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Authors: Javier Cercas

Soldados de Salamina (6 page)

BOOK: Soldados de Salamina
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—¿Qué tío?

—Mi tío Joaquim. —Aclaró—: El hermano de mi padre. Otro de los amigos del bosque.

Incrédulo, como si acabaran de anunciarme la resurrección de un soldado de Salamina, pregunté:

—¿Está vivo?

—¡Ya lo creo! —se rió con desgana Figueras, y un ademán artificial de sus manos me hizo pensar que sólo fingía sorprenderse de mi sorpresa—. ¿No se lo había dicho? Vive en Medinyá, pero pasa mucho tiempo en la playa de Montgó, y también en Oslo, porque su hijo trabaja allí, en la OMS. Ahora no creo que le encuentre, pero en septiembre seguro que estará encantado de hablar con usted. ¿Quiere que se lo proponga?

Un poco aturdido por la noticia, dije que por supuesto que sí.

—De paso intentaré averiguar el paradero de Angelats —dijo Figueras sin ocultar su satisfacción—. Antes vivía en Banyoles, y a lo mejor todavía está vivo. Quien seguro que lo está es María Ferré.

—¿Quién es María Ferré?

Figueras reprimió visiblemente el impulso de desbrozar una explicación.

—Ya se lo contaré otro rato —dijo después de consultar de nuevo el reloj; me estrechó la mano—. Ahora tengo que irme. Le llamaré en cuanto le consiga una cita con mi tío; él se lo contará todo con pelos y señales, ya verá, tiene muy buena memoria. Mientras tanto, eche un vistazo a la libreta, creo que le interesará.

Le vi pagar, salir del Núria, meterse en un todoterreno polvoriento y mal aparcado frente a la entrada del bar y marcharse. Acaricié la libreta, pero no la abrí. Acabé de beberme el gin-tonic y, mientras me levantaba para irme, vi cruzar un Talgo por el paso elevado, más allá de la terraza llena de gente, y me acordé de los gitanos que dos semanas atrás tocaban pasodobles en la luz fatigada de un atardecer como ése y, al llegar a casa y ponerme a examinar con calma la libreta que me había confiado Figueras, aún no se me había desenredado de la memoria la melodía tristísima de Suspiros de España.

Pasé la noche dándole vueltas a la libreta. Ésta contenía en su parte delantera, después de unas hojas arrancadas, un pequeño diario escrito a lápiz. Esforzándome por descifrar la letra, leí:

«... instalado casa bosque — Comida — Dormir pajar — Paso soldados.

3— Casa bosque — Conversación viejo — No se atreve a tenerme en casa — Bosque — Fabricación refugio.

4— Caída de Gerona — Conversación junto al fuego con los fugitivos — El viejo me trata mejor que la señora.

5— Día de espera — Continúo refugio — Cañones.

6— Encuentro en el bosque con los tres muchachos — Noche — Vigilancia [palabra ilegible] al refugio — Voladura de puentes — Los rojos se van.

7— Encuentro de mañana con los tres muchachos — Almuerzo medianamente de la cocina de los amigos.»

El diario se detiene ahí. Al final de la libreta, después de otras hojas arrancadas, escritos con una letra distinta, pero también a lápiz, figuran los nombres de los tres muchachos, de los amigos del bosque:

Pedro Figueras Bahí

Joaquín Figueras Bahí

Daniel Angelats Dilmé

Y más abajo:

Casa Pigem de Cornellá

(enfrente de la estación)

Más abajo aún viene la firma, a tinta —no a lápiz, como lo escrito en el resto de la libreta— de los dos hermanos Figueras, y en la página siguiente se lee:

Palol de Rebardit

Casa Borrell

Familia Ferré

En otra página, también a lápiz y con la misma letra del diario, sólo que mucho más clara, figura el texto más extenso de la libreta. Dice así:

«El que suscribe, Rafael Sánchez Mazas, fundador de la Falange Española, consejero nacional, ex presidente de la Junta Política y a la sazón el falangista más antiguo de España y el de mayor jerarquía de la zona roja, declaro:

»1° que el día 30 de enero de 1939 fui fusilado en la prisión del Collell con otros 48 infelices prisioneros y escapé milagrosamente después de las dos primeras descargas, internándome en el bosque

»2° que después de una marcha de tres días por el bosque, caminando de noche y pidiendo limosna en las masías, llegué a las proximidades de Palol de Rebardit, donde caí en una acequia perdiendo mis gafas, con lo cual me quedaba medio ciego...»

Aquí falta una hoja, que ha sido arrancada. Pero el texto sigue:

«... proximidad de la línea de fuego me tuvieron oculto en su casa hasta que llegaron las tropas nacionales —

»4° que a pesar de la generosa oposición de los habitantes del Mas Borrell quiero por medio de este documento ratificarles mi promesa de corresponderles con una fuerte recompensa metálica, proponer al propietario [aquí hay un espacio en blanco] para una distinción honorífica si así lo acepta el mando militar y testimoniarle mi gratitud inmensa a él y a los suyos durante toda mi vida, que todo ello será bien poco en comparación con lo que por mí ha hecho.

»Firmo el presente documento en el mas Casanova de un Pla cerca de Cornellá de Terri a 1...»

Hasta aquí, el texto de la libreta. Lo releí varias veces, tratando de dotar de un sentido coherente a aquellas anotaciones dispersas, y de ensamblarlas con los hechos que yo conocía. Para empezar, descarté la sospecha, que insidiosamente me asaltó mientras leía, de que la libreta fuera un fraude, una falsificación urdida por los Figueras para engañarme, o para engañar a alguien: en aquel momento me pareció que carecía de sentido imaginar a una modesta familia campesina tramando una estafa tan sofisticada. Tan sofisticada y, sobre todo, tan absurda. Porque, en vida de Sánchez Mazas, cuando podía ser un escudo de derrotados contra las represalias de los vencedores, el documento era fácilmente autentificable y, una vez muerto, carecía de valor. Sin embargo, pensé que de todas formas era conveniente cerciorarse de que la letra de la libreta (o una de las letras de la libreta, porque había varias) y la de Sánchez Mazas eran la misma. De ser así (y nada autorizaba a suponer que no lo fuera), Sánchez Mazas era el autor del pequeño diario, sin duda escrito durante los días en que anduvo errante por el bosque, o a lo sumo muy poco después. A juzgar por el último texto de la libreta, Sánchez Mazas sabía que la fecha de su fusilamiento había sido el 30 de enero del 39; por otra parte, la numeración que precedía a cada entradilla del diario correspondía al número de día del mes de febrero del mismo año (los nacionales habían entrado en efecto en Gerona el 4 de febrero). Del texto del diario deduje que, antes de acogerse a la protección del grupo de los hermanos Figueras, Sánchez Mazas había hallado un refugio más o menos seguro en una casa de la zona, y que esa casa no podía ser otra que la casa o Mas Borrell, a cuyos habitantes daba las gracias y prometía «una fuerte recompensa metálica» y «una distinción honorífica» en la extensa declaración final, y deduje también que esa casa o mas sólo podía estar en Palol de Rebardit —un municipio limítrofe del de Cornellá de Terri— y que sus habitantes sólo podían ser miembros de la familia Ferré, a la que por lo demás pertenecería con seguridad la María Ferré que, según me había anunciado Jaume Figueras en el final precipitado de nuestra entrevista en el Núria, todavía estaba viva. Todo lo anterior parecía evidente, igual que, una vez se ha dado con ella, parece evidente la correcta ubicación de las piezas de un puzzle. En cuanto a la declaración final, redactada en el Mas de la Casa Nova, el lugar del bosque donde los cuatro fugitivos habían permanecido ocultos —y sin duda cuando ya se sabían a salvo—, también parecía evidente que se trataba de un modo de formalizar la deuda que Sánchez Mazas tenía con quienes le habían salvado la vida, así como de un salvoconducto que podía permitirles cruzar las incertidumbres de la inmediata posguerra sin necesidad de padecer todos y cada uno de los ultrajes que ella reservaba a la mayoría de quienes, como los hermanos Figueras y Angelats, habían engrosado las filas del ejército republicano. Me extrañó, no obstante, que uno de los fragmentos arrancados de la libreta fuera precisamente el fragmento de la declaración en el que, según todo parecía indicar, Sánchez Mazas agradecía la ayuda de los hermanos Figueras y de Angelats. Me pregunté quién había arrancado esa hoja. Y para qué. Me pregunté quién y para qué había arrancado las primeras hojas del diario. Como una pregunta lleva a otra pregunta, me pregunté también —pero esto en realidad ya llevaba mucho tiempo preguntándomelo— qué ocurrió en realidad durante aquellos días en que Sánchez Mazas anduvo vagando sin rumbo por tierra de nadie. Qué pensó, qué sintió, qué les contó a los Ferré, a los Figueras, a Angelats. Qué recordaban éstos que les había contado. Y qué habían pensado y sentido ellos. Ardía en deseos de hablar con el tío de Jaume Figueras, con María Ferré y con Angelats, si es que aún estaba vivo. Me decía que, si bien el relato de Jaume Figueras no podía ser fiable (o no podía serlo más que el de Ferlosio), pues su veracidad ni siquiera pendía de un recuerdo (el suyo), sino del recuerdo de un recuerdo (el de su padre), los relatos de su tío, de María Ferré y de Angelats, si es que todavía estaba vivo, eran, en cambio, relatos de primera mano y por tanto, al menos en principio, mucho menos aleatorios que aquél. Me pregunté si esos relatos se ajustarían a la realidad de los hechos o si, de forma acaso inevitable, estarían barnizados por esa pátina de medias verdades y embustes que prestigia siempre un episodio remoto y para sus protagonistas quizá legendario, de manera que lo que acaso me contarían que ocurrió no sería lo que de verdad ocurrió y ni siquiera lo que recordaban que ocurrió, sino sólo lo que recordaran haber contado otras veces.

