Silencio sepulcral (23 page)

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Authors: Arnaldur Indridason

BOOK: Silencio sepulcral
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Un silencio sepulcral reinaba en la casa. Mikkelína estaba tumbada inmóvil en su cama, y los chicos pegados a su madre. Escuchaban cada una de sus palabras conteniendo la respiración. Ella jamás había abierto la más mínima puertecita que permitiera ver la tortura en que se había estado debatiendo durante más tiempo del que podía recordar.

—Todo irá bien —repitió Dave.

—Yo te ayudaré —dijo Símon con solemnidad.

Ella le miró.

—Lo sé, Símon —dijo—. Siempre lo he sabido, mi pobrecito Símon.

Transcurrieron días y Dave pasaba todas sus horas libres en la colina con la familia, y ratos cada vez más largos con la madre, en la casa o paseando por el Reynisvatn y el Hafravatn. Los chicos querían estar más rato con él, pero había dejado de llevárselos a pescar y tenía menos tiempo para Mikkelína. A los niños no les importaba, pues se daban cuenta del cambio que se había producido en su madre y lo relacionaban con Dave, y se alegraban por ella.

Seis meses después de la detención de Grímur por la policía militar, un bonito día de otoño, Símon vio a Dave y a su madre a lo lejos, que volvían paseando hacia la casa. Caminaban muy juntos y le pareció que iban cogidos de la mano. Cuando se acercaron se soltaron las manos y aumentaron la distancia entre ellos, y Símon comprendió que no querían que nadie los viese así.

—¿Qué pensáis hacer Dave y tú? —preguntó Símon a su madre una tarde de otoño, cuando la oscuridad había caído ya sobre la colina.

Estaban sentados en la cocina. Tómas y Mikkelína estaban jugando. Dave había pasado el día con ellos pero ya había regresado al almacén. La pregunta había estado en el aire todo el verano. Los niños habían hablado del asunto entre ellos y habían imaginado una multitud de posibilidades, que siempre acababan otorgando a Dave el papel de padre y echando a Grímur, a quien no querían volver a ver nunca más.

—¿Qué quieres decir con eso de qué pensamos hacer? —preguntó la madre.

—Cuando él vuelva —dijo Símon.

Mikkelína y Tómas dejaron de jugar y se quedaron mirándole.

—Hay tiempo de sobra para pensar en eso —dijo su madre—. De momento no va a regresar.

—Pero ¿qué piensas hacer tú?

Mikkelína y Símon miraron a su madre.

Ella miró a Símon y luego a Mikkelína y Tómas.

—Él nos ayudará —respondió ella.

—¿Quién? —dijo Símon.

—Dave. Él piensa ayudarnos.

Símon miró a su madre intentando comprender lo que pasaba por su cabeza.

—¿Qué piensa hacer?

Ella le miró directamente a los ojos.

—Dave conoce a los hombres como él. Sabe cómo librarse de ellos.

—¿Qué piensa hacer? —repitió Símon.

—No os preocupéis de eso —respondió su madre.

—¿Va a librarnos de él?

—Sí.

—¿Cómo?

—No lo sé. Dice que lo mejor es que sepamos lo menos posible, y yo ni siquiera debería deciros lo que os estoy diciendo. No sé lo que piensa hacer. A lo mejor hablar con él. Asustarle para que nos deje en paz. Tiene amigos en el ejército que le ayudarán si es necesario.

—¿Y qué pasará si Dave se marcha? —preguntó Símon.

—¿Si se marcha?

—Si se va de aquí —dijo Símon—. No estará siempre aquí. Es un soldado. Siempre se llevan a los soldados y traen a otros nuevos a los barracones. ¿Qué pasa si se marcha? ¿Qué haremos entonces?

Ella miró a su hijo.

—Ya encontraremos una solución —dijo en voz baja—. Ya la encontraremos.

