Según Wendi Daniels, las bolsas de los ojos pueden suavizarse con una puntita de crema para las hemorroides.
Entonces me dio el
Libro de las plegarias más comunes
, y mi nombre estaba en el lomo. Yo, yo, yo. Ahí estaba.
Dentro estaban las plegarias que la gente creía que había escrito yo:
«La plegaria para retrasar el orgasmo.»
«La plegaria para perder peso.»
¿Sabéis la sensación que puede producir ver que animales de laboratorio son descuartizados y picados para hacer salchichas? Así de asqueado me sentí yo.
«La plegaria para dejar de fumar:
Padre nuestro
Aparta de mí la opción que Tú me diste.
Controla mi voluntad y mis hábitos.
Retira de mis pobres manos el control de mi comportamiento.
Sea lo que yo haga voluntad Tuya.
Que mis flaquezas sean siempre por Tu mano.
Sabré entonces que si aún fumo es porque así lo ordenas Tú.
Amén
.»
«La plegaria para limpiar manchas de moho.»
«La plegaria para prevenir la alopecia:
Dios de infinita misericordia,
Pastor de tu rebaño,
Así como socorres a la menor de entre Tus criaturas,
Así como rescatas a la más perdida de Tus ovejas,
Devuélveme a la plenitud de mi gloria.
Manten en mí la imagen de la juventud.
Tuyo es el poder y la gloria,
Tuya la creación y el poder de preservarla.
Dios de bondad infinita.
Considera mi sufrimiento.
Amén
.»
«La plegaria para inducir la erección.»
«La plegaria para mantener una erección.»
«La plegaria para acallar a perros que ladran.»
«La plegaria para acallar alarmas de coche.»
Con lo mal que me sentó aquello, salí fatal por la tele. Ya podía ir olvidándome de un programa propio después de aquello. Al minuto de apagarse las cámaras ya estaba al teléfono hablando con mi agente. De mi lado de la conversación todo era furia.
Lo único que le interesaba a él era el dinero.
—¿Qué es una oración? —me dice—. Es un sortilegio.
Entonces me grita él por teléfono:
—Es una forma de que la gente centre su energía en un problema específico. La gente tiene que poder concentrarse en una sola cosa para conseguirla.
«La plegaria para ahuyentar multas de aparcamiento.»
«La plegaria para evitar que goteen las tuberías.»
—La gente reza para resolver sus problemas, y éstos son problemas que preocupan a la gente —me grita el agente.
«La plegaria para el incremento de la sensibilidad vaginal.»
—Rezar es como llorar para poder mamar —me dice. Así de cínico es el tío—. Rezas para manifestar tus carencias.
«La plegaria contra el ruido del tren.»
«La plegaria para encontrar aparcamiento:
Oh, Dios divino y misericordioso,
No hay en la Historia amor parejo al que por Ti sentiré
si me das hoy un sitio donde aparcar.
Pues eres Tú el que dispone.
Y eres Tú el que concede.
De Ti nace todo bien.
Todo tiene en Ti su origen.
Sabré confortarme en tu cuidado.
Guiado por tu mano
hallaré la paz.
Para detenerme, y descansar,
y relajarme, y aparcar.
En tus manos me encomiendo.
Así me sea concedido.
Amén
.»
Visto que estoy a punto de morir, la gente tiene que saber que siempre ha sido mi intención servir a la gloria de Dios. Casi siempre. No es que así se especificase en la descripción de nuestra misión, pero ése era más o menos mi plan. Al menos quería intentarlo. El libro nuevo no era precisamente de lo más piadoso. No era ni siquiera mínimamente devoto.
«La plegaria contra el sudor excesivo de las axilas.»
«La plegaria para una segunda entrevista de trabajo.»
«La plegaria para encontrar la lentilla perdida.»
Aun así, incluso Fertility cree que me equivoco de lado a lado con el libro. Fertility quería una segunda parte.
Fertility es la que me dice que cuando estoy en un estadio alabando a Dios, es lo mismo que si llevase una camiseta de Mickey Mouse o de Coca-Cola. Si es que es demasiado fácil. No es una decisión propia. No me puede salir mal. Fertility me dice que alabar a Dios es lo más sensato que se puede hacer. No tienes ni que pensar en ello.
—Creced y multiplicaos —me dice Fertility—. Alabado sea Dios. No tiene ningún riesgo. Estamos programados así de fábrica.
Lo único que salvaba al
Libro de las plegarias más comunes
es que la gente empleaba todas las oraciones. Hubo gente ofendida, por lo general religiosos celosos de la competencia, pero para entonces los ingresos netos ya empezaban a bajar. El capital bruto se estabilizaba. Habíamos llegado a la saturación del mercado. La gente se sabía las plegarias de memoria. La gente se quedaba parada en los atascos recitando la plegaria para agilizar el tráfico. Los hombres recitaban la plegaria para retrasar el orgasmo, y funcionaba tanto como las tablas de multiplicar, si no más. La mejor opción para mí parecía ser cerrar la boquita y sonreír.
