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Authors: Javier Cercas

Soldados de Salamina (14 page)

BOOK: Soldados de Salamina
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Desde luego, no lo hizo Sánchez Mazas. Ni recién acabada la guerra ni nunca. Pero el 9 de abril de 1939, dieciocho días antes de que Pere Figueras y sus ocho compañeros de Cornellá de Terri ingresaran en la prisión de Gerona y el mismo en que Ramón Serrano Súñer —a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, cuñado de Franco y principal valedor de los falangistas en el gobierno organizó y presidió un acto de homenaje a Sánchez Mazas en Zaragoza, éste aún no tenía ningún motivo serio para imaginar que el país que él había aspirado a construir no era el mismo que aspiraba a construir el nuevo régimen; menos aún podía sospechar que Joaquim Figueras y Daniel Angelats estaban también en Zaragoza. De hecho, llevaban apenas un mes en la ciudad, adonde habían sido destinados a cumplir el servicio militar, cuando oyeron en la radio que Sánchez Mazas estaba alojado desde el día anterior en el Gran Hotel y que esa noche iba a pronunciar un discurso ante la plana mayor de la Falange aragonesa. En parte por curiosidad, pero sobre todo llevados por la ilusión de que la influencia de Sánchez Mazas alcanzara para aliviar los rigores de su régimen cuartelario de soldados rasos, Figueras y Angelats se plantaron en el Gran Hotel y le dijeron a un conserje que eran amigos de Sánchez Mazas y que deseaban verle. Figueras aún recuerda muy bien a aquel conserje plácido y adiposo, con su casaca de paño azul con borlas y alamares dorados que brillaban bajo las arañas de cristal del hall, entre el continuo ir y venir de jerarcas uniformados, y sobre todo recuerda su expresión entre zumbona y descreída mientras repasaba la miseria de sus uniformes y su aire irredimible de palurdos. Por fin el conserje les dijo que Sánchez Mazas se hallaba en su habitación, descansando, y que no estaba autorizado a molestarlo ni a dejarles pasar.

—Pero podéis esperarle aquí —los tuteó con un atisbo de crueldad, señalando unas sillas—. Cuando aparezca, rompéis el cordón que formarán los falangistas y le saludáis: si os reconoce, perfecto —haciendo una sonrisita se pasó el dedo índice por el cuello—; pero si no os reconoce...

—Esperaremos —lo atajó el orgullo de Figueras, arrastrando a Angelats hasta una silla.

Aguardaron durante casi dos horas, pero conforme transcurría el tiempo se sintieron más y más intimidados por la advertencia del conserje, por la suntuosidad inaudita del hotel y por la asfixiante parafernalia fascista con que estaba adornado, y cuando acabó de llenarse el hall de saludos castrenses y camisas azules y boinas rojas, Figueras y Angelats ya habían desistido de su intención primera y tomado la decisión de regresar de inmediato al cuartel sin abordar a Sánchez Mazas. No habían salido aún del hall cuando un pasillo de falangistas formados entre la escalinata y la puerta giratoria les cerró el paso y, poco después, les permitió divisar fugazmente y por última vez en sus vidas, deslizándose con impostada marcialidad de condotiero entre un mar de boinas rojas y un bosque de brazos en alto, el perfil inconfundible de judío de aquel hombre ahora prestigiado por la prosopopeya del poder que tres meses atrás, disminuido por los andrajos y los ojos sin gafas, por la fatiga, las privaciones y el miedo, les había suplicado su ayuda en un descampado remoto, y que ya nunca podría devolverles aquel favor de guerra a dos de sus amigos del bosque.

