Soldados de Salamina (4 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Soldados de Salamina
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—En los periódicos de la Barcelona recién ocupada por los franquistas apareció a menudo, y también en los de toda España, porque fue uno de los últimos coletazos de violencia en la retaguardia catalana y había que aprovecharlo propagandísticamente —me explicó Trapiello—. Si no me engaño, Ridruejo menciona el episodio en sus memorias, y también Laín. Y por ahí debo de tener un artículo de Montes donde habla también del asunto... Me imagino que durante una época Sánchez Mazas se lo contó a todo el que se le ponía por delante. Claro que era una historia brutal, pero, en fin, no sé... Supongo que era tan cobarde (y todo el mundo sabía que era tan cobarde) que debió de pensar que ese episodio tremendo le redimía de algún modo de su cobardía.

Le pregunté si había oído hablar de «Los amigos del bosque». Me dijo que sí. Le pregunté quién le había contado la historia que contaba en el libro. Me dijo que Liliana Ferlosio, la mujer de Sánchez Mazas, a la que al parecer había frecuentado mucho antes de su muerte.

—Es curiosísimo —comenté—. Salvo en un detalle, la historia coincide punto por punto con la que a mí me contó Ferlosio, como si, en vez de contarla, los dos la hubieran recitado.

—¿Qué detalle es ése?

—Un detalle sin importancia. En su relato (es decir, en el de Liliana), al ver a Sánchez Mazas el miliciano se encoge de hombros y luego se va. En cambio, en el mío (es decir, en el de Ferlosio), antes de irse el miliciano se queda unos segundos mirándole a los ojos.

Hubo un silencio. Creí que la comunicación se había cortado.

—¿Oiga?

—Tiene gracia —reflexionó Trapiello—. Ahora que lo dice, es verdad. No sé de dónde saqué lo del encogimiento de hombros, debió de parecerme más novelesco, o más barojiano. Porque yo creo que lo que Liliana me contó es que el miliciano le miró antes de marcharse. Sí. Incluso recuerdo que una vez me dijo que, cuando volvió a encontrarse con Sánchez Mazas después de los tres años de separación de la guerra, éste le hablaba a menudo de esos ojos que le miraban. De los ojos del miliciano, quiero decir.

Antes de colgar todavía seguimos hablando un rato de Sánchez Mazas, de su poesía y de sus novelas y artículos, de su carácter imposible, de sus amistades y de su familia («En esa casa todos hablan mal de todos, y todos tienen razón», me dijo Trapiello que decía González—Ruano); como si descontara que yo iba a escribir algo sobre Sánchez Mazas, pero por un escrúpulo de pudor no quisiera preguntarme qué, Trapiello me dio algunos nombres y algunas indicaciones bibliográficas y me invitó a visitar su casa de Madrid, donde guardaba manuscritos y artículos fotocopiados de la prensa y otras cosas de Sánchez Mazas.

A Trapiello no lo visité hasta unos meses más tarde, pero de inmediato me puse a seguir las pistas que me había facilitado. Así descubrí que, en efecto, sobre todo recién acabada la guerra, Sánchez Mazas le había contado la historia de su fusilamiento a todo el que aceptaba escucharla. Eugenio Montes, uno de los amigos más fieles con que contó nunca, escritor como él, como él falangista, lo retrató el 14 de febrero de 1939, justo dos semanas después de los hechos del Collell, «con pelliza de pastor y pantalón agujereado de balazos», llegando «casi resurrecto del otro mundo» después de tres años de clandestinidad y cárceles en la zona republicana. Sánchez Mazas y Montes se habían reencontrado eufóricamente pocos días antes, en Barcelona, en el despacho del que era a la sazón jefe Nacional de Propaganda de los sublevados, el poeta Dionisio Ridruejo. Muchos años más tarde, en sus memorias, éste todavía recordaba la escena, igual que la recordaba en las suyas, algo después, Pedro Laín Entralgo, por entonces otro joven e ilustrado jerarca falangista. Las descripciones que los dos memorialistas hacen de aquel Sánchez Mazas —a quien Ridruejo conocía un poco, pero a quien Laín, que luego le odiaría a muerte, no había visto nunca— son llamativamente coincidentes, como si les hubiese impresionado tanto que la memoria hubiera congelado su imagen en una instantánea común (o como si Laín hubiera copiado a Ridruejo; o como si los dos hubieran copiado a una misma fuente): también para ellos tiene un aire resurrecto, flaco, nervioso y desconcertado, con el pelo cortado al rape y la nariz corvina monopolizando su rostro famélico; los dos recuerdan también que Sánchez Mazas contó en aquel mismo despacho la historia de su fusilamiento, pero quizá Ridruejo no le concedió demasiado crédito (y por eso menciona los «detalles un poco novelescos» con que aliñó para ellos el relato), y sólo Laín no ha olvidado que vestía una «tosca zamarra parda».

