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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (45 page)

BOOK: Soy un gato
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Cuando los muchachos estaban seguros de que el maestro se hallaba en su estudio, se desplegaban a lo largo de todo el terreno y empezaban a hablar a voz en grito, sin ahorrarse ningún tipo de comentarios ofensivos sobre el dueño de la casa. Su estrategia para acabar con la paciencia del maestro consistía en variar constantemente el tono de voz, para que de esa forma el enemigo no pudiera estar totalmente seguro de si el griterío provenía de una parte de la valla o de la otra. Si el maestro, iracundo por los comentarios, decidía salir en busca de los alborotadores, podía suceder que se escaparan a toda prisa, o bien que se quedaran allí haciéndose los indiferentes, como si ellos no hubieran hecho nada. Cuando el maestro observaba desde la ventana del retrete —y siento mucho tener que usar de un modo tan reiterativo esta palabra tan inadecuada, pero me veo obligado a ello por puras razones de precisión topográfica—, su campo de visión abarcaba la extensa parcela dedicada al cultivo de las paulonias, y el lugar donde acampaba el enemigo. Entonces lanzaba unos gritos aterradores. Como única respuesta recibía el eco de sus propias barbaridades. Esa táctica tan escandalosa ponía en evidencia al maestro y le descubría como un idiota redomado. En las pocas ocasiones en que pensaba que un asalto por sorpresa tendría un resultado positivo, se lanzaba al ataque armado con un bastón, para encontrarse la parcela completamente desierta. Volvía entonces a su baluarte del retrete, pensando que no habría nadie, y entonces se daba cuenta de que las hordas enemigas iban recuperando posiciones poco a poco. Entonces solía otear de nuevo el terreno, armarse de valor, agarrar el bastón y lanzarse de nuevo en tromba al jardín, para darse cuenta otra vez de que los alumnos habían volado. Y era lo mismo siempre. Podía intentarlo una y otra vez, y el resultado era siempre el mismo: acababa agotado, enojado y con los nervios destrozados.

Yo, por mi parte, me dedicaba a contar las ocasiones en las que salía, con gesto iracundo, y volvía a entrar, con ademán compungido. Aquello se había convertido en una obsesión. Hasta el punto de que me preguntaba si no habría abandonado su profesión de maestro para enrolarse en el ejército. Y estaba a punto de volverse loco de remate, cuando tuvo lugar el siguiente incidente:

Éstas son las cosas que pasan cuando uno pierde los papeles, cuando no se sabe cómo manejar una situación o cuando se le sube a uno la sangre a la cabeza hasta el punto de hacerle perder el sentido. En este aspecto coinciden Galeno, Paracelso y el ya olvidado sabio chino Henjyaku.
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Parece que el problema reside en localizar el punto exacto donde se acumula la sangre en el cerebro, y averiguar si se trata verdaderamente de sangre o de otra cosa.

Según la teoría de los antiguos filósofos europeos, una teoría ciertamente pasada de moda, existen en el cuerpo humano cuatro clases de líquidos diferentes o humores: la ira, que si corre en el sentido incorrecto se transforma en furor; la estupidez, que acumulada en la cabeza altera los nervios y causa letargía; la melancolía, que pone tristes a los hombres; y, finalmente, la sangre, cuyo objetivo es activar los brazos y las piernas. A medida que la civilización ha progresado, tres de los cuatro humores, la ira, la estupidez y la melancolía, han pasado a mejor vida, por lo que los sabios coinciden en que el único humor que merece nuestra atención es la sangre. Según parece, ésa es la causa de la preminencia, en nuestros confusos tiempos, de la cólera. La cantidad de sangre que fluye por el cuerpo varía en función del individuo y su temperamento. Cada cuerpo humano contiene unos 9,9 litros de ese preciado elemento, y si tal cantidad de líquido circula por donde no debe y se concentra exclusivamente en la cabeza, el resto del cuerpo se enfría. Es como lo que pasó el día 5 de septiembre de 1905, cuando la gente asaltó las comisarías en protesta por el Tratado de Porthsmouth y todos los policías, tanto los de los cuarteles como los que patrullaban por las calles, tuvieron que refugiarse en la Comisaría Central de Tokio. Pues bien. Aquella huida precipitada a la Comisaría Central tiene grandes semejanzas, desde el punto de vista médico, con la subida de la sangre a la cabeza. Para curar esa enfermedad es preciso que la sangre se distribuya bien por todo el cuerpo, y lograr que la que ha fluido al revés vuelva a hacerlo en su sentido normal.

