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Authors: Javier Cercas

Soldados de Salamina (13 page)

BOOK: Soldados de Salamina
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La escena es ésta:

En algún momento de la segunda noche que pasaron los cuatro juntos en el granero, a Angelats lo despertó un ruido. Se incorporó sobresaltado y vio a Joaquim Figueras durmiendo plácidamente junto a él, entre la paja y las mantas; Pere y Sánchez Mazas no estaban. Ya iba a levantarse (o quizás a llamar a Joaquim, que era menos cobarde o más decidido que él) cuando oyó sus voces y comprendió que eso era lo que le había despertado; eran apenas un susurro, pero le llegaban nítidas en el silencio perfecto del granero, al otro lado del cual, casi a ras de suelo y junto a la puerta entrecerrada, Angelats distinguió las brasas de dos cigarrillos ardiendo en la oscuridad. Se dijo que Pere y Sánchez Mazas se habían alejado del lecho de paja donde dormían los cuatro para fumar sin peligro, preguntándose qué hora sería e imaginando que Pere y Sánchez Mazas llevaban ya mucho rato despiertos y hablando volvió a acostarse, trató de conciliar de nuevo el sueño. No lo consiguió. Desvelado, se aferró al hilo de la conversación de los dos insomnes: al principio lo hizo sin interés, sólo para entretener la espera, pues entendía las palabras que estaba oyendo, pero no su sentido ni su intención; luego la cosa cambió. Angelats oyó la voz de Sánchez Mazas, pausada y profunda, un poco ronca, relatando los días del Collell, las horas, los minutos, los segundos asombrosos que precedieron y siguieron a su fusilamiento; Angelats conocía el episodio porque Sánchez Mazas les había hablado de él la primera mañana en que estuvieron juntos, pero ahora, quizá porque la oscuridad impenetrable del granero y la elección tan cuidadosa de las palabras otorgaban a los hechos un suplemento de realidad, lo oyó como por vez primera o como si, más que oírlo, lo estuviera reviviendo, expectante y con el corazón encogido, quizás un poco incrédulo, porque también por vez primera —Sánchez Mazas había eludido mencionarlo en su primer relato— vio al miliciano de pie junto a la hoya, entre la lluvia, alto y corpulento y empapado, mirando a Sánchez Mazas con sus ojos grises o quizás verdosos bajo el arco doble de las cejas, las mejillas chupadas y los pómulos salientes, recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Era muy joven, oyó Angelats que decía Sánchez Mazas. De tu edad o quizá más joven, aunque tenía una expresión y unos rasgos de adulto. Por un momento, mientras me miraba, creí que sabía quién era; ahora estoy seguro de saberlo. Hubo un silencio, como si Sánchez Mazas aguardara la pregunta de Pere, que no llegó; Angelats divisaba al fondo del granero el brillo de las dos brasas, uno de los cuales se hizo momentáneamente más intenso y alumbró el rostro de Pere con un tenue resplandor rojizo. No era un carabinero ni desde luego un agente del SIM, prosiguió Sánchez Mazas. De haberlo sido, yo no estaría aquí. No: era un simple soldado. Como tú. O como tu hermano. Uno de los que nos vigilaban cuando salíamos a pasear al jardín. Enseguida me fijé en él, y yo creo que él también se fijó en mí, o por lo menos eso es lo que se me ocurre ahora, porque en realidad nunca intercambiamos una sola palabra. Pero me fijé en él, como todos mis compañeros, porque mientras nosotros paseábamos por el jardín él siempre estaba sentado en un banco y tarareando algo, canciones de moda y cosas así, y una tarde se levantó del banco y se puso a cantar Suspiros de España. ¿Lo has oído alguna vez? Claro, dijo Pere. Es el pasodoble favorito de Liliana, dijo Sánchez Mazas. A mí me parece muy triste, pero a ella se le van los pies en cuanto oye cuatro notas. Lo hemos bailado tantas veces... Angelats vio que la brasa del cigarrillo de Sánchez Mazas enrojecía y se apagaba bruscamente, y luego oyó que su voz ronca y casi irónica se levantaba en un susurro y reconoció en el silencio de la noche la melodía y la letra del pasodoble, que le dieron unas ganas enormes de llorar porque le parecieron de golpe la letra y la música más tristes del mundo, y también un espejo desolador de su juventud malograda y del futuro de lástima que le aguardaba: «Quiso Dios, con su poder, / fundir cuatro rayitos de sol / y hacer con ellos una mujer, / y al cumplir su voluntad / en un jardín de España nací / como la flor en el rosal. / Tierra gloriosa de mi querer, / tierra bendita de perfume y pasión, / España, en toda flor a tus pies / suspira un corazón. / Ay de mi pena mortal, / porque me alejo, España, de ti, / porque me arrancan de mi rosal». Sánchez Mazas dejó de canturrear. ¿Te la sabes entera?, preguntó Pere. ¿El qué?, preguntó Sánchez Mazas. La canción, contestó Pere. Más o menos, contestó Sánchez Mazas. Hubo otro silencio. Bueno, dijo Pere. Y qué pasó con el soldado. Nada, dijo Sánchez Mazas. Que en vez de quedarse sentado en el banco, tarareando por lo bajo como siempre, aquella tarde se puso a cantar Suspiros de España en voz alta, y sonriendo y como dejándose arrastrar por una fuerza invisible se levantó y empezó a bailar por el jardín con los ojos cerrados, abrazando el fusil como si fuera una mujer, de la misma forma y con la misma delicadeza, y yo y mis compañeros y los demás soldados que nos vigilaban y hasta los carabineros nos quedamos mirándolo, tristes o atónitos o burlones pero todos en silencio mientras él arrastraba sus fuertes botas militares por la gravilla sembrada de colillas y de restos de comida igual que si fueran zapatos de bailarín por una pista impoluta, y entonces, antes de que acabara de bailar la canción, alguien dijo su nombre y lo insultó afectuosamente y entonces fue como si se rompiera el hechizo, muchos se echaron a reír o sonrieron, nos echamos a reír, prisioneros y vigilantes, todos, creo que era la primera vez que me reía en mucho tiempo. Sánchez Mazas se calló. Angelats sintió que Joaquim se revolvía a su lado, y se preguntó si él también estaría escuchando, pero su respiración áspera y regular le hizo descartar enseguida la idea. ¿Eso fue todo?, preguntó Pere. Eso fue todo, contestó Sánchez Mazas. ¿Estás seguro de que era él?, preguntó Pere. Sí, contestó Sánchez Mazas. Creo que sí. ¿Cómo se llamaba?, preguntó Pere. Dijiste que alguien pronunció su nombre. No lo sé, contestó Sánchez Mazas. Quizá no lo oí. O lo oí y lo olvidé enseguida. Pero era él. Me pregunto por qué no me delató, por qué me dejó escapar. Me lo he preguntado muchas veces. Volvieron a callar, y Angelats sintió esta vez que el silencio era más sólido y más largo, y pensó que la conversación había concluido. Me estuvo mirando un momento desde el borde de la hoya, continuó Sánchez Mazas. Me miraba de una forma rara, nunca nadie me ha mirado así, como si me conociera desde hacía mucho tiempo pero en aquel momento fuera incapaz de identificarme y se esforzara por hacerlo, o como el entomólogo que no sabe si tiene delante un ejemplar único y desconocido de insecto, o como quien intenta en vano descifrar en la forma de una nube un secreto invulnerable por fugaz. Pero no: en realidad me miraba de una forma... alegre. ¿Alegre?, preguntó Pere. Sí, dijo Sánchez Mazas. Alegre. No lo entiendo, dijo Pere. Yo tampoco, dijo Sánchez Mazas. En fin, añadió después de otra pausa, no sé. Creo que estoy diciendo tonterías. Debe de ser muy tarde, dijo Pere. Es mejor que intentemos dormir. Sí, dijo Sánchez Mazas. Angelats los sintió levantarse, tumbarse en la paja uno al lado del otro, junto a Joaquim, y los sintió también (o los imaginó) tratando en vano como él de conciliar el sueño, revolviéndose entre las mantas, incapaces de desprenderse de la canción que se les había enredado en el recuerdo y de la imagen de aquel soldado bailándola abrazado a su fusil entre cipreses y prisioneros, en el jardín del Collell.