Además, la asistencia a mis actuaciones iba de capa caída, aquello parecía ya el principio del fin. Hacía ya tres meses de mi portada en la revista
People
.
Y no existe un programa de reconversión de celebridades.
No veréis a ninguna vieja gloria del cine o de lo que sea yendo a clases de reciclaje. Lo único que me quedaba era hacer la ronda de los concursos, y no soy tan listo.
Había tocado techo, y por ser, era un momento muy oportuno para suicidarme, y casi lo hice. Tenía las pastillas en la mano. Así de cerca estuve. Tenía planeada una sobredosis de metatestosterona.
Justo entonces me llama mi agente, y grita mucho, muchísimo, suena como cuando un millón de cristianos corean tu nombre en Kansas City; así de emocionado suena.
Mi agente me cuenta por teléfono que me ha conseguido la mejor actuación de mi carrera. Es la semana que viene. Es un espacio de treinta segundos entre un anuncio de zapatillas de tenis y otro de una cadena de restaurantes mexicanos en horario punta durante la semana de control de audiencia.
Me sorprende pensar que casi he tenido las pastillas en la boca.
Esto ya no es tan aburrido.
Televisión nacional, millones y millones de personas viéndome, éste podría ser el gran momento, mi última oportunidad de sacar la pistola y saltarme la tapa de los sesos con una cuota de audiencia aceptable.
El mío sería un martirio difícil de ignorar.
—Hay una pega —me dice el agente por teléfono—. La pega es que les dije que harías un milagro.
Un milagro.
—Nada aparatoso. No tendrás que abrir las aguas del mar Rojo ni nada parecido —me dice—. Trocar el agua en vino bastará, pero recuerda que sin milagro nos quedamos sin nada.
Fertility Hollis vuelve a mi vida en Spokane (Washington) mientras tomo un trozo de tarta con café, de incógnito en un Shari’s; de pronto, entra por la puerta y se dirige derecha a mi mesa. No se puede decir que Fertility Hollis sea el hada madrina de nadie, pero os sorprendería dónde es capaz de aparecer.
La mayoría de veces no os sorprendería, eso sí.
Fertility, con sus ojos grises y viejos tan hastiados como el océano.
Fertility, un suspiro de agotamiento a cada respiración. Ella es el ojo inmutable del huracán que es el mundo que la rodea.
Fertility, brazos y cara desmadejados, como los de un ajado superviviente, un inmortal, un vampiro egipcio que ya ha visto el millón de reposiciones televisivas que llamamos historia; se deja caer en una silla frente a mí, y yo me alegro porque la necesitaba de todas formas para un milagro.
Esto pasaba cuando aún sabía zafarme de mi camarilla. Aún no era un don nadie, pero estaba a punto. Gracias a mis meteduras de pata en público. Mi estancamiento publicitario.
Tal y como se acomoda Fertility, con los codos en la mesa y la cara sujeta entre las manos, y el pelo lacio de color rojo aburrido que tapa su cara, podría pensarse que viene de otro planeta con menos gravedad que la Tierra. Como si sólo por estar aquí pesase cuatrocientos kilos pese a lo delgada que está.
Va vestida con prendas sueltas, unas mallas y un top, zapatos y un bolso de lona. El aire acondicionado está encendido y puedo oler el suavizante, dulce y artificial.
Tiene pinta de desgastada.
Tiene pinta de estar desapareciendo.
Tiene pinta de borrada.
—No le des vueltas —me dice—. Sólo soy yo sin maquillaje. Estoy aquí por negocios.
Su trabajo.
—Exacto —dice—. Mi malvado trabajo. Le pregunto qué tal está mi pez.
—Bien —me dice.
No me creo que sea coincidencia que nos hayamos encontrado aquí. Tiene que estar siguiéndome.
—Te olvidas de que lo sé todo —me dice Fertility. Me pregunta—. ¿Qué hora es?
Le digo que la una y cincuenta y tres de la tarde.
—Dentro de once minutos, la camarera te traerá otro pedazo de tarta. Esta vez de merengue de limón. Más tarde, a tu actuación acudirán sólo sesenta personas. Mañana por la mañana, el puente sobre el río Walker se derrumbará en Shreveport. Dondequiera que esté eso.
Le digo que son suposiciones.
—Y —me dice, y sonríe— necesitas un milagro. Necesitas un milagro, y mucho.
Puede que sí, le digo. ¿Quién no necesita uno con los tiempos que corren? ¿Cómo es que sabe tanto?
