Por cierto que no llegamos a utilizar ni la crema ni el vibrador. Al terminar me los llevé a casa y ahora cada vez que los veo me acuerdo de mi amiga y de la dependienta. A esa chica habría que subirle el sueldo.
Las relaciones sexuales que se tienen por la mañana no son como para presumir, pero dan mucho gusto. Para mí el gusto, o el gustito, es una variante del placer, pero no es exactamente lo mismo. El gusto, o el gustito, no tienen menor categoría que el placer; son, simplemente, sensaciones menos pretenciosas. Para lograr placer necesitas más ingredientes, ciertos preliminares, una atmósfera adecuada, una predisposición para que el acto vaya a más y termine de manera satisfactoria. Esa es la clave: terminar bien. En definitiva, el placer tiene que ver con el final de las cosas, porque no es posible obtener el máximo placer si te quedas a medias.
El gusto, o el gustito, es otra cosa. Para que algo te dé gusto, o gustito, no es necesario que haya un final especialmente brillante, ni tan siquiera unos preliminares demasiado delicados. Basta con disfrutar del momento, del roce, de lo húmedo que comienza a ponerse todo. El placer tiene una meta. El gusto, o el gustito, es el camino.
En el sexo matutino no hay que tener muchas expectativas. Los cuerpos están algo entumecidos después de varias horas de reposo y no es bueno el ejercicio brusco. Y si el cuerpo no está para hacer alardes, de la cara mejor ni hablar. Llena de rayas, que parece que hayamos dormido en sábanas de pana. Los ojos hinchados, que no se pueden abrir; la nariz tapada, que casi no se puede respirar; te estás haciendo mucho pis y no puedes hablar de lo pastosa que tienes la boca:
—Espeda, cadiño, que voy ad baño y ahoda vuedvo.
En el baño haces pis, te lavas los dientes, te suenas la nariz y vuelves al dormitorio, donde él espera en actitud provocativa, con sus ojos hinchados, su pelo pegado por los lados de la cabeza que le hace ser enteramente un pepino y con un esquijama gris completamente dado de sí. Tú tampoco estás para un desfile, porque para dormir no te vas a poner un tanga sugerente, sino esas bragas tan cómodas color carne y tu camiseta de Le Coq Sportif, que te compraste cuando Le Coq Sportif estaba de moda en 1988.
Total, que te metes en la cama y haces un poco lo que puedes, lo que poco a poco te vaya pidiendo el cuerpo a medida que se vaya poniendo a tono. Sin excentricidades, un misionero correcto, sin demasiada ostentación, sin orgasmos múltiples, ni fuegos artificiales, ni pasión desatada, ni falta que hace. A las ocho de la mañana no tienes el cuerpo para fiestas, así que yo lo único que busco es que me dé gusto, o gustito. Así paso el día mejor, más contenta y capaz de hacer más cosas. Éste es, sin ir más lejos, el primer capítulo que he escrito antes de las once de la mañana.
Qué gusto que te salgan bien las cosas.
El tamaño es importantísimo. Es una cuestión de centímetros y de valoración. Cuando una mujer opina sobre el tamaño del pene de un hombre ha de tener un cuidado extremo. Cualquier valoración que él pudiera interpretar como insuficiente puede ser fatal y causarle un trauma que llevará consigo el resto de sus días. A mí me pasó algo así con un chico y provoqué una crisis que con el tiempo acabó con nuestra relación. Aquel tío tenía mucho éxito entre las mujeres, se le notaba, y además lo decía abiertamente con una especie de ausencia de modestia que me encantaba. Contaba mil historias con mujeres, y lejos de parecer el típico fantasma, parecía más bien que se quedaba corto. No era especialmente guapo, pero era absolutamente irresistible. Cuando le conocí en una cena con amigos comprendí exactamente una frase que mi amiga Esther me decía de algunos hombres y que hasta entonces no entendía del todo: «Hay hombres que tienen cara de saber muy bien comerse un coño». Mi amiga siempre tiene reflexiones de una enorme profundidad. El caso es que hablando con él durante los postres no se me iba de la cabeza la frase de Esther, con el consiguiente acaloramiento corporal. Finalmente, no pudo ser aquella noche, pero tuve la oportunidad de comprobar que mi amiga llevaba razón semanas después. Tenía cara de lo que era, un buen amante, de esos hombres que transmiten que les gusta mucho lo que hacen y por eso lo hacen tan bien. Sabía cómo hacerte sentir deseada, daba mucha importancia a todos los detalles en la cama y se notaba mucho que tenía abundante experiencia. Respecto al tamaño, he de decir que la tenía normal. Un tamaño suficiente; sin ser un superdotado, aquello dentro de mi experiencia estaba más o menos en la media. Eso sí, era muy bonita. Habitualmente a las mujeres los penes no terminan de gustarnos hasta que vamos teniendo experiencia y acabamos por acostumbrarnos a sus formas, texturas, colores, tamaños... Pues bien: la de aquel chico era muy bonita, larga, brillante, oscurita —que no soporto las blanquecinas—, no demasiado gorda, pero tampoco un pirulí. O sea, el pene perfecto para mí. Sin embargo, después de tres meses de relación, un día cometí un error garrafal, que nunca más volveré a cometer y que supone el peor agravio para un hombre: no valorar con suficiente entusiasmo el tamaño de su pene.
