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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (41 page)

BOOK: Soy un gato
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A juzgar por su inutilidad, y basándome en la máxima de que cuanto más absurda sea una cosa, más tiempo se invertirá en su gestación, diría que diseñar el
haori
le llevaría a su inventor no menos de seis años de arduo trabajo mental. Fue entonces cuando se inició la decadencia de la era del calzón, y comenzó la edad de oro del
haori
. Pero, por ser demasiado larga, esta prenda resultaba poco práctica. Cuando llegó el ocaso del
haori
, comenzó la edad de esa prenda tan japonesa, inventada con toda seguridad por un hombre de muy mal genio, llamada
hakama
. Una moda que causó furor entre los samuráis y los miembros del gobierno en las épocas medievales. Otros, en cambio, para no quedarse atrás en el asunto de la vestimenta, tuvieron la genial ocurrencia de inventar un ridículo traje, al que llamaron
frac
, y cuyo mero lucimiento hacía que su dueño pareciera una enorme golondrina con piernas.

Llegado a este punto, considero que todo ese interés por inventar vestimentas nuevas no es producto ni de la necesidad ni de la casualidad. Es la consecuencia lógica de un afán muy humano por sobresalir y destacar por encima de los demás. Es como, si al ponerse tal o cual prenda, el que la vistiese quisiera decir: «Yo no soy como vosotros». De esta realidad se puede deducir la siguiente verdad universal: igual que la naturaleza rechaza el vacío, del mismo modo «los hombres aborrecen la igualdad», y para evitarla deben cubrir y empaquetar sus cuerpos con todo tipo de forros y ropas, que pasan a formar parte de ellos como si fueran sus huesos y sus pellejos. La vestimenta es tan importante para ellos que alguien que pretendiese el retorno a la edad primigenia en que se practicaba la desnudez total, sería tachado inmediatamente de perturbado mental, si no de monstruo. En el improbable caso de que tal cosa sucediera, y de que los millones de personas que habitan el mundo fueran calificados de locos o de enfermos, daría absolutamente lo mismo, pues inmediatamente empezarían las distinciones y las diferenciaciones en virtud de los detalles corporales de la desnudez de los supuestos locos. Para evitar males mayores, creo que lo mejor es continuar con las modas y los vestidos, por muy absurdos que sean éstos.

Se me hizo por tanto bastante increíble comprobar que los hombres desnudos que tenía frente a mí habían dejado todos sus aditamentos y perifollos, tales como
haori
,
hakama
y calzón, colgados en las perchas del vestuario, mientras ellos se dedicaban a gritar, montar escándalo y reír sin la más mínima consideración o recato, y mostrando sus vergüenzas a toda la concurrencia. La escena era de tal calibre que yo la calificaría de grotesca. Impresionado como estaba por lo que veía, me sentía, sin embargo, honrado por que las circunstancias me hubieran hecho testigo de aquella visión, y poder así contarla luego a las personas civilizadas con las que me encontrara. Sentía que me embargaba la responsabilidad. Debo comenzar confesando que, encarado con aquella escena caótica, uno no sabe por dónde empezar. Los monstruos no suelen mostrar ningún tipo de orden en lo que se refiere al ejercicio de su locura. Por lo tanto, se me antoja especialmente difícil sistematizar lo que vi. Por supuesto, puedo decir que aquella era una sala de baño. Tendría unos dos metros de ancho por tres de largo, y estaba dividida en dos secciones, cada una de las cuales tenía el mismo tamaño que la otra. En una parte había una gran pila de agua de color blanquecino, de la que se decía que tenía supuestas propiedades medicinales, aunque a mí su color más bien me sugería que se trataba de agua sucia, grasienta o incluso diría que putrefacta. Su blancura no sé a qué obedecía, pues, según escuché, su contenido completo se cambiaba una vez por semana. Enfrente de esta piscina había otra que contenía agua caliente sin más. Ésta tampoco destacaba especialmente por su transparencia y claridad. De hecho, más bien parecía un tanque lleno de agua de lluvia, y su color, turbio y repulsivo, llevaba a pensar que hubiera estado expuesta a los elementos durante meses en plena vía pública, a la vista de todos los transeúntes.

