La camarera trae el pollo frito y mi tarta de merengue y nos sirve más café. Luego sonríe y se va a morir.
Fertility sigue hojeando su agenda.
La tarta de cereza está montando un escándalo en mis tripas. Spokane sigue ahí fuera. El aire acondicionado sigue dentro. Nada parece en absoluto un patrón.
Fertility me dice:
—¿Y qué tal abejas asesinas?
¿Dónde?
—En Dallas.
¿Cuándo?
—El domingo que viene por la mañana, a las ocho y diez.
¿Muchas? ¿Un enjambre? ¿Cuántas?
—Trillones.
Perfecto, le digo.
Fertility suspira y se entrega a su pollo frito.
—Mierda —dice—, desde el principio sabía que ibas a elegir ése.
Y efectivamente, un trillón de abejas asesinas aparecen en Dallas a las ocho y diez de la mañana del domingo, según lo previsto. Y eso pese a que sólo conseguí un mísero quince por ciento de audiencia.
A la semana siguiente, la cadena me concede un minuto entero, y algunos pesos pesados, las compañías farmacéuticas, los constructores de coches y las tabaqueras, se muestran definitivamente interesados en patrocinarme si soy capaz de presentar un milagro aún mayor.
Las compañías de seguros están también interesadas, pero por otros motivos.
Entre hoy y la semana que viene estaré de gira por Florida. Es el circuito Jacksonville-Tampa-Orlando-Miami. La «cruzada milagrosa de Tender Branson». A milagro por noche.
El minuto del milagro
(así quieren que se llame mi agente y la gente de la cadena) no cuesta casi nada de producir. Alguien dirige la cámara hacia mí, que estoy vestido con corbata y el pelo peinado para atrás, y sólo tengo que aparecer sombrío y hablar directamente a la cámara.
El faro de Ipswich Point se derrumbará mañana.
La semana que viene, en Alaska, el glaciar Mannington se desgajará y hará volcar un crucero que se ha acercado demasiado.
Pasada otra semana, aparecerán ratones portadores de un virus mortal en Chicago, Tacoma y Green Bay.
Esto es exactamente lo mismo que presentar el telediario, sólo que yo doy la noticia antes de que suceda.
Tal y como yo veo el proceso es que consigo que Fertility me dé un par de docenas de predicciones de golpe y entonces grabamos una temporada entera de
Minuto del milagro
. Una vez tengo grabado un año entero, tendré tiempo de hacer apariciones en público, anunciar productos, firmar libros... Quizá monte una asesoría. También podría hacer apariciones estelares en películas y series de televisión.
No me preguntéis cuándo, porque no me acuerdo, pero sé que cada poco me olvido de suicidarme.
Si el tío de publicidad pusiese el suicidio en mi agenda, ya estaría muerto. Jueves, siete de la tarde, beber disolvente. Sin problemas. Pero entre las abejas asesinas y lo justo de tiempo que voy, ando siempre preocupado porque no sé si volveré a ver a Fertility. Eso por un lado, y luego tengo a mi camarilla todo el día encima. El equipo entero está siempre conmigo, el publicista, los programadores, mi preparador físico, el ortodoncista, el dermatólogo, la dietista.
Lo de las abejas asesinas fue menos bestia de lo que esperábamos. No murió nadie, pero llamaron mucho la atención. Ahora necesitaba repetirlo.
Un estadio que se hunde.
Una catástrofe minera.
El descarrilamiento de un tren.
El único momento en el que estoy solo es cuando me siento en el retrete, e incluso entonces estoy rodeado. Fertility no aparece.
Casi en cada servicio de caballeros hay un agujero escarbado entre cubículo y cubículo. Alguien se ha puesto a escarbar tres centímetros de madera sólo con las uñas. Eso se consigue a lo largo de días e incluso meses. Hay agujeros de ésos en separadores de mármol y de acero. Como si alguien intentase escapar de prisión. El agujero apenas si vale para mirar o para hablar. O para meter un dedo, o la lengua, o el pene, y escapar así poquito a poquito.
La gente los llama «agujeros de gloria».
Es igual que cuando encuentras una veta de oro.
Estoy en los servicios del aeropuerto de Miami, y junto a mi codo tengo el obligado agujero; alrededor están los mensajes dejados por quienes pasaron por aquí antes que yo.
John M. estuvo aquí, 14/3/64.
Cari B. estuvo aquí, 8 enero 1976.
Epitafios.
Algunos son recientes. Algunos están pintados por encima, pero están rascados tan fuerte que aún pueden leerse bajo décadas de pintura.
Éstas son las sombras dejadas por un millar de momentos, un millar de situaciones, de necesidades, trazadas por hombres que ya no están aquí. Ésta es la prueba de que estuvieron aquí. Prueba de su visita. De su estancia. Es lo que mi asistente social habría llamado una fuente primera de documentación.
Una historia de lo inaceptable.
Ven esta noche para una mamada gratis, 18 junio 1973.