Una noche, después de echar un buen polvo, me dice, señalándose su miembro:
—¿Qué?, ¿no me dices nada?
—¿De qué?
—Pues de... esto. Que nunca me dices cómo la tengo.
—¿El qué?
—¡Joder, mi polla! Que nunca me has dicho que la tengo grande.
—¿Grande? Eh, sí. Sí que está bien, bueno. Dentro de lo que cabe, sí. Puede decirse que es grande. Pero es muy bonita.
—¿Bonita?; que no es un bolso, que es mi polla.
Lo de bonita le molestó una barbaridad, y desde ese día aquel tío no volvió a ser el mismo, al menos conmigo. Comenzó a comportarse en la cama de una manera extrañísima, como imitando a los actores porno. Sobreactuando de una manera cansina. Gritaba un montón, hacía posturas absurdas, aguantaba sin terminar hasta ponerse pesado. Se miraba en el espejo del armario y a cada rato preguntaba: «¿Te gusta?, ¿la sientes?, ¿te gusta?, ¿la sientes?». En fin, que convertí a un hombre seguro de sí mismo en una especie de adolescente con la autoestima por los suelos simplemente por no decirle a tiempo que la tenía grande. Al poco tiempo, mientras se esforzaba por poner su última postura después de una hora y cuarto de coito gimnástico, decidí poner punto final a aquella relación de desgaste en todos los sentidos.
No era el caso de aquel chico, pero si tengo que ser sincera, a mí los penes pequeños no me gustan nada. Lo siento si alguien se siente dolido, pero el tamaño para mí sí tiene importancia. Ya sé que científicamente unos centímetros más o menos no tienen ninguna relevancia, pues las terminaciones nerviosas están en la parte exterior de la vagina y, por lo tanto, bastan pocos centímetros para poder proporcionar placer. Eso es verdad, pero los mismos sexólogos que dicen que el tamaño del pene no importa dicen también que el principal órgano sexual es el cerebro, así que a mi cerebro los penes pequeños no le ponen. A otras mujeres no les gustan los muy grandes, a otras los muy curvados, o los muy gordos, o los muy finos. Simplemente es una cuestión de gustos, y yo reivindico que cada una exponga los suyos de manera libre. Las mujeres podemos decir con total libertad que nos gustan los hombres bajitos o altos, más o menos delgados, rubios o morenos, con más o menos pelo en el pecho, con los ojos verdes o marrones. Sin embargo, si dices que alguien no te gusta porque la tiene pequeña cometes un acto indecoroso. Comprobarlo en la próxima cena que tengáis con amigos. Contad primero alguna experiencia en la que dejasteis a algún chico porque no os gustaban las mismas películas, y nadie dirá nada. Luego contad que a otro le dejasteis porque tenía la polla enana, y os verán como una viciosa incorregible. A lo mejor yo lo soy, pero a mí me gustan los hombres independientemente de sus gustos cinematográficos.
Las despedidas de soltera son una de las reuniones más patéticas de mujeres que existen, incluidas las de
tupperware
o las de Avon, que, aunque no os lo creáis, siguen existiendo. Las despedidas de soltera, tristemente, también. Yo hasta la fecha tengo dos hermanas, cuatro primas y nueve amigas solteras, y ya saben que si algún día deciden casarse no podrán contar conmigo para su despedida. Y no me valen esas mentiras piadosas de que lo único que vamos a hacer es una cenita tranquila con las amigas y luego a tomar una copita sin más, porque al final vas a acabar en un
boys
con una diadema con forma de polla en la cabeza, rodeada de tías que están fingiendo que se lo están pasando de maravilla. Puede haber excepciones, pero según mi experiencia en las despedidas de soltera nadie se lo pasa bien; la novia, la que menos. Es más, nadie quiere ir nunca a una despedida de soltera. Jamás he oído a ninguna amiga decir: «El viernes tengo una despedida de soltera de una compañera de trabajo y estoy deseando que llegue». Siempre hay excepciones, como las que protagonizan las que yo llamo «amigas entusiastas», que suelen ser dos y que lían a las demás para alquilar un minibús, pintan una pancarta que cuelga en la parte trasera en la que pone «Mari Pili se casa», como si a alguien le importara que Mari Pili se casase, compran caramelitos con forma de polla, reservan mesa en un restaurante hortera con camareros con el torso desnudo y pajarita, y contratan a un
boy
barato que es un ecuatoriano bajito con michelines y un tanga plateado que llega a los postres. Mari Pili, lógicamente, se quiere morir; la mayoría de las amigas, también, y allí están las dos «entusiastas» gritando, con un tanga en la cabeza, como posesas y diciéndole al
boy
ecuatoriano señalándote: «Restriégale el paquete a esa morena
dahí
, a ver si
sanima
, que es
mu
sosa».
