Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
Erlendur no vio a nadie entrar o salir de la casa en las dos horas que estuvo en el coche, fumando.
Por fin renunció y fue al hospital a ver a su hija. Intentó olvidar aquello como tantas otras cosas que había tenido que ir olvidando en el transcurso del tiempo.
Sigurdur Óli le comentó a Elinborg, al salir del Tribunal de Distrito, que probablemente Benjamín no era el padre del niño que llevaba en su seno su novia Sólveig, y que aquella habría sido la causa de que se rompiera el compromiso. Igualmente, le contó que el padre de Sólveig se había ahorcado después de la desaparición de su hija, y no antes, como había dicho su hermana Bára.
Elinborg acudió al registro y estudió viejos certificados de defunción antes de volver a Grafarvogur. No le gustaba nada que le mintieran, especialmente en el caso de unas ancianas de lo más honorable que consideraban estar en posesión de todos los privilegios y despreciaban a los demás.
Bára le oyó contar la historia de Elsa acerca del padre desconocido y no cambió el gesto más de lo que lo había hecho el día anterior.
—¿Nunca lo habías oído? —preguntó Elinborg.
—¿Que mi hermana fuera una pelandusca? No, jamás había oído tal cosa, y no acabo de entender por qué sigues importunándome con esto. Después de todos estos años. No lo comprendo. Deberías dejar en paz a mi hermana. No hizo nada para que la hicieran objeto de chismorreos. ¿De dónde ha sacado eso la tal... la tal Elsa?
—Se lo contó su madre —dijo Elinborg.
—¿A quien se lo había contado Benjamín?
—Sí. Él no habló de eso con nadie hasta que estuvo en el lecho de muerte.
—¿Encontrasteis un mechón de pelo en su casa?
—Sí, ciertamente.
—¿Y pensáis analizarlo junto con los huesos?
—Supongo que sí.
—De modo que pensáis que él la mató. Que Benjamín, el muy gallina, asesinó a su novia. Me resulta absurdo. Totalmente absurdo. No comprendo que podáis mantener una idea así.
Bára calló y se quedó pensativa.
—¿Saldrá el caso en los periódicos? —preguntó.
—De eso no tengo ni idea —dijo Elinborg—. Los huesos han despertado mucho revuelo.
—¿El asesinato de mi hermana?
—Si es ése el caso. ¿Sabes tú quién habría podido ser el padre del niño?
—El único que se me ocurre es Benjamín.
—¿Nunca se mencionó a ningún otro? ¿Ella no te comentó algo?
Bára sacudió la cabeza.
—Mi hermana no era ninguna pelandusca.
Elinborg carraspeó.
—Me dijiste que vuestro padre se había suicidado unos años antes que tu hermana.
Se miraron un instante a los ojos.
—Será mejor que te vayas.
—No fui yo quien empezó a hablar de tu padre. He comprobado los certificados de defunción del registro. El registro no suele mentir, a diferencia de muchas personas.
—No tengo nada más que decirte —repuso Bára, pero ya no tenía la misma cara de póquer.
—No creo que lo mencionaras a no ser que quisieras hablar de él. En el fondo.
—¡Menuda estupidez! —exclamó Bára sin poder contenerse—. ¿Ahora te has vuelto psicóloga?
—Murió seis meses después de la desaparición de tu hermana. En el certificado no consta que fuera suicidio, ni siquiera la causa de la muerte. Probablemente erais una familia demasiado fina para mencionar la palabra «suicidio». «Muerte repentina en su hogar», dice.
Bára le dio la espalda.
—¿Existe alguna posibilidad de que empieces a decirme la verdad? —dijo Elinborg, que también se había puesto en pie—. ¿Qué papel tiene tu padre en todo esto? ¿Por qué lo mencionaste? ¿Quién era el padre del hijo de Sólveig? ¿Era él?
No obtuvo reacción alguna. Estaban las dos de pie en el salón y el silencio entre ambas se podía cortar. Elinborg paseó la vista a su alrededor: todos aquellos objetos preciosos, los cuadros de ambos esposos, los costosos muebles, el negro piano de cola, una foto de Bára con el presidente del Partido del Progreso en un lugar destacado. «La muerte está en todos esos objetos», pensó.
—¿No tienen su secreto todas las familias? —dijo Bára por fin, aún de espaldas a Elinborg.
—Supongo que sí —contestó ella.
—No fue mi padre —dijo Bára a regañadientes—. No sé por qué te mentí sobre su muerte. Se me escapó. Si quieres hacer de psicóloga, dirás que en lo más profundo estaba deseando poder soltártelo todo. Que he callado siempre pero que cuando empezaste a hablar de Sólveig, se rompió el dique que contenía mis deseos. No sé.
—¿Y quién fue entonces?
—Su primo, el hijo de su tío paterno —dijo Bára—. En Fljót. Sucedió en una de las visitas veraniegas.
—¿Cómo os enterasteis?
—Ella estaba completamente transformada cuando volvió. Mamá... nuestra madre se dio cuenta enseguida, y claro, no se podía seguir ocultando en cuanto pasara algo de tiempo.
