Aquel muchacho concebía el sexo como un ejercicio de acrobacia. A mí me llevaba de un lado a otro, haciendo equilibrios: colocaba sus piernas en posiciones inverosímiles y las mías las enredaba con sus brazos y los míos sobre su cuello y mi cuello, ni me acuerdo. La verdad es que parecía que allí había más gente. Puede que yo tenga algunas virtudes físicas, pero la flexibilidad no es una de ellas. Así que a las primeras de cambio ya me había dado un calambre en una pierna que se iba y venía dependiendo de lo enrevesado de cada postura. Yo gritaba de dolor y aquel tipo que me tenía alojada en su casa pensaba que lo hacía de placer, así que cada vez se ponía más estupendo en su concepción gimnástica del sexo. Además duraba un montón, o por lo menos a mí se me hacía muy largo. Nunca me ha gustado sudar por según qué cosas. Al final recuerdo que decía: «Si quieres, puedo seguir». Yo contestaba que no hacía falta. Él preguntaba que si ya había acabado. Yo respondía que dos veces, así que acabara ya, que lo estaba deseando. Esa última parte era de las pocas verdades que dije esas dos noches. En fin, que hay relaciones en la vida de una de las que no es fácil sentirse orgullosa, pero que forman parte de ti. Además, todas te enseñan algo. Por ejemplo, que yo para sentir placer prefiero estar cómoda.
A cualquiera le puede pasar y yo tardé en darme cuenta dos meses. Crees que estás con un chico que te adora y lo único que eres para él es una tapadera. Aquel tío era todo un hombretón, de esos que fingen enfadarse cuando otro tío te mira en un bar. Un tipo fuerte, atractivo y seguro de sí que rara vez mostraba sus sentimientos, salvo para emocionarse con los goles del Real Madrid. Manolo, que así se llamaba, iba a misa los domingos y los jueves tenía reunión de catequesis. Cuando me lo contó me entró la risa tonta, porque yo pensaba que la catequesis terminaba con ocho años, cuando hacías la comunión; pero qué va, también hay catequesis para mayores. Yo es que soy un poco ignorante para según qué cosas.
La verdad es que nuestras relaciones sexuales no fueron ni muy abundantes ni muy intensas, pero en las que hubo no noté jamás nada que no entrara dentro de los cánones de cualquier chico completamente hetero, algo soso y poco imaginativo en la cama, pero hetero. Una vez le pillé trasteando en mi cajón de ropa interior, pero no sospeché nada cuando me explicó que estaba buscando unos calcetines. Supe más tarde que lo que buscaba era mi
body
de encaje rojo, que era lo último a principios de los noventa. Tampoco me pareció extraño que me quisiera presentar a sus padres a los cuatro días de conocerme, ni que me pidiera que fuera a verle jugar al fútbol o a buscarle a su catequesis para luego ir a tomar unas cañas con sus compañeros. A todos les decía rápidamente que era su novia. Una tarde, a la salida de catequesis, el cura, muy liberal, se unió a sus fieles en el bar de abajo para tomar unas cervecitas, y mi chico le adelantó que ya teníamos planes de boda. Yo, sorprendidísima, le dije al cura que eso no era cierto, y el cura zanjó la cuestión golpeando la espalda de mi chico diciendo «qué jodia tu novia».
Manolo tenía una familia tradicional en general y una madre asquerosa en particular. Era una señora muy delgada, que tomaba pastillas para su ansiedad, arrugada y morena siempre, muy maquillada, con el pelo teñido de rubio y cardado; los ojos los tenía azules, muy pequeñitos; tenía expresión de mala persona, porque la cara sí es muchas veces el espejo del alma. Salvo las apariencias, nada en el mundo parecía importarle. Tenía dos hijos más, al margen de Manolo, que tenían su misma cara, y de Manolo decía con desprecio que había salido a su padre. Los dos mayores ya habían terminado Derecho y opositaban sin suerte para notario. Manolo, el pobre, estaba por tercer año en primero de Topografía y había aprobado sólo tres asignaturas. Manolo tenía pánico al desprecio de su madre, que se producía todo el rato. Manolo era un infeliz, porque a él le gustaba un muchacho de su catequesis que se llamaba Benjamín. Fue precisamente éste quien llevaba puesto mi
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rojo de encaje mientras Manolo le hacía una felación en la cama de sus padres. Su señora madre les sorprendió cuando llegaba de colaborar en el Rastrillo y cayó al suelo desmayada del soponcio. Desde aquel día tuvo que doblar su dosis de pastillas.