Todo está grabado en la pared.
Son palabras sin imágenes. Sexo sin nombres. Imágenes sin palabras. Hay una mujer dibujada aquí con piernas largas y abiertas, pechos redondos, larga melena y sin rostro.
Junto a ella hay un pene incorpóreo tan grande como un hombre que salpica su peluda vagina con grandes goterones.
«El cielo —dice el subtítulo— es un bufé ilimitado de chochitos.»
El cielo es que te la metan por el culo.
Vete al infierno, maricona.
Ya he estado.
Come mierda, cabrón.
Ya lo he hecho.
Ésas son algunas de las voces que me rodean cuando de repente, una voz de verdad, una voz de mujer, susurra:
—Te hace falta otra catástrofe, ¿verdad?
La voz sale del agujero, pero cuando miro sólo veo dos labios pintados. Labios rojos, dientes blancos, una lengua húmeda que dice:
—Sabía que estarías aquí. Lo sé todo.
Fertility.
En el agujero hay ahora un ojo gris agrandado con sombra azul y lápiz de ojos y pestañas postizas cargadas de rímel.
La pupila se dilata y se contrae. Luego aparece la boca, y dice:
—No te preocupes. Tu avión se retrasará aún dos horas.
En la pared, junto a su boca, está escrito:
«Te la chupo y me lo trago».
Al lado pone:
«Me gustaría amarla, si sólo me diese la oportunidad de hacerlo».
Hay un poema que empieza así:
«El amor es cálido en tu interior...». El resto del poema resulta ilegible por un manchón de esperma.
La boca dice:
—Estoy aquí por negocios.
Por su malvado trabajo.
—Por mi malvado trabajo —dice—. Es por el calor.
No acostumbramos a hablar de ello. Ella dice:
—No me gusta hablar de ello.
Felicidades, susurro. Por lo de las abejas asesinas, quiero decir.
En la pared alguien ha escrito:
«¿Qué es una chica del Credo que lo hace a lo perro?».
Un fiambre.
¿Qué es un marica del Credo que deja que le enculen?
La boca dice:
—Necesitas otro desastre, ¿no?
Di mejor quince o veinte, susurro yo.
—No —dice la boca—. Me estás resultando igual que el resto de hombres en los que he confiado. Eres avaricioso.
Sólo quiero salvar gente.
—Eres un cerdo avaricioso.
Quiero salvar a gente de catástrofes.
—Eres sólo un perro que hace trucos.
Es sólo para poder suicidarme.
—No te quiero muerto.
¿Por qué?
—¿Por qué qué?
¿Por qué me quiere vivo? ¿Porque le gusto?
—No —dice la boca—. No te odio, pero te necesito.
¿Pero no es que no me quiera?
La boca dice:
—¿Puedes hacerte idea de lo aburrido que es ser yo? ¿Saberlo todo? ¿Verlo todo venir desde muy, muy lejos? Se está haciendo insoportable. Y no soy sólo yo.
La boca dice:
—Todos estamos aburridos.
En la pared pone:
«Me he tirado a Sandy Moore».
Alrededor, otros diez han escrito:
«Yo también».
Algún otro ha escrito:
«¿Hay alguien que no se haya tirado a Sandy Moore?».
Al lado hay escrito:
«Yo no».
Al lado hay escrito:
«Maricón».
—Todos vemos los mismos programas de televisión —dice la boca—. Todos escuchamos la misma radio, todos repetimos la misma charla. Ya no quedan sorpresas. No hay más que más de lo mismo. Reposiciones.
Desde el agujero, los labios rojos dicen:
—Todos crecimos con los mismos programas de televisión. Es como si a todos nos hubiesen implantado la misma memoria artificial. No recordamos casi nada de lo que pasó en nuestra infancia, pero recordamos todo lo que les pasa a las familias de las telecomedias. Tenemos los mismos objetivos básicos. Tenemos los mismos miedos.
Los labios dicen:
—El futuro no es hermoso. Pronto, todos pensaremos lo mismo a la vez. Viviremos al unísono. Sincronizados. Idénticos. Exactos. Igual que las hormigas. Como insectos. U ovejas.
Las cosas derivan mucho.
Una referencia lleva a otra, y ésta a otra más.
—La gran pregunta que la gente no se hace es:
«¿Cuál es la naturaleza de la existencia?» —dice la boca—. La gran pregunta que se hace la gente es:
«¿En qué serie sale?».
Escucho al agujero igual que escuchaba las confesiones por teléfono de la gente, igual que escuchaba en las criptas buscando señales de vida. Le pregunto que por qué me necesita.
—Porque tú creciste en otro mundo —dice la boca—. Porque si alguien puede sorprenderme eres tú. No formas parte de la cultura popular, aún no. Eres mi única esperanza de ver algo nuevo. Eres el príncipe azul que podría romper el hechizo de aburrimiento. El trance de días y días idénticos. Todo eso ya me lo sé. Eres un grupo de observación de uno.
