Read Soldados de Salamina Online

Authors: Javier Cercas

Soldados de Salamina (5 page)

BOOK: Soldados de Salamina
8.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me senté a una mesa del Núria, pedí un gin-tonic y esperé. Aún no eran las ocho de la tarde; frente a mí, al otro lado de las paredes de cristal, la terraza estaba llena de gente y más allá cruzaban de vez en cuando convoyes de viajeros por el paso elevado del tren. A mi izquierda, en el parque, niños acompañados de sus madres jugaban en los columpios, bajo la sombra declinante de los plátanos. Recuerdo que pensé en Conchi, que no hacía mucho me había sorprendido diciéndome que no pensaba morirse sin tener un hijo, y luego en mi antigua mujer, que muchos años atrás había rechazado juiciosamente mi propuesta de tener un hijo. Pensé que, si la declaración de Conchi era también una insinuación (y ahora creí comprender que lo era), entonces el viaje a Cancún era un error por partida doble, porque yo ya no tenía ninguna intención de tener un hijo; tenerlo con Conchi me pareció una ocurrencia chusca. Por algún motivo volví a pensar en mi padre, volví a sentirme culpable. «Dentro de poco», me sorprendí pensando, «cuando ya ni siquiera yo me acuerde de él, estará del todo muerto.» En ese momento, mientras veía entrar en el bar a un hombre de unos sesenta años, que imaginé que podía ser Figueras, me maldije por haber concertado en pocos meses dos citas con dos desconocidos sin haber acordado previamente una señal identificatoria, me levanté, le pregunté si era Jaume Figueras; me dijo que no. Volví a mi mesa: casi eran las ocho y media. Con la vista busqué por el bar a un hombre solo; luego salí a la terraza, también en vano. Me pregunté si Figueras habría estado todo ese tiempo en el bar, cerca de mí y, harto de esperar, se habría marchado: me contesté que eso era imposible. No llevaba conmigo el número de su móvil, así que, decidiendo que por algún motivo Figueras se había retrasado y estaba al llegar, opté por esperar. Pedí otro gin-tonic y me senté en la terraza. Nerviosamente miraba a un lado y a otro; mientras lo hacía, aparecieron dos gitanos jóvenes —un hombre y una mujer—, con un teclado eléctrico, un micrófono y un altavoz, y se pusieron a tocar frente a la clientela. El hombre tocaba y la mujer cantaba. Tocaban, sobre todo, pasodobles: lo recuerdo muy bien porque a Conchi le gustaban tanto los pasodobles que había intentado sin éxito que me inscribiera en un cursillo para aprender a bailarlos, y sobre todo porque fue la primera vez en mi vida que oí la letra de Suspiros de España, un pasodoble famosísimo del que yo ni siquiera sabía que tenía una letra:

Quiso Dios, con su poder,

fundir cuatro rayitos de sol

y hacer con ellos una mujer,

y al cumplir su voluntad

en un jardín de España nací

como la flor en el rosal.

Tierra gloriosa de mi querer,

tierra bendita de perfume y pasión,

España, en toda flor a tus pies

suspira un corazón.

Ay de mi pena mortal,

porque me alejo, España, de ti,

porque me arrancan de mi rosal.

Oyendo tocar y cantar a los gitanos pensé que ésa era la canción más triste del mundo; también, casi en secreto, que no me disgustaría bailarla algún día. Cuando acabó la actuación, eché veinte duros en el sombrero de la gitana y, mientras la gente abandonaba la terraza, acabé de beberme mi gin-tonic y me fui.

Al llegar a casa tenía en el contestador automático un recado de Figueras. Me pedía disculpas porque un imprevisto de última hora le había impedido acudir a la cita; me pedía que le llamase. Le llamé. Volvió a pedirme disculpas, volvió a sugerir una cita.

—Tengo una cosa para usted —añadió.

—¿Qué cosa?

—Se la daré cuando nos veamos.