Según tengo entendido, el difunto padre del maestro tenía por costumbre ponerse una toalla fría sobre la cabeza y tostarse los pies en el brasero, a fin de conjurar este indeseado mal. Tener los pies calientes y la cabeza fría se ha considerado tradicionalmente un método infalible para alargar la vida, tal como demostraba el clásico de la medicina china
Algunas consideraciones sobre las fiebres tifoideas
. La conclusión de ese interesante tratado es que una buena toalla fresca al día te evitará la visita al médico. Otro sistema para evitar la circulación errónea de la sangre por el cuerpo desapercibido es el que usan desde tiempos inmemoriales los bonzos.
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En sus largos peregrinajes de un templo a otro, la única residencia que conocen es un árbol sobre la cabeza y una piedra debajo de ella, tal como enseñaba la famosa doctrina del Unsui. No es penitencia impuesta ni mortificación. Se trata, simplemente, de una técnica propugnada por el sexto patriarca de la secta Zen, el chino Hui-neng, que la descubrió mientras recogía arroz y se agachaba para devolver así el flujo sanguíneo de la cabeza al resto del cuerpo. Pruébenlo, es sencillo. No hay más que sentarse sobre una piedra, lo más sombreada y lisa posible. Aunque al principio se sienta algo de frío en el trasero, poco a poco la sangre irá retornando a las nalgas y calentándolas. Se trata de un principio infalible. Así tendrá la cabeza fría y el culo caliente.

Aunque se han inventado numerosos métodos para bajar la sangre de la cabeza, como de momento todavía no ha aparecido ninguno que resulte eficaz para todos, no me entretendré en dar más explicaciones. Normalmente se piensa que cuando la sangre sube a la cabeza no se obtiene ningún beneficio. Sin embargo, hay al menos un contexto en el que sí lo tiene. Hay oficios en los que es indispensable el frenesí que provoca la sangre cuando se sube a la cabeza. Si esto no sucediera no sería posible ejercerlos adecuadamente. El caso más interesante y destacado es el de los poetas. Igual que un barco de vapor es incapaz de ponerse en marcha sin carbón, lo mismo le sucede a un poeta: no es nadie sin el frenesí mental causado por una buena subida repentina de sangre a la cocorota. Si, por alguna circunstancia, no consiguen que esto suceda, inmediatamente se convierten en seres corrientes y molientes sin otro quehacer en la vida que el de comer y quedarse de brazos cruzados mirando al techo. La cruda realidad es que tan súbita afluencia de sangre al cerebro equivale a un pequeño ataque de locura, pero nadie con un mínimo de orgullo profesional admitirá que sólo logra realizar su trabajo si se encuentra sumido en un estado de enajenación mental. Los poetas, si se caracterizan por algo, es precisamente por no llamar a las cosas por su nombre, y a la locura no le dicen locura. Por razón de algún tipo de conspiración lírica, han acordado darle otro nombre, y por eso lo llaman «inspiración», una palabra que repiten sin cesar y a la que atribuyen poderes casi mágicos. Pero el hecho incontestable es que se trata de pura y simple locura. La palabra «inspiración» debieron de inventarla para engañar a la gente, que no tiene ni idea de sus problemas mentales. Incluso el mismísimo Platón se puso de su parte cuando hablaba de «locura divina». Yo no sé cuál puede ser el grado de divinidad de la locura, pero lo cierto es que si se les identificara con los locos, la gente miraría a los poetas con menos respeto. Y creo que los poetas hacen bien en aferrarse a su inspiración, puesto que, aunque la inspiración suena a nuestros oídos como si se hablara de algún tipo de droga o de medicina moderna, sigue constituyendo una palabra poderosísima, bajo la cual los poetas pueden colocar perfectamente su chifladura sin que nadie se dé cuenta. La locura se disfraza de inspiración, como la pasta de pescado cocido a la que se le añaden trozos de ñame para que le sirva de relleno. Como la imagen de la diosa Kannon
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tallada en un trozo de madera podrida de apenas unos centímetros de altura. Como la carne fresca de ternera a la que se añaden porciones de caballo rancio en las trastiendas de las cocinas de los restaurantes a fin de engañar al incauto cliente. La inspiración no es más que una especie de locura pasajera y, precisamente, por su condición de pasajera es por lo que muchos poetas han logrado no acabar dando con sus huesos en el manicomio.

