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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (34 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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–¿Estás segura?

–Cuando tú quie…

Una imagen parpadea en el cerebro de Dexter (la de un jugador de béisbol sobre el montículo) en el momento en que su bate corta el aire en diagonal, con una fuerza tremenda que lo hace silbar. Desde detrás de la venda, el impacto le da una sensación fantástica, propagando un temblor por los brazos y el pecho. Sigue un momento de silencio impresionado. Durante unos instantes, Dexter tiene la seguridad de haberlo hecho muy, muy bien. Luego oye un choque, y un grito de espanto se eleva al unísono de toda la familia.

–¡SYLVIE!

–¡Ay, Dios mío!

–Cariño, cielo, ¿estás bien?

Al arrancarse la venda, ve que por alguna razón Sylvie se ha visto transportada a la otra punta del salón, y está tirada en la chimenea, como una marioneta con los hilos cortados. Parpadea, con los ojos muy abiertos, y aunque se aplique una mano a la cara, ya se ve el reguero de sangre oscura que corre por debajo de su nariz. Gime en voz baja.

–¡Dios mío! ¡Cuánto lo siento! –exclama él, horrorizado.

Se lanza inmediatamente hacia ella, pero la familia ya ha formado un corro.

–Pero Dexter, por amor de Dios, ¿en qué carajo estabas pensando? –brama Lionel, con la cara roja, irguiéndose en toda su estatura.

–¡NI SIQUIERA LE HAS PREGUNTADO SI ESTABA AQUÍ, MORIARTY! –chilla su madre.

–¿No? Lo siento…

–¡No, le has dado un golpe a lo bestia!

–Como un loco…

–Perdón. Perdón, no me he acordado. Estaba…

–¡… borracho! –dice Sam. La acusación queda en el aire–. Tú estás borracho, tío. ¡Estás como una cuba!

Se giran todos, fulminándole con la mirada.

–De verdad que ha sido un accidente. Es que te he dado en la cara en un ángulo raro.

Sylvie estira a Helen de la manga.

–¿Qué pinta tiene? –pregunta, llorosa, mientras se aparta discretamente la mano ahuecada de la nariz.

Parece que se la haya llenado de sorbete de frambuesa.

–No demasiado mal, en serio –dice Helen sin aliento, tapándose la boca de espanto.

A Sylvie se le crispa aún más la cara, hasta llorar.

–¡A ver, a ver! ¡El baño! –gimotea.

La familia la ayuda a levantarse.

–Ha sido un estúpido accidente… –Sylvie pasa corriendo del brazo de su madre, mirando fijamente hacia delante–. ¿Quieres que te acompañe? ¿Sylvie? ¿Sylv?

No hay respuesta. Dexter la mira, abatido, mientras su madre la lleva hasta el recibidor, y la ayuda a subir por la escalera para ir al baño.

Oye apagarse los pasos.

Se han quedado solos, Dexter y los Cope varones: una escena primitiva de miradas asesinas que no cesan. Dexter nota que su mano se cierra instintivamente alrededor de su arma, el
Daily Telegraph
de hoy muy enrollado, y dice lo único que se le ocurre:

–Jo…

–¿
Q
ué, tú crees que he dado buena impresión?

Dexter y Sylvie están acostados en la cama doble del cuarto de invitados, grande y mullida. Sylvie se gira a mirarle, sin mover la cara, salvo una palpitación acusadora en su nariz, pequeña y bien formada. Aspira por ella, sin decir nada.

–¿Quieres que vuelva a pedirte perdón?

–Dexter, no pasa nada.

–¿Me perdonas?

–Te perdono –replica.

–¿Y tú crees que les parezco bien, que no me consideran una especie de psicópata violento, ni nada por el estilo?

–Creo que les pareces estupendo. ¿Qué tal si lo olvidamos?

Se pone de lado, dándole la espalda, y apaga su lámpara.

Pasa un momento. Como un colegial avergonzado, Dexter tiene la impresión de que no dormirá si no recibe algo más de consuelo.

–Perdona por… cagarla –dice, apenado–. ¡Otra vez!

Sylvie vuelve a girarse y le pone una mano en la cara, cariñosamente.

–No digas tonterías. Lo has hecho todo bien hasta que me has pegado. Les has gustado mucho, mucho, en serio.

–¿Y a ti? –dice él, sin darse por satisfecho.

Sylvie suspira, y sonríe.

–A mí también me gustas.

–Entonces ¿hay alguna posibilidad de un beso?

–No puedo. Me pondría a sangrar. Ya te compensaré mañana.

Vuelve a girarse. Dándose por satisfecho, Dexter se hunde más en la cama, con las manos detrás de la cabeza. Es una cama enorme, suave, con olor a sábanas recién lavadas, y las ventanas dan a la quietud de una noche de verano. Han quitado la colcha y las mantas. Sólo les cubre una sábana de algodón blanca, que permite apreciar la prodigiosa línea de las piernas y las estrechas caderas de Sylvie, y la curva de su espalda, larga y tersa. El potencial sexual de la noche se ha evaporado en el momento del impacto y con la posibilidad de conmoción. Aun así, se gira hacia ella y mete una mano por debajo de la sábana para apoyársela en el muslo. La piel es tibia, suave.

