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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (21 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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—Ella no comprende que su marido esté muriendo. Salió de casa hace un par de días y de repente recibió una llamada de la policía informándole de un accidente de tráfico en la carretera de Vesturland. Se dirigía a Borgarfjordur. Un camión le cortó el paso. Dicen que no hay esperanzas de salvarlo. Muerte cerebral.

Miró a Erlendur, que tenía los ojos fijos en ella, sin entender nada.

—Es amiga mía.

Erlendur no sabía de qué le estaba hablando, o por qué estaba contándole aquello en aquel corredor medio a oscuras, susurrando como si fueran dos conspiradores. Nunca había visto a aquella mujer, así que se despidió de forma un tanto brusca e iba a marcharse cuando ella le cogió la mano.

—Espera —dijo.

—¿Cómo?

—Espera.

—Perdona, pero yo no tengo nada que ver con...

—Hay un niño en medio de la ventisca —dijo la mujer bajita.

Erlendur no oyó bien lo que decía.

—Hay un niño pequeño en la ventisca —repitió ella.

Erlendur la miró completamente confundido y apartó la mano, como si le hubiera dado un pinchazo.

—¿De qué estás hablando? —dijo él.

—¿Sabes quién es? —preguntó la mujer mirando a Erlendur.

—No tengo ni idea de lo que pretendes —dijo Erlendur con brusquedad, se dio la vuelta para alejarse de ella y echó a andar por el corredor en dirección a la luz que surgía de la puerta de salida.

—No debes tener miedo —objetó la mujer—. Está conforme. Está conforme con lo sucedido. Lo que sucedió no fue culpa de nadie.

Erlendur se quedó clavado en el lugar donde estaba, se dio la vuelta lentamente y la miró fijamente desde el fondo del pasillo. No comprendía su obstinación.

—¿Quién es ese niño? —preguntó la mujer—. ¿Por qué va contigo?

—No hay ningún niño —respondió Erlendur con ira—. No te conozco y no sé de qué niño estás hablando. ¡Déjame en paz! —gritó.

Y se dio media vuelta para salir a toda prisa de cuidados intensivos.

—Déjame en paz —farfulló de nuevo con los dientes apretados.

Capítulo 18

No pudo conciliar el sueño durante la noche; durmió superficialmente y tuvo pesadillas. No podía quitarse de la cabeza lo que le había dicho aquella mujer bajita y de pelo ralo la noche anterior en la UCI. Él no tenía fe alguna en que los médiums pudieran actuar de mensajeros de la otra vida, y no creía que fueran capaces de ver nada que los demás no vieran. En cambio, estaba convencido de que eran todos unos farsantes, muy hábiles en sacar información a la gente y deducir de su forma de comportarse, e incluso de su forma de vestir, algo que a base de mucho sentido común les permitía llegar a unas conclusiones que en la mitad de los casos podían ser verdaderas y en la otra mitad falsas; simple cuestión de cálculo de probabilidades. Erlendur arremetió contra todas esas cosas como pura superchería en cierta ocasión en que salió el tema en la comisaría, para frustración de Elinborg. Ella creía en los médiums y en la vida después de la muerte, y por algún motivo había expuesto sus ideas directa y abiertamente. A lo mejor porque él era del campo. Resultó un pésimo cálculo. Él no estaba abierto en absoluto a lo sobrenatural. Pero había algo en la forma de comportarse de aquella mujer del hospital, y en lo que dijo, que no se le iba de la cabeza y que le había alterado el sueño.

Recibió una llamada telefónica de Jim, el secretario de la embajada, a primera hora de la mañana.

—Hablé con los de la embajada americana y me remitieron a Hunter. Quise ahorrarte trámites y hablé personalmente con él. Espero no haber hecho algo indebido.

—Te lo agradezco —dijo Erlendur con voz adormilada.

—Hunter vive en Kópavogur.

—¿Desde la guerra?

—Eso no lo sé, por desgracia.

—Pero el bueno de Hunter sigue aquí —dijo Erlendur, frotándose los ojos.

—Sí, ha vivido aquí todo este tiempo —dijo Jim, pidiendo disculpas por si le había despertado: no era ésa su intención, en absoluto, creía que todos los islandeses se levantaban muy temprano en primavera, él también lo hacía, aquella claridad permanente de la primavera no daba tregua.

Edward Hunter había sido coronel del ejército norteamericano en Islandia durante la guerra, y fue uno de los pocos de aquellos militares que no se marcharon al concluir la contienda. Jim pudo localizarlo sin demasiada dificultad buscando a los militares del ejército de ocupación, británicos o norteamericanos, que aún seguían con vida, pero no eran muchos, según los datos del Ministerio del Interior británico. La mayor parte de los soldados ingleses que estuvieron en Islandia perdieron la vida durante la guerra, en África e Italia, o en el frente occidental, en la invasión de Normandía de 1944. Sólo un número muy reducido de los militares norteamericanos fueron a primera línea, y la mayoría completaron su servicio militar en el país hasta el final de la guerra. Algunos se quedaron allí, se casaron y con el tiempo se convirtieron en ciudadanos islandeses. Entre ellos estaba Edward Hunter.