Manolo se fue de su casa, abandonó Topografía, abandonó la catequesis, me abandonó a mí, se fue con Benjamín a vivir al barrio de Chueca y se matriculó en Bellas Artes. El día que nos despedimos echamos el mejor polvo de nuestra relación. Después lloró mucho rato y me dijo que estaba empezando a ser feliz. Antes de marcharme me pidió que le regalara un par de conjuntos de ropa interior.
Un par de años después, paseando por Madrid, vi su nombre escrito en la fachada de una importante galería de arte. Entré y me quedé fascinada con aquellos cuadros llenos de intensidad y dramatismo. En la pared colgaba un artículo de
El País
en el que se refería a Manolo como uno de los artistas más prometedores de España y destacaba concretamente aquella exposición en la que el artista lograba plasmar la rabia como nadie lo había hecho en décadas. Había un cuadro en el que aparecía una rata disfrazada de mujer o una mujer con cara de rata que el artista titulaba
Mi madre
. Es el cuadro más cotizado del artista.
No pienso caer en el tópico de que cuando una mujer es infiel lo es con mayor frialdad y es mucho más difícil de pillar que a un hombre. De éste se dice que es más inocente y que siempre deja pistas que hacen más sencillo descubrir su engaño. Eso no es cierto. Conozco algunas chicas que han sido infieles, yo entre ellas, a las que nos han pillado, y conozco a otras tantas chicas, yo también estoy entre ellas, a las que nos ha engañado un hombre y no nos hemos enterado hasta meses después de la ruptura, cuando una de tus amigas te dice con cara de sorpresa: «Hija, yo creía que lo sabías; si lo sabía todo el mundo». En fin, que el tópico no es cierto, y yo aseguro que hay hombres muy hábiles a la hora de ponerte los cuernos. Otros, la verdad es que no. Yo conocí a uno que me estuvo engañando varias semanas y yo no le dije nada, porque me hacía mucha gracia. Era de manual. La verdad es que nuestra relación estaba bastante agotada en todos los sentidos, así que tampoco me importó mucho la primera vez que observé cómo renovaba de repente todos sus calzoncillos, comprándose media docena de Calvin Klein a 30 euros la unidad, cuando hasta entonces llevaba esos de seis por 20 euros del Hipercor. Me dijo que a ver si un día le pasaba algo por la calle y le iban a ver con esos gayumbos sin ningún
glamour
. De repente se apuntó a unas charlas literarias que se celebraban los sábados por la noche, y para acudir se pasaba una hora y media acicalándose, poniéndose todo tipo de productos en el pelo, y, lo más sorprendente, me robaba mis cremas para la cara y, lo que es peor, mis parches reductores de volumen. Él se justificaba diciendo que el cultivar el intelecto no estaba reñido con tener un buen físico. Tan ancho se quedaba. Mejor era lo del móvil, al que nunca prestaba atención porque no sabía ni manejarlo. Para su trabajo no lo necesitaba, sobre todo porque no tenía trabajo. Yo le mantenía económicamente, ya que él era escritor, pero sus novelas eran rechazadas sistemáticamente por todas las editoriales. No es que fueran malas, que también; es que eran muy cortas. Tenían entre doce y quince folios. Él lo justificaba diciendo que en este país no se leía porque los libros eran muy largos y el día que las editoriales comprendieran eso a él le llegaría un éxito rotundo. En fin, que el móvil nunca lo llevaba y cuando lo hacía lo olvidaba en cualquier lugar. Más de una bronca tuvimos porque yo no era capaz de localizarle para que viniera a recogerme al trabajo. Ya que él no tenía, por lo menos que viniera a buscarme al mío, digo yo.