El acto de Zaragoza, durante el cual pronunció el Discurso del Sábado de Gloria —en el que, sin duda porque ya barruntaba el peligro de las defecciones, llamaba exasperadamente a sus compañeros falangistas a la disciplina y la ciega obediencia al Caudillo—, fue sólo una más de las numerosas intervenciones públicas de Sánchez Mazas durante esos meses. Fusilados al principio de la guerra Ledesma Ramos, José Antonio y Ruiz de Alda, Sánchez Mazas era el más antiguo falangista vivo; este hecho, sumado a su amistad fraternal con José Antonio y al papel decisivo que había desempeñado en la Falange primitiva, le concedía un enorme ascendiente sobre sus compañeros de partido, y aconsejó a Franco tratarlo con suma consideración, para ganarse su lealtad y para conseguir que limara las asperezas que habían surgido en su relación con los falangistas menos acomodaticios. El punto álgido de esa sencilla pero eficacísima estrategia de captación, en todo semejante a un soborno a base de prebendas y halagos —un procedimiento, vale decir, en cuyo manejo el Caudillo desarrolló una pericia de virtuoso y al que cabe atribuir en parte su interminable monopolio del poder— tuvo lugar en agosto de 1939, cuando, al formarse el primer gobierno de la posguerra, Sánchez Mazas, que ocupaba desde mayo el cargo de delegado nacional de Falange Exterior, fue nombrado ministro sin cartera. No fue ésta, desde luego, una ocupación excluyente, o no se la tomó muy en serio; en cualquier caso, supo ejercerla sin perjuicio alguno de su recobrada vocación de escritor: por aquella época publicaba con frecuencia en periódicos y revistas, acudía a tertulias y daba lecturas públicas de sus textos, y en febrero de 1940 fue elegido miembro de la Real Academia de la Lengua, junto con su amigo Eugenio Montes, como «portavoz de la poesía y el lenguaje revolucionario de la Falange», según declaraba el diario Abc. Sánchez Mazas era un hombre vanidoso, pero no tonto, así que su vanidad no superaba a su orgullo: consciente de que su elección como académico obedecía a motivos políticos y no literarios, nunca llegó a leer su discurso de ingreso en la institución. Otros factores debieron de influir en ese gesto, que todo el mundo ha elegido interpretar, no sin algún motivo, como un elegante signo del desdén por las glorias mundanas que mostraba el escritor. Aunque también se haya hecho siempre, resulta en cambio más arriesgado atribuir idéntico significado a uno de los episodios que más contribuyó a dotar a la figura de Sánchez Mazas de la aristocrática aureola de desinterés e indolencia que le rodeó hasta la muerte.

La leyenda, pregonada a los cuatro vientos por fuentes de los signos más diversos, cuenta que un día de finales de julio de 1940, en pleno Consejo de Ministros, Franco, harto de que Sánchez Mazas no acudiera a aquellas reuniones, dijo señalando el asiento siempre vacío del escritor: «Por favor, que quiten de ahí esa silla». Dos semanas más tarde Sánchez Mazas fue destituido, cosa que, siempre según la leyenda, no pareció importarle demasiado. Las causas del cese no están claras. Unos alegan que Sánchez Mazas, cuyo cargo de ministro sin cartera carecía de contenido real, se aburría soberanamente en las reuniones del consejo, porque era incapaz de interesarse por asuntos burocráticos y administrativos, que son los que absorben la mayor parte del tiempo de un político. Otros aseguran que era Franco quien soberanamente se aburría con las eruditas disquisiciones sobre los temas más excéntricos (las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, digamos; o el uso correcto de la garlopa) que Sánchez Mazas le infligía, y que por eso decidió prescindir de aquel literato ineficaz, estrafalario e intempestivo, que desempeñaba en el gobierno un papel casi ornamental. Ni siquiera falta quien, de forma candorosa o interesada, atribuye la desidia de Sánchez Mazas a su desencanto de falangista fiel a los ideales auténticos del partido. Todos coinciden en que presentó su dimisión en diversas ocasiones, y en que nunca le fue aceptada hasta que sus reiteradas ausencias de las reuniones ministeriales, siempre justificadas con excusas peregrinas, la convirtieron en un hecho. Se mire por donde se mire, para Sánchez Mazas la leyenda es halagadora, pues contribuye a perfilar su imagen de hombre íntegro y reacio a las vanidades del poder. Lo más probable es que sea falsa.

