—¿Puedo fumar? —le pedí.
No puso objeciones, y sin embargo creí necesario aclarar algo:
—No suelo fumar. En realidad, casi nunca lo hago. Pero es que ahora estoy nervioso.
—¿Por lo de su hermano?—dijo.
Encendí un cigarrillo mientras asentía:
—Sí. No sé cómo voy a solucionar este problema. Es muy joven.
—Creo que me dijo que tenía dieciocho años —replicó sin ninguna entonación.
—Para mí, eso es ser muy joven —dije.
—Ya.
Sucedió algo que debo calificar cuando menos de curioso: yo era el que traía todas las preguntas, pero ella me hizo muchas más. De repente fui consciente de que estaba suministrando explicaciones a la defensiva, como si hubiera sido ella la que hubiese concertado aquella cita. La sutil metamorfosis (de interrogador a interrogado) fue tan leve que apenas la percibí hasta un instante después: para entonces ya había respondido algunas cosas.
—Tengo entendido que vive con usted —su sonrisa perenne seguía revelando tensión, pero eso, sin saber por qué, me agradaba.
—Así es.
—No recuerdo si son más hermanos en la familia.
—No. Sólo Lázaro y yo.
—Y usted está soltero.
Abrí la boca para responder, pero ambos parecimos damos cuenta al mismo tiempo de la extraña improcedencia de la frase.
—Quiero decir, que viven solos —dijo entonces.
—Sí.
—¿Sus padres fallecieron?
—Sí. Mi padre hace diez años. La madre de Lázaro hace cuatro años.
—Lázaro es hijo de un segundo matrimonio de su padre...
Su forma de preguntar afirmando al mismo tiempo, como si ya conociera todas las respuestas, me asombraba:
—Eso es.
—Y no tiene a nadie más en el mundo.
Asentí. Ella agregó:
—Está en la edad de desarrollar una dependencia afectiva muy fuerte: la entrada en los dieciocho años es siempre problemática.
—Puedo comprenderlo.
—Y a veces esa dependencia de afectos es sustituida por otra clase de dependencias, ¿comprende?
—Se refiere a las drogas.
Dijo «ajá» mientras asentía. Sus dedos palpaban el broche de Quetzalcóatl sobre el firme pecho izquierdo.
—¿Hay algo que podamos hacer? —pregunté.
—Si Lázaro no quiere que le ayuden, me temo que no —respondió—: es muy joven, pero ya es mayor de edad. ¿Cree que accedería a venir a nuestra consulta?
—No lo creo —dije con sinceridad y fumé un instante en silencio. Entonces agregué—: Va a pensar usted que soy un idiota...
—¿Por qué?
—Por haber venido solo... como si la ayuda la necesitara yo —sonreí.
Ella quiso tranquilizarme, pero me sentí ridículo después de haber dicho eso. Dejé de mirarla y concentré mi atención en la pulcritud de la mesa que nos separaba.
—¿Qué relación mantiene con Lázaro? —preguntó amablemente.
—Muy escasa: él vive su vida. Pero me admira.
—¿Le admira?
—Piensa que soy un genio de la música —casi me avergonzó la carcajada que solté. Le expliqué entonces que yo era profesor de piano en un conservatorio y que de vez en cuando ofrecía recitales de compositores clásicos. Amplió su sonrisa, pero esta vez no advertí en ella ninguna clase de tensión.
—Me fascina el piano —dijo en un tono que parecía (y quería parecer) sincero.
Y pasamos sin transición, con esa facilidad que sólo otorga el diálogo entre desconocidos, a hablar de compositores: mencioné a Schubert y a Beethoven, pero le dije que sobre todo me gustaba Chopin, y ella replicó que eso revelaba a una persona «muy romántica», y que Chopin también era su favorito y poseía toda su obra. Hablamos entonces de pianistas célebres, y yo me dediqué a ejercer de crítico musical con cierta mordacidad que pareció divertirle. Me escuchó con interés y contribuyó con breves opiniones que admití como sinceras: tengo olfato para identificar al melómano devoto, y supe que ella lo es.
