Escribiendo este capítulo, después de transcurrido algún tiempo de aquella relación, me hubiera gustado contar otro final, porque aquel chico y yo rompimos un año después de iniciado aquel experimento. No penséis que nuestro pacto fue la causa de ese desenlace, ya que no tuvo nada que ver. Nos separamos por los mismos motivos que se separan tantas y tantas parejas que no tienen ese tipo de acuerdos. Simplemente, se acabó.
En mi recuerdo está aquel chico que me enseñó algunas cosas importantes sobre la honestidad, la verdad y el amor.
Sé, y no porque me lo contara, que mientras duró nuestra relación pasaron por su cama unas cuantas chicas, pero posiblemente ninguna otra pareja de cuantas he tenido me respetó tanto.
He querido a muchas personas, pero no he admirado a tantas. Él está el primero de esa lista.
Sólo los mejores asumen que no son únicos.
El otro día, en una entrevista por teléfono, una redactora me hizo la siguiente pregunta: «¿Cómo puedes llevar tan bien el compaginar tu vida laboral y familiar?». La periodista hacía su pregunta con cierta admiración, lo que agradecí con sinceridad. Avanzó la entrevista por los mismos derroteros: que si hay que ver cuánto trabajo, que qué mérito tenía con dos niños pequeños, que qué capacidad para sacarlo todo adelante, que me admiraba mucho y que gracias por todo y por ser tan amable por haberla atendido. Antes de despedirnos me recordó que hacía unos años habíamos coincidido en un programa en el que ella era redactora. De inmediato me acordé y supe quién era. Se trataba de Teresa, una periodista muy capaz, un encanto de chica que hacía a todo el mundo el trabajo fácil. Charlamos un rato de lo que habíamos hecho en estas últimas temporadas y me contó que ahora estaba muy feliz porque después de algunos meses en el paro había encontrado ese trabajo en el periódico. Teresa era la misma persona, tan encantadora, tan natural como siempre.
Teresa cobra 1.100 euros, tiene tres hijas y está separada de un señor que se fue con una guionista de un programa de humor y un mes no y otro tampoco le pasa nada para sus hijas. La mayor de doce años y la pequeña de cuatro. Mientras me lo contaba, yo estaba hablando por el móvil con ella en la piscina de un hotel, tomando el sol, bebiendo una coca-cola con hielo que me había servido un camarero ecuatoriano hacía unos minutos. Mis niños estaban con la cuidadora, porque yo estaba muy cansada del programa de la noche anterior, que acabó muy tarde.
Teresa es una tía positiva que se ríe con la naturalidad con la que se ríen sólo las buenas personas. Me decía que de hombres ni hablar, que bastante tiene ella con lo que tiene, aunque «Nuria, hija, si te soy sincera, un revolconcito sí me daba yo con alguien, que hace siglos que ni lo cato». Le dije que me encantaría quedar con ella para comer y charlar, y con cierta sorpresa me preguntó si yo iba a tener tiempo. Lo que son las cosas.
Quedamos a comer en un restaurante del centro y Teresa apareció resplandeciente. Vestida muy elegante y maquillada como para salir a tomar unas copas por la noche. Teresa es bajita, pero tiene un tipo fantástico. Yo la esperaba en la mesa y me levanté para recibirla.
—¡Pero qué guapa estás!
—Mira, nena, hace tanto tiempo que no quedo con nadie que me he vestido como si fuera a follar.
Nos reímos.
Admiro a las mujeres capaces de mover el mundo con su ternura. Mujeres que son mujeres y que disfrutan siéndolo. Mujeres que no compiten con los hombres a ver quién la tiene más larga. Teresa no compite con nadie, ni con hombres ni con mujeres; se limita a vivir, que ya es bastante; a educar a sus niñas y a llegar a fin de mes, que no debe de ser fácil. Teresa cuenta a sus hijas que su padre es un ser maravilloso, que las quiere tanto como ella, y que si este fin de semana tampoco ha podido venir a verlas será porque le habrá sido imposible.
Teresa me cuenta que es feliz porque este verano sus hijas van a ir de campamento. La mayor parece una buena estudiante, la mediana dibuja de maravilla y la pequeña habla con la zeta. Teresa se ríe imitándola, me cuenta orgullosa que las tres son guapísimas y que algunos domingos, según se van despertando, van a la cama con mami. Las cuatro hacen allí unas encarnizadas guerras de cosquillas.
Y resulta que Teresa me admira a mí y estando con ella no me siento nada admirable. Nada de empalagosa humildad: es que al escucharla me miro a mí misma y me da un poco de vergüenza descubrir la suerte que tengo.
Salvo algún azotito en el momento adecuado, no me gusta el sadomasoquismo. No entiendo lo de la zoofilia, al margen de la indudable ternura que me produce una señora sola que siempre va con su chiguagua a todas partes. Soy de la opinión que las cosas que se hacen en el servicio no han de hacerse en la cama; por eso no llevo bien lo de la lluvia dorada y menos la coprofilia. Menudo engorro poner tantas lavadoras. Al margen de que existan personas muy frías en la cama, la necrofilia me parece llevar las cosas al extremo.
