Read Soldados de Salamina Online
Authors: Javier Cercas
Devolví la carpeta de anillas a su lugar en el anaquel, y ya me disponía a salir de la biblioteca, anulado por una sensación de vergüenza y estafa, cuando, al pasar frente al ordenador, el funcionario me preguntó si había encontrado lo que buscaba. Le dije la verdad.
—Ah, pero no se me rinda tan pronto. —Se levantó y, sin darme tiempo de explicarle nada, fue de nuevo hasta el anaquel y volvió a sacar la carpeta—. ¿Cómo se llama la persona que busca?
—Pere o Pedro Figueras Bahí. Pero no se moleste: lo más probable es que no haya estado nunca en ninguna cárcel.
—Entonces no estará aquí —dijo, pero insistió—: ¿Tiene idea de cuándo pudo ingresar en prisión?
—En 1939 —cedí—. A lo sumo en 1940 o 1941.
Rápidamente el funcionario localizó la página.
—No figura nadie con ese nombre —constató—. Pero el funcionario de la prisión pudo equivocarse y transcribirlo mal. —Se atusó el mostacho, murmuró—: Vamos a ver...
Pasó varias veces atrás y adelante las hojas del catálogo, recorriendo las listas de nombres con un dedo inquisitivo, que por fin se detuvo.
—«Piqueras Bahí, Pedro» —leyó—. Seguro que es él. Haga el favor de esperar un momento.
Se perdió por una puerta lateral y regresó al rato, sonriente y provisto de un portafolios de tapas ajadas.
—Ahí tiene a su hombre —dijo.
El portafolios contenía en efecto el expediente de Pere Figueras. Excitadísimo, recobrado de golpe el amor propio, diciéndome que, si la estancia de Pere Figueras en la cárcel no era una invención, tampoco lo era el resto de la historia, examiné el expediente. En él constaba que Figueras era natural de Sant Andreu del Terri, un municipio asimilado con el tiempo al de Cornellá de Terri. Que era agricultor y soltero. Que contaba veinticinco años. Que se ignoraban sus antecedentes. Que había ingresado en la cárcel, procedente del Gobierno Militar y sin que pesase sobre él acusación alguna, el 27 de abril de 1939 y que había salido de ella apenas dos meses después, el 19 de junio. También constaba que había sido puesto en libertad por el General Auditor de acuerdo con una orden incluida en el expediente de un tal Vicente Vila Rubirola. Busqué a Rubirola en el catálogo, lo encontré, le pedí su expediente al funcionario, me lo trajo. Militante de Esquerrá Republicana, Rubirola había estado en la cárcel a raíz de la revolución de octubre del 34 y había vuelto a ella al terminar la guerra, justo el mismo día en que lo hicieron Pere Figueras y otros ocho vecinos de Cornellá de Terri; todos ellos también fueron puestos en libertad el 19 de junio, el mismo día que Figueras, de acuerdo con una orden del General Auditor en la que no se especificaba ninguno de los motivos que justificaban la toma de esa decisión, aunque Vila Rubirola había regresado a la cárcel en julio del mismo año y, después de haber sido juzgado y condenado, no había salido definitivamente de ella hasta al cabo de veinte años.
Di las gracias al funcionario del Archivo y, al llegar al periódico, me faltó tiempo para telefonear a Aguirre. A éste le sonaban muchos de los nombres de la gente que entró en prisión con Pere Figueras —la mayoría notorios activistas de partidos de izquierdas—, y sobre todo el de Vila Rubirola, que en los primeros días de la guerra había intervenido al parecer en el asesinato, en Barcelona, del secretario del Ayuntamiento de Cornellá de Terri. Según Aguirre, el hecho de que Pere Figueras y sus ocho compañeros ingresaran sin explicaciones en la cárcel entraba dentro de lo normal en aquel momento, cuando a todo aquel que había mantenido algún tipo de vinculación política o militar con la República se le sometía a un riguroso aunque arbitrario escrutinio de su pasado, durante el cual permanecía en la cárcel; tampoco juzgaba extraño que Pere Figueras estuviera en libertad al cabo de poco tiempo, pues ocurría a menudo con quienes la justicia del nuevo régimen consideraba que no constituían un peligro para él.