A mí me parece que debe de ser extraordinariamente difícil fraguar individuos así, idiotas de corto recorrido y locura con fecha de caducidad, poetas movidos por la inspiración divina. Crear seres corrientes no parece tan complicado, a juzgar por la gran cantidad de ellos que existen. Pero otra cosa bien distinta es lograr fabricar esos maniacos obsesionados todo el día por ponerse a garabatear delante de un papel en blanco. Incluso a un dios superdotado en materia de bellas artes le costaría un trabajo considerable crear un solo individuo como ésos. Los dioses sólo son capaces de producir esos extraños especímenes en raras ocasiones. Por tanto, los poetas frecuentemente deben procurarse inspiración a sí mismos, sin el concurso de un dios que les ayude a encontrarla, y por esa razón es por la que los escolares de todas las épocas se ven obligados a dedicar tanto tiempo a prevenir las subidas de sangre a la cabeza.

En una ocasión hubo un poeta que, obsesionado por encontrar la inspiración, solía comerse una docena de caquis amargos al día en la creencia de que los caquis le producirían indigestión, y que este padecimiento provocaría que su sangre se le subiera a la cabeza, fomentando así la actividad de su materia gris. Otro se bañaba a todas horas en agua caliente con una botella de
sake
, también caliente, que se bebía a grandes tragos. Su idea era que dentro del agua caliente, y bien empachado de
sake
caliente, la sangre se le concentraría toda en la cabeza, y eso le produciría un arrebato creativo. Si aquello no daba resultado, pensaba que otro método adecuado sería el de bañarse directamente en una bañera llena de vino caliente. Por desgracia, el hombre murió sin probarlo siquiera, pues carecía de los recursos económicos suficientes para llenar una bañera de vino. A un último personaje de esta misma ralea se le ocurrió que la inspiración le llegaría, ni más ni menos, vía la imitación de variados personajes antiguos, también dotados de la gracia creativa. Su sistema se basaba en la idea de que quien imita los gestos y actitudes de otro, adquiere las mismas capacidades y estado mental del modelo. Si se imita a un borracho, inmediatamente se tendrán unas enormes ganas de beber vino sin freno. Si se practica la meditación y se aguanta en esa postura el tiempo suficiente, uno tendrá la sensación de haberse convertido en el mismísimo Buda resucitado. Por tanto, si uno imita la actitud de algún famoso escritor, es más que probable que le entren arrebatos similares a los que le llevaron a este genio de las letras a escribir algunas de sus grandes obras. Cuentan que Victor Hugo tenía por costumbre tumbarse sobre la cubierta de un velero y quedarse mirando al cielo a la espera de que le llegara la inspiración. Por tanto, alguien que tenga los medios económicos y la posibilidad de embarcarse en un yate, no tiene más que tumbarse a lo Victor Hugo y esperar a que las nubes le dicten unas cuantas frases. También suele decirse de Robert Louis Stevenson que escribía todas sus novelas tumbado boca abajo. Así que bastará con adoptar esa postura, coger papel y lápiz, y lanzarse a escribir obras incomparables sobre archipiélagos enteros llenos de islas con tesoros enterrados.

Como se puede observar por los ejemplos citados hasta ahora, en la historia ha habido numerosos intentos de estimular el arrebato creativo, pero hasta el día de hoy ninguno ha demostrado su eficacia fehacientemente. Es una lástima, pero así son las cosas. Provocar esos arrebatos de manera artificial puede decirse que no tiene ningún sentido. Sin embargo, estoy convencido de que más pronto o más tarde llegará el momento en que alguien invente un método de arrebato inducido que produzca por fin beneficios al común de la raza humana. Y, sinceramente, espero que ese momento llegue lo antes posible.

