencillez, a una tranquila superioridad, a la verdadera libertad. También vale para ellos la promesa de que el reino de los cielos pertenecerá a todos los que son pobres de espíritu
[86]
.

d) Libertad para el servicio

Jesús pide a sus discípulos un
servicio voluntario sin distinciones jerárquicas
[87]
. A los individuos o grupos que deciden seguir el camino de Cristo Jesús no se les impone una ilusoria abolición de todas las relaciones sociales de superioridad y subordinación. Pero sí se les propone el servicio mutuo entre todos como una nueva posibilidad de convivencia.

Pensemos en el
problema de la educación
. Los programas, métodos y objetivos educativos, así como los mismos educadores, están atravesando por una profunda crisis. Las estructuras educativas y los órganos de socialización (familia, escuela, Universidad, pero también las residencias y centros de esparcimiento) se ven expuestos, al igual que los educadores (padre, madre, maestro, tutor, formador), a una crítica masiva y a reproches impacientes por parte de la derecha y de la izquierda: según de donde venga la acusación, son demasiado conservadores o demasiado progresistas, demasiado políticos o demasiado apolíticos, demasiado autoritarios o demasiado antiautoritarios. Cunden la perplejidad y la desorientación. Veamos brevemente cuáles son las causas y los condicionamientos, los síntomas y los efectos de esta crisis.

Por lo que se refiere a la familia, el acelerado proceso de cambio social hace que los padres no sólo envejezcan, sino que a menudo queden rápidamente anticuados. Los criterios con que educan a sus hijos ya no funcionan. Esto origina incomprensión, desconocimiento y una profunda inseguridad que suele llevar a un erróneo afán de afirmación y provoca catastróficos conflictos de autoridad con los hijos y con toda la familia.

En cuanto a la escuela y la Universidad, la discrepancia entre las expectativas y la realidad, entre una teoría a menudo ajena a la vida y unas exigencias y necesidades prácticas crecientes, así como el conflicto de funciones entre profesores y estudiantes, entre maestros y alumnos, hacen de la Universidad y de la escuela un objeto de polémica pedagógico-política entre todos los grupos socialmente significativos y un campo de experimentación para nuevos planes de estudios y proyectos pedagógico-didácticos. Tras la euforia de la organización amenaza ahora el letargo, tras la superorganización viene la desorganización, tras el optimismo de una igualdad de oportunidades asoma la inseguridad ante un futuro con crecientes limitaciones para el estudio, tras la proclamación de un estado de emergencia cultural y tras un agotamiento de las últimas reservas educativas nos hallamos ante un «abrevadero de cultura» y un «proletariado académico».

¿Y los jóvenes? Sumergidos en el conflicto de ese contradictorio escenario pedagógico-cultural, reaccionan con creciente apatía, indiferencia y desagrado, terminando con frecuencia en un verdadero fracaso. Se sienten tomados en serio e incluso mimados por la sociedad en su condición de consumidores, mientras que en casa y en la escuela se suelen ver privados de autonomía e independencia. Alentados por los adultos a conseguir un prestigio social mediante el estudio y la obtención de títulos académicos, descubren que los criterios de rendimiento son problemáticos, que la formación cultural no siempre tiene que ver con la vida y que las perspectivas profesionales no son seguras.

¿Y los adultos? Algunas virtudes pedagógicas que hasta ayer eran intocables e indiscutibles parecen hoy anticuadas: la autoridad de los adultos, la obediencia a los mayores, la sumisión a la autoridad de los padres, el encuadramiento en unas estructuras dadas. Y no sólo los contenidos y métodos educativos, sino la misma educación se ha vuelto problemática para muchos. Quienes identificaban la educación con las normas impuestas desde fuera, la manipulación y la coacción han realizado un giro de 180 grados: educación antiautoritaria, autonomía absoluta, libertad sin límites, despliegue de agresiones, frustraciones, instintos y conflictos. Las relaciones se invierten: no ya sumisión de los jóvenes a la voluntad de los adultos, sino subordinación de las pretensiones de los adultos a las pretensiones, necesidades y exigencias de los jóvenes.