Existen definidas cerca de trescientas perversiones o parafilias, desviaciones sexuales, y algunas lo menos raro que tienen es el nombre. Yo respeto todo, que para eso soy muy liberal, pero conociendo el motivo por el que algunos humanos se excitan sexualmente tengo la sensación de que los manicomios están a media capacidad.
Hay una cosa que se llama actirastia, que es la excitación sexual que produce tomar el sol. La keraunofilia, por el contrario, consiste en ponerse cachondo al contemplar una tormenta con rayos y truenos. No me imagino a una pareja con estos gustos planeando unas vacaciones.
La cremastisofilia es el gozo sexual que te produce cuando te roban. Esta es una perversión muy fácil de satisfacer: basta con llevar el coche a cualquier taller oficial.
El androidismo es la excitación que se produce con robots o muñecos de aspecto humano. Por eso están los gimnasios como están.
El axilismo es la excitación que te producen las axilas. Lo que me enamoró de ti fueron tus sobacos, cariño. Otra perversión como la autoabasiofilia es el estímulo producido por estar o volverse cojo uno mismo. No es que te pongan los cojos: es que te excita cojear. Pues cojea, hombre, cojea, y pásatelo bien.
El anactilismo consiste en excitarte manteniendo conductas de niños; no me refiero a lo que sucede en el Parlamento, sino cosas como ponerte patucos, usar chupete o hacer pipí en un orinal. Otra que tiene que ver con esta es el plush, que consiste en el goce sexual que produce a algunos adultos disfrazarse como personajes de dibujos animados. Esa no me parece tan rara si el chico se disfraza de Superman o Spiderman, pero a mí me costaría meterme en situación y excitarme con Mickey Mouse.
Por último, en este brevísimo repaso del sexo alternativo, he descubierto que esa frase tan común de «anda y machácatela contra un árbol» tiene nombre y se llama dendrofilia, que es cuando la excitación se produce al frotar los genitales contra los árboles. Así podríamos seguir hasta casi las trescientas que están registradas en algunas páginas de Internet. Por cierto, que no sé cómo se llamará el gusto por buscar páginas de sexo en Internet, pero algún nombre habrá que ponerle, porque adictos hay un montón.
Es difícil establecer el límite que existe entre lo normal y lo anormal en el sexo. Por encima de los gustos personales de cada uno, condenar las conductas sexuales es peligroso. Sin ir más lejos, en España ha sido delito la homosexualidad hasta hace tres décadas, y en la actualidad les ahorcan a ellos y a las mujeres adúlteras en algunos países musulmanes. Mi abuelo, sin ir más lejos, que era una buena persona, llamaba «desviado» al maricón del pueblo.
Personalmente creo que el único límite que debe existir en el sexo es que no sea consentido por alguna de las dos partes. Todo lo demás a mí me vale. Si quieres que te pille una tormenta, si te gusta cojear o vestirte de Heidi, a mí como si te la machacas contra un árbol. Que disfrutes de tu dendrofilia.
El otro día en la tele aparecía una rubia explosiva con las tetas operadas embutida en un vestido de leopardo como colaboradora de un programa de entretenimiento. Ella entraba en plató y los conductores del programa se quedaban boquiabiertos con el físico de la chica, que venía a mostrar un reportaje que ella misma había elaborado. Uno de esos tres presentadores varones que babeaban ante la silicona que la rubia mostraba por encima de su ajustado escote sé con certeza que es homosexual, profundamente homosexual. En su vida privada las mujeres y el sexo no tienen para él absolutamente ninguna relación. Y allí estaba, junto a sus dos compañeros, ejerciendo de machitos que no pueden controlarse ante los encantos de una señorita. Ella, en su papel, riéndole las gracias y dejándose querer. No lo puedo soportar. Es ese rol que ha de tener el hombre que se muestra como un ser tan macho que no puede contener su impulso sexual, siempre dispuesto a mantener relaciones, mientras la chica hace como que quiere, pero luego no se deja porque, a pesar de ese vestido, ella es muy decente. Eso es machismo en estado puro.
Igual de patética, también hay que decirlo, me parece la imagen que en la publicidad se da de un hombre que es definitivamente gilipollas y que no sabe poner ni una lavadora. Y la de su pareja, tan sobrada ella, y tan exigente que ordena a unos tipos que se lleven no sé adónde a su inútil marido.
De todas formas, en la publicidad, en las series y en los programas de televisión es el machismo lo que predomina, de manera sutil algunas veces y evidente en otras.