Ya he hablado lo suficiente sobre los métodos conocidos por el hombre para que la sangre se te suba a la cabeza, así que creo que ha llegado el momento de que retome la narración de los sucesos a los que me venía refiriendo antes. Pero, primero de todo, es necesario advertir que previamente a que un gran suceso tenga lugar suelen producirse otros sucesos, sin duda de menor importancia, algunos aparentemente intrascendentes, que sirven de pequeñas pistas, de indicios, de que algo más grande ocurrirá no tardando mucho. A lo largo del tiempo, los historiadores se han concentrado en el estudio de los grandes acontecimientos, los sucesos trascendentes, y han dejado de lado los pequeños detalles, sin considerar su ulterior relevancia. En el caso del maestro, esos ataques de ira, esos arrebatos de sangre borboteante cada vez que recibía la visita en su jardín de los alumnos de la escuela vecina, unidos a la consiguiente presión que el maestro iba acumulando en su interior, hacían pensar que la gran erupción tendría lugar en cualquier momento. Si he detallado estos acontecimientos ordenadamente, si he dado cuenta puntual de los sufrimientos padecidos por el maestro, ha sido para hacer más comprensible la reacción del maestro, y para que ésta no parezca exagerada, caprichosa o producto de un mal día.

Sin embargo, el acontecimiento que voy a contar, sea importante o trivial, no honra en absoluto al maestro. Todo lo sucedido fue lamentable, lo sé, y la inspiración o locura que lo provocó podría clasificarse como de auténtica demencia. Al menos quiero aclarar que su arrebato fue auténtico y, por tanto, no inferior al de nadie que cualquiera de nosotros pudiera conocer. Eso no quiere decir, entiéndaseme, que la demencia fuese superior en calidad al acontecimiento mismo. El maestro carece de cualidades que le hagan destacar sobre los demás, por lo que si yo, que me he erigido en cronista de los hechos de su vida, no me detengo en estos detalles, seguramente no tendría material suficiente para hacer un relato ameno, y todos mis esfuerzos serían en vano.

El enemigo, atrincherado en el vestíbulo de la Escuela de la Nube Caída, dio en descubrir al cabo de un cierto tiempo una nueva clase de balas tipo «dum-dum»,
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con las que se dedicaban a bombardear la parte norte del solar durante los diez minutos de recreo, e incluso cuando terminaban las clases y salían de la escuela. Estas balas eran lo que comúnmente se conoce como «pelotas». Se lanzaban tras ser golpeadas con una especie de palo rígido desde el patio, o bien mediante un mortero improvisado, y aterrizaban en territorio del maestro. No había peligro de que hiciesen blanco sobre su persona, pues, normalmente, el maestro estaba encerrado en su estudio, poniendo a hervir su sangre. El enemigo conocía perfectamente las técnicas de lanzamiento, y sabía que, a fin de evitar víctimas, debían lanzarlas con una trayectoria abierta y pronunciada. Parece ser que ésa fue la misma táctica utilizada por la armada japonesa en la victoriosa batalla de Lunshun. De igual manera, la propia táctica de lanzar pelotas con trayectoria envenenada al solar vecino solía arrojar por si sola resultados muy positivos. Además, cada vez que los muchachos lanzaban un misil, el disparo iba acompañado de un inevitable «oh» admirativo y colectivo, proferido en ocasiones por decenas de gargantas enemigas gritando al unísono. El resultado era que el maestro, escuchando ese rumor que se alzaba desde las posiciones enemigas, experimentaba un pavor total y caía presa del pánico. La sangre abandonaba sus extremidades, resultado de la contracción total de sus venas, y se marchaba directa al cerebro. De tanto hervirle la sangre, digo yo que antes o después tendría lugar el delirio. Hay que reconocer que la habilidad del enemigo para alimentar su desesperación y provocar en él una explosión devastadora era verdaderamente admirable.

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