Eso ocurrió la noche del jueves; al día siguiente llegaron los nacionales. Desde el martes no habían dejado de pasar los últimos convoyes militares ni de oírse las explosiones con que los republicanos —volando puentes, cortando comunicaciones— trataban de protegerse la retirada, y por eso Sánchez Mazas y sus tres compañeros pasaron toda la mañana del viernes vigilando con impaciencia la carretera desde su observatorio en el prado, hasta que poco después del mediodía divisaron a las avanzadillas nacionales. El grupo estalló de alegría. Sin embargo, antes de ir al encuentro de sus libertadores, Sánchez Mazas los convenció de que lo acompañaran hasta Mas Borrell para darle las gracias a María Ferré y a su familia, y cuando llegaron a Mas Borrell se encontraron con el padre y la madre de María Ferré, pero no con María Ferré. Ésta recuerda muy bien que aquel mediodía, desde un lugar no muy alejado de donde estaban Sánchez Mazas y sus compañeros, también había visto pasar a las primeras tropas nacionales y que al rato una vecina vino a decirle de parte de sus padres que volviera a su casa, porque había soldados en ella. Un poco preocupada, María echó a andar junto a la vecina, pero se tranquilizó cuando ésta le dijo que los chicos de Can Pigem estaban entre los soldados. Aunque no había cruzado más de cuatro palabras con Pere y con Joaquim, los conocía desde siempre, y apenas vio al pequeño de los Figueras en el patio de la masía, charlando con Angelats, lo reconoció de inmediato. En la cocina estaban Pere y Sánchez Mazas, con sus padres; eufórico, Sánchez Mazas la abrazó, la levantó en vilo, la besó. Luego les contó a los Ferré lo ocurrido durante los días en que no habían tenido noticias de él, se deshizo en palabras de elogio y de gratitud hacia Angelats y los hermanos Figueras, dijo:

—Ahora son mis amigos. —Ni María ni Joaquim Figueras lo recuerdan, pero sí Angelats: fue en ese momento cuando, según él, Sánchez Mazas pronunció por vez primera unas palabras que iba a repetir muchas veces en los años que siguieron y que hasta el final de sus vidas resonarían en la memoria de los muchachos que lo ayudaron a sobrevivir con un tintineo aventurero de contraseña secreta—. «Los amigos del bosque». —Y, siempre según Ángelats, añadió con alguna solemnidad—: Algún día contaré todo esto en un libro: se titulará Soldados de Salamina.

Antes de marcharse les reiteró a los Ferré su eterna gratitud por haberle acogido, les rogó que no dudaran en ponerse en contacto con él siempre que creyeran que podía ayudarles, y a modo de salvoconducto, por si tenían algún problema con las nuevas autoridades, escuetamente relató en un pedazo de papel lo que habían hecho por él. Después se fueron, y desde la puerta del patio María y sus padres los vieron alejarse por el camino de tierra en dirección a Cornellá, Sánchez Mazas al frente, erguido como un capitán al mando de los restos ínfimos, exultantes y desastrados de sus tropas victoriosas, Joaquim y Angelats escoltándolo, y Pere un poco más atrás y casi cabizbajo, como si no participara del todo de la alegría de los otros pero batallara con todas las fuerzas que le quedaban por no quedar excluido de ella. Durante los años que siguieron María escribió muchas veces a Sánchez Mazas y éste siempre le contestó de su puño y letra. Las cartas de Sánchez Mazas ya no existen, porque María, aconsejada por su madre, que por algún motivo temía que pudieran comprometerla, acabó destruyéndolas. En cuanto a sus propias cartas, se las escribía el secretario del Ayuntamiento de Banyoles, y en ellas solicitaba la puesta en libertad de familiares, amigos o conocidos encarcelados, cosa que casi indefectiblemente se le concedía y que durante varios años la envolvió en un halo de santa o de hada madrina de los desesperados de la comarca, cuyas familias acudían a ella en busca de protección para las víctimas indiscriminadas de una posguerra que por entonces nadie podía imaginar que duraría tanto tiempo. Salvo su familia, nadie tampoco sabía que la fuente de aquellos favores no era un amante secreto de María, ni un poder sobrenatural que ella había poseído siempre pero no había juzgado oportuno usar hasta entonces, sino un pordiosero fugitivo al que un amanecer había ofrecido un poco de comida caliente y al que, después de aquel mediodía de febrero en que se perdió por el camino de tierra en compañía de los Figueras y de Angelats, nunca volvió a ver en toda su vida.

Sánchez Mazas pasó algún tiempo en Can Pigem a la espera de un transporte que lo devolviera a Barcelona. Fueron días muy felices. Aunque en algunas partes de España la guerra seguía su curso, para él y para sus compañeros había terminado, y el recuerdo terrible de los meses de incertidumbre y cautiverio y de la proximidad de la muerte reforzaban su euforia, igual que lo hacían la anticipación del reencuentro inmediato con su familia y sus amigos y con el nuevo país que él había contribuido decisivamente a forjar. En el afán por congraciarse con las nuevas autoridades —en el afán de las nuevas autoridades por congraciarse con la gente—, aquella comarca de militancia republicana celebró por todo lo alto la entrada de los nacionales con cuchipandas y verbenas populares en las que nunca faltó la presencia de Sánchez Mazas y sus tres compañeros, vestidos todavía con sus uniformes de soldados rojos y armados con sus pistolas del nueve largo, pero sobre todo protegidos por la presencia intimidadora del jerarca, que de forma un tanto irónica pero indefectible los presentaba como su guardia personal. Ese periodo de alegre impunidad terminó para ellos la mañana en que un teniente de regulares irrumpió en Can Pigem con el anuncio de que el jeep en el que partía de inmediato hacia Barcelona tenía un asiento libre para Sánchez Mazas. Sin apenas tiempo para despedirse de la familia Figueras y de Angelats, Sánchez Mazas alcanzó a entregarle a Pere la libreta de tapas verdes donde, además del diario de sus días del bosque, había puesto por escrito el vínculo de gratitud que le uniría para siempre a ellos, y Joaquim Figueras y Daniel Angelats recuerdan muy bien que las últimas palabras que le oyeron pronunciar, sacando una mano de despedida por la ventanilla del jeep que se alejaba ya por la carretera de Gerona, fueron:

—¡Volveremos a vernos!