El periodista Carlos Sentís, que fue su secretario personal en aquella época, sostiene que el escritor dejó de asistir a los consejos de ministros simplemente porque dejó de ser convocado a ellos. Según Sentís, ciertas declaraciones inconvenientes o extemporáneas en relación con el problema de Gibraltar, unidas a la inquina que le profesaba el por entonces todopoderoso Serrano Súñer, provocaron su caída en desgracia. Esta versión de los hechos es a mi juicio fiable, no sólo porque Sentís fue la persona más próxima a Sánchez Mazas durante el año exacto que éste duró en el ministerio, sino también porque parece razonable que Serrano Súñer viera en las torpezas de Sánchez Mazas —que había intrigado más de una vez contra él para ganarse el favor de Franco, igual que lo había hecho años atrás contra Giménez Caballero para ganarse el de José Antonio— una excusa perfecta para librarse de quien, en su condición de camisa vieja más antiguo, podía representar una amenaza para su autoridad y erosionar su ascendiente sobre los falangistas ortodoxos y sobre el propio Caudillo. Sentís afirma que, a raíz de su destitución, Sánchez Mazas fue confinado durante meses en su casa de la colonia del Viso —un hotelito en la calle de Serrano que años atrás había comprado con su amigo el comunista José Bergamín y que todavía pertenece a la familia— y privado de su sueldo de ministro. Su situación económica se volvía por momentos desesperada, y en diciembre, cuando levantaron sin explicaciones el confinamiento, decidió viajar a Italia para solicitar ayuda de la familia de su mujer. Al pasar por Barcelona se alojó en casa de Sentís. Éste no guarda una memoria exacta de aquellas jornadas, ni del estado de ánimo de Sánchez Mazas, pero sí recuerda que el mismo día de Navidad, justo después de la celebración familiar, el escritor recibió una llamada providencial en la que un pariente le comunicaba que su tía Julia Sánchez acababa de fallecer legándole una cuantiosa fortuna que incluía un palacio y varias fincas en Coria, en la provincia de Cáceres.