Abrumado de interrogantes, seguro de que con suerte aún tendría que esperar un mes antes de hablar con el tío de Figueras, como si caminara por una zona de médanos y necesitara pisar tierra firme llamé a Miquel Aguirre. Era un lunes y era muy tarde, pero Aguirre todavía estaba despierto y, después de hablarle de mi entrevista con Jaume Figueras y de su tío y de la libreta de Sánchez Mazas, le pregunté si era posible cerciorarse documentalmente de que Pere Figueras, el padre de Jaume, había estado en efecto en la cárcel al terminar la guerra.

—Es facilísimo —contestó—. En el Archivo Histórico hay un catálogo que registra todos los nombres de los presos ingresados en la cárcel de la ciudad desde antes de la guerra. Si a Pere Figueras lo encarcelaron, su nombre aparecerá allí. Seguro.

—¿No pudieron haberle enviado a otra cárcel?

—Imposible. A los presos de la zona de Banyoles los destinaban siempre a la cárcel de Gerona.

Al día siguiente, antes de ir a trabajar al diario, me planté en el Archivo Histórico, que se halla en un viejo convento rehabilitado, en el casco antiguo. Guiándome por los letreros, subí unas escaleras de piedra y entré en la biblioteca, una sala espaciosa y soleada, con grandes ventanales y mesas de madera reluciente erizadas de lámparas, cuyo silencio sólo rompía el teclear de un funcionario casi oculto tras un ordenador. Le dije al funcionario —un hombre de pelo revuelto y mostacho gris— lo que buscaba; se levantó, fue hasta un anaquel y cogió una carpeta de anillas.

