Siempre el mismo día

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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

BOOK: Siempre el mismo día
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Emma y Dexter se conocen la noche del 15 de julio de 1988, durante su fiesta de graduación en la Universidad. Tienen 20 años, acaban de licenciarse y el futuro parece ofrecerles todas las posibilidades que brinda el mundo a los jóvenes. Su entendimiento es inmediato y sin embargo las diferencias entre ellos son numerosas. Dexter es de familia acomodada, despreocupado y aficionado a las fiestas y a las relaciones de una sola noche. Pero se siente atraído por el idealismo de Emma, una chica de clase trabajadora, amante de la literatura y de sutil inteligencia. Sin embargo, aquel mismo verano, Dexter se marcha a recorrer Europa durante un año, mientras Emma debe quedarse en Edimburgo. A lo largo de veinte años, veremos cómo evoluciona esta historia de amor, sus separaciones y altibajos, pero también reencuentros y alegrías…

David Nicholls

Siempre el Mismo Día

ePUB v1.0

Tomfalcon y gOtis
20.05.12

Título original:
One Day

David Nicholls, 15 de octubre de 2011

Traducción: Jofre Homedes Beutnagel

Ilustraciones: Wil Immink

Diseño/retoque portada: Orkelyon

Editor original: Tomfalcon (v1.0 a v1.x)

ePub base v2.0

Para Max y Romy, cuando seáis mayores

Y para Hannah, como siempre

Primera Parte

1988 - 1992

Veitipocos

«Fue un día memorable, pues obró grandes cambios en mí. Pero ocurre así en cualquier vida. Imaginémonos que de ella arrancáramos un día especial y pensemos en lo distinto que podría haber sido su curso. Deténgase el lector y piense por un momento en la larga cadena de hierro o de oro, de espinas o flores que, de no ser por la formación del primer eslabón en un día memorable, jamás le hubiese atado.»

Charles Dickens,
Grandes esperanzas

Capítulo 1

El Futuro

VIERNES 15 DE JULIO DE 1988

Rankeillor Street, Edimburgo

Supongo que lo importante es aportar algo –dijo ella–. Cambiar las cosas, vaya.

–¿En qué sentido, el de «cambiar el mundo»?

–No, todo el mundo no, sólo la pequeña parte que te rodea.

Estuvieron un momento sin decirse nada, con los cuerpos abrazados en la cama individual. Después les dio la risa, una risa ronca, de final de madrugada.

–Me parece mentira haberlo dicho –gimió ella–. ¿A que suena un poco cursi?

–Un poco.

–¡Intento ser estimulante! Intento elevar tu alma ramplona para la gran aventura que te espera. –Se giró a mirarle–. Aunque tampoco es que lo necesites. Me imagino que ya tendrás perfectamente planeado todo tu futuro. Seguro que te has hecho un esquema cronológico, o algo por el estilo.

–Qué va.

–Bueno, ¿qué, qué vas a hacer? ¿Cuál es el gran plan?

–Pues… mis padres pasarán a recoger mis cosas, lo dejarán todo en su casa, y yo estaré un par de días en su piso de Londres, viendo a algunos amigos. Luego Francia…

–Muy bonito…

–Después puede que a China, para ver qué tal, y luego igual doy un salto a la India y viajo un poco por la zona…

–Viajar –suspiró ella–. Qué previsible.

–¿Qué tiene de malo viajar?

–Dirás huir de la realidad.

–A mí la realidad me parece que está sobrevalorada –dijo él, con la esperanza de dar una impresión oscura y carismática.

Ella hizo una mueca de desdén.

–Supongo que está bien, para el que se lo pueda permitir. ¿Por qué no dices «me voy dos años de vacaciones», que es lo mismo?

–Porque viajar da amplitud de miras –dijo él, apoyándose en un codo para besarla.

–Huy, creo que tú ya eres un poco demasiado amplio de miras –dijo ella, apartando la cara (al menos de momento). Volvieron a apoyarse en la almohada–. Pero bueno, no te preguntaba qué harás el mes que viene; me refería al futuro futuro, cuando tengas… no sé… –Hizo una pausa, como si evocase una idea fabulosa, una especie de quinta dimensión–. Cuarenta años, o por ahí. ¿Tú qué quieres ser a los cuarenta?