Porque, según averigüé por azar y, después de algunos trámites inusitadamente ágiles, pude comprobar sentado en un cubículo del archivo de la Filmoteca de Cataluña, con esa misma tosca zamarra parda y ese mismo aire resurrecto —flaco y con el pelo al rape— Sánchez Mazas también contó ante una cámara la historia de su fusilamiento, sin duda por las mismas fechas de febrero del 39 en que se lo contó, en el despacho de Ridruejo en Barcelona, a sus camaradas falangistas. La filmación —una de las pocas que se conservan de Sánchez Mazas— apareció en uno de los primeros noticiarios de posguerra, entre imágenes marciales del Generalísimo Franco pasando revista a la Armada en Tarragona e imágenes idílicas de Carmencita Franco jugando en los jardines de su residencia de Burgos con un cachorro de león, regalo de Auxilio Social. Durante todo el relato Sánchez Mazas permanece de pie y sin gafas, la mirada un poco perdida; habla, sin embargo, con un aplomo de hombre acostumbrado a hacerlo en público, con el gusto de quien disfruta escuchándose, en un tono extrañamente irónico en el inicio —cuando alude a su fusilamiento— y previsiblemente exaltado en la conclusión —cuando alude al final de su odisea—, siempre un tanto campanudo, pero sus palabras son tan precisas y los silencios que las pautan tan medidos que él también da a ratos la impresión de que, en vez de contar la historia, la está recitando, como un actor que interpreta su papel en un escenario; por lo demás, esa historia no difiere en lo esencial de la que me refirió su hijo, así que mientras le escuchaba contarla, sentado en un taburete frente a un aparato de vídeo, en el cubículo de la Filmoteca, no pude evitar un estremecimiento indefinible, porque supe que estaba escuchando una de las primeras versiones, todavía tosca y sin pulimentar, de la misma historia que casi sesenta años más tarde había de contarme Ferlosio, y tuve la certidumbre sin fisuras de que lo que Sánchez Mazas le había contado a su hijo (y lo que éste me contó a mí) no era lo que recordaba que ocurrió, sino lo que recordaba haber contado otras veces. Añadiré que no me sorprendió en absoluto que ni Montes ni Ridruejo ni Laín (suponiendo que llegaran a saber de su existencia), ni por supuesto el propio Sánchez Mazas en aquel noticiario dirigido a una masa numerosa y anónima de espectadores aliviados por el fin reciente de la guerra, mencionaran el gesto de aquel soldado sin nombre que tenía orden de matarle y no le mató; el hecho se explica sin necesidad de atribuirle olvido o ingratitud a nadie: basta recordar que por entonces la doctrina de guerra de la España de Franco, como todas las doctrinas de todas las guerras, dictaba que ningún enemigo había salvado nunca una vida: estaban demasiado ocupados quitándolas. Y en cuanto a «Los amigos del bosque»...

