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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (42 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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Tu vieja amiga
,

Emma
.

Sonríe y pone el disco en el reproductor con forma de locomotora de vapor.

Empieza con Massive Attack,
Unfinished Sympathy
. Coge a Jasmine y la hace saltar en las rodillas con los pies plantados en el suelo, mascullando la letra al oído de su hija. La música pop antigua, las dos botellas y la falta de sueño se combinan para hacerle sentir a la vez mareado y sentimental. Sube al máximo el volumen del tren Fisher Price.

Luego suenan los Smiths,
There is a Light That Never Goes Out
. A él nunca le han gustado especialmente los Smiths; aun así, sigue dando brincos con la cabeza inclinada. Vuelve a tener veinte años, y a estar borracho en una discoteca de estudiantes. Canta muy alto; es vergonzosa, pero le da igual. En el dormitorio pequeño de una casa pareada, bailando con su hija la música de un tren de juguete, de pronto siente una profunda satisfacción. Más que satisfacción, euforia. Gira, y al pisar un perro de madera con ruedas, tropieza como los borrachos por la calle. Se aguanta con una mano en la pared.

–¡Eh, chaval, cuidado! –dice en voz alta.

Mira a Jasmine, para comprobar que esté bien, y se la encuentra riendo: su hija, su propia hija, tan, tan guapa.
There is a light that never goes out
. Hay una luz que nunca se apaga.

La siguiente es
Walk On By
, una canción que su madre solía poner cuando era niño. Se acuerda de Alison bailándola en la sala de estar, con un cigarrillo en una mano y una copa en la otra. Se pone a Jasmine en el hombro, sintiendo en el cuello su respiración, y le coge la otra mano, apartando los escombros con los pies en un baile lento a la antigua. En medio del agotamiento, y del vino tinto, de pronto tiene ganas de hablar con Emma, de contarle lo que está escuchando. Justo entonces suena el teléfono, a la vez que se acaba la canción. Busca entre los juguetes y libros desechados; quizá sea Emma, que le devuelve la llamada. En la pantalla pone «Sylvie». Suelta una palabrota. Tiene que ponerse. Sobrio, sobrio, sobrio, se dice. Se apoya en la cuna, se pone a Jasmine en el regazo y contesta.

–¡Hola, Sylvie!

Justo entonces salta por el Fisher Price el
Fight the Power
de los Public Enemy. Se lanza a apretar los botones redondeados.

–¿Qué ha sido eso?

–Nada, música. Es que Jasmine y yo estamos haciendo una fiestecita, ¿verdad, Jas? Jasmine, quiero decir.

–¿Aún está despierta?

–Pues la verdad es que sí.

Sylvie suspira.

–¿Qué habéis hecho?

He fumado, me he emborrachado, he dopado a nuestra hija, he llamado a ex novias, he dejado la casa hecha un asco y he bailado murmurando solo. Me he caído como un borracho por la calle.

–No, nada, estar por aquí viendo la tele. ¿Y tú? ¿Te diviertes?

–No está mal. Lógicamente, aquí andan todas como cubas…

–Menos tú.

–Yo estoy demasiado agotada para emborracharme.

–No se oye nada. ¿Dónde estás?

–En mi habitación del hotel. Voy a acostarme un poco, y luego vuelvo para la siguiente tanda.

Mientras escucha, Dexter mira el desastre del cuarto de Jasmine: las sábanas empapadas de leche, los juguetes y libros por el suelo, la botella de vino vacía y la copa sucia.

–¿Cómo está Jasmine?

–Sonriendo. ¿A que sí, cielo? Es mamá al teléfono.

Se lo pone en la oreja, como es de rigor, pero ella se queda callada. Como nadie se divierte, se lo quita.

–Vuelvo a ser yo.

–Pero te las has apañado.

–Claro. ¿Por qué, tenías alguna duda? –Una breve pausa–. Deberías volver a la fiesta.

–Sí, puede que sí. Mañana nos vemos. Sobre la hora de comer. Volveré a…, no sé, hacia las once.

–Perfecto. Pues buenas noches.

–Buenas noches, Dexter.

–Te quiero –dice él.

–Yo a ti también.

Sylvie está a punto de colgar, pero Dexter siente el impulso de decirle algo más.

–Oye, Sylvie… ¿Sylvie? ¿Me oyes?

Ella vuelve a ponerse.

–¿Mm?

Dexter traga saliva y se humedece los labios.

–Sólo quería decirte que…, quería decirte que ya sé que ahora mismo no se me da muy bien todo esto de ser padre y marido, pero que me estoy esforzando, y que estoy poniendo todo de mi parte. Mejoraré, Sylv. Te lo prometo.

Parece que ella se lo piense, porque hay un silencio corto antes de que vuelva a hablar, con la voz un poco ahogada.

–Dex, lo haces muy bien. Lo que pasa es que… vamos a tientas, pero no pasa nada.

Él suspira. En el fondo se esperaba algo más.

–Será mejor que vuelvas a la fiesta.

–Mañana nos vemos.

–Te quiero.

–Y yo a ti.

Sylvie cuelga.