Le dije que al día siguiente me iba de viaje (me dio vergüenza decirle que iba a Cancún) y que no regresaba hasta al cabo de dos semanas. Concertamos una cita en el Núria para dos semanas más tarde y, después de acometer el ejercicio idiota de describirnos someramente para el otro, nos despedimos.

Lo de Cancún fue inenarrable. Conchi, que había sido la organizadora del viaje, me había ocultado que, salvo un par de excursiones por la península del Yucatán y muchas tardes de compras por el centro de la ciudad, todo él consistía en pasar dos semanas encerrados en un hotel en compañía de una pandilla de catalanes, andaluces y norteamericanos gobernados a golpe de silbato por una guía turística y dos monitores que ignoraban la noción de reposo y que, además, no hablaban una sola palabra de castellano; mentiría si no reconociera que hacía muchos años que no era tan feliz. Añadiré que, por extraño que parezca, yo creo que sin esa estancia en Cancún (o en un hotel de Cancún) nunca me hubiera decidido a escribir un libro sobre Sánchez Mazas, porque durante esos días tuve tiempo de poner en orden mis ideas acerca de él y de comprender que el personaje y su historia se habían convertido con el tiempo en una de esas obsesiones que constituyen el combustible indispensable de la escritura. Sentado en el balcón de mi habitación con un mojito en la mano, mientras veía cómo Conchi y su pandilla de catalanes, andaluces y norteamericanos eran perseguidos sin clemencia, a lo largo y a lo ancho de las instalaciones del hotel, por la vesania deportiva de los monitores («¡Now swimming-pool!»), yo no dejaba de pensar en Sánchez Mazas. Pronto llegué a una conclusión: cuantas más cosas sabía de él, menos lo entendía; cuanto menos lo entendía, más me intrigaba; cuanto más me intrigaba, más cosas quería saber de él. Yo había sabido —pero no lo entendía y me intrigaba— que aquel hombre culto, refinado, melancólico y conservador, huérfano de coraje físico y alérgico a la violencia, sin duda porque se sabía incapaz de practicarla, durante los años veinte y treinta había trabajado como casi nadie para que su país se sumergiera en una salvaje orgía de sangre. No sé quién dijo que, gane quien gane las guerras, las pierden siempre los poetas; sé que poco antes de mis vacaciones en Cancún yo había leído que, el 29 de octubre de 1933, en el primer acto público de Falange Española, en el Teatro de la Comedia de Madrid, José Antonio Primo de Rivera, que siempre andaba rodeado de poetas, había dicho que «a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas». La primera afirmación es una estupidez; la segunda no: es verdad que las guerras se hacen por dinero, que es poder, pero los jóvenes parten al frente y matan y se hacen matar por palabras, que son poesía, y por eso son los poetas los que siempre ganan las guerras, y por eso Sánchez Mazas, que estuvo siempre al lado de José Antonio y desde ese lugar de privilegio supo urdir una violenta poesía patriótica de sacrificio y yugos y flechas y gritos de rigor que inflamó la imaginación de centenares de miles de jóvenes y acabó mandándolos al matadero, es más responsable de la victoria de las armas franquistas que todas las ineptas maniobras militares de aquel general decimonónico que fue Francisco Franco. Yo había sabido —pero no había entendido y me intrigaba— que, al terminar la guerra que había contribuido como casi nadie a encender, Franco nombró a Sánchez Mazas ministro del primer gobierno de la Victoria, pero al cabo de muy poco tiempo le destituyó porque, según se contaba, ni siquiera asistía a las reuniones del consejo, y a partir de aquel momento abandonó casi por completo la política activa Y, como si se sintiera satisfecho del régimen de pesadumbre que había ayudado a implantar en España y considerara que su trabajo había concluido, consagró sus últimos veinte años de vida a escribir, a dilapidar la herencia familiar y a entretener sus dilatados ocios con aficiones un poco extravagantes. Me intrigaba esa época final de retiro y displicencia, pero sobre todo los tres años de guerra, con su peripecia inextricable, su asombroso fusilamiento, su miliciano salvador y sus amigos del bosque, y un atardecer de Cancún (o del hotel de Cancún), mientras hacía tiempo en el bar hasta la hora de la cena, decidí que, después de casi diez años sin escribir un libro, había llegado el momento de intentarlo de nuevo, y decidí también que el libro que iba a escribir no sería una novela, sino sólo un relato real, un relato cosido a la realidad, amasado con hechos y personajes reales, un relato que estaría centrado en el fusilamiento de Sánchez Mazas y en las circunstancias que lo precedieron y lo siguieron.