Hasta este punto, he de decir que todo lo que vi entraba, más o menos, en el terreno de lo normal. Ahora procederé, sin embargo, a describir a los monstruos propiamente dichos, a las criaturas que, ajenas a todo, se revolcaban en ese albañal. Espero que el esfuerzo de hacerlo no me lleve a la tumba. De pie, y uno frente al otro, había dos muchachos que se rociaban mutuamente con cubos de agua de agua caliente. Por lo visto, se trataba de una actividad sumamente interesante. Sus cuerpos estaban bronceados por el sol y eran robustos. Uno de ellos empezó a secarse con la toalla, y le dijo a su compañero:

—Mira Kin-San. Me duele aquí bastante, ¿qué será?

—Eso es el estómago. El dolor de estómago puede matarte, así que deberías vigilártelo —contestó Kin-San muy serio.

—Pero es justo aquí, en el lado izquierdo —dijo señalando hacia donde tenía el pulmón izquierdo.

—Seguro que es el estómago. A la izquierda va el estómago y a la derecha los pulmones.

—¿En serio? Yo creía que el estómago estaba por aquí —y se dio un golpe en la cadera.

—¡No seas idiota! Eso es el lumbago —objetó Kin mofándose de la ignorancia de su compañero.

En ese momento, un hombre de unos veinticinco o veintiséis años, adornado con un bigote incipiente, saltó al baño causando un estrépito de naturaleza acuática. El jabón con el que se había lavado el cuerpo se quedó flotando en la superficie junto con toda la suciedad eliminada. Cerca de él había un anciano medio calvo que hablaba con un amigo sumergido a su lado. No se les veía más que la cabeza asomando por encima del agua.

—Cuando uno se hace viejo, no hay nada que te haga ilusión y cualquier cosa cuesta mucho trabajo, especialmente si te comparas con los que son más jóvenes. Pero cuando te metes en el baño la cosa cambia. Dicen que sólo los chavales soportan el agua bien caliente, pero a mí me gusta así, hirviendo. Eso sí que me hace sentir bien.

—Pero parece que está usted sano y se le ve con mucha energía.

—Ya no tengo tanta energía, no te creas. Lo único que consigo de momento es evitar las enfermedades. Dicen que si no haces nada malo y te cuidas puedes llegar fácilmente a los ciento veinte años.

—¿Se puede vivir tanto tiempo?

—Por supuesto. Incluso más, se lo garantizo. Justo antes de la época de la restauración Meiji vivía en aquí, en Tokio, en la zona de Ushigome, una familia que estaba al servicio del
shogun
, y que se llamaba Magaribuchi. Uno de sus sirvientes llegó a la edad de ciento treinta años.

—¡Qué barbaridad!

—De hecho, vivió tanto que llegó a olvidar su edad. Hasta los cien no tuvo problema, pero a partir de ese momento perdió la cuenta. Cuando le conocí andaba ya por los ciento treinta. No sé qué habrá sido de él, pero seguro que sigue vivito y coleando, y anda por ahí todavía.

Y tras decir esto, el hombre salió del baño, y su compañero le siguió. Una vez fuera del agua, se dedicó a esparcirse polvos de talco por todo el cuerpo.

El que entró después al agua no era en absoluto un hombre corriente. Tenía toda la espalda tatuada con una figura que parecía algo así como la del legendario héroe japonés Jutaro Iwami,
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y blandía una espada en feroz combate con una boa. Lo malo era que el dibujo estaba incompleto, pues a la boa más que verla se la intuía. Quizás por eso la cara de Jutaro mostraba un cierto desánimo. En cuanto metió un pie en el agua, el hombre de la espalda tatuada dijo:

—Vaya. Hoy el agua está muy fría.

