Sexualmente (16 page)

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Authors: Nuria Roca

Tags: #GusiX, Erótico

BOOK: Sexualmente
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Una noche de martes me llamó Félix, un músico de Amoral, el grupo de rock que montó mi amiga Esther. De Félix sé poco, salvo que es vasco, que está bastante bueno y que, según me contó Esther, es un buen amante. Y si ella lo dice, es verdad. La frase con la que Esther me definió su encuentro sexual con Félix es bastante descriptiva: «Me ha puesto el clítoris como un saltamontes».

Félix me llamó para ver si yo conocía algún sitio por el centro que estuviera bien para llevar a un amigo suyo de Bilbao que había venido esa noche. Naturalmente que aquello era una excusa para invitarme a tomar una copa, porque otra cosa no sabrán los músicos, pero los bares abiertos por la noche se los conocen todos, aunque sea martes. Acepté acompañarles al bar de una amiga a tomar con ellos una copa rápida e irme pronto a casa.

Hacía meses que no veía a Félix y le había crecido bastante el pelo. Estaba guapo. También su amigo, que menos su amigo parecía cualquier cosa. Félix con melena, sin afeitar y los brazos llenos de tatuajes, como todo músico que se viste de músico. El amigo iba peinado con gomina, unos Levis 501 y un polo Lacoste azul clarito. El contraste era muy desconcertante.

Eso sí, los dos eran delgados y parecían fibrosos.

No hacía falta ser muy observadora para comprender nada más verles que, a pesar de su distancia de estilos y de vida, Félix y Gorka, que así se llamaba, eran muy amigos. Se conocían desde el colegio y sabían todo el uno del otro. La vida les había llevado a que uno tocara la batería en el grupo de mi amiga y al otro a ser vendedor de tractores, pero tenían la complicidad de quienes se han corrido muchas juergas juntos. Por cierto, que una no sabe qué cara poner cuando le preguntas a alguien a qué se dedica y te dice que es vendedor de tractores. La mía debió de reflejar una falsa normalidad, como si conociera un montón de vendedores de tractores.

En el bar de mi amiga siempre hay vino bueno. Félix y Gorka bebían el mismo güisqui, bastante por cierto, y tenían mucha gracia. Hablaban de sus aventuras de niños, de sus juergas adolescentes por Bilbao y de sus relaciones actuales, que no pasaban de ligues esporádicos. Pronto apareció el nombre de mi amiga Esther y supe que el vendedor de tractores tampoco se había librado de pasar por su cama. «Qué gran tía, tu amiga», me dijo Gorka con admiración. «Ya lo creo», apostilló Félix. En ese momento me entró la risa acordándome de lo del saltamontes, pero no les pude contar el motivo de mi carcajada. Una sabe guardar los secretos de sus amigas.

El vino iba haciendo estragos, la pareja de vascos estaba objetivamente muy buena, yo me estaba empezando a excitar con la fantasía de completar el póquer y ellos me parece que lo tenían en mente desde que me vieron. A lo mejor era mi imaginación, pero por los derroteros que iba tomando la conversación me parece que ellos se lo habían planteado antes incluso de llamarme. Posiblemente por eso me llamaron. A lo mejor no era la primera vez que lo hacían. Yo me dejé seducir por ver hasta dónde se atrevían a llegar.

Félix, Gorka y yo subíamos cada vez más la temperatura de la conversación, el ambiente de excitación era cada vez más incontenible. Los tres estábamos como motos. Fue Félix el que se lanzó y propuso a las claras que esa noche los tres compartiéramos cama. La propuesta en firme me puso nerviosísíma. Sin contestar, me fui al baño y allí me miré en el espejo. Otra vez estaba en el río y tenía la opción de cruzar el puente, como aquella noche en Ibiza con Juan y Vania, la chica que se anunciaba en el periódico. Otra vez mi amiga Esther rondándome por la cabeza, otra vez con el póquer, otra vez excitada y a punto de volver a decir que sí. Tomé el camino de vuelta desde el baño a la esquina de la barra donde me esperaban aquellos dos chicos delgados y fibrosos dispuesta a todo.