—¿Os contó vuestra madre lo sucedido?
—Sí. Nuestro padre se fue al norte, no sé para qué. Cuando volvió, al muchacho le hicieron marcharse al extranjero. Debió de haber sido un buen tema de conversación en la comarca. El abuelo tenía una finca muy grande. Eran sólo dos hermanos. Mi padre se fue a la capital y fundó una empresa y se hizo rico. Ayudó a su hermano Jónas, que siguió viviendo en la granja de Hrifla. Le adoraba.
—¿Y qué pasó con su sobrino?
—Nada. Sólveig dijo que se había acostado con ella contra su voluntad. Que la había violado... Mis padres no sabían qué hacer, no querían denunciarle, con todas las habladurías y chismorreos que eso traería consigo. El muchacho volvió varios años después y vivió aquí, en Reykjavik. Formó una familia. Murió hace veinte años.
—¿Y Sólveig y el niño?
—Querían obligar a Sólveig a abortar, pero ella se negó. Se negó a destruir a la criatura. Y un día desapareció. —Bára se volvió de nuevo hacia Elinborg—. Puede decirse que ese veraneo en Fljót nos destruyó. Nos destruyó a todos como familia. En verdad, ha marcado toda mi vida. Guardar el secreto. El buen nombre de la familia. No se podía decir nada. No se podía hablar nunca del tema. Mi madre se encargaba de ello. Sé que habló con Benjamín más tarde, le explicó el asunto. De modo que la muerte de Sólveig fue solamente cosa suya, decisión propia, un trastorno temporal. Nosotros siempre estuvimos perfectamente. Éramos puros y finos. Ella enloqueció y se arrojó al mar.
Elinborg la miró y de pronto sintió algo así como compasión por ella, y pensó en la mentira que había sido su vida.
—Ella estaba sola —continuó Bára—. A nosotros no nos afectaba. Era asunto suyo.
Elinborg asintió.
—Ella no está enterrada en la colina —añadió Bára—. Está en el fondo del mar y lleva allí más de sesenta horribles años.
Erlendur se sentó al lado de Eva Lind después de hablar con el médico, pensando qué decirle, pero no se decidió.
Pasó el tiempo. La UCI estaba en silencio. Algunos médicos pasaban por delante de la puerta, o alguna enfermera con suaves zapatos blancos que producían leves crujidos en el linóleo del suelo.
Aquel crujido...
Erlendur miró a su hija y empezó, como sin querer, a hablar con ella en voz baja y a contarle una desaparición en la que había pensado mucho y en la que aún tendría que pensar mucho más, pese a los años transcurridos, para llegar a comprenderla.
Empezó a hablarle de un muchacho que se había trasladado con sus padres a Reykjavik, desde el campo, y que seguía echando de menos los prados de su terruño. Era demasiado joven para comprender por qué se habían ido a vivir a la ciudad, que entonces no era tal ciudad, sino una población grande junto al mar. Más tarde comprendió que fueron muchos los motivos de aquella decisión.
El nuevo entorno le resultó extraño desde el primer momento. Se había criado en la sencilla vida del campo, junto a los animales y la soledad, en la belleza del verano y el frío helador del invierno, y entre las historias de su gente, de las comarcas de alrededor, pegujaleros la mayoría, pobres como ratas desde generaciones atrás.
Aquellas personas eran los héroes de las historias que oía en su infancia sobre la vida de la comarca, tal como la conocía él mismo. Historias de la vida cotidiana de hacía décadas que explicaban azares y catástrofes, o tan terriblemente divertidas que cuando se contaban se retorcían de risa, encogiéndose como un ovillo, y tosían y temblaban de alegría. Tanto de los que vivían como de los que se habían ido, abuelos y bisabuelos e incluso de hacía más tiempo. De quienes habían muerto y estaban enterrados en el pequeño cementerio junto a la vieja iglesia de la comarca, mientras ésta era utilizada; comadronas que vadeaban gélidos ríos glaciales para ayudar en los partos difíciles; campesinos que habían conseguido salvar el ganado en tormentas irrefrenables; braceros que se perdían y morían mientras se dirigían al ovil; curas borrachos; fantasmas y monstruos; historias, en fin, que eran parte de su propia vida.
Se llevó consigo todas aquellas historias a la ciudad cuando se trasladó con sus padres allí. De una caseta de baños de los soldados ingleses —de cuando la guerra, que había a la entrada de la ciudad— hicieron su vivienda, pues no tenían medios para otra cosa. La vida de la ciudad no le sentó nada bien a su padre, que estaba enfermo del corazón y murió al poco de llegar a la capital. Su madre vendió la casa de baños, consiguió un cuartito en un sótano cerca del puerto y trabajó en el mundo del pescado. Él mismo no sabía a qué dedicarse al acabar la escuela. No había dinero para ir a la universidad. Quizá tampoco demasiado interés. Trabajó de obrero. En la construcción. Trabajó de marinero. Vio un anuncio que pedía gente para trabajar en la policía.