La casa parece muy silenciosa. Dexter se queda todo un minuto sentado, con su hija dormida en el regazo, escuchando zumbar la sangre y el vino en la cabeza. Experimenta una palpitación momentánea de miedo y soledad, pero se la sacude. Luego se levanta y se pone a su hija delante de la cara, desmadejada como un gatito. Aspira su olor: a leche, casi dulce, su propia sangre. Su propia sangre. Es un tópico, pero hay momentos fugaces en que se reconoce en la cara de Jasmine, y al tomar conciencia de ello no se lo acaba de creer. Para bien o para mal, forma parte de mí. La deja suavemente en la cuna.

Pisa un cerdo de plástico, afilado como un pedernal, que se le clava dolorosamente en el talón. Apaga la luz del cuarto, diciendo una palabrota en voz baja.

En una habitación de hotel de Westminster, a quince kilómetros al este por el Támesis, su mujer está sentada al borde de la cama, desnuda, con el teléfono colgando en la mano, y empieza a llorar en silencio. En el cuarto de baño se oye el ruido de la ducha. Como a Sylvie no acaba de gustarle su cara cuando llora, en cuanto se apaga el ruido se apresura a secarse los ojos con el dorso de la mano y deja caer el teléfono en la ropa amontonada en el suelo.

–¿Todo bien?

–Bueno, la verdad es que no del todo. Me ha parecido bastante borracho.

–Seguro que está bien.

–No, en serio, borracho de verdad. Tenía una voz rara. Creo que debería irme a casa.

Callum se cierra el albornoz, vuelve al dormitorio y se inclina para darle un beso en el hombro desnudo.

–Como te he dicho, estoy seguro que está bien. –En vista de que Sylvie no contesta, se sienta y le da otro beso–. Intenta pensar en otra cosa. Diviértete. ¿Quieres otra copa?

–No.

–¿Te quieres acostar?

–¡No, Callum! –Sylvie le aparta el brazo–. ¡Por Dios!

Resistiéndose a la tentación de decir algo, él se gira y vuelve al baño para lavarse los dientes, viendo desaparecer sus expectativas para la noche. Tiene la horrible sensación de que Sylvie querrá hablar: «Es injusto, no podemos seguir, quizá sea mejor que se lo diga», y todo ese tipo de cosas. Pero por amor de Dios, piensa indignado, si ya le ha dado trabajo, al tío. ¿No es bastante?

Escupe, se enjuaga la boca, vuelve a la habitación y se deja caer en la cama. Luego coge el mando a distancia y va pasando enfadado los canales por cable, mientras la señora Sylvie Mayhew se queda sentada, mirando las luces del Támesis por la ventana, y preguntándose qué hacer con su marido.

Capítulo 15

Jean Seberg

DOMINGO 15 DE JULIO DE 2001

Belleville, París

Estaba previsto que llegara el 15 de julio, en el tren de Waterloo de las 15.55.

Emma Morley logró estar a tiempo a la zona de llegadas de la Gare du Nord, y se sumó a la multitud: enamorados nerviosos con flores, chóferes aburridos y sudorosos, con traje y letreros escritos a mano… ¿Sería gracioso sostener un cartelito con el nombre de Dexter?, se preguntó. ¿Mal escrito, quizá? Supuso que a Dexter le haría reír, pero ¿valía la pena esforzarse? Además, ya estaba entrando el tren, y la gente se acercaba impaciente a la salida. Un largo paréntesis antes de que silbaran las puertas al abrirse. Luego empezaron a derramarse pasajeros por el andén, y Emma se apretujó contra los amigos, parientes, enamorados y chóferes, que torcían el cuello para ver las caras de los que llegaban.

Compuso la suya en la sonrisa pertinente. La última vez que le había visto, se habían dicho cosas. La última vez que le había visto, había pasado algo.

En el vagón de cola del tren parado, Dexter esperó en su asiento a que bajasen los otros pasajeros. Él no tenía maleta, sólo una bolsa con una muda en el asiento de al lado. En la mesa de delante había un libro de bolsillo de colores vivos; en portada, un garabato de la cara de una chica, bajo el título
La gran Julie Criscoll contra el mundo entero
.

Había acabado el libro justo cuando el tren entraba en los suburbios de París. Era la primera novela que terminaba en varios meses, aunque el sentido de proeza mental quedase un poco mitigado por tratarse de un libro para chavales de entre once y catorce años, con dibujos. Mientras esperaba a que se vaciase el vagón, miró una vez más el interior de la contraportada, y la foto en blanco y negro de la autora; la estudió atentamente, como si se aprendiera su cara de memoria. Con blusa muy blanca, de aspecto caro, se la veía un poco incómoda al borde de una silla de madera curvada, tapándose la boca con la mano justo en el momento en que se le escapaba la risa. Reconociendo la expresión y el gesto, Dexter sonrió y se guardó el libro en la bolsa, antes de levantarla y sumarse a los últimos pasajeros que esperaban para bajar al andén.

La última vez que la había visto, se habían dicho cosas. Había pasado algo. ¿Qué le diría? ¿Qué diría ella? ¿Que sí o que no?