Pasaron todavía algunos meses antes de que consiguiera hablar con Jaume Figueras. Después de haber grabado varios mensajes en su teléfono móvil y de no haber obtenido respuesta a ninguno de ellos, yo ya casi había descartado la posibilidad de que se pusiera en contacto conmigo, y alternativamente conjeturaba que Figueras era sólo una figura de la nerviosa inventiva de Aguirre, o que simplemente, por motivos que ignoraba pero que no era difícil imaginar, a Figueras no le apetecía rememorar para nadie la aventura de guerra de su padre. Es curioso (o por lo menos me parece curioso ahora): desde que el relato de Ferlosio despertara mi curiosidad nunca se me había ocurrido que alguno de los protagonistas de la historia pudiera estar todavía vivo, como si el hecho no hubiera ocurrido apenas sesenta años atrás, sino que fuera tan remoto como la batalla de Salamina.

Un día me encontré por casualidad con Aguirre. Fue en un restaurante mexicano adonde yo había ido a entrevistar a un vomitivo novelista madrileño que estaba promocionando en la ciudad su última flatulencia, cuyo argumento transcurría en México; Aguirre estaba con un grupo de gente, supongo que celebrando algo, porque todavía recuerdo sus risotadas de júbilo y su aliento de tequila abofeteándome la cara. Se acercó y, acariciándose con nerviosismo su perilla de malvado, me preguntó a bocajarro si estaba escribiendo (lo que quería decir que si estaba escribiendo un libro: como para casi todo el mundo, para Aguirre escribir en el periódico no es escribir); un poco molesto, porque nada irrita tanto a un escritor que no escribe como que le pregunten por lo que está escribiendo, le dije que no. Me preguntó qué se había hecho de Sánchez Mazas y de mi relato real; más molesto todavía, le dije que nada. Entonces me preguntó si había hablado con Figueras. Yo también debía de estar un poco borracho, o quizás es que el vomitivo novelista madrileño ya había conseguido sacarme de mis casillas, porque contesté que no, furiosamente añadí:

—Si es que existe.

—Si es que existe quién.

—¿Quién va a ser? Figueras.

El comentario le borró la sonrisa de los labios; dejó de acariciarse la perilla.

—No seas idiota —dijo, enfocándome con sus ojos atónitos, y sentí unas ganas tremendas de pegarle un guantazo, o a lo mejor a quien de verdad quería pegar era al novelista de Madrid—. Claro que existe.

Me contuve.

—Entonces es que no quiere hablar conmigo.

Casi compungido, excusándose casi, Aguirre explicó que Figueras era constructor o contratista de obras (o algo así), y que además era concejal de urbanismo de Cornellá de Terri (o algo así), que era en todo caso una persona muy ocupada y que eso explicaba sin duda que no hubiera atendido a mis recados; luego prometió que hablaría con él. Cuando regresé a mi asiento me sentía fatal: con toda mi alma odié al novelista madrileño, que seguía perorando.

Tres días más tarde me llamó Figueras. Se disculpó por no haberlo hecho antes (su voz sonaba lenta y remota al teléfono, como si el propietario fuera un hombre muy mayor, quizás enfermo), me habló de Aguirre, me preguntó si aún quería hablar con él. Dije que sí; pero concertar una cita no fue fácil. Finalmente, después de repasar todos los días de la semana, quedamos para la semana siguiente; y después de repasar todos los bares de la ciudad (empezando por el Bistrot, que Figueras no conocía), quedamos en el Núria, en la plaza Poeta Marquina, muy cerca de la estación.

Allí estaba yo una semana después, casi con un cuarto de hora de adelanto sobre la hora convenida. Me acuerdo muy bien de esa tarde porque al día siguiente me marchaba de vacaciones a Cancún con una novia que me había echado tiempo atrás (la tercera desde mi separación: la primera fue una compañera del periódico; la segunda, una chica que trabajaba en un Pan's and Company). Se llamaba Conchi y su único trabajo conocido era el de pitonisa en la televisión local: su nombre artístico era Jasmine. Conchi me intimidaba un poco, pero sospecho que a mí siempre me han gustado las mujeres que me intimidan un poco, y desde luego procuraba que ningún conocido me sorprendiera con ella, no tanto porque me diera vergüenza que me vieran saliendo con una conocida pitonisa, cuanto por su aspecto un tanto llamativo (pelo oxigenado, minifalda de cuero, tops ceñidos y zapatos de aguja); y también porque, para qué mentir, Conchi era un poco especial. Recuerdo el primer día que la llevé a mi casa. Mientras yo forcejeaba con la cerradura del portal dijo:

—Menuda mierda de ciudad.