Capítulo 19

Sigurdur Óli llamó a Erlendur y le habló de su hallazgo y de que Elsa pensaba que era otro hombre quien había dejado embarazada a Sólveig, la novia de Benjamín, aunque no se sabía quién. Discutieron el asunto durante un rato y Erlendur le contó a Sigurdur Óli lo que había averiguado por el viejo militar, Edward Hunter, sobre el robo del almacén de intendencia en el que estaba involucrado un padre de familia de la casa de la colina. Según Edward, la esposa de aquel hombre era víctima de violencia doméstica; aquello confirmaba lo que les había contado Höskuldur, quien lo había sabido de labios del comerciante, Benjamín.

—Esa gente ha muerto y están enterrados desde hace mucho tiempo —dijo Sigurdur Óli con voz cansina—. No sé para qué estamos destapando todo esto. Es como despertar a los fantasmas. Nunca llegaremos a ver a ninguno ni podremos hablar con ellos. No son más que fantasmas de historias de fantasmas.

—¿Está hablando de la mujer verde de la colina? —preguntó Erlendur.

—Elinborg dice que el viejo Róbert vio el fantasma de Sólveig con un abrigo verde, y eso indica que hemos empezado a tratar directamente con fantasmas.

—Pero ¿no tienes curiosidad por saber quién es la persona que está enterrada en la colina, y si la enterraron viva?

—Llevo dos días rebuscando en un sótano asqueroso y ya me da todo igual —dijo Sigurdur Óli—. No me importan en absoluto todos esos malditos chismorreos —dijo para dar mayor énfasis a sus palabras, y colgó el teléfono.

Elinborg se despidió de Erlendur al salir de casa de Hunter.

Junto con otros agentes, la habían llamado para escoltar al Tribunal de Distrito de Reykjavik a un delincuente imputado, un conocido hombre de negocios que estaba involucrado en el Gran Caso del tráfico de drogas. Los medios de comunicación mostraban un interés inagotable, y en los juzgados esperaba un buen número de periodistas: ese día iban a ser trasladados al Tribunal de Distrito un número considerable de imputados para oír la lectura de las acusaciones. Elinborg intentó arreglarse lo mejor que pudo en el escaso tiempo disponible. Quizás apareciese en televisión cuando mostraran imágenes del tribunal en los telediarios de las distintas cadenas, y en ese caso era mejor tener buen aspecto y, por lo menos, llevar los labios bien pintados.

—¡Ay, qué pelos! —suspiró intentando arreglarse el cabello con los dedos.

Erlendur tenía la mente puesta en Eva Lind, igual que el día anterior, acostada en la UCI, entre la vida y la muerte. Se había quedado deshecho tras su última trifulca en su apartamento dos meses atrás. Entonces era aún invierno, había nieve, oscuridad y frío. No tenía ninguna intención de pelearse con ella. Pero ella no cedió un milímetro. Como siempre.

—No puedes hacerle eso a tu hijo —le había dicho, intentando, una vez más, convencerla.

Calculaba que su hija estaría ya en el quinto mes. Ella había intentado controlarse cuando supo que estaba embarazada, y después de dos intentos parecía capaz de empezar a dejar la droga. Él la apoyaba como podía, pero los dos sabían que su apoyo servía de poco y que sus relaciones habían llegado a un punto en que cuanto menos se inmiscuyera él en las cosas de su hija, mayor sería la probabilidad de éxito. La postura de Eva Lind para con su padre era ambivalente. Buscaba su camaradería pero, al mismo tiempo, no dejaba de criticarla. Pasaba de un extremo al otro sin poder encontrar un punto medio.

—¿Qué sabes tú? —respondió su hija—. ¿Qué sabes tú de hijos? Yo puedo tener a mi hijo sola. Y pienso tenerlo en paz.

