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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (42 page)

BOOK: Soy un gato
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Por todas partes encontraba cosas raras. Tantas, que si tuviera que hacer una descripción detallada de todas ellas nunca acabaría. De pronto entró en el establecimiento un hombre calvo de unos setenta años vestido con un
kimono
de algodón de color azul claro. La aparición causó un gran revuelo entre los bañistas. Muchos de ellos empezaron a inclinarse reverencialmente ante el recién llegado. El jefe de los baños se dirigió a él:

—Gracias. Gracias por haberse dignado a visitar mi humilde negocio. Sírvase tomarse todo el tiempo que necesite y no dude en entrar y salir tantas veces como considere oportuno de las piscinas. Hoy hace frío y el agua medicinal le hará bien...

El hombre se limitó a contestar:

—Vale.

—Un hombre simpático, el dueño del
onsen
—dijo el espontáneo historiador de los hechos y acontecimientos de Coxinga—. Para llevar un negocio como el suyo hay que serlo.

Me quedé tan sorprendido por la aparición de aquel personaje que fijé mi atención en él y descuidé todos los demás acontecimientos que tenían lugar en el establecimiento. Le estaba observando, cuando el anciano extendió la mano hacia un niño de unos cuatro años que había terminado su baño, y le dijo con la voz impostada con la que los ancianos se dirigen a los niños:

—Ven aquí, jovencito.

El niño rompió a llorar asustado por la cara aplastada de aquel vejestorio, y éste preguntó:

—¡Eh! ¿Por qué lloras? ¿Tienes miedo de un viejo como yo? —Pareció contrariado, pero pronto reaccionó. Se dirigió al padre de la criatura con un cambio de tono en su voz:

—Hola Gen-San. ¿Qué tal estás? ¡Vaya frío que hace hoy! ¿Has oído lo del robo en la tienda de la esquina? Ese tipo debía de ser idiota. Después de hacer un agujero enorme en la puerta se marchó sin haber robado nada. Supongo que le sorprendería la policía, o que escucharía venir al sereno. Vaya pérdida de tiempo, ¿no te parece?

Todavía se reía de la mala suerte del ladrón, cuando se giró y miró hacia otro lado. Se dirigió a otro bañista:

—¿No hace un poco de frío aquí? Quizás, como eres joven, no sientes cómo muerde. —Puede que, por motivo de su propia ancianidad, fuera la única persona en todo el edificio que sentía frío.

El anciano había absorbido completamente mi atención, y me había distraído del resto de acontecimientos que se desarrollaban a mi alrededor. Me volvía a preguntar si el maestro seguiría cociéndose a fuego lento en su rincón, cuando, de repente, escuché un grito atroz. Al momento reconocí la voz del maestro. No me habría extrañado lo más mínimo si la hubiera oído en casa, pero escucharle gritar en aquel lugar me dejó perplejo. Pensé que el grito era debido a alguna clase de desmayo sufrido por haber estado sumergido en esa sopa hedionda durante tanto tiempo. En tal caso, era culpa suya. Pero pronto me di cuenta de que el motivo del altercado no era otro que su disputa con un hombre más joven que estaba sentado cerca de él.

—¡Vete de aquí! ¡Me estás salpicando y además estás echando tu agua en mi cubo! ¡Largo de aquí!

No era fácil interpretar sus gritos de un modo unívoco. Todo dependía del punto de vista que adoptase el oyente. Quizás, para una persona generosa, podía encontrarse un paralelismo entre sus gritos y aquéllos con los que el famoso Hikokuro Takayama
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se enfrentaba sin dudarlo a los salteadores de caminos con los que se topaba. Es posible que no fuera más que una farsa planeada por el maestro pero, en cualquier caso, como su contrincante no era un ladrón, no sirvió de nada que actuara como lo hizo. Ante sus horribles berridos, el joven se dio la vuelta y, con un tono de total tranquilidad, contestó:

—Yo estaba aquí antes que usted.