Durante la espera, Emma se tocó el pelo, con ganas de tenerlo más largo. Poco después de llegar a París, se había armado de valor y, diccionario en mano, había ido a una peluquería
(un coiffeur)
para que le cortasen el pelo muy corto. Aunque le diera vergüenza decirlo en voz alta, quería parecerse a Jean Seberg en
Al final de la escapada
, porque puestos a ser novelista en París, más vale hacerlo como Dios manda. Tres semanas después, ya no le daban ganas de llorar al verse en el espejo. Aun así, se le escapaban las manos hacia la cabeza, como si se ajustase una peluca. Hizo el esfuerzo consciente de volcar su atención en los botones de su blusa nueva gris perla, comprada esa misma mañana en una tienda –no,
boutique
– de la Rue de Grenelle. Dos botones desabrochados daban una imagen demasiado mojigata, y tres dejaban ver el escote. Se desabrochó el tercero, chasqueó la lengua y se fijó otra vez en los pasajeros. Ahora no había tanta gente. Empezaba a preguntarse si se había equivocado de tren cuando le vio.

Estaba hecho polvo: demacrado, cansado, con la sombra de una barba medio rala que no le quedaba nada bien, una barba de presidiario. Emma se acordó del potencial de desastre que contenía la visita. Al verla, sin embargo, Dexter empezó a sonreír y caminar más deprisa, y ella también sonrió, antes de cohibirse al esperar en la salida, sin saber qué hacer con las manos ni con los ojos. La distancia entre ambos parecía inmensa. ¿Sonreír y mirar, sonreír y mirar cincuenta metros? Cuarenta y cinco metros. Miró al suelo, y después a las vigas. Cuarenta metros. Volvió a mirar a Dexter, y otra vez al suelo. Treinta y cinco metros…

Al cubrir tan vasta distancia, a Dexter le sorprendió darse cuenta de lo mucho que había cambiado Emma durante las ocho semanas que llevaban sin verse, los dos meses transcurridos desde todo aquello. Se había cortado el pelo muy corto, y tenía más color en la cara; la cara de verano que recordaba él. También iba mejor vestida: zapatos de tacón, una falda elegante de color oscuro y una blusa gris claro un poco demasiado desabrochada, que enseñaba piel morena y un triángulo de pecas oscuras bajo la garganta. Por lo visto seguía sin saber dónde poner las manos, ni adónde mirar. Él también empezaba a cortarse. Diez metros. ¿Qué diría, y cómo lo diría? ¿Era un sí o un no?

Apretó el paso, y finalmente se abrazaron.

–No hacía falta que vinieras a buscarme.

–Pues claro que hacía falta. Turista.

–Me gusta. –Dexter le pasó el pulgar por el flequillo corto–. Tiene un nombre, ¿no?

–¿Rapado?


Gamine
. Se te ve
gamine
.

–¿Rapada no?

–En absoluto.

–Deberías haberlo visto hace dos semanas. ¡Parecía una colaboracionista! –A Dexter no se le movió la cara–. Fui por primera vez a una peluquería parisina. ¡Terrorífico! Me senté en la silla pensando:
Arrêtez-vous, arrêtez-vous!
Lo curioso es que en París te preguntan por las vacaciones. Piensas que te van a hablar de danza contemporánea, o de si el ser humano puede ser libre de verdad, pero te dicen:
«Que faites-vous de beau pour les vacances? Vous sortez ce soir?»
.

La cara de Dexter seguía inmutable. Emma estaba hablando demasiado, y esforzándose en exceso. Tranquila. No te hagas la graciosa.
Arrêtez-vous
.

La mano de él tocó el pelo corto de su nuca.

–Pues a mí me parece que te queda bien.

–No sé si tengo las facciones indicadas.

–Que sí, que sí que tienes las facciones indicadas. –Se apartó un poco sin soltarla, mirándola de los pies a la cabeza–. Es como si hicieran una fiesta de disfraces, y tú hubieras venido de Parisina Sofisticada.

–O de Chica de Alterne.

–Pero Chica de Alterne de Clase Alta.

–Todavía mejor. –Emma le tocó la barbilla con los nudillos, rascando la barba–. Entonces ¿tú de qué has venido?

–Yo he venido de Divorciado Suicida Jodido.

Era una respuesta facilona, de la que Dexter se arrepintió enseguida. Acababa de bajar al andén y ya lo estaba estropeando.

–Bueno, al menos no estás amargado –dijo ella, echando mano del primer comentario a su alcance.

–¿Quieres que suba otra vez al tren?

–Dentro de un rato. –Emma le cogió la mano–. Venga, vamos. ¿Vale?

Salieron de la Gare du Nord a un aire irrespirable y contaminado; el típico día de verano en París, turbio, con nubes gruesas y grises que amenazaban lluvia.

–He pensado que podríamos ir a tomar un café, cerca del canal. Es un cuarto de hora a pie. ¿Te parece bien? Luego, un cuarto de hora más hasta mi apartamento, aunque te aviso de que no es nada especial. Lo digo por si te imaginabas suelo de parqué y ventanales con cortinas al viento, o algo así. Sólo son dos habitaciones que dan a un patio interior.

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