—Mire aquí —dijo, entregándomela—. Al lado de cada nombre está su número de expediente; si quiere consultarlo, pídamelo.

Me senté a una mesa y busqué en el catálogo, que abarcaba desde 1924 hasta 1949, algún Figueras que hubiese ingresado en prisión en 1939 o 1940. Como el apellido es bastante común en la zona, había varios, pero ninguno de ellos era el Pere (o Pedro) Figueras Bahí que yo buscaba: nadie con ese nombre había estado en la cárcel de Gerona en 1939, ni en 1940, ni siquiera en 1941 o 1942, que era cuando, de acuerdo con el relato de Jaume Figueras, su padre había estado preso. Alcé la vista de la carpeta: el funcionario seguía tecleando en el ordenador; la sala, desierta. Más allá de los ventanales inundados de luz había una confusión de casas decrépitas que, pensé, no ofrecería un aspecto muy distinto al de sesenta años y unos pocos meses atrás, cuando, en las postrimerías de la guerra, a pocos kilómetros de allí, tres muchachos anónimos y un cuarentón ilustre aguardaban emboscados el final de la pesadilla. Como asaltado por una súbita iluminación, pensé: «Todo es mentira». Razoné que, si el primer hecho que intentaba contrastar por mi cuenta con la realidad —la estancia de Pere Figueras en la cárcel— resultaba falso, nada impedía suponer que el resto de la historia igualmente lo fuera. Me dije que hubo sin duda tres muchachos que ayudaron a Sánchez Mazas a sobrevivir en el bosque tras su fusilamiento —una certeza avalada por diversas circunstancias, entre ellas la coincidencia entre las notas de la libreta de Sánchez Mazas y el relato que éste le hizo a su hijo—, pero determinados indicios autorizaban a pensar que no eran los hermanos Figueras y Angelats. Por de pronto, en la libreta de Sánchez Mazas sus nombres habían sido escritos a tinta y con una caligrafía diferente de la del resto del texto, que estaba escrito a lápiz; era indudable, pues, que una mano ajena a la de Sánchez Mazas los había añadido. Además, el fragmento mutilado de la declaración final, en el que, según yo había deducido al estudiar la libreta, debía de mencionarse a los Figueras y a Angelats, porque estaría destinado a agradecerles su ayuda, muy bien podía haber sido arrancado precisamente porque no se les mencionaba; es decir: para que alguien cediese a la deducción que yo había hecho. Y en cuanto a la falsa temporada en la cárcel de Pere Figueras, sin duda era una invención del propio Pere, o de su hijo, o de quién sabe quién; en todo caso, sumada a la orgullosa negativa de Pere a escapar del cautiverio apelando al favor de un alto dignatario franquista como Sánchez Mazas y a la carta en que denunciaba al desaprensivo que pretendía sacarle dinero a Sánchez Mazas haciéndose pasar por él, la historia constituía un cimiento ideal para edificar sobre ella una de esas brumosas leyendas de heroísmo paterno que, sin que nadie acierte a identificar nunca su origen, tanto prosperan a la muerte del padre en ciertas familias propensas a la mitificación de sí mismas. Más decepcionado que perplejo, me pregunté quiénes eran entonces los verdaderos amigos del bosque y quién y para qué había fabricado aquel fraude; más perplejo que decepcionado, me dije que quizá, como algunos habían sospechado desde el principio, Sánchez Mazas ni siquiera había estado nunca en el Collell, y que acaso toda la historia del fusilamiento y de las circunstancias que lo rodearon no era más que una inmensa superchería minuciosamente urdida por la imaginación de Sánchez Mazas —con la colaboración voluntaria e involuntaria de parientes, amigos, conocidos y desconocidos— para limpiar su fama de cobarde, para ocultar algún episodio deshonroso de su extraña peripecia de guerra y, sobre todo, para que algún investigador crédulo y sediento de novelerías la reconstruyese sesenta años después, redimiéndole para siempre ante la historia.

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