—Lo que sí me parece muy raro es que alguien tan conocido como Vila Rubirola, y como algún otro de los que entraron en la cárcel con Figueras, salieran con él —observó Aguirre—. Y lo que ya no puedo entender de ninguna manera es que salieran todos el mismo día y sin la menor explicación, y todo eso para que Vila Rubirola, y no me extrañaría que también algún otro, volviera a la cárcel al cabo de nada. No me lo explico. —Aguirre hizo un silencio—. A menos que...
—¿A menos que...?
—A menos que alguien interviniera —concluyó Aguirre, esquivando el nombre que los dos teníamos en mente—. Alguien con poder de verdad. Un jerarca.
Esa misma noche, mientras cenaba con Conchi en un restaurante griego, le anuncié solemnemente, porque tenía necesidad de anunciárselo solemnemente, que, después de diez años sin escribir un libro, había llegado el momento de intentarlo de nuevo.
—¡De puta madre! —gritó Conchi, que estaba deseando añadir uno más a los libros que escoltaban en su salón a la Virgen de Guadalupe; con un pedazo de pan de pita untado de tzatziqui viajando hacia su boca, añadió—: Espero que no sea una novela.
—No —dije, muy seguro—. Es un relato real.
—¿Y eso qué es?
Se lo expliqué; creo que lo entendió.
—Será como una novela —resumí—. Sólo que, en vez de ser todo mentira, todo es verdad.
—Mejor que no sea una novela.
—¿Por qué?
—Por nada —contestó—. Es sólo que, en fin, querido, me parece que la imaginación no es tu fuerte.
—Eres un sol, Conchi.
—No te lo tomes así, chico. Lo que quiero decir es que... —Como no podía decir lo que quería decir, cogió otro trozo de pan de pita y dijo—: Por cierto, de qué va el libro.
—De la batalla de Salamina.
—¿De qué? —gritó
Varios pares de ojos se volvieron a mirarnos, por segunda vez. Yo sabía que el argumento de mi libro no iba a gustarle a Conchi, pero, como tampoco quería que nos llamaran la atención por la escandalera, brevemente traté de explicárselo.
—Tiene miga —comentó en efecto Conchi, con un rictus de asco—. ¡Mira que ponerse a escribir sobre un facha, con la cantidad de buenísimos escritores rojos que debe de haber por ahí! García Lorca, por ejemplo. Era rojo, ¿no? Uyyyy —dijo sin esperar respuesta, metiendo la mano por debajo de la mesa: alarmado, levanté el mantel y miré—. Chico, qué manera de picarme el chocho.
—Conchi —le recriminé en un susurro, incorporándome rápidamente y esforzándome en sonreír mientras espiaba de reojo las mesas de al lado—, te agradecería que por lo menos cuando salgas conmigo te pongas bragas.
—¡Menudo carrozón estás hecho! —dijo con su sonrisa más cariñosa, pero sin sacar a flote la mano sumergida: en ese momento noté los dedos de sus pies subiéndome por la pantorrilla—. ¿No ves que así es más sexy? Bueno, ¿cuándo empezamos?
—Te he dicho mil veces que no me gusta hacerlo en los lavabos públicos.
—No me refiero a eso, capullo. Me refiero a cuándo empezamos el libro.
—Ah, eso —dije mientras una llamarada me subía por la pierna y otra me bajaba por la cara—. Pronto —balbuceé—. Muy pronto. En cuanto acabe de documentarme.