Él no sabía qué era lo que consumía, si estupefacientes o alcohol o una mezcla de ambos, pero su hija estaba claramente intoxicada cuando le abrió la puerta y la hizo pasar. Ella cayó sobre el sofá, más que sentarse en él. Su vientre se hinchaba bajo la chaqueta de cuero sin abotonar, la barriga había empezado a ser claramente visible. No llevaba más que una fina camiseta por debajo. En el exterior la temperatura alcanzaba los diez grados bajo cero.

—Yo creía que habíamos...

—No hay nada —le interrumpió ella—, ningún nosotros. No hay nada. Nada.

—Yo creía que habías decidido preocuparte por tu hijo. Tener cuidado de que no le pasara nada, que la droga no le afectara. Ibas a tener cuidado, pero probablemente eres demasiado buena para eso. Probablemente eres demasiado buena para pensar de una forma decente en tu hijo.

—Cállate.

—¿A qué has venido?

—No lo sé.

—Es tu conciencia. ¿No es eso? Es tu conciencia que te aguijonea y piensas que yo me mostraré comprensivo con tu miseria. Por eso vienes a verme. Para que te compadezca y acalle los gritos de tu conciencia.

—Sí, justo, éste es el lugar adecuado si uno quiere tener conciencia, santurrón.

—Ya habías decidido el nombre. ¿No lo recuerdas? Si era una niña.

—Tú eres quien lo había decidido. Yo no. Tú. Como siempre. Tú lo decides todo. Si te quieres ir, te vas y ya está, a la mierda conmigo y con todos.

—Iba a llamarse Audur. Te gustaba ese nombre.

—¿Te crees que no sé lo que intentas? ¿Crees que no veo tus intenciones? Eres repugnante... Sé perfectamente lo que llevo en la barriga. Sé que es un ser humano. Una persona. Lo sé. No necesitas recordármelo. No tienes ninguna necesidad de recordármelo.

—Bien —dijo Erlendur—. Me parece que a veces lo olvidas. Olvidas que ya no tienes que pensar sólo en ti. Que no eres tú sola la que se droga. Al drogarte tú drogas también al niño, y el daño que la droga le ocasiona al niño es mucho, pero que mucho mayor que el que te causa a ti.

Calló.

—A lo mejor fue un error —continuó— no abortar.

Ella le miró.

—¡Cabrón!

—Eva...

—Mamá me lo dijo. Sé perfectamente lo que querías.

—¿De qué estás hablando?

—Y puedes llamaría mentirosa y decir que no es nadie, pero yo sé que es verdad.

—¿El qué? ¿De qué estás hablando?

—Dijo que lo negarías.

—¡¿Que negaría el qué?!

—Tú no me querías.

—¿Cómo?

—No me querías. Cuando la dejaste embarazada.

—¿Qué te dijo tu madre?

—No me querías.

—Es mentira.

—Querías que abortase...

—Eso es mentira...

—... y ahora me criticas a mí, que hago todo lo mejor que puedo. Siempre criticándome.

—Eso no es verdad. Nunca pensamos tal cosa. No sé por qué te dijo eso, pero no es verdad. Nunca pensamos tal cosa. Nunca hablamos de eso.

—Ella sabía que te retractarías. Me lo advirtió.

—¿Que te lo advirtió? ¿Cuándo te dijo eso?

—Cuando supo que yo estaba embarazada. Según ella, tú le pediste que abortara, aunque a mí me lo negarías y me dirías todo lo que acabas de decirme.

Eva Lind se puso en pie y fue hacia la puerta.

—Está mintiendo, Eva. Créeme. No sé por qué te dice semejante cosa. Sé que me odia, pero no creía que tanto. Te está volviendo contra mí. Date cuenta. Decir algo así es... es... es una abominación. Puedes decírselo.

—Díselo tú mismo —exclamó Eva Lind—. ¡Si te atreves!

—Es una abominación decirte algo así. Inventar algo así para destruir nuestra relación.

—Yo prefiero creerle a ella.

—Eva...

—Cállate.

—Te diré por qué no puede ser verdad. Porque yo jamás podría...

—¡No te creo!

—Eva... Yo tenía...