Una respuesta de lo más razonable, pensé yo, pero que no denotaba las más mínima intención de que el joven fuera a cambiar de actitud. Eso enfadó aún más al maestro. Lo cierto es que el muchacho no era un bandido y, por tanto, la forma de dirigirse a él no era adecuada en absoluto. En realidad, lo que fastidiaba al maestro era que el joven y su acompañante llevaban un buen rato chapoteando sin preocuparse de nada ni de nadie. Aguantó hasta que al fin no pudo más, y explotó con un grito de cólera.

—¡Malditos zangolotinos! ¡Idiotas! Idos a salpicar con vuestro agua en el cubo de los demás.

Cierto es que aquel muchacho resultaba realmente impertinente y antipático. Pero la forma de comportarse del maestro no era, evidentemente, la más adecuada, tratándose de un miembro del cuerpo docente. Tenía un temperamento explosivo y, en cuanto saltaba una pequeña chispa, a la mínima salía ardiendo. Cuentan que cuando Aníbal atravesó los Alpes con sus tropas y sus elefantes, se encontró en un lugar angosto con una enorme piedra que impedía el avance de su fabuloso ejército. Así que Aníbal roció la piedra con ácido y después le pegó fuego. La roca se reblandeció y la pudieron cortar en trozos igual que se parte en rodajas el kamaboko. El ejército pudo continuar su marcha sin mayor dificultad. A los hombres como el maestro, que disfrutan del agua medicinal sin ninguna consecuencia positiva para su carácter, habría que tratarles con el mismo método de Aníbal, y rociarles con ácido para después arrojarlos al fuego. Si no, jamás se corregirá su terquedad y carácter violento.

Los individuos flotantes que disfrutaban del agua del baño sin ropa alguna, así como todos los demás que pululaban por allí vagueando sin hacer nada productivo, eran miembros notables de la especie nudista, enemigos acérrimos de la vestimenta que tan necesaria es para el hombre civilizado. Por esa razón no se les podía juzgar según los cánones del sentido común, como al resto de los humanos, y lo que dijeran o hicieran poca importancia tenía. Si aseguraban que el estómago estaba al lado de los pulmones, que Watonai pertenecía a la familia de los Seiwa Genji y que el tal Tami era un indeseable en el vecindario, daba igual. Ninguno de esos asuntos tenía la menor trascendencia. Lo que me llamaba poderosamente la atención era que esos mismos nudistas, una vez volvían al vestuario y se ponían la ropa encima, dejaban de parecer duendes, y regresaban al mundo racional de los hombres civilizados. Su nueva condición de seres disfrazados les obligaba a comportarse como ciudadanos respetables y de pocas palabras.

El maestro salió finalmente de su baño maría y se colocó en el entarimado que hacía de frontera entre la piscina y el vestuario. Era ése un momento solemne, crucial, en el que se volvía al mundo de la elegancia y el atractivo. Pero, incluso en el umbral del retorno a ese mundo, seguía mostrando la misma obstinación de siempre, y parecía un irresponsable integral, como si estuviera aquejado de una enfermedad incurable llamada estupidez. En mi humilde opinión, sólo había una cosa que podía hacer para curar esa enfermedad: ir a hablar con el director de la escuela y que le expulsase sin remisión. El maestro, incapaz de adaptarse a la nueva situación, empezaría a mendigar por las calles, y al poco tiempo moriría de hambre y frío. Resumiendo, su salida de la escuela supondría su entrada en la tumba. Al maestro le encantaba estar enfermo, pero con toda seguridad le horrorizaría la posibilidad de morir. Con tal de no fallecer era capaz de permitirse el lujo de seguir enfermo indefinidamente. Si alguien le hubiese amenazado con la muerte, se habría echado a temblar de lo cobarde que era y, con toda seguridad, le habrían desaparecido de golpe todos los males que le aquejaban. Si aun así la enfermedad persistía, debía de ser cierto que era irremediable.

