El morbo no es compatible con el aburrimiento. Este puede ser compatible con el placer, pero nunca con el morbo. He tenido relaciones sexuales aburridas en las que he logrado mucho placer, pero cuando hay morbo me siento más viva. Da más morbo un amante ocasional, aunque sientas más placer con tu pareja habitual. El placer es consecuencia del conocimiento y el morbo se encuentra en lo desconocido.
El morbo es un concepto muy difícil de definir, pero que hay que buscarlo con tu pareja, aunque lleves muchos años; con otro, si no puedes con la pareja; o mejor aún, con la pareja y con otro.
Tengo una amiga casada que tiene un amante con el que habitualmente practica sexo anal. Ella dice que para hacerlo necesita estar excitadísima y que con su marido no lo logra. Ve a su amante una vez cada dos meses y con él siempre lo hace por detrás. Es su manera de buscar el morbo, y el sexo anal tiene mucho que ver con eso. Sin embargo, reconoce que su marido sabe comerle como nadie y de esa manera experimenta un gran placer. Ahora dice que necesita un tercer hombre en su vida con el que pueda experimentar orgasmos múltiples mediante la penetración vaginal. Su marido con la lengua, uno por detrás y el otro por delante la van a colmar de placer, de morbo, de gusto y de todo. Además, va la tía y se masturba, sin ninguna necesidad. ¡Cuánto vicio!
Me gusta hablar mientras lo hago, y sobre todo escuchar. Al principio, palabras suaves, y a medida que la cosa se pone más caliente ir subiendo el tono para acabar diciendo y escuchando guarrerías. Me gusta que mi chico me diga cuánto le gusta lo que está pasando y me pregunte si me gusta a mí. Que anticipe lo que va a hacer, que me pida algo y que me diga si le gusta cómo lo hago, que me cuente el placer que le da cualquier parte de mi cuerpo, que me diga lo mucho que le gusta mi cuerpo entero. Hablar bien en la cama es una virtud que los hombres no cultivan en exceso y a la que las mujeres no prestamos demasiada atención hasta que no llega el momento. Antes de mantener la primera relación con algún chico todas las expectativas que tengo con él son muy positivas. Cuando conozco a alguien que me gusta y si decido irme a la cama con él imagino que todo lo que va a pasar será bueno, que debajo de su ropa habrá un cuerpo fantástico; fantaseo con que el tamaño será suficiente, que me hará muchas cosas, que todas las hará bien y que yo le haré las mismas con igual destreza. Sin embargo, nunca imagino cómo hablará ese tipo en la cama. Y mira que imagino cosas. Me excita pensar en lo que va a pasar dentro de unas horas cuando decido que voy a irme a la cama con algún chico que me guste, aunque él no tenga nada claro que yo ya he tomado esa decisión. Puede estar el chaval hablando de lo mucho que le gusta el norte para veranear y yo puedo estar imaginando lo suavemente que besará mis pechos. Lo fantaseo todo menos si sabrá o no hablarme en la cama. Y luego pasa lo que pasa.
Tuve una relación de un par de meses con un chico que no hablaba absolutamente nada mientras lo hacíamos. Era una situación desesperante. Follamos unas diez veces y no le saqué ni una sola palabra. Llegó a obsesionarme que aquel chico dijera algo en la cama, aunque sólo fuera un «sí» a mi pregunta «¿te gusta?» cuando le estaba haciendo algo. Ni contestaba, ni preguntaba. Algún gemido, tampoco gran cosa, y ni una palabra. Con la intención de motivarle comencé a exagerarlo todo: sobreactuaba los movimientos, gritaba más de la cuenta, de mi boca salían obscenidades fuera de tono. En fin, que yo no era yo; era una mujer histérica porque ese chico expresara verbalmente su deseo o su placer. Una noche me desesperó tanto que le dejé mientras lo hacíamos. Yo estaba encima, y mirándole a los ojos le dije «se acabó». El siguió callado y yo seguí moviéndome. «¿No dices nada?», insistí. Silencio. Me agarró fuerte por las caderas, me empujó con mucha fuerza hacia abajo y noté muy adentro cómo terminaba nuestra última relación. Todavía dentro de mí, con todo su vigor intacto a pesar de haber acabado y con sus manos en mis caderas apretando fuerte hacia abajo me preguntó:
—¿Por qué me dejas?