–¿Cuarenta? –Por lo visto a él también se le resistía el concepto–. Ni idea. ¿Puedo decir «rico»?

–Muy, pero que muy superficial.

–Bueno, pues «famoso». –Le empezó a acariciar el cuello con los labios–. Un poco morboso, todo esto, ¿no?

–No, morboso no…, emocionante.

–¡Emocionante!

Le estaba imitando la voz, su leve acento de Yorkshire, para hacerla quedar como una tonta. Ella ya estaba acostumbrada a que los niños pijos pusieran voces raras, como si los acentos tuvieran algo inusitado, y pintoresco. No era la primera vez que la tranquilizaba sentir por él una punzada de antipatía. Se apartó con los hombros, hasta apoyar la espalda en lo fresco de la pared.

–Sí, emocionante. Se supone que tenemos que estar emocionados, ¿no? Con tantas posibilidades… Es lo que dijo el rector: «Las puertas de la oportunidad abiertas de par en par…».

–«Vuestros nombres son los de la prensa del día de mañana…»

–Lo veo difícil.

–Bueno, pero ¿tú estás emocionada o no?

–¿Yo? ¡Qué va! Cagada es lo que estoy.

–Yo también. Caray… –Él se giró de golpe y recogió los cigarrillos del suelo, al lado de la cama, como si se hubiera puesto nervioso–. Cuarenta años. Cuarenta. Me cago en la leche.

Su ansiedad la hizo sonreír. Decidió agravarla.

–Lo dicho: ¿qué harás a los cuarenta?

Él encendió el cigarrillo, pensativo.

–Pues mira, Em, la cuestión…

–¿«Em»? ¿Quién es «Em»?

–Te llaman Em. Lo he oído.

–Sí, es como me llaman mis amigos.

–¿Entonces? ¿Te puedo llamar Em?

–Venga, sigue, «Dex».

–Resulta que he estado pensando un poco en lo de «hacerse mayor», y he decidido que me gustaría quedarme exactamente como soy ahora.

Dexter Mayhew. A través del flequillo, Emma le vio apoyarse en el barato cabecero de vinilo capitoné, e incluso sin gafas tuvo clara la razón de que quisiera seguir siendo exactamente el mismo. Con los ojos cerrados, el cigarrillo lánguidamente pegado al labio inferior, y la luz del alba infundiendo calidez a un lado de su cara por el filtro rojo de las cortinas, tenía el don de que pareciera que posaba a perpetuidad para un fotógrafo. A Emma Morley, «apuesto» le parecía una palabra tonta, decimonónica, pero a decir verdad no había ninguna otra, salvo «bello», quizá. Tenía una de esas caras en las que se perciben los huesos por debajo de la piel, como si su propio cráneo ya fuera atractivo de por sí, al desnudo. Una nariz bien formada, con cierto brillo de grasa, y piel oscura debajo de los ojos, que casi parecían amoratados, de tanto fumar y trasnochar perdiendo adrede al
strip poker
con chicas de cole progre. Tenía algo de felino: cejas finas, morritos de una sensualidad estudiada, labios un poco demasiado oscuros y carnosos, pero que ahora estaban secos y agrietados, con un carmín de vino tinto búlgaro… Menos mal que tenía un pelo desastroso, corto por detrás y por los lados, pero con un tupecito espantoso por delante. De la gomina que solía ponerse no quedaba nada. Ahora el tupé se veía suelto y fofo, como un absurdo sombrerito.