Ya no oía las historias, y se perdieron. Toda su gente había desaparecido, enterrada y olvidada en una comarca desierta. Él mismo iba a la deriva en una ciudad en la que no se sentía a gusto. Aunque quisiera volver, no tenía ningún sitio adónde ir. No era un hombre de ciudad. No sabía lo que era. Pero nunca abandonó la añoranza de otra vida, y notaba en su interior el desarraigo y la pérdida, y con la muerte de su madre perdió sus últimos lazos con el pasado.
Visitaba los locales de diversión. Conoció a una mujer en Glaumbaer. Había conocido a otras mujeres pero en encuentros fugaces. Aquella vez fue distinto, más rotundo, y tuvo la sensación de que era ella quien mandaba. Todo sucedió tan deprisa que no se dio ni cuenta, en realidad. Ella siempre planteó exigencias que él satisfizo sin demasiado entusiasmo, y antes de que se diera cuenta se habían casado y tenían una hija. Alquilaron un pequeño apartamento. Ella continuaba hablando de sus planes de futuro y de tener hijos y de comprar una casa, impaciente y nerviosa, con la alegría de la anticipación en la voz; en su mente tenía ya decidido un rumbo fijo y seguro, y nada, nada, podría arrojar sombra alguna sobre él jamás. Él la miraba y tenía la sensación de que no conocía a aquella mujer en absoluto.
Tuvieron otro hijo, pero ella percibía cada vez con más claridad lo lejos que estaba su marido. Él se alegró del nacimiento del nuevo hijo sólo por cortesía, y empezó a indicar con leves indirectas que quería acabar con aquello, que quería irse. Cuando ella se dio cuenta, le preguntó si había otra mujer, pero él se limitó a mirarla sin comprender la pregunta. Ni se le había ocurrido. Tenía que haber otra, dijo ella. No es eso, dijo él, y empezó a explicarle cómo se sentía y lo que pensaba, pero ella no quería oírlo. Ambos tenían dos hijos y él no podía estar hablando en serio de abandonarla, de abandonarlos a todos.
Sus hijos. Eva Lind y Sindri Snaer. Sus nombres favoritos, elegidos por ella. No percibía qué había de él mismo en ellos. No acababa de comprender su papel de padre, aunque asumía la responsabilidad que llevaba sobre los hombros. Pero la obligación que tenía con ellos no tenía que ver con su madre. Quería que se separasen de mutuo acuerdo y ocuparse de los niños. Ella dijo que no había acuerdo posible y cogió en brazos a Eva Lind y la estrechó contra sí. Que utilizara a los niños para retenerle aumentó su convencimiento de que no podía vivir con aquella mujer. Todo había sido un inmenso error desde el principio, y habría tenido que coger las riendas mucho tiempo atrás. No sabía en qué había estado pensando todo aquel tiempo, pero tenía que acabar.
Quiso tener a los niños unos días a la semana, o al mes, pero ella se negó en redondo: si la abandonaba no volvería a verlos. Ella se encargaría de impedirlo.
De modo que se marchó. Desapareció de la vida de la chiquilla que aún usaba pañales, a los dos años de edad, y que se quedó mirándole cuando salía por la puerta, con el chupete en las manos. Un chupete pequeño, blanco, que crujía levemente cuando lo mordía.
—Lo hicimos muy mal —dijo Erlendur.
Aquel crujido...
Dejó caer la cabeza. Pensó que la enfermera debía de haber pasado otra vez por delante de la puerta.
—No sé lo que fue de ese hombre —dijo Erlendur en voz casi inaudible, y miró a su hija y contempló su rostro, más apacible de lo que lo había visto nunca. Las líneas eran más claras.
Miró los aparatos que la mantenían con vida. Luego volvió a mirar al suelo.
Así transcurrió un largo rato hasta que finalmente se levantó y se inclinó sobre Eva Lind y la besó en la frente.
—Desapareció, creo que aún está perdido y lleva así mucho tiempo y no estoy seguro de que se le pueda encontrar ya. No es culpa tuya. Sucedió antes de que tú empezaras a existir. Creo que anda buscándose a sí mismo pero no sabe por qué, ni a quién está buscando exactamente, y nunca podrá encontrarse.
Erlendur miró a Eva Lind.
—A menos que tú le ayudes.
El rostro de ella era como una máscara fría a la luz de la lamparita de la mesilla de noche.
—Sé que tú también estás buscándole, y si hay alguien que pueda encontrarle, esa persona eres tú.
Se dio la vuelta para irse, cuando vio a su ex mujer en la puerta. No sabía cuánto tiempo llevaba allí ni lo que habría oído. Vestía el mismo abrigo marrón encima de un chándal, y zapatos de tacón, en un ridículo conjunto. Erlendur no se había encontrado con su mirada desde hacía más de veinte años, y vio cuánto había envejecido en aquel tiempo, cómo los trazos de su rostro habían perdido su definición, le habían engordado las mejillas y se le había formado papada.
—Lo que le dijiste a Eva Lind sobre el aborto es una mentira repugnante —dijo inflamado de furia.
—Déjame en paz —le espetó Halldóra.