—Y, oye, ¿está casado con una islandesa? —quiso saber Erlendur.

—Acabo de hablar con él —dijo Jim con su acento inglés, como si no hubiera oído la pregunta—. Te está esperando. El coronel Hunter sirvió durante un tiempo en la policía militar, aquí en Reykjavik, y recuerda algunas, cómo lo llamáis, mermas, de las que estará encantado de hablar contigo. En el cuartel de intendencia de la colina. ¿Lo expresé bien? Mermas.

—Estupenda palabra —dijo Erlendur, intentando mostrar interés—. ¿Qué clase de mermas?

—Él mismo te lo dirá. Deberías pedirle más detalles al respecto. Yo voy a seguir buscando a militares que murieran o desaparecieran aquí.

Se despidieron y Erlendur fue a la cocina, descalzo, a preparar café. Continuaba aún sumido en sombríos pensamientos. ¿Era una médium capaz de decir en qué lugar entre la vida y la muerte se hallaba alguien? No tenía la más mínima fe en ello, pero pensó que si aquello podía conceder, de alguna forma, algún alivio a quienes experimentaban la pérdida de un ser querido, él no iba a criticarlo. Daba igual de dónde procediera el consuelo.

El café estaba hirviendo y se quemó la lengua al beber el primer sorbo. Hizo lo posible por no pensar en lo que le había mantenido ocupada la cabeza durante la noche y aquella mañana y consiguió calmarse.

Más o menos.

De camino a casa de Hunter, Elinborg le contó la información que había obtenido de Bára sobre la novia de Benjamín, incluyendo que cuando desapareció llevaba puesto un abrigo verde. A Elinborg le había parecido interesante, pero Erlendur no gastó más palabras sobre el asunto y dijo de modo un tanto brusco que no creía en fantasmas. Elinborg tuvo la clara sensación de que no quería seguir hablando de esas cosas.

Edward Hunter, antiguo coronel del ejército estadounidense, parecía más un islandés que un norteamericano cuando recibió a Erlendur y Elinborg en su casa unifamiliar de Kópavogur, vestido con una chaqueta islandesa de lana, y con barba blanca y algo rala. Iba despeinado y sus facciones eran duras, aunque cuando los saludó con un apretón de manos pareció amable y educado; les pidió que le llamaran Ed. A Erlendur le recordó a Jim. Les dijo que su esposa estaba en Estados Unidos, donde vivía su hija. Él iba cada vez menos.

Les indicó que pasaran a una amplia sala y, al mirar alrededor, Erlendur pensó que no quedaba mucho de la vida militar; en la estancia destacaban dos grandes cuadros de paisajes islandeses, tallas islandesas y fotos familiares enmarcadas. Nada que recordara a Erlendur la vida militar o la guerra mundial.

Ed les estaba esperando, pues tenía ya listo café y té y un plato con pastas, y tras una charla intrascendente, de cortesía, que aburrió a los tres, el viejo militar cobró ánimos y preguntó en qué podía ayudarles. Hablaba un islandés prácticamente impecable, y era lacónico y conciso, como si la disciplina militar le hubiera despojado de todo lo superfluo hacía muchísimo tiempo.

—Jim, de la embajada británica, nos dijo que habías servido en el país durante la guerra, también en la policía militar, y que interviniste en algunos asuntos del campamento de intendencia que estaba donde se encuentra ahora el campo de golf de Grafarholt.

—Sí, ahora suelo ir a jugar allí al golf —dijo Hunter—. Vi las noticias de los huesos de la colina y Jim me dijo que pensabais que podía tratarse de uno de nuestros soldados, de los que estuvieron aquí durante la guerra, un inglés o un americano.

—¿Sucedió algo en ese campamento de intendencia? —preguntó Erlendur.

—Robaron —dijo Hunter—. Sucedía en casi todos los almacenes de intendencia. A lo mejor vosotros lo llamáis merma. Un grupo de militares robaba provisiones y las vendía en Reykjavik. Empezó a muy pequeña escala pero fue creciendo sin parar en cuanto los ladrones ganaron confianza, y al final acabó convirtiéndose en un auténtico negocio. El jefe del almacén participaba en el asunto. A todos los juzgaron. Se los llevaron de aquí. Lo recuerdo con precisión. Escribía un diario que repasé cuando Jim habló conmigo. El recuerdo de todo aquel asunto de los robos me volvió a la cabeza al momento. Además llamé a un amigo de esos años, Phil, que era mi superior. Estuvimos recordando el caso.

—¿Cómo se descubrió el robo? —preguntó Elinborg.

—La avaricia los traicionó. Las mermas se habían hecho enormes y era difícil mantenerlas en secreto, y salieron a la superficie algunas cosas que delataban que allí estaba pasando algo muy raro.

—¿Y qué clase de hombres eran los que participaban?

Erlendur sacó unos cigarrillos y Hunter asintió para indicarle que no le molestaba que fumara. Elinborg lo miró con gesto de reproche.