Según dicen, las despedidas de soltero son bastante similares, salvo porque ellos, mucho más desinhibidos que nosotras, en lugar de ir a un
boys
a gritar tonterías, se van directamente a un
puticlub
a acostarse con unas cuantas chicas del Este.
A lo mejor, si las de las chicas fueran así, lo mismo me animaba a ir a las de mis hermanas y amigas. Bueno, si fueran así, a lo mejor hasta me volvía a casar yo para celebrar la mía.
Yo no he practicado sexo en un avión, ni en un ascensor, ni en la torre de un campanario. A mí no me parecen lugares muy normales para que surja la pasión, pero, según me cuentan, no es tan infrecuente que la gente haga sexo en estos sitios y en otros aún más raros como la noria o un cementerio. La cosa tiene que ver con el morbo, y está claro que a veces excita muchísimo esa incertidumbre de ser pillados y tener que salir huyendo con el rabo entre las piernas. Eso está muy bien, pero a mí donde realmente me gusta es en una cama. Como mucho, en un sofá, porque cualquier otro sitio me resulta un poco incómodo. Yo he tenido algunas experiencias buenísimas en algún servicio de restaurante, en el cuarto de una depuradora o en el
parking
de un aeropuerto, pero cuando uno sale de la cama para buscar nuevas experiencias puede que la cosa no sea tan gratificante y se corre el riesgo incluso de lesionarse gravemente. No me gustaría utilizar palabras malsonantes para describir nada en este libro, pero no hay ninguna que refleje mejor lo que nos ocurrió a mi chico y a mí un día mientras lo intentábamos hacer en la bañera. Nos pegamos un «hostión» que pudo acabar en tragedia y que finalmente se saldó con una brecha en la cabeza de él y una fuerte contusión en mi coxis, es decir, en mi rabadilla. La cuestión es que él no estaba tan fuerte como creía o yo en realidad no estaba tan delgada. El caso es que él me cogió encima —para que se entienda el verbo en todo su esplendor, digamos que era de Buenos Aires—. Pues eso, me estaba cogiendo con mucha fuerza y muy adentro por la posición y porque el argentino, dicho sea de paso, tenía todo en proporción. Su 47 de pie no sirvió de mucho, porque en un momento dado no apoyó bien y resbaló en una de sus embestidas. Los dos pies se levantaron al tiempo, abalanzándose sobre mí, que estaba allí colgada y encajonada, y caímos los dos sobre mi culo, que amortiguó su cabezazo contra el borde de la bañera. No recuerdo lo que contamos en las urgencias del ambulatorio, pero a juzgar por las sonrisitas de las enfermeras no debió ser una historia demasiado coherente.
La culpa de que sucedan este tipo de cosas las tienen las películas. Allí los polvos siempre salen perfectos. Una pareja practica sexo en un callejón de Manhattan de noche y lloviendo y les sale un polvo perfecto. Prueba a hacerlo en la vida real. Te destrozas la espalda, te mueres de frío cuando te cae la lluvia en las tetas y por supuesto te atracan dos latinos mucho antes de bajarte las bragas. Hablando de bragas, en las películas es muy habitual que una pareja entre excitadísima a un lujoso apartamento en Los Ángeles, cierren la puerta de un portazo, se abalancen sobre la pared, él levante la falda de la chica y, preso de una pasión incontenible, le rompa las bragas con una facilidad extrema. Maticemos. En primer lugar, por qué se tienen que romper las bragas con lo fácil que es bajárselas —sobre todo, para algunas—. Además, cuando sales por ahí te pones unas monísimas que suelen costar 30 euros, y si te las rompen te excitas, pero de otra manera. Por otra parte, romper unas bragas no es tan fácil como sale en las películas. Un chico se pasó tres minutos pegando tirones de las mías y aquello no se rompía de ninguna de las maneras. Se lo llegó a tomar como algo personal y después de los estirones lo intentó a mordiscos como si fuera un perro rabioso. Finalmente tuve que bajármelas y él se sintió un poco frustrado. Las películas mienten mucho.
Por no hablar del típico
striptease
imitando a Kim Bassinger en
Nueve semanas y media
, que si lo has hecho ya conoces el desastre, y si todavía no has caído en ese error, por favor, ni se te ocurra intentarlo. Lo único fácil es poner un CD de Joe Cocker, pero el resto es totalmente diferente. La persiana de la peli no la tienes en tu casa, así que pones un
store
con cenefa; tú no tienes un cañón de luz que te ilumine la silueta, sino un flexo de Ikea que no sabes colocar y que lo único que realza es tu celulitis. A pesar de todo, te lo tomas en serio y te tomas tu tiempo para hacer el
striptease
, tanto tiempo que se acaba la canción de Joe Cocker y estás todavía con el sujetador puesto y una media por quitar. Lástima que en el CD pirateado la siguiente canción al
You can't leave your head on
es
Bulería
de Bisbal. Al escucharla sales del
store
para apagarla y ves a tu chico que te dice un humillante: «Déjalo si eso, cariño».