Pero no, susurro, no soy tan diferente.
—Sí lo eres —dice la boca—. Y mi única esperanza es que te mantengas diferente.
Pues dame predicciones.
—No.
¿Por qué no?
—Porque ya no te vería más. El mundo de los hombres se te comerá y te perderé. A partir de ahora, te daré una predicción por semana.
¿Cómo?
—Como ahora —dice la boca—. Igual que ahora. Y no te preocupes. Te encontraré.
Según el plan de trabajo, estoy en un oscuro estudio de televisión sentado en un sofá marrón, de mezclilla de lana al 60% por el tacto, tejido en un solo color, tratado para resistir manchas y descolorido por la luz de una docena de focos. Peinado por... Vestuario de... Joyería cortesía de...
Mi autobiografía dice que nunca me he sentido más feliz ni más dispuesto a vivir al máximo cada día de mi vida. El comunicado de prensa dice que estoy grabando un nuevo programa de televisión: será una media hora diaria, ya entrada la noche, en la que responderé a llamadas de gente que necesita consejo. Ofreceré una nueva perspectiva. Según el comunicado de prensa, el programa incluirá a intervalos una nueva predicción.
Una catástrofe, un terremoto, un maremoto... Quién sabe si una lluvia de langostas se dirige hacia tu casa, así que sintonice nuestro programa.
Es como un telediario nocturno previo a la noticia. En el comunicado de prensa, el nuevo programa se llama
Espíritu sereno
.
Por llamarlo de alguna manera.
Fue Fertility la que dijo que un día sería famoso. Me dijo que acabaría contándole al mundo todo sobre ella, y que por eso era mejor que me enterase bien de las cosas.
Fertility me dijo que cuando fuese famoso dijese de ella que tenía ojos gatunos. Su pelo, me dijo, era tormentoso. Ésas fueron sus palabras exactas. Sí, y sus labios eran mórbidos.
Me dijo que sus brazos eran suaves como pechugas de pollo sin piel.
Según Fertility, su forma de hablar era juguetona.
—Cuando seas famoso —me dijo—, no me hagas parecer un monstruo o una víctima o algo por el estilo. Vas a traicionar tu religión entera y todo aquello en lo que crees, así que no mientas sobre mí. ¿Vale? Por favor.
A lo que iba, que parte de ser famoso consiste en hacer cada semana un programa con una famosa periodista que me da la bienvenida. Luego da paso a publicidad. Ella es la que me va pasando las llamadas de la gente que llama. El chivato electrónico me pasa las respuestas. La gente llama por la línea gratuita. Ayúdame. Cúrame. Aliméntame. Escúchame. Es lo que hacía antes en mi cutre apartamento, pero ahora lo retransmiten a todo el país.
Mesías. Salvador. Redímenos. Sálvanos.
Las confesiones que me hacían en el apartamento y las que recibo en televisión eran lo mismo que le cuento yo ahora mismo al registro de vuelo en la cabina del piloto. Mi confesionario.
A esas alturas de mi carrera, con las drogas que estaba tomando, si quería dormir era mejor no leer el prospecto de la caja. Los efectos secundarios no eran algo que quisiese hacer por la tele para todo el país.
Vómitos, flatulencia, diarrea.
Los efectos secundarios incluyen: migraña, fiebre, mareos, erupciones y sudores. Pues los tengo todos. Dispepsia. Estreñimiento. Desazón. Somnolencia. Pérdida del gusto.
Según mi preparador físico, es el Primabolin lo que hace que me baile la cabeza. Y que me tiemblen las manos. Y que me sude la nuca. Podría ser la combinación de drogas.
Según mi preparador físico, todo eso es bueno. Sólo por estar ahí sentado ya pierdo peso.
Según mi preparador físico, el mejor modo de conseguir medicamentos ilegales es encontrar un gato enfermo de leucemia y llevarlo a varios veterinarios para que le receten jeringuillas ya cargadas de esteroides animales que equivalen a los mejores esteroides de consumo humano. Me dijo que si el gato vivía lo suficiente, podía acumular reservas para un año.
Cuando le pregunté que qué le pasaba al gato, me dijo que a él qué le importaba.
La periodista se sienta frente a mí. Sus piernas no parecen muy largas en comparación con su cuerpo. Se le ven las orejas lo justo para llevar pendientes. Todos sus problemas los lleva muy dentro. Todas sus flaquezas están soterradas. El único olor que desprende es a laca para el pelo, incluso su aliento. Tal y como está sentada, piernas cruzadas y brazos sobre el regazo, parece más papiroflexia humana que una postura sana.
Según el guión, estoy sentado en un islote de luces ardientes rodeado de cámaras de televisión y cables y técnicos silenciosos que hacen su trabajo en la oscuridad. El agente está en las sombras, de brazos cruzados; consulta su reloj. El agente se va hacia unos redactores que dan un repaso de última hora al texto antes de que aparezca por el monitor.