—Soldados rasos. La mayoría. El de mayor graduación era el jefe del almacén. Y había por lo menos un islandés. Un hombre que vivía en la colina, allí mismo. Al otro lado del almacén.

—¿Recuerdas cómo se llamaba?

—No. Vivía con su familia en una casucha sin pintar. Allí encontramos mucha mercancía procedente del almacén de intendencia. Según el diario tenía tres hijos, entre ellos una inválida, una niña. Los otros eran dos niños. Su madre...

Hunter calló.

—¿Qué pasaba con la madre? —dijo Elinborg—. Ibas a decir algo sobre la madre.

—Creo que no tuvo ni una semana buena en su vida.

Hunter calló de nuevo y se quedó pensativo como si estuviera intentando despertar recuerdos de aquella época tan lejana, cuando estaba investigando unos robos y llegó a una casa islandesa en la colina y apareció una mujer que parecía ya harta de tanta violencia. Saltaba a la vista que estaba sometida a una violencia permanente y sistemática, una violencia tanto psicológica como física.

Apenas se dio cuenta de su presencia cuando entró en la casa con otros cuatro miembros de la policía militar. Enseguida vio a la niña inválida acostada en un catre miserable en la cocina, y a los dos niños de pie junto al catre, pegados uno al otro, sin moverse, mirando llenos de miedo a los militares que entraban en tromba allí. Vio al marido levantarse de un salto de la mesa de la cocina. No habían anunciado su visita y era evidente que no les esperaba. Pero se dieron cuenta de que no era un tipo duro. Aquel hombre no les causaría mayor problema.

Luego vio a la mujer. Aquello era muy a principios de la primavera y el interior de la casa estaba a oscuras, y necesitó un momento para acostumbrarse a la penumbra. La mujer estaba oculta en el pequeño zaguán de una habitación. Al principio creyó que se trataba de uno de los ladrones que intentaba escapar. Se dirigió velozmente al pasillo mientras sacaba su pistola de la funda que llevaba al costado. Gritó y apuntó con la pistola hacia la oscuridad. La niña inválida empezó a chillar. Los dos chicos corrieron hacia él gritando algo que no comprendió. Y de la oscuridad surgió aquella mujer, a la que no podría olvidar durante el resto de su vida.

Comprendió enseguida por qué estaba oculta. Tenía la cara tumefacta, el labio superior hinchado y uno de los ojos tan inflamado que no podía abrirlo del todo; le miraba muerta de miedo con el otro y se inclinaba sin querer. Como si pensara que iba a golpearla. Llevaba un vestido andrajoso encima de otro vestido, las piernas desnudas y los calcetines y los zapatos rotos. El pelo sucio le caía sobre los hombros en espesos mechones. Le pareció que cojeaba. Era el ser humano más desdichado que había visto en su vida.

La miró mientras ella intentaba calmar a los niños, y comprendió que intentaba ocultar su aspecto físico.

Estaba ocultando su vergüenza.

Los niños guardaban silencio. El mayor de los chicos se acurrucó junto a su madre. Él dirigió la mirada al marido, se dirigió hacia él y le asestó una estruendosa bofetada.

—Eso es lo que ocurrió —dijo Hunter cuando concluyó el relato—. No pude contenerme. No sé lo que pasó. No sé lo que me pasó. En realidad era algo incomprensible. Uno estaba entrenado, entendéis, para enfrentarse a cualquier cosa. Entrenado para conservar la calma, sucediera lo que sucediera. Era muy importante, en todo momento, no perder nunca el dominio de uno mismo, os lo podéis imaginar, con la guerra y todo eso. Pero cuando vi a aquella mujer..., cuando vi lo que había tenido que sufrir, me imaginé su vida en manos de ese hombre y algo se me rompió por dentro. Sucedió algo ante lo que fui incapaz de controlarme.

Hunter calló.

—Pasé dos años en la policía de Baltimore antes del comienzo de la guerra. Por entonces no se le llamaba violencia doméstica, pero era exactamente lo mismo. Allí lo conocí y siempre me ha parecido algo repugnante. Así que enseguida me di cuenta de lo que pasaba en aquella casa, y además él nos había estado robando... y, bueno, el hombre fue condenado de acuerdo con vuestras leyes —dijo como queriendo sacudirse de encima el recuerdo de la mujer de la colina—. Creo que la sentencia no fue dura. Al cabo de unos meses volvió a su casa para seguir pegándole a la pobre mujer.

—Así que consideras que se trataba de un caso muy grave de violencia doméstica —dijo Erlendur.

—De lo peor. Daba horror ver a aquella mujer —dijo Hunter—. Auténtico horror. Es como te lo cuento. Enseguida vi lo que pasaba allí. Intenté hablar con ella, pero no comprendía ni una palabra de inglés. Le hablé de ella a la policía islandesa, pero dijeron que no podían hacer mucho. Y no han cambiado demasiado las cosas al respecto, creo yo.

—No recordarás los nombres de esa gente, ¿verdad? —preguntó Elinborg—. ¿Los apuntaste en el diario?

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