Un día, al terminar de cenar, se levantó para ir al baño y se llevó el móvil.
—¿Qué haces con el móvil?
—Mujer, para estar localizado.
—¿A las once y media?
—Mujer, nunca se sabe.
No sólo era un escritor vago que nunca había sido capaz de llegar al folio dieciséis; es que tenía muy poca imaginación. Así le salían de planas sus novelas. Siempre tenían un argumento parecido, que consistía en una chica rica que se enamoraba de un chico pobre al que la familia de ella no aceptaba por su baja condición social. Ella huía con él, abandonando a su malvada familia y renunciando a toda su fortuna. Más o menos entre el folio doce y el quince se casaban y así terminaba otra de sus sintéticas novelas. Eso sí, de vez en cuando, en un alarde de imaginación, daba un giro inesperado al argumento en el que ella moría de una terrible enfermedad y él se suicidaba por amor.
Los cuernos me los estaba poniendo, por cierto con una camarera del bar donde desayunaba, comía y cenaba mientras yo trabajaba. A ella mi chico le parecía todo un intelectual, un escritor maldito e incomprendido por la envilecida industria literaria. Un buen día le invité a que se fuera con sus novelas a vivir de la camarera. Mientras cerraba la puerta le escuché lamentarse de mi sagacidad al descubrir su infidelidad: «¡Qué lista es esta tía!, ¿cómo se habrá enterado?».
Recordando esta historia caí en la cuenta de que tenía que llamar a mi editor para reunirme con él e intercambiar nuevas ideas para el libro.
Quedamos mi editor y yo en la sala de juntas. Esta vez estoy segura de no tener nada en los ojos, salvo mi espléndida mirada.
—¿Qué te parece lo que llevo escrito?
—En la editorial estamos encantados; pero ¿no te parece que estás yendo un poquito lejos?
—¿Lejos? ¿Qué quieres decir?
—Lo digo por ti. Que a lo mejor no es del todo bueno para tu imagen hablar tan abiertamente de sexo.
—Hablo de sexo porque este libro es de sexo.
—Ya; pero en los capítulos que llevas te has acostado con un montón de tíos, has utilizado vibradores, has tenido experiencias lésbicas, has hecho tríos...
—Pues no veas lo que queda.
—Me preocupa lo que puedan hacer con este material los programas del corazón. Ya sabes que sacan las cosas de contexto.
—Me da igual lo que piensen sobre mis experiencias sexuales en los programas del corazón. Ya superé lo que pudiera pensar mi madre, que me importa mucho más.
—La gente se preguntará si todo lo que ocurre aquí es cierto.
—La gente no se preguntará nada. Simplemente, les gustará o no les gustará.
—Te vas a cargar tu imagen de niña buena. De ti he leído algunas encuestas en las que muchas señoras te elegirían como la esposa ideal para sus hijos. A partir de ahora no sé yo.
—Hay que evolucionar. Prefiero que los que me elijan sean los hijos y no sus madres. ¿Tú crees que yo le gustaría a tu madre?
—No; pero a su hijo le encantas.
—¿Como escritora?
—Como escritora y como todo.
—Aparte de tu preocupación por mi imagen, no me has hablado de lo que te parece de verdad el libro.
—Me está sorprendiendo. Tiene gracia y también... bueno, no sé.
—¿Qué no sabes?
—Que pensaba que ibas a escribir un libro muy para las mujeres, pero te aseguro que los hombres lo van a leer con interés.
—Claro, también se van a reír, espero.
—No sólo se van a reír. Te van a imaginar haciendo lo que escribes.
—Imaginar es bueno. ¿Tú te lo imaginas cuando lo lees?
—Todo el rato. Algunas cosas me ponen muchísimo.
—A mí también me pone escribir.
—Me gustaría cenar contigo.
—¿Te gustaría salir en el libro?
—¿Todas las personas que cenan contigo salen en el libro?
—Si después de la cena pasan más cosas, posiblemente sí.
—Entonces sí quiero salir en tu libro.
—Yo estoy deseando que salgas, pero prefiero esperar a los últimos capítulos.