Pero Sánchez Mazas se equivocaba: nunca volvió a ver a Pere y Joaquim Figueras, ni a Daniel Angelats. Sin embargo, y aunque él nunca llegó a saberlo, Daniel Angelats y Joaquim Figueras sí volvieron a verle a él.

Ocurrió varios meses más tarde, en Zaragoza. Para entonces Sánchez Mazas era un hombre completamente distinto al que ellos habían conocido. Propulsado por el ímpetu de la liberación, en ese tiempo había desarrollado una actividad sin descanso: había visitado Barcelona, Burgos, Salamanca, Bilbao, Roma, San Sebastián; por todas partes fue objeto de agasajos que festejaban su libertad y su incorporación a la España nacional como un triunfo de valor incalculable para el porvenir de ésta; por todas partes escribió artículos, concedió entrevistas, pronunció conferencias, discursos y alocuciones radiofónicas donde veladamente aludía a episodios de su larga cautividad y donde, con una fe sin fisuras, se ponía al servicio del nuevo régimen. No obstante, desde que al día siguiente de abandonar Can Pigem empezó a frecuentar en Barcelona el despacho de Dionisio Ridruejo, jefe de Prensa y Propaganda de los sublevados, donde de forma asidua se reunían viejos y nuevos camaradas de la Falange intelectual, Sánchez Mazas pudo captar, por encima o por debajo de la atmósfera triunfalista de fraternidad superficial, los recelos y suspicacias que entre los vencedores habían causado la astucia de Franco y tres años de conciliábulos conspirativos en la retaguardia. Pudo captarlo, pero no lo captó o no quiso captarlo. El hecho es explicable: recién recobrada la libertad, Sánchez Mazas lo encontraba todo a pedir de boca, porque no podía imaginar que la realidad de la España de Franco difiriera en un ápice de sus deseos; no era ése el caso de algunos de sus viejos camaradas falangistas. Desde que el 19 de abril de 1937 fue promulgado el Decreto de Unificación, un verdadero golpe de Estado a la inversa (como años más tarde lo llamó Ridruejo) por el que todas las fuerzas políticas que se habían sumado al Alzamiento pasaban a integrarse en un único partido bajo el mando del Generalísimo, la vieja guardia de Falange podía empezar a intuir que la revolución fascista con que había soñado no iba a llegar nunca, porque el cóctel expeditivo de su doctrina —que en una amalgama brillante, demagógica e imposible mezclaba la preservación de ciertos valores tradicionales y la urgencia de cambios profundos en la estructura social y económica del país, el terror de las clases medias ante la revolución proletaria y el irracionalismo vitalista de raíz nietzscheana, que, frente al vivere cauto burgués, propugnaba el vivere pericoloso romántico—, iba a acabar diluyéndose en un aguachirle gazmoño, previsible y conservador. A la altura de 1937, descabezada por la muerte de José Antonio, domesticada como ideología y anulada como aparato autónomo de poder, Franco podía usar ya la Falange, con su retórica y sus ritos y demás manifestaciones externas fascistas, a la manera de un instrumento para homologar su régimen con la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini (de quienes tanta ayuda había recibido y recibía y esperaba todavía recibir), pero también podía usarla, según había previsto y temido años atrás José Antonio, «como un mero elemento auxiliar de choque, como una guardia de asalto de la reacción, como una milicia juvenil destinada a desfilar ante los fantasmones encaramados en el poder». Todo conspiró en esos años para diluir la Falange primigenia, desde el uso ortopédico que de ella hizo Franco hasta el hecho crucial de que en el curso de la guerra no sólo se sumaron de forma masiva a ella quienes compartían de buen grado su ideario, sino también quienes trataban de esa forma de blindarse de su pasado republicano. Así las cosas, la disyuntiva que tarde o temprano hubieron de afrontar muchos camisas viejas era diáfana: denunciar la flagrante discrepancia entre su proyecto político y el que gobernaba el nuevo estado o convivir con la menor incomodidad posible con esa contradicción y aplicarse a rebañar hasta la más mínima migaja del banquete del poder. Por supuesto, entre esos dos extremos las posturas intermedias fueron casi infinitas; pero lo cierto es que, a despecho de tanta protesta de honestidad inventada a toro pasado, salvo Ridruejo —un hombre que se equivocó muchas veces, pero que siempre fue limpio y valiente y puro en lo puro— casi nadie optó de forma abierta por la primera.

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