La realidad se impone algunas veces de manera muy desagradable. Félix y Gorka estaban llamando por teléfono a un amigo para ver si les dejaba un apartamento que tenía vacío, porque en el hotel en el que se hospedaba Gorka iba a ser muy poco discreto entrar los tres a las cuatro de la mañana. A casa de Félix tampoco se podía ir porque el batería vivía con sus dos hermanas en un piso que además pagaba su padre. La idea de ir a mi casa la descarté desde el principio.

La gestión para convencer al amigo de que les cediera el apartamento fue larga y pesada, pero finalmente Gorka inventó mil excusas y lo logró. Aquella conversación me había enfriado un poco, pero no tanto como para echarme atrás. Antes de marcharnos a casa del amigo a recoger las llaves del apartamento en el que íbamos a estar, Gorka y Félix se preguntaron mutuamente si tenían preservativos. No tenían, pero daba igual, porque de camino a recoger las llaves había una farmacia de guardia y allí compraríamos. Tanta logística me estaba enfriando cada vez más. Nada de todo esto aparecía en mi fantasía. De repente se encendieron las luces del bar, que indicaban que era la hora de cerrar, y la música cesó. La camarera tardó diez minutos en darnos la cuenta y mientras esperábamos me entró un poco de sueño. Nada era ya divertido para mí; creo que no quedaba ni rastro de esa excitación que hacía una hora me tenía desatada. La realidad había destrozado a la fantasía y lo del trío con dos hombres seguiría sucediendo por el momento únicamente en mi imaginación.

Me despedí de Félix y Gorka explicándoles con sinceridad que ya no me apetecía esa experiencia y se quedaron con cara de no comprender nada. Lo respetaron, pero no lo comprendieron. «Si hacía un momento te apetecía», se lamentaban ambos. Esa frase me recordó una situación en la que le hice lo mismo a un chico minutos antes de subir a su casa, porque casi llegando al portal me acordé de que no me había depilado. El chico dijo exactamente la misma frase, pero a él no le pude explicar el motivo real de mi negativa a última hora. Y es que sin depilar yo no puedo. Faltaría más.

Los amigos vascos se hicieron cargo de la cuenta del bar y me acompañaron a coger un taxi. Insistieron mucho hasta que me subí en uno libre, pero yo ya no estaba para fiestas. La realidad me había superado y lo único que tenía ya era sueño. Antes de dormir fantaseé a oscuras en mi cama con la única cosa que me faltaba hacer para completar el póquer. En la fantasía nadie tenía que pedir un apartamento prestado y nadie iba a comprar preservativos a una farmacia de guardia. Los sueños, sueños son.

49. Cambio de planes

Me fui de vacaciones con mi madre y con mi hermana a Lanzarote. Un buen plan, sin hombres. Las tres solas en una habitación de hotel, masajitos en el Spa, comidas ligeritas en el chiringuito y muchas horas de sol. Sin más pretensiones que descansar, no me pensaba ni pintar en toda la semana. De la playa a la ducha y de la ducha a la cama a ver la tele. Era lo que me apetecía para los próximos siete días. Tan firme era mi voluntad que en esta ocasión sí logré meter todo mi equipaje en una maleta mediana y no en dos gigantes, que en mi caso es lo habitual para una semana. Me llevé unos cuantos bikinis, pareos, camisetas, ropa interior, zapatillas de deporte, chanclas, cremas para antes, durante y después del sol, y un secador de pelo. ¿Para qué más?