Le pregunté por qué.

—Mira —dijo y, con un mueca de asco infinito, señaló una placa que anunciaba: «Avinguda Lluís Pericot. Prehistoriador»—. Podían haberle puesto a la calle el nombre de alguien que por lo menos hubiera terminado la carrera, ¿no?

A Conchi le encantaba estar saliendo con un periodista (un intelectual, decía ella) y, aunque tengo la seguridad de que nunca acabó de leer ninguno de mis artículos (o sólo alguno muy corto), siempre fingía leerlos y, en el lugar de honor del salón de su casa, escoltando a una imagen de la Virgen de Guadalupe encaramada en una peana, tenía un ejemplar de cada uno de mis libros primorosamente encuadernado en plástico transparente. «Es mi novio», me la imaginaba diciéndoles a sus amigas semianalfabetas, sintiéndose muy superior a ellas, cada vez que alguna ponía los pies en su casa. Cuando la conocí, Conchi acababa de separarse de un ecuatoriano llamado Dos-a-Dos González, cuyo nombre de pila, al parecer, se lo había puesto su padre en recuerdo de un partido de fútbol en que su equipo de toda la vida ganó por primera y última vez la liga de su país. Para olvidar a Dos-a-Dos —a quien había conocido en un gimnasio, haciendo culturismo, y a quien en los buenos momentos llamaba cariñosamente Empate y, en los malos, Cerebro, Cerebro González, porque no lo consideraba muy inteligente—, Conchi se había mudado a Quart, un pueblo cercano donde había alquilado por muy poco dinero un caserón destartalado, casi en medio del bosque. De forma sutil pero constante, yo insistía en que volviera a vivir en la ciudad; mi insistencia se apoyaba en dos argumentos: uno explícito y otro implícito, uno público y otro secreto. El público decía que esa casa aislada era un peligro para ella, pero el día en que dos individuos intentaron asaltarla y Conchi, que para su desgracia se hallaba dentro, acabó persiguiéndolos a pedradas por el bosque, tuve que admitir que esa casa era un peligro para todo aquel que intentara asaltarla. El argumento secreto decía que, puesto que yo no tenía el carnet de conducir, cada vez que fuéramos de mi casa a casa de Conchi o de casa de Conchi a mi casa, tendríamos que hacerlo en el Volkswagen de Conchi, un cacharro tan antiguo que bien hubiera podido merecer la atención del prehistoriador Pericot y que Conchi conducía siempre como si todavía estuviera a tiempo de evitar un asalto inminente a su casa, y como si todos los coches que circulaban a nuestro alrededor estuvieran ocupados por un ejército de delincuentes. Por todo ello, cualquier desplazamiento en coche con mi amiga, a quien por lo demás le encantaba conducir, entrañaba un riesgo que yo sólo estaba dispuesto a correr en circunstancias muy excepcionales; éstas debieron de darse a menudo, por lo menos al principio, porque por entonces me jugué muchas veces el pellejo yendo en su Volkswagen de su casa a mi casa y de mi casa a su casa. Por lo demás, y aunque me temo que no estaba muy dispuesto a reconocerlo, yo creo que Conchi me gustaba mucho (más en todo caso que la compañera del periódico y que la chica del Pan's and Company; menos, quizá, que mi antigua mujer); tanto, en todo caso, que, para celebrar que llevábamos ya nueve meses saliendo juntos, me dejé convencer de que pasáramos juntos dos semanas en Cancún, un lugar que yo imaginaba verdaderamente espantoso, pero que (esperaba) el agrado de estar junto a Conchi y su despampanante alegría volverían por lo menos soportable. Así que la tarde en que por fin conseguí una cita con Figueras yo ya tenía las maletas hechas y el corazón impaciente por emprender un viaje que a ratos (pero sólo a ratos) juzgaba temerario.

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