En el cuadro precedente se perfila una tendencia significativa: una idea errónea de la autoridad por ambas partes, el miedo y la inseguridad ante la reacción del otro engendran una atmósfera de presión y antipresión, de repulsa y autoafirmación, de reforzamiento de la tendencia a la destrucción, de brutalidad y agresión. Y la escuela declina la responsabilidad en la familia y la sociedad; la sociedad, en la escuela y la familia; la familia, en la escuela y la sociedad: un círculo vicioso. ¿Qué hacer? Formulemos también aquí algunas sugerencias:

  • El mensaje cristiano no dice en detalle cómo es posible organizar mejor y más eficazmente el sistema de formación escolar y profesional, cómo elaborar los planes de estudios, cómo aplicar los programas didácticos y educativos, cómo resolver los problemas de formación, cómo dirigir instituciones y educar a los hijos.
  • No obstante, el mensaje cristiano dice algo realmente decisivo sobre la actitud del educador para con el niño y del niño para con el educador, sobre las razones de un compromiso que hay que cumplir aun en medio de decepciones y fracasos: a la luz de la figura de Jesús, la educación es una tarea que no ha de realizarse por motivos de prestigio, reputación o interés, sino únicamente buscando el bien del educando. Se trata de una educación no represiva, de un servicio mutuo sin distinciones jerárquicas. Esto significa que los alumnos no están en función de los educadores ni los educadores en función de los alumnos; que los educadores no han de utilizar a sus alumnos, pero tampoco los alumnos a sus educadores; que los educadores no deben imponer autoritariamente su voluntad a los alumnos, pero tampoco los alumnos deben imponer antiautoritariamente la suya a los educadores. El servicio mutuo sin distinciones jerárquicas y con espíritu cristiano significa para los educadores un anticipo espontáneo e incondicional de confianza, bondad, generosidad y benevolencia afectuosa.

La exigencia de un servicio sin distinciones jerárquicas no es una nueva ley, sino una invitación dirigida a ambas partes: los educadores no deben entender este servicio como enmascaramiento piadoso de una práctica que seguiría siendo autoritaria, ni como debilidad de los adultos frente a los niños; por su parte, los niños no han de entenderlo como una invitación a explotar la disponibilidad del adulto a título de debilidad para con ellos. El servicio sin distinciones jerárquicas significa, por el contrario, apertura mutua, disponibilidad para aprender y dejarse corregir.

Este servicio sin distinciones jerárquicas, motivado por la figura de Jesús, hace dudar del pragmatismo de algunos educadores que se limitan a reaccionar ante los deseos, necesidades y exigencias-de los niños, sin hacer por éstos nada más que su deber. Hace dudar de la inmovilidad de un estilo de vida anquilosado y cómodo que, más allá de una medida establecida a su arbitrio, no se deja preocupar por ninguna expectativa de los niños. Hace dudar de ese moralismo, ampliamente aceptado por la sociedad, que pretende vincular a los niños a sus propias concepciones morales y que cree estar en su derecho cuando da de lado a los niños que no están dispuestos a someterse a ellas. Hace dudar también de ese espíritu mercantilista, aparentemente tan razonable, que condiciona —al menos tácitamente— su interés por los niños a que éstos correspondan luego

En igual medida y que, desde semejante actitud, todavía se sorprende de que a su requerimiento moralizante se responda con un brusco rechazo.

Los cristianos entienden el servicio mutuo en el proceso educativo sin distinciones jerárquicas como un anticipo racional y espontáneo fundado en la figura de Jesús; un anticipo de confianza, bondad, generosidad y entrega al otro que no se desconcierta cuando este otro, el niño, no responde a nuestras ideas, concepciones y esperanzas, cuando conseguimos la confirmación que esperamos o necesitamos, cuando estamos seguros de dar mucho más de lo que recibiremos a cambio, cuando todas las previsiones humanas nos permiten sospechar que todo el empeño puesto en la educación de un determinado niño no producirá ningún resultado visible. Quien se propone seguir como criterio educativo esta exigencia cristiana de servicio sin distinciones jerárquicas, ése ha entendido que lo que aquí se ventila es el amor al prójimo con toda su radicalidad.

En esta perspectiva se perfila para la educación una nueva escala de valores aplicables a las relaciones humanas, unos nuevos puntos de referencia para educadores y niños, una nueva gama de sentidos: no una absolutización del propio yo, sino un respeto permanente al otro, prescindiendo de la propia persona, actitud que se manifiesta en el saber compartir, en el saber perdonar, en el buen trato, en la renuncia espontánea a derechos y privilegios, en la generosidad sin contrapartida.

