En los hoteles me resulta más fácil desinhibirme. Cuando estoy en una habitación de hotel tengo la sensación de que todo es provisional, que nada de lo que allí pase va a trascender. Es una sensación de desarraigo que me facilita abandonarme con más facilidad. Lo cierto es que mis experiencias sexuales menos convencionales se han producido en alguna habitación de hotel. Y alguna de las más placenteras, también.
Después de haber calmado el deseo con la primera relación y una vez apartada la colcha es el momento de tomar algo del minibar y ver un poco la tele. Con el mando vas pasando canales hasta que aparece una película porno que se corta a los cinco segundos y aparece un cartelito que te recuerda que si quieres seguir viéndola tendrás que abonar catorce con veinte más IVA. «¿La vemos?», dice él con artificial desgana, y tú contestas falsamente indiferente: «Bueno, vale, cómprala». En los hoteles el porno excita mucho más que en tu casa y a los diez minutos estás otra vez liada con tu chico y la película iluminando la cama. Me encanta esa luz de la televisión alumbrando una habitación completamente oscura. Reconozco que una de las cosas que más me gustan es tumbarme en la cama de un hotel recostada en el cabecero para mirar la pantalla y ver una película porno mientras mi amante se dedica a mí en boca y alma. Me encanta mirar cómo me lo hace. Miro a la tele, miro abajo, miro a la tele, miro abajo, miro a la tele y ya no sé ni dónde miro. Así puedo estar mucho tiempo, muchas veces, y me cuesta cansarme.
Si el chico es bueno en la cama y os acopláis bien, la noche puede ser larga, pero no eterna, así que en algún momento habrá que quedarse dormidos. Por supuesto, antes hay que ir al baño, y después de varias horas de tanto ajetreo la vejiga está que explota y el ruido puede oírse hasta la recepción, algo impropio de una señorita como tú. Lo recomendable es abrir a tope todos los grifos del baño para confundir los sonidos, incluso el de la ducha, para que se dé cuenta de lo limpia que eres.
Lo más conveniente es quedarte dormida después que él, sobre todo en mi caso, que cuando duermo hay veces que no cierro del todo los ojos y se me queda la cara un poco rara, según dicen. No sólo a mí, porque las personas adultas cuando dormimos tenemos todos un poco cara de gilipollas, sobre todo si se nos queda la boca abierta. En todo caso, aunque para una mujer sea mejor quedarse dormida después que el chico, lo que resulta imprescindible es despertarse antes. No puede ser de otra forma, por lo menos durante las diez primeras veces. La noche anterior no te habrás desmaquillado, así que por la mañana se habrá corrido la raya del ojo, dejándote esa cara de trastornada que se nos queda a las mujeres cuando la raya del ojo es más ancha de lo recomendable. Además, el pelo alborotado, la marca de las sábanas en la cara y un sabor de boca asqueroso. Lo dicho: o te despiertas antes o perderás a ese chico para siempre.
A la mañana siguiente, antes de abandonar el hotel, habrá que enfrentarse de nuevo al recepcionista, que será el mismo de la noche anterior u otro compañero al que habrán puesto al corriente de quién eres, de a qué hora llegaste a la habitación y casi de lo que hiciste dentro. Preguntará con ironía si desean los señores que alguien les ayude con el equipaje, cuando sabe perfectamente que no llevamos equipaje, y preguntará con carita de guasa si, al margen de la película de pago, los señores han consumido algo del minibar. Los recepcionistas tienen un poquito de mala leche. Eso sí, la mayoría suelen ser discretos, porque si los de algunos hoteles hablaran, los programas del corazón se iban a poner las botas. Bueno, mejor no dar ideas.
Tuve un novio que decía que las revistas femeninas en realidad estaban dirigidas a los hombres o a las lesbianas. Lo argumentaba diciendo que a él, que era profundamente heterosexual, le ponía mucho más el Vogue que el Penthouse, y que no entendía cómo las mujeres no nos tocábamos al leerlas. Ese tío era de pensamientos extremos, pero tenía mucha gracia. Yo, que las leo casi todas y casi siempre, creo que algo de razón sí llevaba aquel chico. Es posible que, como me dijo la amiga que os conté en el capítulo del
sex-shop
, todas las mujeres heterosexuales tienen alguna fantasía lésbica y las que no la tienen es porque no están vivas. De una manera menos delicada, mi amiga Esther dice casi lo mismo al afirmar que todas las tías somos un poco bolleras. Ella siempre con sus cosas. La actitud de las modelos en las fotos de cualquier reportaje de moda no es sugerente: es directamente sexual. Son fotos de una niña jovencita que está buenísima que pone cara de tener unas ganas terribles de practicar sexo allí mismo o, su variante, cuando pone cara de haber experimentado hace pocos minutos varios orgasmos múltiples. Tienen esa expresión para lucir una colección de trajes de chaqueta o una de bolsos. Da lo mismo. Mucho más extremo es todo en las páginas de publicidad, donde existe casi siempre algún mensaje subliminal relacionado con el sexo, y no digamos si el anuncio es de alguna marca de ropa interior. Ahí aparece una «lolita» muy rubia, muy guapa, muy alta y muy delgada, en bragas y sujetador, con una cara de vicio que no debería tenerse a esa edad.