Cuando finalizamos aquel improvisado intercambio de intimidades ninguno de los dos pareció dispuesto a reanudar el tema de Lázaro. La doctora Arcos se puso en pie, lo que consideré como una despedida formal, y me pidió que regresara la semana próxima, a ser posible con mi hermano. Sin embargo, insistió especialmente en que viniera yo, aunque fuera solo. «Es necesario», me dijo, «ayudar a Lázaro.» Me acompañó hasta la puerta, y por el pasillo vi entrar y salir de sus despachos a otros probables psicólogos. Nadie me miró pero todos sonreían, como preparados para soportar cualquier mirada como la mía: pensé sin querer en un almacén de ropa lujosa y en dependientes que iban y venían desde los probadores. Ropa adecuada, talla adecuada. O quizás un extraño y armónico baile entre desconocidos en un salón aséptico de madera noble: movimientos, gestos, cuadros geométricos y espejos que reflejan a los bailarines.
(En la partitura: un grupo de triples corcheas pierde la tonalidad original, pero rallentando, hasta que en el a tempo se recupera otra vez la melodía.)
Curioso el esfuerzo de Elisa por destacar, por provocar mis miradas, por hacerme hablar sobre ella. Sería buena si toda esa emoción equívoca no estorbara la destreza de sus dedos. Hoy vino vestida con una pieza azul marino bastante escasa (demasiado para esta época y para sus catorce años) y una gran rebeca trenzada encima. Se había maquillado un poco los párpados y todo su delgado cuerpo emanaba un aroma fuerte y lujoso, como un instrumento nuevo. Sin embargo, en sus gestos seductores existía la misma exageración adolescente con la que interpreta los ejercicios. Reconozco que quiero pensar esto porque me halaga, aunque no creo estar equivocado: es una de mis alumnas veteranas, y desde hace tiempo sospecho que viene a casa, por un interés que desborda el puro aprendizaje. No, no es cierto quizás, y la daño pensándolo, pero ¿y los detalles? Hoy se disculpó por su tardanza con una sonrisa indestructible: sus ojos, tras los cristales redondos de sus gafas, buscaban los míos constantemente y no parecían aguardar sólo mi aprobación; se concentraba en mis palabras con un interés que perduraba aunque yo dejara de hablar, como si le importara algo más que mis opiniones: como si deseara sólo mi voz. No obstante, es en el piano donde me lo dice todo más claro: se muestra apresurada, nerviosa, obsesionante. Toca con las piernas muy juntas (casi siempre desveladas hasta las rodillas, sin medias) y sus delgados dedos torturan las teclas con el estudio de Czerny casi de forma matemática; cuando le pido que se relaje consigo justo lo opuesto, pero mi silencio le afecta más. La observo tocar mientras me dedico a dar breves paseos alrededor del piano: por fin me sitúo a su espalda, contemplo sus hombros, donde resalta el polígono de los huesos, su talle ajustado por el vestido, los rizos carbón de su pelo, a la moda afro, la rebeldía de las pulseras de cuero que luce en ambas muñecas. Pobre, pienso, qué lejos de todo; qué lejos de las cosas, qué inmensamente lejos de mí: es como si la observara con prismáticos invertidos, pequeña y distante. Pretende agradarme con su dedicación, atraerme con su aspecto, quizás todo de manera inconsciente. Pero qué terrible lejanía. Y no es culpa suya: nadie es culpable de la distancia.