Pero con mal genio o enfermo, el maestro seguía siendo el maestro, mi amo, la persona que me acogió y que me daba alimento. Yo no podía por menos que ponerme de su parte. Era como el poeta chino de la historia, al que alguien salvó in extremis de una muerte segura ofreciéndole una buena comida, y éste a su vez saldó su deuda salvando más adelante la vida a su benefactor. En el fondo me preocupaba el mal que afligía al maestro, y tanta inquietud me entró que olvidé lo que sucedía a mi alrededor. Volví a la realidad del baño público, y escuché en la piscina de agua medicinal una especie de pelea, acompañada de voces e insultos. Había dos pares de piernas, unas peludas y otras lampiñas, que pugnaban por un diminuto espacio en la piscina. Era una hermosa tarde de principios de otoño y la luz rojiza del sol poniente iluminaba aquí y allá las nubes de vapor que se elevaban hasta el techo. El vapor lo envolvía todo, y yo era incapaz de ver a los tipos vociferando entre la bruma. Oía gritos de «esto está que arde», y giraba la cabeza a izquierda y derecha para localizar a los contendientes y poder así decir si su voz era de tenor o de bajo. El griterío producía ecos indescriptibles que resonaban por todas partes, y que rebotaban haciendo imposible localizar su fuente. Sentí miedo ante aquella escena espectral y brumosa. Un nuevo griterío incomprensible mostró que la batalla había llegado a su apogeo, y luego la cosa se puso tan tensa que parecía que todo terminaría súbitamente. Llegó el desenlace fatal: uno empujo a otro, el otro al de más allá, y así sucesivamente hasta que aquello derivó en un caos total. Una vez finalizó la batalla campal, sólo quedaba en pie el ganador. Una especie de capitán general, al menos nueve centímetros más alto que el resto de sus contrincantes. Tenía una barba tan cerrada que no se sabía si pertenecía a la cara, o si la cara le pertenecía a la barba. Movía su cara enrojecida por el calor. Con voz triunfante dijo:

—¡Echad agua fría, que esto está hirviendo!

Sus gañidos resonaron brutalmente por la habitación. Una voz que se imponía sobre todo y sobre todos. Pensé que aquel tipo era la materialización misma del superhombre de Nietzsche. Un fuera de serie, el mismísimo emperador de los demonios, el maestro de todos los monstruos, un Tiranosaurus Rex. Mientras le miraba totalmente absorto, alguien contestó con un lacónico «sí». ¿Era un sí de asentimiento, o bien de burla? Nunca lo sabré. Lo único que pude ver cuando giré la cabeza para localizar a quien había dado una respuesta tan ambigua, fue la figura entre la bruma del encargado con sus calzones remangados, que echaba carbón al horno con todas sus fuerzas. Al prenderse, el carbón crepitaba e iluminaba fugazmente al fogonero y la pared de ladrillo que, tras de él, parecía estar incendiándose.

Me aterroricé. Bajé de la ventana de un salto, a toda prisa, y corrí de vuelta a casa como alma que lleva el diablo. En el camino reflexioné sobre todo lo que había visto y oído en los baños, y llegué a la conclusión de que si bien los hombre tratan de buscar un igualdad en su desnudez monstruosa, todo deviene en una tarea imposible, pues siempre aparece un héroe que sobresale por encima de todos los demás y los domina y los subyuga. La igualdad es imposible, incluso en el estado de desnudez más absoluta.

Cuando volví a casa todo estaba en calma. La cara del maestro lucía todavía roja por los calores del baño. Cenaba tranquilamente y, cuando me vio saltar a la galería, rompió su silencio para decir:

—¡Vaya con el gato! Me pregunto dónde habrás estado metido hasta tan tarde.

El maestro no tenía mucho dinero, pero en seguida me di cuenta de cjue esa noche la mesa estaba servida con profusión de platos. En uno había pescado al horno, de un tipo que no pude reconocer, pero que probablemente había sido pescado no más tarde del día anterior, en la bahía de Shinagawa. Antes expliqué que los peces gozan de una salud de hierro como consecuencia de vivir en un entorno tan salado. Sin embargo, una vez pescados y hervidos o asados como aquél, la cuestión de su salud congénita y de las ventajas de vivir en un medio ambiente como el suyo dejaba de ser relevante. Este pobre pez habría hecho mucho mejor en permanecer en el mar, aunque con el transcurso del tiempo hubiera caído enfermo. Me senté al lado de la mesa para ver si caía algo. Simulaba mirar el pescado y no mirarlo. Si no adoptaba la estrategia adecuada, probablemente no conseguiría llevarme nada a la boca. Los que no dominan esta estrategia deben resignarse a no comer nunca un pescado decente. El maestro cogió un trozo con sus palillos pero, de pronto, se detuvo como si fuera a decir que el sabor no le gustaba. Su mujer, sentada frente a él, observaba con ansiedad cómo los palillos se movían arriba y abajo, y cómo el profesor abría y cerraba la mandíbula.