Al ver las revistas femeninas no sé si quieren que me fije más en la ropa o en la chica; si pretenden que desee más un traje de chaqueta o a la que lo lleva puesto; si intentan hacerme creer que con esa ropa yo voy a ser como ella, o que esa chica tiene cara de haber tenido orgasmos múltiples porque lleva colgado ese maravilloso bolso. A lo mejor las revistas quieren que lo desees todo para que las sigas comprando. Y, por lo menos conmigo, lo consiguen. Cuando las lees te conviertes en un ser egoísta, que quieres todo lo que hay en esas páginas. Desde una pluma estilográfica hasta hacer un viaje a Gambia. Te lo venden de una manera que te entran unas ganas de ir a Gambia que no te aguantas y se lo propones rápidamente a tu chico.
—Cariño, me gustaría ir a Gambia.
—¿A Gambia?, ¿qué Gambia, ni Gambia? Yo quiero ir a Fuengirola, como todos los años.
—Desde luego, a ver si evolucionas un poco, que te estás estancando.
Luego están los especiales de belleza, que salen siempre cuando se aproxima el verano y tienen como objetivo principal ponerte muy nerviosa. Se publican en los números de mayo y te dan una serie de consejos para estar estupenda dentro de unas semanas, cuando tengas que ponerte el bikini. Lo primero que te recomiendan es que bebas al menos dos litros de agua al día, y tú ilusionadísima te compras un botellón de agua que parece un extintor dispuesta a acabar con ella. Pero no es tan fácil. Misteriosamente, siempre que se intenta hacer ese tratamiento de los dos litros de agua, a los dos tragos se te quita la sed para todo el día, y acabar con el botellón es una tortura china. También te recomiendan que hagas algo de deporte; por ejemplo, un poquito de
footing
, que según decía la revista es el mejor ejercicio posible para adelgazar y estar en buena forma. Personalmente, discrepo, porque el
footing
es un deporte muy duro. Me hacía ilusión salir a correr por un parque que hay cerca de mi casa y me fui a una tienda de deportes para equiparme. Me vendieron unas mallas monísimas, una camiseta a juego de un tejido especial y unas zapatillas específicas con su aparato de música incorporado que a su vez iba conectado a un cronómetro de pulsera que medía el tiempo, la distancia recorrida, la velocidad a la que iba, el número de pulsaciones que tenía, las calorías que perdía y, lo más increíble, toda esa información te la iban diciendo por los auriculares. Total, que me gasté una pasta y perdí dos horas para aprender a manejar toda esa tecnología. Finalmente comencé a correr y lo hice hasta que ya no podía más. La cabeza me iba a explotar, el corazón se me salía del pecho, casi no podía respirar y me dolían las piernas. Completamente extenuada me detuve, paré el reloj y una voz me dijo por los auriculares: «Ha recorrido usted trescientos diez metros y ha consumido veintiséis calorías». Correr es la cosa más frustrante que he hecho jamás. Mucho más que lo de los dos litros de agua, que ya es decir.
Las revistas femeninas también tienen su sección del horóscopo en la que todos los meses, seas del signo que seas, te invitan a cambiar tu vida del todo. Siempre dicen que es un buen momento para encontrar un nuevo trabajo, o un nuevo amor, o para hacer un viaje excitante, o para tener nuevos amigos, para renovar tu fondo de armario, para iniciar la dieta. Qué empeño en que cambie de todo, si tampoco me va tan mal.
Las revistas femeninas tienen como objetivo mostrarnos todas las cosas que existen y que casi nunca podemos tener. No podremos llevar ese bolso que vale una pasta, salvo que se lo compremos de imitación a algún negrito, ni los trajes de chaqueta y la ropa interior no nos quedarán nunca como a las modelos que la enseñan. Pero da igual. Además, siendo sinceras, tampoco nos apetece mucho ir a Gambia, que no sabemos muy bien dónde está.
Fuengirola tiene su punto. Con su playita para tomar el sol en una tumbona mientras lees todos los especiales de moda del verano. Mi chico siempre me los quita para ir al baño a leerlos, pero tarda mucho tiempo en salir para lo cortos que son los textos. A lo mejor es cierto y aquel novio llevaba razón en eso de que estas revistas iban dirigidas a hombres o a lesbianas. Yo qué sé. A mí me encantan.
Yo nunca he estado sin pareja estable. No sé cómo me las he arreglado, pero desde la adolescencia siempre he tenido novio. Primero uno, luego otro y luego otro, pero siempre he tenido una relación formal y nunca, que yo recuerde, he estado sin compromiso. Toda la vida he ido empalmando un novio con otro sin dejar un espacio de tiempo entre ellos que me permitiera ser libre. He llegado a pensar que siempre he tenido una pareja fija para poder ser infiel a alguien. Mis novios han sido producto de una infidelidad que sufrió el anterior y así sucesivamente. No puedo evitarlo.