De regreso de Cancún, la tarde acordada con Figueras me presenté en el Núria, como siempre antes de tiempo, pero aún no había pedido mi gin-tonic cuando me abordó un hombre macizo y cargado de hombros, de unos cincuenta y pico años, de pelo ensortijado, de ojos profundos y azules, de modesta sonrisa rural. Era Jaume Figueras. Sin duda porque yo esperaba a un hombre mucho mayor (como me había ocurrido con Aguirre), pensé: «El teléfono envejece». Pidió un café; pedí un gin-tonic. Figueras se disculpó por no haber comparecido a la cita anterior y por no disponer tampoco de mucho tiempo en ésta. Aseguró que en aquella época del año el trabajo se le acumulaba y que, como además había puesto en venta Can Pigem, la casa familiar de Cornellá de Terri, estaba muy ocupado ordenando los papeles de su padre, muerto diez años atrás. En este punto a Figueras se le quebró la voz; con un destello de humedad brillándole en los ojos, tragó saliva, sonrió como disculpándose de nuevo. El camarero alivió con su café y su gin-tonic la incomodidad del silencio. Figueras bebió un sorbo de café.

—¿Es verdad que va usted a escribir sobre mi padre y sobre Sánchez Mazas? —me espetó.

—¿Quién le ha dicho eso?

—Miquel Aguirre.

«Un relato real», pensé, pero no lo dije. «Eso es lo que voy a escribir.» También pensé que Figueras pensaba que, si alguien escribía acerca de su padre, su padre no estaría del todo muerto. Figueras insistió.

—Puede ser —mentí—. Todavía no lo sé. ¿Le hablaba su padre a menudo de su encuentro con Sánchez Mazas?

Figueras dijo que sí. Reconoció, sin embargo, que no tenía más que un conocimiento muy vago de los hechos.

—Entiéndalo —se disculpó otra vez—. Para mí era sólo una historia familiar. Se la oí contar tantas veces a mi padre... En casa, en el bar, solo con nosotros o rodeado de gente del pueblo, porque en Can Pigem tuvimos durante años un bar. En fin. Yo creo que nunca le hice mucho caso. Y ahora me arrepiento.

Lo que Figueras sabía era que su padre había hecho toda la guerra con la República, y que cuando volvió a casa, hacia el final, se había encontrado allí con su hermano menor, Joaquim, y con un amigo de éste, llamado Daniel Angelats, que acababan de desertar de las filas republicanas. También sabía que, dado que ninguno de los tres soldados quería partir al exilio con el ejército derrotado, decidieron aguardar la llegada inminente de los franquistas escondidos en un bosque cercano, y que un día vieron acercarse a un hombre medio ciego tanteando entre las breñas. Lo retuvieron a punta de pistola; le obligaron a identificarse: el hombre dijo que se llamaba Rafael Sánchez Mazas y que era el falangista más antiguo de España.

—Mi padre supo de inmediato quién era —dijo Jaume Figueras—. Era una persona muy leída, había visto fotos de Sánchez Mazas en los periódicos y había leído sus artículos. O por lo menos eso era lo que él decía siempre. No sé si será verdad.

—Puede serlo —concedí—. ¿Y qué pasó luego?

—Estuvieron unos días refugiados en el bosque —prosiguió Figueras, después de beberse de un trago el resto del café—. Los cuatro. Hasta que llegaron los nacionales.