Voy a las clases por la mañana, a mi pequeño despacho encortinado misteriosamente con un telón turquesa cuya utilidad siempre me ha superado, pues nada oculta detrás salvo la pared, y debido al cual toda la estancia adopta aires de teatro. Vengo de las clases a mediodía, pero sigo percibiendo ese invasivo olor a piano nuevo, y a lápiz puro, y a adolescentes. Almuerzo en casa mis propias preparaciones, estudio el Nocturno semanal y aguardo a mis alumnos privados. Ésta es mi rutina: un vaivén interminable cuya única y extraña sorpresa consiste en saber que algún día terminará. Por fin, ya de noche, con el oído atento al vestíbulo por si viene Lázaro, leo un poco de las amplias biografías que se han escrito sobre Chopin y me dedico a pensar garabatos que algún día trasladaré al papel; a veces improviso alguna melodía, pero les concedo la misma importancia que a los recuerdos, que son trascendentales cuando se invocan pero inútiles al desaparecer. Entonces me entrego de nuevo al Nocturno, al estudio de sus compases, a su danza oculta.
El sábado volví a quedar con Blanca. Utilizamos varios métodos para comunicamos, pero el más habitual son las tarjetas: yo encuentro una pequeña tarjeta en mi buzón, generalmente los sábados por la mañana, y la repetición zodiacal de nuestros rituales logra una mayor economía en las palabras, incluso su ausencia. Las instrucciones se hacen concisas, se usan iniciales, siglas, frases mutiladas. Toda nuestra aspiración —lo sé— es conquistar el silencio, no tener que depender siquiera de los mensajes escritos, intuirnos mediante rastros, usar otros lenguajes, quizás la misma música: ayer sábado, por ejemplo, la tarjeta mostraba unas torpes notas negras. Acepté su proposición y la guardé en un bolsillo del impermeable. Recordé la hora escrita con rotulador bajo aquellas notas: 23.30.
Ella llegó a la hora correcta, con la noche ya establecida fuera. La hice pasar al salón de nuestro piso solitario y cerré todas las puertas. Permití una luz íntima de lámparas indirectas bajo la que pude observarla cuidadosamente.
Parecía una preciosa muñeca antigua. No miento: fue la impresión del instante, el fugaz segundo en que mis ojos y su figura armonizan juntos, una impresión tenue pero tan cierta que se hace algo más que mirar o ser mirada. Vestía una ceñidísima pieza con lentejuelas que estallaba de luz a cada gesto de su cuerpo y traía largas medias negras que revelaban sus piernas hasta cerca del inicio de sus muslos, presionados por el borde diamantino de la falda. Su fino talle se equilibraba sobre altísimos zapatos de tacón con aspecto de cristales. Los largos cabellos de nieve se hallaban ondulados, y su rostro, dentro, evocaba un antiguo cuadro, una de esas caras que se guardan en estuches, se recrean en miniaturas y provocan nostalgia y dolor cuando son contempladas por desconocidos. Fue tanta mi felicidad al verla que tuve que hablar, pero mi confusión sólo logró decir:
—Estás más hermosa que nunca.
Ella no respondió, y su silencio y la dulzura de sus gestos de mimo la embellecieron otra octava. Había comenzado a oírse la música, como un murmullo, y casi sin transición empezamos a bailar. Naturalmente, yo había elegido el Nocturno en mi bemol mayor, opus 9, con su lánguido aire de vals. Había soñado con oírlo mientras la abrazaba, pero cuando mi sueño se cumplió, como una justísima profecía, su propia realidad simuló otro sueño. Blanca se acercó, recogió los brazos sobre su pecho y se dejó envolver por los míos. Bailamos en el salón sin trasladarnos apenas, sólo con la rotación suave de los cuerpos.
Pero no era un baile: era casi un consuelo. Ella se refugiaba en mí y yo extinguía su miedo, la protegía. Pensé en una talla de cristal, una lámina curva que, golpeada, sonara a música como un diapasón. Tocarla era tener pánico, como si todo aquel conjunto de músculos suaves y piel tersa pudiera agrietarse incluso con los gritos.