—Dale un golpe al gato en la cabeza —dijo el maestro de repente.

—¿Un golpe, para qué?

—No me discutas. Dale un golpe.

—¿Así? —La señora golpeó suavemente mi cabeza con la palma de su mano. Lo hizo tan levemente que no me hizo ningún daño.

—¿Has visto? No ha soltado ni el más mínimo maullido.

—No, es cierto.

—Dale otro golpe.

—No va a pasar nada por muchas veces que le golpee —replicó la señora mientras me propinaba un nuevo golpecito.

Como no sentí nada me quedé tranquilo. ¿Pero cuál sería el objetivo final de esas instrucciones tan peculiares del maestro? Soy un gato inteligente, y el comportamiento del maestro me pareció totalmente incomprensible. Cualquiera que supiera a dónde quería llegar, sabría cómo reaccionar correctamente, pero en este caso no era fácil saber de qué iba todo aquello. Su mujer era tan sólo la encargada de golpear, y tampoco parecía tener ni idea del motivo de esos golpes. Yo, el infortunado golpeado, estaba igual de perdido. El maestro parecía algo impaciente con su experimento, pues parecía no producir los efectos deseados. Quizás por eso volvió a repetir un tanto enfadado:

—Dale otro golpe.

Su mujer puso cara de resignación, pero no se resistió a preguntar:

—¿Para qué demonios quieres que maúlle el gato? —y me dio otro suave golpe.

Si hubiera sabido lo que quería, habría maullado y se habría acabado el asunto. Habría satisfecho al maestro con un simple maullido, pero me resultaba bastante deprimente no sólo tener que asistir a otra de las demostraciones de su obtuso carácter, sino tener que participar en su absurda demostración. Si quería que maullase, que lo hubiera dicho. Su mujer se habría ahorrado esfuerzos innecesarios y yo no tendría que haber recibido ningún golpe. La orden de golpear a alguien sólo debe darse cuando lo que se quiere es precisamente golpear a ese alguien. Pero si lo que se pretende es obtener un maullido, lo único que hay que hacer es pedirlo educadamente. Golpear entra quizás en la esfera de la responsabilidad del maestro, pero maullar entra en la mía. Es de lo más impertinente asumir que la instrucción de golpear lleva implícita la respuesta de maullar. Esa falta de respeto a la personalidad ajena era un insulto que ningún gato podía tolerar. Era algo propio de individuos como el odioso señor Kaneda, pero no era lógico en una persona como el maestro, que presumía de razonable y tolerante. Algo así sólo podía ser muestra de una galopante debilidad mental. Es justo apuntar aquí que el maestro no es tan malvado como el señor Kaneda. Por tanto, una reacción de ese tipo sólo puede ser atribuible a una especie de enfermedad mental provocada por un cerebro hueco como el de la larva de un mosquito. Si uno se sacia de arroz, se llena. Si uno se corta, sangra. Si a uno le matan, muere. Siguiendo ese razonamiento, se podría deducir que si a uno le golpean, maúlla. Intentaba hacer todo lo posible para justificar la actitud del maestro, pero me negaba a aceptar deducciones lógicas como las reseñadas. Si continuaba por ese camino podía llegar a conclusiones como que si uno se cae a un río, se ahoga; si come pescado frito, contraerá la cigatera; si se recibe un salario, hay que ir al trabajo, y si uno lee libros, se convertirá antes o después en una persona de renombre. Si las cosas funcionasen así, la vida sería un tanto decepcionante. Me pregunto: ¿cuál sería el objetivo de nacer gato si todo lo que se espera de uno es que maúlle cada hora como si fuera la campana del templo de Mejiro? Una vez le lancé esa reprimenda mental al presuntuoso maestro, me digné a satisfacer su capricho con un «miau». Tan pronto como lo escuchó, miró a su mujer, y dijo:

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