«Antes eras un escritor y un político, Rafael», le decía por esa época Agustín de Foxá. «Ahora sólo eres un millonario.» Foxá fue escritor y político y millonario, y uno de los pocos amigos que con el tiempo Sánchez Mazas no acabó perdiendo. También fue un hombre ingenioso, que, como suele ocurrir con los ingeniosos, a menudo tenía razón. Es verdad que, después de cobrar la herencia de su tía, Sánchez Mazas ostentó diversos cargos políticos, —desde miembro de la Junta Política de Falange hasta procurador en Cortes, pasando por el de presidente del Patronato del Museo del Prado—pero también es verdad que fueron siempre subalternos o decorativos, que apenas ocuparon su tiempo y que desde mediados de los años cuarenta fue abandonándolos como quien se deshace de un lastre molesto y poco a poco, conforme pasaba el tiempo, desapareciendo de la vida pública. Esto no significa, sin embargo, que Sánchez Mazas fuera en los años cuarenta y cincuenta una suerte de silencioso opositor al franquismo: sin duda despreciaba la chatura y la mediocridad que el régimen le había impuesto a la vida española, pero no se sentía incómodo en él, ni vacilaba en proferir en público los más sonrojantes ditirambos del tirano y hasta, si a mano venía, de su esposa —a quienes en privado despellejaba por su estupidez y mal gusto—, y por supuesto tampoco lamentaba haber contribuido con todas sus fuerzas a encender la guerra que arrasó una república legítima sin conseguir por ello implantar el temible régimen de poetas y condotieros renacentistas con el que había soñado, sino un simple gobierno de pícaros, patanes y meapilas. «Ni me arrepiento ni olvido», escribió famosamente, a mano y a toda página, en el pórtico de Fundación, hermandad y destino, un libro donde recopiló algunos de los belicosos artículos de doctrina falangista que en los años treinta publicó en Arriba y F.E. La frase es de la primavera de 1957; la fecha obliga a la reflexión. Por entonces Madrid vivía aún la resaca de la primera gran crisis interna del franquismo, fruto de una alianza imprevisible, pero en el fondo inevitable, entre dos grupos que Sánchez Mazas conocía muy bien, porque convivía a diario con ellos. Por un lado, la joven intelectualidad izquierdista, parte importante de la cual había surgido de las filas desengañadas de la propia Falange y estaba integrada por vástagos rebeldes de notorias familias del régimen, entre ellos dos de los hijos de Sánchez Mazas: Miguel, el primogénito, uno de los cabecillas de la rebelión estudiantil del 56 —que en febrero de ese año fue encarcelado y poco después partiría hacia un largo exilio—, y Rafael, el predilecto de Sánchez Mazas, que acababa de publicar El Jarama, la novela en que cuajaron la estética y las inquietudes de aquellos jóvenes disconformes; por otro lado, unos pocos camisas viejas —entre los cuales figuraba en primer lugar Dionisio Ridruejo, viejo amigo de Sánchez Mazas, que había sido detenido junto al hijo de éste, Miguel, y a otros dirigentes estudiantiles por la algarada antifranquista del año anterior, y que ese mismo año de 1957 fundaba el Partido Social de Acción Democrática, de orientación socialdemócrata—, antiguos falangistas de primera hora que quizá no habían olvidado su pasado político, pero que sin duda se habían arrepentido de él e incluso se estaban lanzando, con más o menos decisión o coraje, a combatir el régimen que habían ayudado a construir. Ni me arrepiento ni me olvido. Como a menudo el énfasis en la lealtad delata al traidor, no falta quien malicia que, si Sánchez Mazas escribía tal cosa en aquel momento, era precisamente porque, como algunos de sus camaradas joseantonianos, ya se había arrepentido —o por lo menos se había arrepentido en parte— y estaba tratando de olvidar —o por lo menos estaba tratando de olvidar en parte—. La conjetura es atractiva, pero falsa; en todo caso, aparte de la secreta actitud desdeñosa con que contemplaba el régimen, ni un solo dato de su biografía la avala. «Si por algo odio a los comunistas, Excelencia», le dijo en una ocasión Foxá a Franco, «es porque me obligaron a hacerme falangista.» Sánchez Mazas nunca hubiera pronunciado esa frase —demasiado irreverente, demasiado irónica—, y menos en presencia del general, pero sin duda vale también para él. Quizá Sánchez Mazas no fue nunca más que un falso falangista, o si se quiere un falangista que sólo lo fue porque se sintió obligado a serlo, si es que todos los falangistas no fueron falsos y obligados falangistas, porque en el fondo nunca acabaron de creer del todo que su ideario fuera otra cosa que un expediente de urgencia en tiempos de confusión, un instrumento destinado a conseguir que algo cambie para que no cambie nada; quiero decir que, de no haber sido porque, como muchos de sus camaradas, sintió que una amenaza real se cernía sobre el sueño de beatitud burguesa de los suyos, Sánchez Mazas nunca se hubiera rebajado a meterse en política, ni se hubiera aplicado a forjar la llameante retórica de choque que debía enardecer hasta la victoria al pelotón de soldados encargados de salvar la civilización. Es un hecho que Sánchez Mazas identificaba con la civilización las seguridades, privilegios y jerarquías de los suyos, y a los falangistas con el pelotón de soldados de Spengler; también lo es que sentía el orgullo de haber formado parte de ese pelotón y, quizás, el derecho a descansar tras haber restaurado jerarquías, seguridades y privilegios. Por eso es dudoso que quisiera olvidar nada, y seguro que de nada se arrepentía.

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