Bailamos sin bailar hasta que la música se convirtió en excusa. Percibí bajo mis manos, más allá de la aspereza de granito de las lentejuelas, una carne desnuda prisionera. Modelé la superficie de sus nalgas sobre las que se tensaba el obstáculo de la falda. Besé su hombro desnudo y cruzado casi hasta el daño por el ceñido tirante del vestido. Presioné la rebosante firmeza de sus nalgas, proyectándome involuntariamente contra su vientre y notando en él mi propia firmeza. Pero las ropas que nos cubrían eran como una exquisita sensación de espera, de represión consciente. Ella movió sus caderas, percibió mi tensión y la hizo crecer con todo su cuerpo. Cerré los ojos por primera vez desde que había venido y supe entonces, paradójicamente, que no soñaba.
No sé por qué quise besarla: el beso siempre extingue algo, provoca una interrupción, es más que el tacto de las bocas: delata un sentimiento. Pero hicimos esto: Blanca supo que yo acercaba mis labios a los suyos e interpuso una mano, casi en armonía con lo que ocurría con nuestros sexos. Besé el espacio puro entre sus dedos, el aire perfumado como unos labios sin boca. Al mismo tiempo, sus propios dedos se hundieron en sus labios reales: presioné en aquella barrera y casi noté la humedad que yacía detrás, emborroné sus huellas con mi saliva, deslicé mi lengua contra esos diminutos montes planetarios, esas líneas de vida y de muerte de su palma, humedecí todo su destino escrito en la mano desnuda, que me devolvía el beso con su tacto, como los labios de un espejo. Y fue así, porque entonces apartó su mano, húmeda de mi boca, y acarició con ella mi rostro y mi cuello; ambos cerramos los ojos, y, en la oscuridad voluntaria que surgió, sus dedos mojados, que me palpaban como memorizando mis facciones, se comportaron como un eco lejano de mis besos.
Bailábamos con la sinceridad del deseo.
Afirmé aún más las manos en su delgadísima cintura y caminamos hacia la pared cercana. Ella se dejó pero no quiso ayudarme. Cuando no tuvo ya más espacio para retroceder, separó las piernas y el vestido se alzó con el gesto. Presioné mi sexo oculto contra el suyo, retrocedí y volví a presionar. Oí sus jadeos, abrí los ojos y apenas vi su rostro entre la confusión de cabello blanco. Sus manos, agazapadas sobre mi pecho, me sujetaron, como si se hallara próxima a un terrible abismo. Moví mis caderas y sentí de nuevo el torpe restregar de labios ocultos de nuestros sexos. Ambos nos movíamos con la exacta repetición del placer solitario, y fue comprobar sus caderas, sus piernas separadas, el balanceo contra mi vientre, la transformación sin pausa del baile en aquella masturbación mutua, lo que apresuró mi final. Ahora imagino que habíamos cumplido con el sentido justo del ritual: ¿acaso no estábamos haciendo danza? Esta barrera de manos y vestidos, estas sensaciones bloqueadas de besos que no lo son, de caricias que deben conquistarse, este ardor que se vacía en secreto, bajo pantalones y faldas, ¿no son el objeto del baile? Desnudos en una cama no lo hubiéramos sabido; jamás habríamos imaginado la pasión que puede surgir de la negación perenne del deseo que se afirma: este terrible contraste entre pureza y cuerpos que constituye el baile.
Pero eso es lo que era, una danza, no un sueño, y casi en la frontera en la que ya es imposible detenerse, elevé las manos, la cogí de los brazos desnudos y la aparté de la pared. Giramos entonces, muy juntos, una, dos, tres veces, hasta que el vértigo nos detuvo; comprobar su torpeza, el trastabilleo momentáneo de sus pies y ese impulso de querer apoyarse en mis brazos me hizo dar el último paso: me apreté contra ella, ya en el vacío, y acerqué sus nalgas con fuerza, hasta que el golpe contra mi cuerpo las hizo temblar, y palpé ese temblor de carne con la mano abierta. Ambos nos movimos como si quisiéramos avanzar por entre el cuerpo del otro, como si no nos viéramos y el encuentro fuera inevitable y casi doloroso. Tuve el repentino deseo de sentirla desnuda en ese instante, y mis uñas se cerraron sobre el borde final de su falda, pero se hallaba tan tensa que sólo conseguí daño y gemidos.