El que entraba detrás de él asintió:

—Es verdad. Debería estar más caliente. —Pero por sus gestos era fácil deducir que de fría nada, más bien estaba hirviendo. Miró a la cara del tatuado y le dijo:

—Hola, jefe.

—Hola. ¿Y Tami, dónde está? —preguntó.

—¿Tami? Ni idea. Debe de andar por ahí jugando.

—No sólo jugando...

—¿Y eso? Es un tipo extraño. Tiene un genio insoportable y por alguna razón no le cae bien a nadie. No hay quien le entienda, así que tampoco nadie se fía de él. Un hombre en su posición no debería tener esa actitud.

—Exacto. Tami está demasiado seguro de sí mismo. Es demasiado fanfarrón, por eso la gente no confía en él.

—Tiene razón. Debe de pensar que es de una raza especial, por eso es tan poco servicial.

—Es una lástima, pero casi todos los colegas del barrio han ido desapareciendo poco a poco. Ya sólo quedamos tú, yo, Moto el de los cubos, y luego el de los ladrillos. Somos los únicos nacidos en Tokio. En cambio, ese Tami, a saber de dónde ha salido.

—Pues ya ves hasta dónde ha llegado.

—Desde luego, y no hay quien lo entienda. No sé cómo alguien puede querer pasar siquiera un rato en compañía de semejante bastardo.

Durante un rato largo, los dos bañistas continuaron dando un buen repaso al pobre de Tami.

Giré la cabeza en dirección a la sección del baño donde estaba la alberca de agua de lluvia. Después me fijé en la bañera de agua blanquecina, que era donde había mayor concentración humana. Uno no sabía si la piscina estaba llena de agua o llena de cabezas. De hecho, no habían cambiado el agua desde hacía una semana, así que no había riesgo de que se enturbiase aún más.

Escruté con atención en el interior de la bañera, y allí, acurrucado en un rincón, con la cara roja como un tomate, estaba el maestro. ¡Pobre Kushami! Rogaba para que alguien le abriese paso y le dejara salir, pero no había señales de movimiento entre los bañistas, y él permanecía allí inmóvil, aprisionado entre toda esa masa cárnica, sin poder moverse. Sentía lástima por él, pero la culpa de encontrarse en una situación tan poco ventajosa era suya y sólo suya por querer alargar al máximo su baño y amortizar así los dos céntimos de yen que le había costado la entrada. No obstante, su cara denotaba que si no salía de allí rápido corría el riesgo de sufrir una lipotimia. Junto a él había otro bañista que fruncía las cejas compulsivamente como pidiendo auxilio a los demás. Cuando ya no pudo más dijo:

—Oh, Dios mío, me estoy cociendo. Esto está demasiado caliente. Es como si la espalda se me estuviera derritiendo poco a poco.

—¡Qué va! —saltó un fanfarrón—. El agua tiene que estar así si queremos que tenga propiedades curativas. Si no, no sirve absolutamente de nada. En mi pueblo la gente se baña con el agua mucho más caliente.

—¿En serio creéis que esta agua es medicinal? —preguntó otro que tenía un considerable cabezón medio cubierto con una toalla.

—Por supuesto. Tiene un montón de propiedades. Al menos eso dicen. Yo estoy de acuerdo, desde luego.

El que aventuró esa opinión tenía una cabeza escuálida y roma como la superficie de un pepino. Si tan eficaz era el baño medicinal, pensé, entonces él tendría que presentar un aspecto más saludable.

—Los productos químicos disueltos en el agua empiezan a causar efecto una vez pasan tres o cuatro días. Por eso hoy es el día perfecto. —El comentario procedía de un señor gordo con cara de sabiondo. Quizás su gordura se debiera a la sucesiva acumulación de capas de roña en su epidermis.