Dexter echó el humo por la nariz, sin abrir los ojos. Se notaba que sabía que le estaban mirando, porque se metió una mano por la axila e hinchó los pectorales y los bíceps. ¿De dónde sacaba tanto músculo? De hacer deporte no, seguro, a menos que entrase en la definición nadar desnudo y jugar al billar. Probablemente sólo fuera ese tipo de buena forma física que pasa de padres a hijos, junto con las acciones y los muebles buenos. Apuesto, pues, incluso bello, con sus
bóxers
de paramecios bajados hasta las caderas, compartiendo por alguna razón la cama individual del cuartito alquilado de Emma, después de cuatro años de universidad. ¿«Apuesto»? Pero ¿de qué vas, de Jane Eyre? No seas infantil. Ten cabeza. No te dejes llevar.

Le quitó el cigarrillo de la boca.

–Yo te imagino a los cuarenta –dijo, con un toque malévolo en la voz–. Como si lo viera.

Él sonrió sin abrir los ojos.

–Pues venga, dilo.

–Vale. –Emma se incorporó en la cama, con el edredón debajo de los brazos–. Vas en un deportivo descapotable por Kensington, Chelsea o algún sitio de ésos, y lo increíble del coche es que no hace ruido, como todos los coches en…, no sé…, ¿cuándo, 2006?

Dexter contrajo los párpados para hacer la suma.

–2004.

–El coche va flotando por King’s Road, a quince centímetros del suelo. Tú tienes una barriguita embutida debajo del volante de cuero, como un cojín. Llevas guantes abiertos por detrás. Poco pelo y papada. Eres un tío grande en un coche pequeño, tan moreno que pareces adobado…

–Bueno, ¿qué, cambiamos de tema?

–Al lado hay una mujer con gafas de sol: tu tercera… no, tu cuarta esposa, muy guapa, modelo… no, ex modelo, veintitrés años, la conociste echada en el capó de un coche, en una feria en Niza, o algo así. Es guapísima, y tonta del culo…

–Muy bonito. ¿Hijos?

–No, ninguno, sólo tres divorcios; es un viernes de julio, vais a una casa de campo, y en el minimaletero del coche flotante llevas raquetas de tenis, mazos de croquet y una cesta grande llena de vinos buenos, uvas de Sudáfrica, codornices (¡pobres!), espárragos… El viento te marca las entradas. Estás requetesatisfecho de ti mismo. Tu mujer número tres, o cuatro, o lo que sea, te sonríe con unos doscientos dientes blanquísimos y relucientes, y tú le sonríes a ella, intentando no pensar en que no tenéis nada, pero nada de nada, que deciros.

Se calló de golpe. Pareces una loca, se dijo. Intenta no hablar como una loca.

–¡Claro que, si te sirve de consuelo, para entonces ya hará mucho tiempo que nos habremos muerto todos en una guerra nuclear! –dijo alegremente; pero él seguía ceñudo, mirándola.

–No sé si irme, oye. Ya que soy tan superficial y corrupto…

–No, no te vayas –dijo ella, un poco demasiado rápido–. Son las cuatro de la madrugada.

Él se incorporó en la cama, hasta tener la cara a pocos centímetros de la de Emma.

–No sé de dónde sacas esta idea de mí, si casi no me conoces.

–Conozco el tipo.

–¿El tipo?

–Os he visto por la Facultad de Lenguas Modernas, de gallitos, berreando y montando fiestas de etiqueta…

–Si ni siquiera tengo traje. Y te aseguro que no berreo…

–Yendo en yate por el Mediterráneo en las vacaciones, «o sea, te lo juro»…

–Pues si soy tan horrible…

La mano de él estaba en la cadera de ella.

–… que lo eres…

–… ¿por qué dormimos juntos?

En la carne del muslo, caliente y blanda.

–Yo contigo, que yo sepa, no he dormido. ¿O sí?

–Bueno, depende. –Se inclinó para darle un beso–. Define los términos.

Su mano estaba en la base de la espalda, y su pierna, deslizándose entre las de Emma.

–A propósito… –masculló ella, apretando su boca contra la de él.

–¿Qué?

Dexter sintió que la pierna de Emma se ceñía a la suya, para estar más pegados.

–Te tienes que lavar los dientes.

–A mí me da igual que no te los laves.

–Es horrible, en serio –se rio ella–. Sabes a vino y tabaco.

–Pues perfecto. Tú también.

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