—Tú me llamas.
—Lo haré.
Me encantan los hoteles para practicar sexo. Una buena habitación de hotel es para mí uno de los lugares que más me inspiran, uno de los que más me pone. Los hoteles me dan una extraña sensación de libertad que me gusta aprovechar sobre todo en las primeras citas o para pasar la noche con algún ligue ocasional. Yo nunca llevo a mi casa a nadie la primera noche, y de acuerdo con mi experiencia no recomiendo acudir a la de nadie si no tienes cierta confianza. A mí, que soy muy sensible para según qué cosas, me ha desaparecido la excitación al ver la decoración de algunos salones de mis improvisados amantes. El motivo de no llevar a nadie a mi casa tiene que ver con un problema de orden. Cuando yo me arreglo para salir a tomar una copa por la noche me pruebo una cantidad desproporcionada de ropa que voy abandonando encima de la cama a medida que la voy descartando. El suelo de la habitación parece un sembrado de zapatos de distintas formas a los que voy apartando con los pies mientras me abro paso camino del baño. El baño, por su parte, presenta un panorama desolador. Lleno de cremas sin tapar, el secador dentro de la pila, los cepillos encima del váter, las toallas en el suelo, la
epilady
que se ha caído dentro de la ducha y la ropa sucia en el interior del bidé. Si llevas allí a alguien para vivir una noche loca puede ser hasta peligroso si el muchacho en cuestión se clava en su pie descalzo el tacón de algún zapato desperdigado por el suelo. Con lo que eso duele. También es incómodo porque echar un polvo en esa cama es como echarlo encima del puesto de un mercadillo. Además, dejar que un desconocido entre en tu baño para ver una maquinilla eléctrica llena de pelos y tus bragas en el bidé es abrirte demasiado para ser el primer día.
En los hoteles no existen tantas miserias o por lo menos no son las mismas. Yo comienzo a excitarme nada más llegar a la recepción, cuando veo la cara del recepcionista que amablemente te informa de que sí hay habitaciones libres para esta noche y que la tarifa son ciento y pico euros más IVA. Lo dicen como con rabia, como diciendo «sí, sí, habréis ligado, pero os va a salir el polvo por una pasta». En el ascensor a solas con el chico me pongo muy nerviosa y no sé nunca qué decir delante de ese espejo recordándote que es muy tarde y que estabas mucho más mona cuando saliste de casa. A pesar de todo, él se abalanza sobre ti y te besa apasionadamente hasta que suena el pitido que indica que has llegado a la planta de tu habitación. He de reconocer que me gusta muchísimo el momento en el que voy detrás del chico por el pasillo, siempre en penumbra y enmoquetado, con las puertas de las habitaciones a ambos lados, con la ansiedad de llegar cuanto antes a la tuya. Me encanta que los pasillos de los hoteles sean largos y que la habitación esté muy lejos del ascensor. De repente, al doblar una esquina aparece por fin el número de la habitación. En ese momento el chico suele decir la frase absurda de «creo que es aquí». La duda debe ser producto de los nervios, porque si te han dicho que tu habitación es la 563 y en la puerta pone 563, pues efectivamente es aquí. En el momento que se abre la puerta la incertidumbre es total, porque la escasa luz del pasillo deja ver muy poco de la habitación; pero al entrar y cerrar la puerta la oscuridad es total y a ver quién es capaz de encontrar la ranurita para introducir la tarjeta y encender alguna luz. En ese momento es normal que los dos pensemos en hacer el chistecito fácil de a ver si se nos da mejor meter otras cosas, pero ninguno lo hacemos porque quedaría en entredicho nuestro inteligente sentido del humor. Finalmente encuentras la ranurita, se hace la luz y aparece la cama sobre la que te abalanzas sin ni siquiera quitar la colcha. Por cierto, que recomiendo que aunque el deseo sea incontrolable es mejor apartarla, porque en los hoteles cuando se va un huésped cambian las toallas y las sábanas, pero la colcha la dejan ahí el mismo tiempo que los cuadros, hasta la próxima reforma.