—¿Y si le pegas un trago? ¿También tiene efectos beneficiosos? —preguntó a voces uno que permaneció oculto entre el bosque de cabezas.

—Deja que se te enfríe el cuerpo y entonces echa un trago. ¡Ya verás! No va a hacer falta que te levantes a media noche para orinar.

—¡Bebe, bebe! —le animó otra voz de origen desconocido.

Dejé mi observación de la bañera para pasar a la sección de entarimado, donde había un grupo de auténticos adanes del siglo
xx
que, desde luego, no habrían servido de modelo para ningún artista. Al menos, éstos se lavaban, cada cual a su manera, con bastante destreza. El que más me llamó la atención era uno que estaba acostado de espaldas mirando tranquilamente al tragaluz del techo. También había otro tumbado boca abajo, que miraba entretenido entre los huecos de la tarima. Los dos parecían tener tiempo de sobra para perderse en contemplaciones sin sentido. Junto a ellos había también un hombre calvo agachado frente a la pared. Un aprendiz le daba un masaje en los hombros, y de esa guisa parecían mantener una relación de maestro y discípulo. El verdadero masajista del baño público andaba de acá para allá, y atendía a los que se lo pedían. Ese día debía de estar acatarrado pues, a pesar del calor, llevaba una especie de chaqueta acolchada con la que se cubría. Me fijé en que de vez en cuando agarraba un cubo ovalado, que probablemente debía de ser para su uso exclusivo. Inmediatamente después empezaba a echar agua caliente sobre la espalda de su jefe. Llevaba el dedo pulgar del pie derecho vendado. Junto a ellos había otro bañista con tres cubos a su lado. Le insistía a su vecino para que usara su propio jabón y dejara el suyo tranquilo. Hablaban de algo, así que pegué bien la oreja para escuchar lo que decían:

—Las armas de fuego son cosa de extranjeros. Antiguamente sólo se combatía con la espada, y si los extranjeros inventaron las armas de fuego fue para luchar a distancia. ¿Y eso por qué? Porque son unos cobardes, ahí está la explicación. Las armas no llegaron de China, sino de más lejos. En los tiempos de Watonai los guerreros no las usaban. Watonai era de la famosa familia de guerreros Seiwa Genji
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Cuando Yoshitume Minamoto se marchó a Manchuria, cuentan que se llevó consigo a un hombre sabio nacido en Hokkaido. Un hijo de Yoshitume atacó al gran Ming de China, pero resultó que éste era invencible. Por consejo del hombre sabio, el hijo de Yoshitume envió un mensajero chino al general Iemitsu Tokugawa del tercer shogunzxo, para pedirle una ayuda de tres mil soldados. El shogun no permitió al mensajero volver a Manchuria, y lo retuvo junto a él durante años. El mensajero se casó después en Nagasaki con una cortesana, y el hijo de ese matrimonio fue Watonai. Cuando finalmente el mensajero pudo volver a China, se encontró con que el gran Ming había caído depuesto por los rebeldes...

Su explicación parecía bastante completa, pero no fui capaz de sacar nada en limpio sobre lo que aquel individuo pretendía decir a fin de cuentas. La cháchara se me hacía muy aburrida, así que decidí poner mi atención en otro lugar.

Detrás del diletante metido a historiador, había un hombre de unos veinticinco años y cara triste dándose un masaje en las piernas con agua caliza. Parecía tener algún tipo de enfermedad. Junto a él, dos jóvenes de entre diecisiete y dieciocho años, que debían de ser alumnos de la escuela vecina y detrás de ellos había un tipo con una espalda de lo más extraña. Su vértebra dorsal terminaba en un coxis excesivamente sobresaliente, coronado con cuatro manchas paralelas como fichas del juego de
Go
. Las manchas estaban inflamadas y tenían mal color, como si estuvieran llenas de pus.

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