—Cierra el pico. No creo nada de lo que dices.

—Entonces es mejor que te marches —dijo él.

—Sí, justo —repuso ella desafiante—. Líbrate de mí.

—¡Lárgate!

—¡Eres repugnante! —gritó ella, saliendo de la casa como una exhalación.

—¡Eva! —la llamó, pero ya se había ido.

No volvió a verla ni oír de ella hasta que su teléfono móvil sonó mientras estaba mirando los huesos, dos meses más tarde.

Erlendur estaba sentado en su coche fumando y pensando en que habría tenido que reaccionar de otra forma, que habría tenido que tragarse el orgullo y seguir a Eva Lind cuando se calmó su furia. Decirle que su madre estaba mintiendo, que él nunca había propuesto el aborto. Que no habría podido. Ni dejar que la muchacha le tuviera que enviar un mensaje pidiendo socorro. Ella no tenía madurez suficiente para aguantar todo aquello, no acababa de darse cuenta cabal de la situación en que se encontraba y no comprendía sus propias responsabilidades. Estaba extrañamente ciega ante sí misma.

Erlendur sufría ante la idea de tener que contarle lo sucedido cuando volviera en sí. Si volvía en sí. Para hacer algo, cogió el teléfono y llamó a Skarphédinn.

—Ten un poco de paciencia —dijo el arqueólogo— y deja de llamar constantemente. Te informaremos en cuanto lleguemos al esqueleto.

Todo parecía indicar que Skarphédinn era quien se había hecho cargo del caso, pues se volvía más engreído con el tiempo.

—¿Y eso cuándo será?

—No es fácil decirlo —respondió.

Erlendur vio ante él los dientes amarillentos debajo del bigote.

—Ya se verá. Déjanos trabajar en paz.

—Hay algo que sí podrás decirme. ¿Es un varón? ¿Una mujer?

—Con paciencia todo llega...

Erlendur cortó la comunicación. Se estaba encendiendo otro cigarrillo cuando sonó el teléfono. Era Jim, de la embajada británica. Edward Hunter y el embajador norteamericano habían encontrado una lista con nombres de trabajadores islandeses del almacén, y acababa de llegarle por fax. Él personalmente no había encontrado nada sobre islandeses que trabajaran allí mientras los ingleses ocupaban los almacenes. La lista tenía nueve nombres, y Jim se los leyó a Erlendur por el teléfono. A Erlendur ninguno le decía nada y le dio a Jim el número de fax de la comisaría para poder echarle un vistazo a la lista más tarde.

Fue al barrio de Vogar y volvió a aparcar, como la otra vez, a cierta distancia del apartamento del sótano en el que había entrado sin ser invitado unos días antes, en busca de Eva Lind. Esperó, reflexionando sobre qué podía haber en los hombres que les empujara a comportarse como aquel hombre con la mujer y el niño, pero no llegó a ninguna conclusión, excepto a la habitual de que estaban completamente trastornados. No sabía por qué quería ver a aquel hombre, ni si haría algo aparte de espiarle desde su coche. No podía quitarse de la cabeza las quemaduras en la espalda de la niña. Él había negado haberle hecho absolutamente nada a la criatura y la madre apoyó su declaración, de modo que era poco lo que podían hacer las autoridades, aparte de quitarles a la niña. El caso estaba en manos del fiscal. A lo mejor le imputaban. A lo mejor no.

Erlendur pensó en las opciones que tenía. Eran pocas, y todas malas. Si aquel hombre hubiera entrado en el apartamento la noche que estaba buscando a Eva Lind, cuando la niña estaba en el suelo con la espalda llena de quemaduras, se habría arrojado al instante sobre el muy sádico. Desde entonces habían pasado varios días y ahora, en frío, sería incapaz de tocarle, aunque no hubiera nada que deseara más en el mundo. Y no serviría de nada hablar con él. Esos tipos se reían de las amenazas. Se le reiría en plena cara.

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