¿Por qué este servicio? No por debilidad, sino por la fuerza de la convicción, que nace no tanto de haber visto la necesidad de una relación de colaboración y compañerismo entre el educador y el educando cuanto de una entrega personal que va más allá de lo que exige la colaboración. Así es posible crear una atmósfera de confianza y comprensión, de auténtica orientación, una educación no represiva, más allá de lo autoritario y lo antiautoritario. Así es posible poner ante los ojos del joven cuál es el verdadero sentido de la vida: mi vida sólo tiene sentido si Ja vivo no para mí mismo, sino para los otros, y sólo si mi vida y la de los otros tiene su apoyo, orientación e inspiración en una realidad más grande, más duradera y más perfecta que nosotros mismos: en esa realidad que nos envuelve misteriosamente y que llamamos Dios.

Cuando un individuo o un grupo olvidan que la educación no consiste en condicionar al hombre, sino en el servicio mutuo sin distinciones jerárquicas, se hacen responsables de que en el ámbito individual y social imperen los derechos del más fuerte y del que está por encima, las leyes de la imposición desde fuera y del avasallamiento, y de que así se pongan los presupuestos para una vida sin humanidad ni dignidad.

En cambio, cuando un individuo o un grupo tienen presente que la educación no consiste en condicionar al hombre, sino en un servicio mutuo sin distinciones jerárquicas, en un anticipo de confianza y disponibilidad, de ayuda e incluso de benevolencia y amor, más allá de una simple interacción y cooperación no impositiva, entonces contribuyen a la humanización de las relaciones humanas y hacen posible, incluso en una fase de inseguridad y desorientación, una vida que tenga sentido y plenitud. Y a quienes entienden así la educación, como un servicio sin distinciones jerárquicas, se les aplica la promesa de que quien acoge a un niño no en su propio nombre, sino en el de Jesús, acoge al propio Jesús
[88]
.

Esperamos que estas sugerencias den pie a ulteriores reflexiones. Si se quisiera consignar todo lo que Jesús hizo, el mundo no podría «contener los libros que se escribirían»
[89]
. ¿Y podría contener el mundo los libros que se escribirían si se quisiera consignar todo lo que, siguiendo a Jesús, se ha hecho, se hace y se hará?

e) Superación del ser hombre en el ser cristiano

Una pregunta directa:
¿Por qué hay que ser cristiano?
Así comenzábamos este libro. Y una respuesta no menos directa:
Porque hay que ser realmente hombre
.

No se puede ser cristiano renunciando a ser hombre. Y viceversa: no se puede ser hombre renunciando a ser cristiano. Lo cristiano no puede ponerse encima, debajo o al lado de lo humano: el cristiano no debe ser un hombre dividido.

Lo cristiano no es, por tanto, una superestructura ni una infraestructura de lo humano, sino una
«superación» de lo humano
en el pleno sentido de la palabra, que implica afirmación, negación y trascendencia. Ser cristiano significa una «superación» de los otros humanismos: éstos son afirmados en la medida en que afirman lo humano; son negados en la medida en que niegan lo cristiano, es decir, a Cristo; son trascendidos en cuanto que el ser cristiano puede incorporar plenamente lo humano y demasiado humano con todas sus dimensiones negativas.

Los cristianos no son menos humanistas que otros humanistas.

Pero ven lo humano, lo verdaderamente humano, ven al hombre y a su Dios, ven la humanidad, la libertad, la justicia, la vida, el amor, la paz y el sentido a la luz de Jesús, que es para ellos el criterio concreto, Cristo. En esta perspectiva estiman que no pueden ser partidarios de un humanismo cualquiera, que se limite a afirmar lo verdadero, lo bueno, lo bello y lo humano. El suyo es un
humanismo realmente radical
, capaz de integrar y asumir lo no verdadero, lo no bueno, lo no bello y lo no humano: no sólo todo lo positivo, sino también —y esto es lo que decide el valor de un humanismo— todo lo negativo, incluso el dolor, la culpa, la muerte el absurdo.

Con la mirada puesta en él, el Crucificado y Resucitado, puede el hombre no sólo actuar en este mundo, sino también padecer: no sólo vivir, sino también morir. Ante su vista aparece un sentido incluso allí donde la razón como tal debe capitular, en el mismo absurdo de la miseria y la culpa, porque el hombre se sabe sostenido por Dios también en eso, tanto en lo positivo como en lo negativo. La fe en Jesucristo procura paz con Dios y consigo mismo, pero no escamotea los problemas del mundo. Hace al hombre verdaderamente humano porque le pone en contacto con la humanidad de los demás: le abre radicalmente a quien tiene necesidad de él, al «prójimo».

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