—Porque no soporto tu silencio mientras lo hacemos.
—Pensé que no te gustaba que te hablara —contestó sorprendido.
—¿Qué dices? —repliqué—; necesito que me hablen mientras hago sexo.
—Pues haberlo dicho. Si me hubieras dicho que te gustaba, yo lo hubiera intentado.
Me quedé sorprendida. Aquel tipo no me hablaba porque pensaba que a mí me encantaba su silencio. Antes de poder contestarle, él sentenció:
—Que sepas que esta relación se acaba por tu silencio y no por el mío.
Sus manos, todavía en mis caderas, empujaron ahora hacia fuera y quedé definitivamente vacía, desnuda en mi cama. Una vez más descubrí que es mejor pedir lo que te gusta que dejar que lo adivinen. La palabra es el mejor estímulo sexual.
Conté capítulos atrás que a juicio de mi yaya nunca he sido demasiado hábil para elegir a los novios, porque nunca he tenido ninguno que fuera de verdad un buen partido. Mi yaya quería lo mejor para mí, y ahora comprendo las caras que ponía cuando conoció a algunos de los sujetos que le presenté como novios en mis primeros escarceos de adolescencia.
Mis relaciones nunca han sido interesadas y algunas fueron verdaderamente inadecuadas. Ese tipo de relaciones que nada más acabar el primer impulso ya sabes que has metido la pata, esas que a los diez segundos de concluirlas sabes con certeza que aquello ha sido un error. Haciendo memoria para este libro he recordado mis dos primeras relaciones inadecuadas, de las muchas que he tenido a lo largo de mi vida. Fueron las dos en 1989, el año en el que perdí la virginidad. Mis relaciones inadecuadas ese año fueron con mi primo segundo y con el hermano de mi novio.
Con mi primo me veía muy poco porque vivíamos en ciudades diferentes y apenas coincidíamos, salvo en algunos días de las vacaciones de verano en los que los padres, primos hermanos entre sí, se veían en la vieja casa del pueblo para contarse lo bien que les iba, algo que no era del todo verdad, pero que convenientemente exagerado parecía que no era del todo mentira. Mi primo y yo habíamos nacido el mismo día, pero salvo eso nunca tuvimos nada en común. De pequeños nos llevábamos fatal y siempre acabábamos discutiendo, algo que yo aprovechaba para pegarle, porque a pesar de tener exactamente la misma edad mi desarrollo fue más rápido y le doblaba en tamaño y fuerza. Supongo que para él sería de lo más doloroso que además de recibir una buena paliza de su prima, mi tía Katy, su madre, le humillara con frases como «¿Y te dejas pegar por una niña? Anda que vaya mierda de niño que estás hecho». Mi tía Katy siempre ha sido en líneas generales bastante hija de puta.
Mi primo y yo nunca habíamos jugado a los médicos, porque de pequeños no teníamos mucha conexión, salvo la que había cuando mi mano conectaba repetidamente con su cara. Esa crueldad se me fue pasando con los años y a mi primo también se le fue pasando esa cara de bollo que siempre tuvo, y de repente, de un verano para otro, mi primo ya no era mi primo. Se había convertido en un tío bueno con el que querían estar todas mis amigas del pueblo. Así que, sin saber por qué, dejé de mirarle como a mi primo y él debió de hacer lo mismo cuando una tarde bochornosa de agosto me invitó a su habitación para enseñarme su colección de cómics. En el salón de la casa estaban los padres contándole a los vecinos lo bien que les iba, mi madre hacía la cena en la cocina y mi tía Katy perseguía en la calle a un perro a escobazos porque decía que se había meado en la puerta. Que nunca fuera nadie capaz de encerrar en un manicomio a aquella mujer me demuestra que la justicia tiene muchas lagunas.