Tampoco he tenido, a juicio de mi yaya, demasiada buena vista a la hora de escogerlos, porque nunca han sido lo que se suele denominar un buen partido. Es como una especie de atracción que tengo hacia los vagos o hacia los que no tienen suerte. O, como casi siempre me pasa, atracción por los vagos que no tienen suerte. Nunca he tenido un novio que tuviera dinero, ni un trabajo bueno y estable, o un adinerado empresario. Nunca me he acostado con nadie que siempre vaya vestido con traje, y lo comienzo a considerar una asignatura pendiente. Precisamente esa es en los últimos meses una de mis fantasías sexuales más recurrentes. Tirarme a un ejecutivo que siempre vaya vestido con traje y corbata y que siempre lleve maletín. Me lo imagino muy guapo, vestido de forma impecable, con los zapatos muy brillantes, perfectamente afeitado y oliendo a colonia suave. Quedamos en un restaurante carísimo y después nos vamos en un coche con chófer a una
suite
del hotel más lujoso de Madrid. Allí abre la caja fuerte y deja su maletín. No sé por qué, pero lo del maletín me pone muchísimo. Después se desnuda y muestra un cuerpazo musculoso que deja claro que al margen de dirigir todas sus empresas también tiene tiempo para ir al gimnasio. Qué hombre. Hasta ahora nunca me había fijado en ejecutivos con traje, pero últimamente me está picando el gusanillo y en el momento que vea la oportunidad intentaré hacer realidad esa fantasía.
Otra de las cosas que nunca he hecho es sexo por Internet. Ni telefónico, tampoco. Por lo menos, del bueno. Una amiga me contó que sus mejores orgasmos los había tenido mientras se masturbaba hablando por teléfono con su chico, pero yo no he tenido mucha suerte en ese campo. Una vez decidí hacerlo con un chico y en vez de excitarme me entró la risa. Tuve que fingir porque a él se le notaba excitadísimo y no quería cortarle el rollo. Creía que yo estaba tumbada en mi cama completamente desnuda y metiéndome un vibrador, y en realidad estaba con un chándal en la cocina y descojonada de la risa. Desde aquel día no lo he vuelto a probar.
Otro desastre fue el día que intenté tener una experiencia sexual en Internet. Con la ayuda de otra amiga logré entrar en uno de esos
chats
en los que después de una conversación subida de tono el tipo dijo que tenía una
webcam
y que si me apetecía verle a través de mi pantalla. Dije naturalmente que sí, porque según la conversación que habíamos mantenido a través del teclado me imaginaba a un tío muy bueno con mucha imaginación, como a mí me gusta. Lo que me encontré cuando apareció en mi ordenador fue a un tipo con cara de pez, calvo y gordo, con un pene pequeñísimo que se masturbaba mientras gritaba: «¿Quieres que te penetre?». Fue horroroso.
Acostarme con un ejecutivo, tener sexo a través de Internet, ser fiel durante más de dos meses, estar alguna semana sin pareja estable o tener un orgasmo telefónico son asignaturas sexuales pendientes en mi vida. Si antes de terminar este libro logro superar alguna con éxito, prometo escribirla.
Todavía me encuentro con mujeres que dicen que ellas no se masturban porque no lo necesitan. Están, dicen, plenamente satisfechas con las relaciones sexuales que mantienen con su marido y, por lo tanto, no precisan nada más. Lo dicen como si no masturbarse fuera algo de lo que se sienten orgullosas y de paso dejan en buen lugar a su hombre, que es el no va más como amante. Para mí esa forma de pensar, todavía vigente para muchas mujeres de cualquier edad, refleja una manera de vivir el sexo absolutamente machista a la que de forma perversa se nos ha acostumbrado durante décadas. Se trata de desprendernos del placer como algo propio y vivirlo como algo que el hombre nos proporciona. No me parece nada casual, porque si nosotras fuéramos dueñas absolutas de nuestro placer podríamos buscarlo cuando quisiéramos, y eso crea mucha inseguridad.
Las mujeres decentes, por lo tanto, son aquellas a las que el sexo les gusta lo justo: ni mucho, porque no seríamos de fiar; ni poco, para que cuando nuestro marido nos esté dando el placer que nos corresponde podamos quedarnos satisfechas sin necesidad de masturbarnos, faltaría más.
Yo, que afortunadamente no soy muy decente en esto del sexo, creo que alguien se masturba porque le da gusto y no porque lo necesite. Comiendo macarrones, carne y pescado y bebiendo agua nuestras necesidades están cubiertas y podremos vivir hasta los cien años; pero comerte una langosta a la orilla del mar con un buen vino frío una noche de verano, aunque no sea necesario, da muchísimo gusto. Contemplar el sexo sólo como una necesidad y la contención como una virtud nos convierte en mujeres limitadas y muy aburridas.