—Del mismo modo —me dice, y señala a la otra punta del comedor— que sé que esa camarera tiene cáncer. Sé que la tarta que te estás comiendo te va a sentar mal. Un cine de China se va a incendiar en un par de minutos, contando con el cambio horario de Asia y todo. Ahora mismo, en Finlandia, un esquiador desencadena una avalancha que va a sepultar a doce personas.
Fertility levanta la mano, y la camarera cancerosa se acerca.
Fertility se inclina por encima de la mesa y me dice:
—Si lo sé es porque lo sé todo.
La camarera es joven, y tiene pelo y dientes y todo, o sea, que no hay nada que apunte a que está enferma; Fertility pide el pollo frito con guarnición vegetal y sésamo. Pregunta si lleva arroz también.
Spokane sigue ahí fuera, tras la ventana. Los edificios. El río Spokane. El sol que todos compartimos. Un aparcamiento. Colillas en el suelo.
Le pregunto por qué no ha avisado a la camarera.
—¿Cómo reaccionarías tú si un desconocido te diera una noticia así? Le fastidiaría todo el día —me dice Fertility—. Y con su drama personal se retrasaría mi comida.
La tarta de cereza que me estoy comiendo me sentará mal más tarde. El poder de la sugestión.
—Lo único que hay que hacer es prestar atención a los patrones —dice Fertility—. Una vez conoces el patrón, se puede extrapolar el futuro.
Según Fertility Hollis, el caos no existe.
Sólo hay patrones, patrones y más patrones, patrones que afectan a otros patrones. Patrones ocultos tras otros patrones. Patrones insertos en otros patrones.
Si la miras bien, la historia no hace más que repetirse.
Lo que llamamos caos no son más que patrones que no sabemos reconocer. Lo aleatorio no es más que un patrón que no sabemos descifrar. Si no entendemos algo, lo llamamos sinsentido.
Si no sabemos leer algo, lo llamamos galimatías.
No existe el libre albedrío.
No existen variables.
—Sólo existe lo inevitable —dice Fertility—. Sólo hay un futuro. No hay opción.
La mala noticia es que no tenemos control ninguno.
La buena noticia es que no podemos equivocarnos.
La camarera está al otro lado del comedor: parece joven, y hermosa, y condenada.
—Yo presto atención a los patrones —dice Fertility.
Me explica que no puede dejar de prestar atención.
—Cada vez sueño más con ellos, cada noche —me explica—. Lo veo todo. Es como leer un libro de historia sobre el futuro cada noche.
O sea, que lo sabe todo.
—Por eso sé que necesitas un milagro para salir en la tele.
Lo que necesito es una buena predicción.
—Por eso he venido —me dice, y saca una gruesa agenda de su bolso—. Dime un día y una hora. Dime la fecha de tu predicción.
Le digo que cualquier hora de la semana que viene.
—¿Qué tal un accidente múltiple de coche? —me dice mientras consulta la agenda—. ¿Cuántos coches?
—Dieciséis —me dice—. Diez muertos. Ocho heridos.
¿No tiene nada más vistoso?
—¿Qué tal un incendio en un casino de Las Vegas? Las bailarinas de topless correteando con las plumas en llamas y cosas así.
¿Algún muerto?
—No, sólo heridos leves. Mucho daño material, eso sí.
Algo más gordo.
—Una explosión en un salón de bronceado.
Algo espectacular.
—Epidemia de rabia en un parque nacional.
Aburrido.
—Choque de metros.
Me estoy quedando dormido.
—Un ecologista cargado de bombas en París.
Siguiente.
—Un petrolero se hunde.
¿A quién le importa?
—Una estrella de cine tiene un aborto.
De puta madre, le digo. Mi público pensará que soy un monstruo cuando suceda.
Fertility rebusca en su agenda.
—La semana que viene, un panda prestado por otro zoológico contagiará una enfermedad venérea a Ho Ho, el panda que el National Zoo intenta que tenga descendencia.
Ni loco pienso decir eso por la tele.
—¿Qué hay de un brote de tuberculosis?
Bostezo.
—¿Francotirador en la autopista?
Bostezo.
—¿Tiburón asesino?
Vamos a peor.
—¿Un caballo de carreras se rompe una pata?
—¿Agresión contra un cuadro en el Louvre?
—¿Un primer ministro con hernia?
—¿La caída de un meteorito?
—¿Pavos congelados infecciosos?
—¿Un incendio forestal?
No, le digo.
Demasiado triste.
Demasiado artístico.
Demasiado político.
Demasiado esotérico.
Demasiado desagradable.
Poco atractivo.
—¿Un río de lava?
Muy lento. No hay dramatismo. Será todo daños materiales.
El problema es que las películas de catástrofes hacen que la gente espere demasiado de la naturaleza.