–Mañana habrá que conducir mucho –masculla ella–. Vamos a dormir.

Dexter le mira la cabeza por detrás, cómo se aparta de la nuca el pelo largo y fino, revelando debajo remolinos más oscuros. Piensa que es tan bonito que daría para una buena foto. Título: «Texturas». Se pregunta si aún hay alguna posibilidad de decirle que la quiere, o siendo menos rotundo, que «me parece que puedo haberme enamorado de ti», a la vez más conmovedor y menos comprometedor; pero está claro que no es el momento, y menos con la bola de papel ensangrentado en la mesita de noche de Sylvie.

De todos modos, tiene la sensación de que algo debería decir. Inspirado, le da un beso en el hombro y susurra:

–Bueno, ya sabes lo que dicen. –Hace una pausa teatral–. ¡Quien bien te quiere te hará llorar!

Le parece como muy ingenioso, como muy adorable. Deja pasar un rato de silencio, arqueando las cejas con expectación, en espera de que se entienda lo que implican sus palabras.

–Vamos a descansar un poco, ¿vale?

Derrotado, se acuesta y escucha el suave zumbido de la A259. Justo en ese momento, en algún sitio de la casa, los padres de Sylvie le están dejando para el arrastre. Le horroriza darse cuenta de que bruscamente tiene ganas de reír. Primero es una risita, que se convierte en una risa franca. Intenta no hacer ruido mientras empieza a temblar todo su cuerpo, sacudiendo el colchón.

–¿Te estás riendo? –murmura Sylvie en su almohada.

–¡No! –dice Dexter, tensando la cara para disimular, pero ahora la risa es en oleadas.

Nota que se le empieza a formar en el estómago otro ataque de histeria. Hay un punto del futuro en el que hasta el peor desastre se empieza a remansar en una anécdota, y Dexter se da cuenta de que esto tiene potencial para contarlo. Es el tipo de cosa que le gustaría explicar a Emma Morley. Sin embargo, no sabe dónde está Emma Morley, ni qué hace; ya hace más de dos años que no la ve.

Pues nada, tendrá que memorizar la anécdota. Y contársela otro día.

Se empieza a reír otra vez.

Capítulo 13

La tercera ola

JUEVES 15 DE JULIO DE 1999

Somerset

Ya han empezado a llegar. Un alud incesante de sobres lujosamente acolchados que hacen ruido al chocar con el felpudo. Las invitaciones de boda.

No ha sido la primera ola de bodas. Hasta hubo algunos de su edad que se casaron en la universidad, pero eran bodas conscientemente excéntricas y festivaleras, parodias teatrales, como las «cenas de gala» de estudiantes a las que se iba de etiqueta para comer pasta con atún gratinada. Los banquetes de estudiantes eran picnics en el parque más cercano, con trajes de Oxfam y vestidos largos de segunda mano, y luego al pub. En las fotos de boda se veía a los novios brindando a la cámara con pintas, y un piti colgando del labio pintado de la recién casada. Los regalos de boda eran modestos: una recopilación especialmente buena en casete, un fotomontaje con marco de clip, una caja de velas… Casarse en la universidad era un número gracioso, un acto benévolo de rebelión, como el minúsculo tatuaje que no ve nadie, o raparse la cabeza para alguna ONG.

La segunda ola, las bodas sobre los veinticinco, aún conservaba un poco de ese aspecto burlón y artesanal. Los banquetes se hacían en centros sociales y jardines familiares, las fórmulas matrimoniales eran de confección propia, rigurosamente laicas, y parecía que siempre hubiera alguien leyendo aquel poema de E. E. Cummings sobre lo pequeñas que son las manos de la lluvia. Sin embargo, ya aparecían insidiosamente tintes fríos y duros de profesionalismo. Ya empezaba a vérsele el pelo a la idea de la «lista de bodas».

En algún punto del futuro se espera una cuarta ola: las Segundas Bodas. Historias agridulces, con un toque de disculpa, que a las nueve y media ya se han acabado por los niños. «No será nada del otro mundo –dirán–, sólo una excusa para hacer una fiesta.» De momento, sin embargo, este año es el de la tercera ola, y esta tercera ola está resultando ser la más potente y espectacular, la más devastadora. Son bodas de gente de entre treinta y treinta y cinco, y ya no se ríe nadie.