Pero lo cierto es que tardé todavía algún tiempo en terminar de reconstruir la historia que quería contar y en llegar a conocer, si no todos y cada uno de sus entresijos, sí por lo menos los que juzgaba esenciales. De hecho, durante muchos meses invertí el tiempo que me dejaba libre mi trabajo en el periódico en estudiar la vida y la obra de Sánchez Mazas. Releí sus libros, leí muchos de los artículos que publicó en la prensa, muchos de los libros y artículos de sus amigos y enemigos, de sus contemporáneos, y también cuanto cayó en mis manos acerca de la Falange, del fascismo, de la guerra civil, de la naturaleza equívoca y cambiante del régimen de Franco.
Recorrí bibliotecas, hemerotecas, archivos. Varias veces viajé a Madrid, y constantemente a Barcelona, para hablar con eruditos, con profesores, con amigos y conocidos (o con amigos de amigos y conocidos de conocidos) de Sánchez Mazas. Pasé una mañana entera en el santuario del Collell, que, según me contó mossén Joan Prats —el cura de calva brillante y sonrisa devota que me mostró el jardín con cipreses y palmeras y las inmensas salas vacías, hondos pasillos, escalinatas con pasamanos de madera y aulas desiertas por donde habían vagado como sombras premonitorias Sánchez Mazas y sus compañeros de cautiverio—, acabada la guerra había vuelto a ser habilitado como internado para niños, hasta que, año y medio antes de mi visita, fuera reducido a su actual condición subalterna de centro de reunión de asociaciones piadosas y albergue ocasional de excursionistas. Fue el propio mossén Prats, que apenas había nacido cuando sucedieron los hechos del Collell, pero que no los ignoraba, quien me contó la historia real o apócrifa según la cual, al tomar los regulares de Franco el santuario, no dejaron con vida a un solo guardián de la prisión, y quien me dio las indicaciones precisas para llegar al lugar en que se produjo el fusilamiento. Siguiéndolas, salí del santuario por la carretera de acceso, llegué hasta una cruz de piedra que conmemoraba la masacre, doblé a la izquierda por un sendero que serpenteaba entre pinos y desemboqué en el claro. Allí permanecí un rato, paseando bajo el sol frío y el cielo inmaculado y ventoso de octubre, sin hacer otra cosa que auscultar el silencio frondosísimo del bosque y tratar de imaginar en vano la luz de otra mañana menos cristalina, la mañana inconcebible de enero en que, sesenta años atrás y en aquel mismo paraje, cincuenta hombres vieron de golpe la muerte y dos de ellos consiguieron eludir su mirada de medusa. Como si aguardara una revelación por ósmosis, me quedé allí un rato; no sentí nada. Luego me fui. Me fui a Cornellá de Terri, porque ese mismo día estaba citado a comer con Jaume Figueras, que por la tarde me enseñó Can Borrell, la antigua casa de los Ferré, Can Pigem, la antigua casa de los Figueras, y el Mas de la Casa Nova, el refugio temporal de Sánchez Mazas, los hermanos Figueras y Angelats. Can Borrell era una masía situada en el término municipal de Palol de Rebardit; Can Pigem estaba en Comellá de Terri; el Mas de la Casa Nova estaba entre los dos pueblos y en medio del bosque. Can Borrell estaba deshabitada, pero no en ruinas, igual que Can Pigem; el Mas de la Casa Nova estaba deshabitado y en ruinas. Sesenta años atrás habrían sido sin duda tres casas muy distintas, pero el tiempo las había igualado, y su aire común de desamparo, de esqueletos en piedra entre cuyos costillares descarnados gime el viento en las tardes de otoño, no contenía una sola sugestión de que alguien, alguna vez, hubiera vivido en ellas.