Las voces de su madre no ruborizaban a mi primo, que me invitó a sentarme en la cama para enseñarme su colección de tebeos. Eran finales de los ochenta y yo no tenía ni idea de que existieran cómics eróticos. Mi primo se sentó a mi lado en la cama y al pasar la cuarta hoja del primer tebeo me puso una mano en una teta y allí la dejó. Se puso colorado como un tomate, pero su mano seguía allí completamente inmóvil apoyada en mi teta, como si se le hubiese olvidado. Debieron de pasar dos o tres minutos con la mano de mi primo en mi teta, una eternidad, los dos completamente inmóviles y mirando a la pared de enfrente. Parecía haberse detenido el tiempo hasta que un grito de mi tía Katy, que seguía persiguiendo con saña a aquel pobre chucho, nos sacó de ese estado catatónico y comenzamos a besarnos compulsivamente encima de aquella cama nido. Tuvimos, a pesar del parentesco, una relación completa técnicamente hablando, aunque ni siquiera llegamos a desnudarnos del todo. Fue algo rápido, tremendamente excitante y muy irresponsable. Desde ese día hasta que un par de semanas más tarde supe con certeza que mi tía Katy no iba a ser la tía-abuela de mi hijo no pude dormir tranquila.
Mi primo segundo fue la persona con la que cometí mi primera infidelidad, porque yo ese verano de 1989 estaba saliendo todavía con mi primer novio, ese con el que perdí la virginidad en casa de sus padres unos meses atrás.
Mi segunda infidelidad y mi segunda relación inadecuada fue con el hermano mayor de mi novio, que, visto con la perspectiva de los años, era de verdad el que a mí me gustaba. Tenía veinte años y tenía coche. Dos cosas poco habituales en nuestro entorno de adolescentes. Aquel tío era tan mayor y tan inaccesible en su Peugeot 309 rojo que era normal que una cría como yo cayera rendida a sus encantos a las primeras de cambio. Sucedió después del verano, antes de empezar COU, que para los más jóvenes que no lo sepan era el último año de instituto en el anterior plan de estudios. El último viernes antes de empezar las clases mi novio tenía gastroenteritis y yo quedé con unas amigas para apurar el que considerábamos el último fin de semana del verano. Cenamos en casa de una de ellas y allí nos arreglamos para ir al Poody, la discoteca de moda en aquella época a la que iba gente mayor. Tan mayor, o incluso más, que el hermano de mi novio, al que me encontré en la barra nada más llegar. Me invitó a un vodka con naranja, que era lo que yo bebía en esa época, y empezamos a bailar.
Me sentía viva bailando en el Poody con aquel chico tan guapo que además tenía coche. No hablamos ni una sola palabra de la persona que nos unía y que en ese mismo momento estaría sentado en la taza del váter, padeciendo dolor de tripa. Pobre.
Su hermano y yo nos enrollamos detrás de una columna que había al lado de la barra del Poody. Mis amigas estaban desperdigadas por la discoteca y mi cuñado me invitó a ir en su coche a un sitio apartado. Yo quise dar la impresión de ser una mujer con experiencia que no iba a sorprenderse por esa proposición. Nos montamos en aquel Peugeot 309 rojo y me llevó a un aparcamiento en el que había otra docena de coches con parejas en los asientos de atrás. Era la primera vez que lo hacía en un coche y fue también la primera vez que alguien me hizo sexo oral. Me dio muchísima vergüenza; no podía relajarme durante aquella experiencia que en ese momento viví como algo sucio y que además me hacía cosquillas. Al terminar me llevó a mi casa y nunca más supe de él. Fue la primera y última vez en mi vida que fui infiel a un novio con alguien cercano a él. Lo achaco a que era muy joven, porque los cuernos se ponen con respeto, como ya contaré más adelante.