La tercera ola es imparable. Parece que no pasa una semana sin que llegue un nuevo sobre de suntuoso color crema, que encierra una complicada invitación –todo un triunfo de la técnica papelera– y un completo dosier de números de teléfono, direcciones de correo electrónico, páginas web, cómo llegar, qué ponerse y dónde comprar los regalos. Se reservan en bloque hoteles rurales, se escalfan grandes bancos de salmones, y de la noche a la mañana aparecen grandes carpas como ciudades beduinas de tiendas. Se alquilan sedosos chaqués grises y sombreros de copa, y se visten con cara de absoluta seriedad. Es una época dorada, embriagadora, para las floristerías y las empresas de
catering
, los cuartetos de cuerda, los directores de
ceilidh
[4]
, los escultores de hielo y los fabricantes de cámaras desechables. Los buenos grupos de versiones de la Motown acaban exhaustos. Vuelven a estar de moda las iglesias, y lo último es que la feliz pareja cubra el breve tramo entre el lugar del culto y el banquete en un autobús londinense con el piso de arriba descubierto, o en un globo aerostático, o a lomos de dos corceles blancos conjuntados, o en ultraligero. Para que salga bien una boda se precisan reservas enormes de amor, entrega y tiempo libre, también (o sobre todo) por parte de los invitados. El confeti sale a ocho libras por caja. Las bolsas de arroz de la tienda de la esquina ya no dan el pego.

El señor Anthony Killick y su esposa invitan a Emma Morley y acompañante al enlace entre su hija, Tilly Killick, y Malcolm Tidewell.

En el área de servicio, dentro de su coche nuevo –el primero, un Fiat Panda de cuarta mano–, Emma contempló la invitación con la certeza absoluta de que habría hombres con puros, y algún inglés con
kilt
.

Emma Morley y acompañante
.

Su atlas de carreteras era una edición antigua, donde faltaban varias conurbaciones importantes. Lo giró ciento ochenta grados, y luego noventa en sentido contrario, pero era como intentar orientarse con una edición del Domesday Book
[5]
. Lo tiró al asiento de al lado, donde debería haber estado su acompañante imaginario.

Como conductora, Emma era un espanto, una mezcla de despiste y petrificación. Durante los primeros ochenta kilómetros había conducido distraídamente con gafas y lentillas a la vez, con el resultado de que el resto de los coches surgían amenazadores de la nada como naves espaciales de otro planeta. Necesitaba parar a descansar con frecuencia para estabilizar su presión arterial y secarse el sudor del labio de arriba. Cogió el bolso y se miró al espejo para verse el maquillaje, intentando sorprenderse a sí misma para evaluar el efecto. El pintalabios era más rojo y sensual de lo que se sentía capaz de llevar, y ahora el poco colorete que se había puesto en las mejillas le parecía absurdo y estridente, como de comedia de la Restauración. ¿Por qué –se preguntó– siempre parezco una niña probándose el maquillaje de su madre? También había cometido el error elemental de cortarse el pelo el día antes (bueno, de «arreglárselo»), y aún formaba por sí solo una cuidada composición de capas y ondas, lo que su madre habría llamado un «peinado».

La frustración le hizo estirarse bruscamente el borde del vestido, una cosa chinesca de seda azul intenso, o sucedáneo de seda, con el que parecía la camarera rechoncha y antipática del chino a domicilio Dragón de Oro. Al sentarse se abolsaba y le tiraba, y la combinación de algo de la «seda» con los nervios de la autopista le estaba haciendo sudar. El aire acondicionado del coche tenía dos posiciones, túnel de viento y sauna, y los últimos restos de elegancia se habían evaporado en algún punto de las afueras de Maidenhead, sustituidos por dos oscuros semicírculos de sudor debajo de los brazos. Levantando los codos hacia la cabeza, se miró las manchas, y se planteó volver a casa para cambiarse. O simplemente volver. Quedarse en casa y trabajar en el libro. A fin de cuentas, tampoco se podía decir que ella y Tilly Killick mantuvieran una gran amistad. La sombra de los días negros de cuando Tilly era su casera en el minúsculo piso de Clapton era muy larga, y en el fondo no habían acabado de zanjar la riña por la no devolución de la fianza. Un poco difícil, felicitar a los recién casados cuando la novia aún te debe quinientos billetes.

Por otro lado, habría viejas amistades: Sarah C., Carol, Sita, las gemelas Watson, Bob, Mari la Pelos, Stephanie Shaw, de su editorial, Callum O’Neill, el magnate de los bocadillos… Estaría Dexter. Dexter y su novia.

Y fue en ese momento exacto, mientras Emma, preguntándose qué hacer, orientaba las axilas hacia las salidas del aire acondicionado, cuando pasó Dexter sin ser visto en su Mazda deportivo, con Sylvie Cope al lado.

–¿Y quién habrá? –preguntó Sylvie, bajando la música: Travis, elegido por ella, para variar; la música no le gustaba especialmente, pero con Travis hacía una excepción.

–Pues nada, mucha gente de la universidad. Paul, Sam, Steve O’D, Peter y Sarah, las Watson… Y Callum.

–Callum. Qué bien. Me cae simpático.

–… Mari la Pelos, Bob… ¡Caray! Gente que no he visto en años. Mi vieja amiga Emma.

–¿Otra ex?

–No, no es ninguna ex…

–Un ligue.

–Tampoco. Una amiga de hace mucho, mucho tiempo.

–¿Profesora de lengua?

–Antes era profesora, y ahora escritora. Hablaste con ella en la boda de Bob y Mari, ¿te acuerdas? En Cheshire.

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