Llegamos al hotel, deshicimos las maletas y nos fuimos las tres a tomar el sol a la playa, que estaba un poco más lejos de lo que ponía en el catálogo de la agencia. Las agencias de viaje no suelen precisar bien las distancias y con eso de «a cinco minutos de la playa» lo dejan todo un poco en el aire. A cinco minutos en moto, podían precisar, porque andando no hay quien haga esa distancia en ese tiempo. No puedes acusarles de que te mientan porque en Lanzarote casi todo está relativamente cerca de la playa. Es lo que tienen las islas, que el mar no pilla muy lejos. En fin, que después de llegar exhaustas al mar decidimos alquilar un coche para toda la semana. Un coche enano y amarillo sin aire acondicionado, con unos asientos muy finitos de plástico con puntitos en relieve que se te quedaban marcados en los muslos durante horas.

El segundo día, mientras desayunábamos en el hotel, se acercó a nuestra mesa una señorita ofreciéndonos participar en unas clases de surf que impartían expertos monitores en el norte de la isla y que podían contratarse en la recepción del hotel. Eso trastocaba nuestros planes, pero a mi hermana y a mí nos hizo ilusión eso de surfear y sortear olas en la playa como hacen las chicas guapas en los documentales de California. Fuimos a recepción y contratamos un curso de cuatro días. Mi madre, más sensata, se montó en el coche amarillo enano y se fue a tomar el sol, que era a lo que había venido.

El grupo de alumnos principiantes de mi clase de surf estaba compuesto por dos adolescentes con granos que no paraban de mirarnos el culo a mi hermana y a mí, una señora belga con demasiados años para iniciarse en el surf y una pareja de lesbianas de Sevilla que se daban piquitos continuamente ante el asombro de los dos adolescentes y de la señora belga.

Durante un rato pensé que no había sido buena idea contratar las clases de surf, pero esa idea desapareció de mi cabeza en cuanto vi al monitor que había correspondido a mi grupo: espectacular. No había otra forma de definirlo. Pelo largo, bronceado, musculoso, alto, ojos claros, boca grande, dientes perfectos, blancos, radiantes, que le hacían portador de una sonrisa irresistible y un acento canario que modulaba una voz sensual. Además, no había competencia, porque dos lesbianas, dos adolescentes y una señora belga mayor no eran rivales para mí. Mi hermana no contaba, porque estaba tan enamoradísima de su novio que no tenía ojos para nadie más. Ni siquiera se fijó en el monitor, en el que a mí me parecía imposible no fijarse. Claro que llevaba con su novio sólo dos semanas y estaba en pleno período de ebullición. Jaime era el nombre de ese pedazo de monitor que me había correspondido.

Las clases duraban cinco horas y las tres primeras del primer día me las pasé aprendiendo equilibrios encima de una tabla, pero fuera del agua. Algo un poco ridículo, por cierto.

Fue aún peor cuando nos metimos en el mar y nos enseñaron a ponernos de pie en la tabla, ahora ya sí encima del agua. No lo conseguí en las dos horas que restaban de clase; fue muy frustrante. Al despedirme de Jaime, un poco avergonzada por mi torpeza, observé cómo con el pelo mojado, a pesar de tenerlo largo, se le notaba un poquito de alopecia en la coronilla. Nada grave, pero un clarito sí que había.

Llegué al hotel destrozada y me pasé la tarde durmiendo. Al día siguiente me levanté con unas agujetas espantosas, pero con ganas de superar lo que parecía una evidente incapacidad para este deporte. No fue así. Cinco horas subiendo y bajando de la tabla, casi sin lograr ponerme en pie y avanzando sólo un par de metros. Estaba rendida, exhausta. Jaime no paraba de utilizar su sonrisa para consolarme. Una sonrisa que me estaba empezando a empalagar un poco, la verdad. A mí no me hacía tanta gracia caerme todo el rato. Además, visto con más detalle, de clarito nada, Jaime, a pesar de la melenita, tenía una calva considerable.