—¿No le contó su padre de qué habló con Sánchez Mazas durante los días que pasaron en el bosque?

—Supongo que sí —contestó Figueras—. Pero no lo recuerdo. Ya le he dicho que yo no prestaba mucha atención a esas cosas. Lo único que recuerdo es que Sánchez Mazas les contó lo de su fusilamiento en el Collell. Conoce la historia, ¿verdad?

Asentí.

—También les contó muchas otras cosas, eso es seguro —prosiguió Figueras—. Mi padre siempre decía que durante esos días Sánchez Mazas y él se hicieron muy amigos.

Figueras sabía que, al terminar la guerra, su padre había estado preso en la cárcel, y que su familia le rogó muchas veces en vano que escribiera a Sánchez Mazas, que por entonces era ministro, para que intercediera por él. Y sabía también que, una vez que su padre hubo salido de la cárcel, llegó a sus oídos que alguien de su mismo pueblo o de algún pueblo vecino, sabedor de la amistad que los unía, había escrito a Sánchez Mazas una carta en la que, haciéndose pasar por uno de los amigos del bosque, solicitaba un favor de dinero en pago de la deuda de guerra que había contraído con ellos, y que su padre había escrito a Sánchez Mazas denunciando la suplantación.

—¿Le contestó Sánchez Mazas?

—Me suena que sí, pero no estoy seguro. De momento entre los papeles de mi padre no he encontrado ninguna carta suya, y me extrañaría que las hubiera tirado, era un hombre muy cuidadoso, lo conservaba todo. No sé, a lo mejor se traspapeló, o a lo mejor aparece un día de estos. —Figueras metió la mano en el bolsillo de su camisa: parsimoniosamente—. Lo que sí encontré fue esto.

Me alargó una libretita vieja, de tapas de hule ennegrecido, que alguna vez fue verde. La hojeé. La mayor parte estaba en blanco, pero varias hojas del principio y el final estaban garabateadas a lápiz, con una letra rápida, no del todo ilegible, que apenas resaltaba contra el crema sucio y cuadriculado del papel; el primer vistazo delataba también que varias de sus hojas habían sido arrancadas.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—El diario que llevó Sánchez Mazas mientras anduvo huido por el bosque —contestó Figueras—. O eso es lo que parece. Quédese con él; pero no me lo pierda, es como un recuerdo de la familia, mi padre le tenía mucho aprecio. —Consultó su reloj de pulsera, hizo chasquear la lengua, dijo—: Bueno, ahora tengo que marcharme. Pero llámeme otro día.

Mientras se levantaba apoyando en la mesa sus dedos gruesos y encallecidos, añadió:

—Si quiere puedo enseñarle el lugar del bosque donde estuvieron escondidos, el Mas de la Casa Nova; ya no es más que una masía medio en ruinas, pero si va a contar esta historia seguro que le gustará verla. Claro que si no piensa contarla...

—Todavía no sé lo que haré —volví a mentir, acariciando las tapas de hule de la libreta, que me ardía en las manos como un tesoro. Con el fin de espolear el recuerdo de Figueras, sinceramente añadí—: Pero, la verdad, creí que usted me contaría más cosas.

—Le he contado todo lo que sé —se disculpó por enésima vez, pero ahora me pareció que un matiz de astucia o recelo asomaba a la superficie lacustre de sus ojos azules—. De todas maneras, si de verdad se propone escribir sobre mi padre y Sánchez Mazas, con quien tiene que hablar es con mi tío. Él sí que conoce todos los detalles.

BOOK: Soldados de Salamina
8.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Parky: My Autobiography by Michael Parkinson
The Cosmic Landscape by Leonard Susskind
Mistress of Darkness by Christopher Nicole
History of Fire by Alexia Purdy
A Breath of Fresh Air by Amulya Malladi
Helpless by Ward, H.
Heartless by Sara Shepard
Extreme Exposure by Pamela Clare
The Red Judge by Pauline Fisk