Supongo que los dos hermanos hablarían de nuestra experiencia en el 309 y mi novio me dejó sin avisar. A mí me daba vergüenza lo que había pasado y tampoco quise dar la cara. Ni uno ni otro nos volvimos a llamar. El silencio dio por concluida nuestra relación. No hace mucho vi a los dos hermanos en una terraza de una cafetería con dos mujeres y rodeados de niños. Los encontré mayores, con mucha barriga y casi calvos. De repente pensé en que han pasado ya dieciocho años desde aquel 1989, el año en el que descubrí el sexo. Reflexiono, y en mi primer año estuve con tres hombres distintos y fui dos veces infiel.
Yo ya prometía mucho desde jovencita.
Son las once de la noche y yo estoy comiéndome una pera de postre mientras veo
House
. Suena el móvil. En la pantalla aparece el nombre de «Eduardo, editor». Un hormigueo ataca mi estómago.
—¿Sí?
—Hola, soy Eduardo; perdona que te llame tan tarde.
—No pasa nada; estoy terminando de cenar.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Pues irme a la cama. ¿Por qué?
—Por nada. Es que he leído los últimos capítulos que has mandado.
—¿Y...?
—Me han gustado; me reí mucho con el de las revistas femeninas.
—Me lo pasé bien escribiéndolo.
—Se nota.
—Perdona, Eduardo: ¿quieres decirme algo?
—¿Estás sola?
—Sí.
—Es que también he leído el de «cosas que nunca he hecho».
—¿Y...?
—Que me gustaría proponerte hacer sexo telefónico.
—Eres un descarado.
—Y a ti te encanta que lo sea.
—Ya sabes que no he tenido una buena experiencia en ese sentido.
—Dame una oportunidad. Dicen que soy muy bueno haciéndolo.
—La verdad es que tienes una buena voz.
—Yo estoy en un hotel de Barcelona solo en mi cama. Si te apetece tener esta experiencia, túmbate en tu cama, enciende una vela, apaga las luces y llámame. Te espero.
Y colgó. Yo me quedé allí con mi pera a medio comer con la certeza de que ese tío me volvía completamente loca. Me daba muchísima vergüenza llamar, pero mi editor con una simple propuesta telefónica me había puesto al límite. Tenía la mente en blanco mientras caminaba por el pasillo camino de la habitación, pero casi sin pensar fui haciendo justamente lo que Eduardo me había indicado. Muerta de vergüenza estaba tumbada en mi cama, con una vela encendida, las luces apagadas y marcando «Eduardo, editor».
—Sabía que ibas a llamar.
—Estoy muy cortada.
—¿Qué llevas puesto?
—El pijama.
—Desnúdate.
—¿Ya?
—Yo ya lo estoy.
—Espera.
—¿Ya?
—Sí.
—¿Del todo?
—Completamente.
—Ahora coge tu móvil con una mano, deja la otra libre y no hables; sólo escucha y haz lo que yo te diga.
—No estoy segura de que funcione.
—Te he pedido que no hables.
No dije ni una sola palabra. Me dejé llevar haciendo exactamente lo que me pedía. Cada vez me fui relajando más hasta llegar a un punto en el que parecía estar drogada. Apagué la vela y me quedé completamente a oscuras escuchando la voz de Eduardo, que seguía pidiéndome cosas y contándome las que él hacía. Parecía imposible que una voz pudiera estimularme tanto y una sola mano proporcionar tanto placer. Estaba tan excitada que pocas veces he tenido tantas ansias de acabar. Me recuerdo de rodillas en mi cama, mirando al cabecero, escuchando a Eduardo cómo me marcaba el camino para llegar al final. No me lo podía creer; grité, me desplomé sobre la cama, colgué sin despedirme y apagué el teléfono. Tumbada, inmóvil, estuve hasta que me quedé dormida. Por la mañana leí un SMS de Eduardo que decía: «Volvemos a hablar cuando tú quieras. Besos».