Mi hermana no fue al curso el tercer día y se fue con mi madre a tomar el sol a la playa. Yo soy constante y no me rindo fácilmente, así que comencé con renovado entusiasmo mi tercer día de clase. Me duró poco, porque no tardé en descubrir que ese deporte era imposible, por lo menos para mí. Me dolían las piernas, los brazos y la cabeza de tanto viento. Jaime con su acento canario, todo el día con el «muyaya» para arriba, «muyaya» para abajo, con esa voz afeminada que tenía. Y esa sonrisa estúpida, con esos dientes tan artificiales, que yo creo que eran postizos.

El último día de curso llegué destrozada. Jaime esperaba a la orilla del mar marcando musculitos, como un vulgar hortera de playa. «¡Muyaya, parese que te hayan dado un palisón!». Al escucharle me dieron ganas de estirarle de los cuatro pelos que le quedaban y arrancárselos, pero me contuve. ¡Qué horror de tío!

Llamé a mi madre al móvil y le dije que vinieran a buscarme en el coche enano amarillo para irnos juntas las tres a una playa lo más alejada posible, en la que no hiciera viento y no pudiera practicarse el surf. Los dos días siguientes los pasé sin poder casi moverme, con dolor en mi cuerpo y en mi orgullo por no haber sido capaz de mantenerme más de un minuto encima de esa maldita tabla.

Algunas veces imagino las cosas como no son. Me hablan de unos cursillos de surf y me imagino saltando olas en California. Veo un monitor aparente y le idealizo tanto que me dan ganas de tirármelo de inmediato. Si yo había ido a Lanzarote a descansar, por qué tuve que cambiar un plan magnífico por uno que no era real. Hacer surf en California y que ese tal Jaime estuviera tan bueno era sólo producto de mi imaginación.

Definitivamente, tengo que madurar.

50. Ni frío, ni calor

Hay dos maneras de hacer sexo: bien y mal. Se puede profundizar en multitud de matices, como si tu pareja es del mismo sexo o el contrario, si estás sola o si hay más de dos personas en la cama, si es por delante, si es por detrás, si no es por ningún sitio, si es con la mano, si es con la boca, si es en la cama, si es en la calle. Todo lo que se quiera y como se quiera, pero al final el sexo es bueno o es malo. Y si tienes dudas al valorarlo es que ha sido malo. No pongas excusas, porque cuando es bueno no te queda duda alguna. De igual forma, el sexo sólo puede hacerse en invierno o en verano, tampoco hay más opciones. Tanto en primavera como en otoño hay un tramo en el que hace tanto calor como en verano y tanto frío como en invierno. La temperatura es un condicionante para hacer sexo, sobre todo si es extrema. Ya sea mucho frío o mucho calor. En ambos casos se limita el movimiento y la calidad del sexo empeora notablemente.

Yo cuando hace mucho frío me quedo dentro de las sábanas inmóvil, mirando al techo, y si el chico quiere algo, que se busque la vida, que yo de allí no me muevo. Y que lo haga con cuidado, porque si mueve el edredón de manera violenta se provoca el aire ese tan molesto que no puedo soportar. No apetece nada cuando estás tan calentita con tu pijama de franela que llegue el pesado de tu chico queriéndote desnudar. Llevo media hora queriendo ir al baño y me estoy aguantando por no bajarme el pijama y ahora llegas tú a quitarme todo. Lo llevas claro.

A mí con mucho frío lo que más me gusta es que me hagan sexo oral debajo de las sábanas y las mantas. Que el chico se meta por ahí abajo y haga lo que quiera, pero sin mover las sábanas, que se levanta aire. Una vez un chico estaba ahí abajo metido cuando de repente se paró. Estuvo un rato quieto y yo pensando que era una nueva manera de excitarme; pero pasados unos minutos, y muy a mi pesar, tuve que levantar la ropa de cama a ver si le había pasado algo. Me lo encontré sudando como un pollo y un poco aturdido por la falta de aire.

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