Al frente de todos ellos, a la cabeza del machismo y de la nueva moralidad, se sitúan en primer lugar algunos programas del corazón. A uno de ellos llega una chica a contar que ha estado liada con algún famoso. Habitualmente va de despechada, porque él se ha ido con otra y ella va a la tele para que se fastidie. La pregunta que tarde o temprano aparece por parte de algún periodista es: «Venga, mujer, cuéntanos, ¿cómo era Fulanito en la cama?, ¿te satisfacía?, ¿era buen amante?, ja, ja, ji, ji». Me gustaría que alguno de estos periodistas le hiciera la pregunta al revés: «Venga, mujer, cuéntanos si tú satisfacías a Fulanito, ¿qué tal eres tú en la cama?, ¿eres buena o un poco torpe?, ja, ja, ji, ji». Eso no pasará nunca, porque la prensa del corazón es por concepto en este país absolutamente machista, la mayoría. Y más que machista, retrógrada. Casi toda.
Algunos periodistas del corazón se han convertido en garantes de la moralidad y de la buena conducta sexual de los famosos. La prensa del corazón condena la promiscuidad, especialmente la femenina, mucho más que lo hace la Iglesia católica, de manera mucho más cruel. Porque ellos, en su afán de informar, «pillan», y «cazan» a los famosos cada vez que se les ocurre pasar la noche con alguien y exhiben las imágenes a todo el mundo. Y si el famoso o famosa está casado o casada, que se vaya preparando. «Miren, querido público, cómo se besan en plena calle la presentadora Maripili con este desconocido. ¡Y su marido en casa! ¡Miren, miren, cómo la toca el culo el desconocido y miren cómo a ella le gusta!». Yo, personalmente, prefiero que en mis infidelidades me pille un cura, que seguro que es más tolerante. No toda la prensa del corazón es igual; yo la dividiría en la que utiliza el verbo «pillar» en sus contenidos y la que no. La primera tiene una doble moral permanente en su esencia. Sorprende que algunos periodistas de este genero sean homosexuales reconocidos y cocainómanos sin reconocer, pero como encuentren el más mínimo dato de alguna de esas dos conductas en algún famoso le montan dos programas especiales sobre su pasado y sobre su presente para contarlo. Eso sí, ellos nunca salen, a ellos nunca les «pillan».
Sea cual sea la conducta de una persona, nadie es quién para exhibirla en público, aunque su protagonista tenga una profesión pública. Yo presento programas y por eso nadie tiene derecho a robarme unas imágenes besándome con mi pareja o con quien no es mi pareja. Si alguno de los lectores o lectoras de este libro han sido alguna vez infieles, que espero que sí, supongo que no les gustaría que se enterara todo su barrio, su suegra, su padre, su hijo, su panadero. Pues eso es lo que pasaría si aquel día que engañasteis al que ahora tenéis al lado os hubieran «pillado» unas imágenes metiéndoos mano tú y tu amante a la salida de una discoteca. Hubieran mostrado esas imágenes, hubieran juzgado tu comportamiento y, por supuesto, lo hubieran condenado.
Antes yo no hacía «cosas malas» porque me habían enseñado que eran pecado y que Dios me castigaría. Ahora no las hago por si me sacan en la tele.
Mejor, que me pille un cura.
Las cosas más fuertes no pueden hacerse si no se está muy excitada. Si se está muy excitada te puede apetecer cualquier cosa por fuerte que sea. Puede que pensar en hacer las cosas más fuertes es precisamente lo que más excita.
Por supuesto que había fantaseado con hacerlo con dos hombres a la vez. Además, era la fantasía que me faltaba para completar el póquer de experiencias sexuales que mi amiga Esther consideraba las básicas que una mujer debía convertir en realidad al menos una vez a lo largo de su vida. Para las que tengan poca memoria recuerdo que eran una relación lésbica, un trío con dos hombres, un trío con un hombre y una mujer, y una cama redonda con al menos dos parejas. A mí de las cuatro sólo me faltaba la del trío con dos hombres, y aunque sí que había fantaseado con experimentarla, nunca se me había presentado la ocasión de hacerla. Esas cosas no surgen tan fácilmente.
Cuando fantaseaba con esa experiencia no ponía cara a ninguno de los dos hombres que lo hacían conmigo, sólo a sus cuerpos, que eran delgados y fibrosos. Imaginaba una situación en la que los tres estábamos desnudos en una cama grande y yo en el medio de los dos, llena de excitación y placer. En esa fantasía no había preámbulos, directamente estábamos desnudos en la cama los dos chicos delgados, de cara indefinida y cuerpo fibroso, uno delante y otro detrás de mí. No sé cómo llegábamos a esa cama, ni cómo habíamos propuesto mantener esa relación, ni en qué momento acepté, ni de qué manera me desnudé, ni cómo se desnudaron ellos, ni en qué momento estaba ya definitivamente en medio.
Es lo bueno de las fantasías, que siempre son perfectas. La imaginación selecciona exactamente aquello que más te interesa para provocar tu excitación y que la utilices después para lo que quieras, acompañada o, en la mayoría de los casos, sola contigo misma.