Fue también gracias a Jaume Figueras, que finalmente cumplió con su palabra e hizo de diligente intermediario, como pude conversar con su tío Jaume, con María Ferré y con Daniel Angelats. Los tres sobrepasaban los ochenta años: María Ferré tenía 88; Figueras y Angelats, 82. Los tres conservaban una buena memoria, o por lo menos conservaban una buena memoria de su encuentro con Sánchez Mazas y de las circunstancias que lo rodearon, como si aquél hubiera sido un hecho determinante en sus vidas y lo hubieran recordado a menudo. Las versiones de los tres diferían, pero no eran contradictorias, y en más de un punto se complementaban, así que no resultaba difícil recomponer, a partir de sus testimonios y rellenando a base de lógica y de un poco de imaginación las lagunas que dejaban, el rompecabezas de la aventura de Sánchez Mazas. Quizá porque ya nadie tiene tiempo de escuchar a la gente de cierta edad, y menos cuando recuerdan episodios de su juventud, los tres estaban deseosos de hablar, y más de una vez hube de encauzar el chorro en desorden de sus evocaciones. Puedo imaginar que adornaran alguna circunstancia secundaria, algún detalle lateral; no que mintieran, entre otras razones porque, de haberlo hecho, la mentira no hubiera encajado en el rompecabezas y los hubiera delatado. Por lo demás, los tres eran tan diversos que lo único que a mis ojos los unía era su condición de supervivientes, ese suplemento engañoso de prestigio que a menudo otorgan los protagonistas del presente, que es siempre consuetudinario, anodino y sin gloria, a los protagonistas del pasado, que, porque sólo lo conocemos a través del filtro de la memoria, es siempre excepcional, tumultuoso y heroico: Figueras era alto y fornido, de aire casi juvenil —camisa a cuadros, gorra de marinero, tejanos gastados—, un hombre viajado y provisto de una desaforada vitalidad y de una conversación erupcionada de gestos, exclamaciones y risotadas; María Ferré, que, según me dijo más tarde Jaume Figueras, había tenido la coquetería de ir al peluquero antes de recibirme en su casa de Comellá de Terri —una casa que había sido en tiempos el bar y la tienda de ultramarinos del pueblo, y que aún conservaba a la entrada, casi como reliquias, un mostrador de mármol y una romana—, era mínima y dulce, digresiva, de ojos alternativamente maliciosos y humedecidos por su incapacidad para sortear las trampas que en el curso del relato le tendía la nostalgia, unos ojos jóvenes, coloreados y fluyentes de arroyo en verano. En cuanto a Angelats, la entrevista que mantuve con él fue decisiva. Decisiva para mí, quiero decir; o, más exactamente, para este libro.
Desde hacía muchos años, Angelats regentaba en el centro de Banyoles una fonda que ocupaba parte de una decrépita y hermosa casa de campo con un gran patio con columnas y vastos salones sombríos. Cuando lo conocí acababa de sobrevivir a un infarto y era un hombre moroso y disminuido, cuyos gestos, de una solemnidad casi abacial, contrastaban con la inocencia pueril de muchas de sus observaciones y con la despaciosa humildad de su talante de pequeño empresario catalán. No sé si exagero al creer que, como a Figueras y a María Ferré, a Angelats le halagaba en cierto modo mi interés por él; sé que disfrutó mucho recordando a Jaume Figueras —que durante años había sido su mejor amigo y a quien hacía ya mucho tiempo que no veía— y su común aventura de la guerra, y mientras le oía esforzarse en presentarla como una travesura de juventud sin la menor importancia, intuí que tenía toda la importancia del mundo para él, quizá porque sentía que había sido la única aventura real de su vida, o por lo menos la única de la que sin temor a error podía enorgullecerse. Largamente me habló de ella; luego me habló de su infarto, de la marcha de su negocio, de su mujer, de sus hijos, de su única nieta. Comprendí que hacía mucho tiempo que le urgía hablar con alguien de estas cosas; comprendí que yo sólo le estaba escuchando en compensación por haberme contado su historia. Avergonzado, sentí piedad y, cuando consideré que ya había pagado mi deuda, quise despedirme, pero como había empezado a llover Angelats insistió en acompañarme hasta la parada del autobús.