No, susurro, ¿en qué parte del mundo?
Fertility dice:
—Ya sabía que preguntabas eso.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Desvío próximo.
La habitación que nos rodea es distinta a como la recuerdo. Una hilera de elefantes bailarines recorre el papel de las paredes junto al techo. La cama en la que estoy tiene dosel y cortinas de raso hechas a máquina atadas con lazos de satén rosa. Unas persianas blancas flanquean las ventanas. Nuestro reflejo queda enmarcado en un espejo en forma de corazón que hay en la pared.
Le pregunto qué se ha hecho de la Maison.
—Eso fue hace dos casas —dice Fertility—. Estamos en Kansas. En media Maplewood Chateau de cuatro habitaciones. Es la gama más alta de casas prefabricadas.
O sea, que es muy bonita.
—Adam dice que es la mejor —dice mientras alisa las sábanas que me cubren—. Viene completa con ropa de cama a juego, y los platos que hay en los armarios del comedor también van a juego con el sofá y los butacones de terciopelo malva del salón. Hay incluso toallas malva en el baño. No hay cocina, eso sí, al menos no en esta mitad. Pero estoy segura de que esté donde esté, la cocina es malva.
Le pregunto dónde está Adam.
—Duerme.
¿No está preocupado por mí?
—Ya le he contado cómo va a salir todo —dice Fertility—. De hecho, está muy contento.
Las cortinas de la cama bailan y bandean con el movimiento de la casa.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Precaución.
Odio que Fertility lo sepa todo. Fertility dice:
—Ya sé que odias que lo sepa todo.
Le pregunto si sabe que yo maté a su hermano. Así de fácil sale la verdad. Mi confesión en mi lecho de muerte.
—Sé que hablaste con él la noche en que murió —dice—, pero Trevor se mató él solo.
Y no fui su amante homosexual.
—También lo sé.
Y yo era la voz del teléfono de la esperanza a la que le dijo guarradas.
—Lo sé.
Extiende un poco de crema hidratante en sus palmas y la frota sobre mis hombros.
—Trevor llamó a tu falso teléfono de la esperanza porque buscaba una sorpresa. Yo te he estado siguiendo por lo mismo.
Con los ojos cerrados le pregunto si sabe cómo acabará todo esto.
—¿A corto o a largo plazo?
A ambos.
—A largo plazo —dice—, moriremos todos. Nuestros cuerpos se pudrirán. Eso no es una sorpresa. A corto plazo viviremos felices por siempre jamás.
¿En serio?
—En serio —dice—. Así que no te preocupes. Me miro en el espejo en forma de corazón y veo cómo envejezco.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Conduzca con precaución.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Velocidad controlada por radar.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Encienda luces de posición.
Fertility me dice:
—¿No puedes relajarte y dejar que las cosas pasen?
Le pregunto que a qué se refiere: ¿a los desastres, al dolor, a la miseria? ¿Que si puedo dejar que pasen sin más?
—Y a la Alegría —dice ella—, y a la Serenidad, y a la Felicidad, y a la Resignación.
Va nombrando todas las alas del mausoleo Columbia.
—No tienes que controlarlo todo —dice—. No puedes controlarlo todo.
Pero puedes estar preparado para la catástrofe.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Abróchese el cinturón.
—Si te preocupas todo el tiempo por un desastre, acabará por ocurrir —dice Fertility.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Peligro, desprendimientos.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Curvas peligrosas.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Con pavimento mojado, peligro.
Fuera, Nebraska se acerca más a cada minuto.
El mundo entero es un desastre a punto de suceder.
—Quiero que sepas que no siempre estaré junto a ti —dice Fertility—, pero que siempre sabré encontrarte.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Oklahoma, 40 kilómetros.
—No importa lo que suceda —dice Fertility—, tanto da lo que hagáis tú o tu hermano: será lo correcto.
Me dice:
—Tienes que confiar en mí.
Le pregunto si me puede dar un poco de cacao para los labios. Los tengo cortados.
Pasa un cartel junto a la ventana en el que se lee: Ceda el paso.
—Vale —dice ella—. Tus pecados quedan perdonados. Si te ayuda a relajarte, creo que podré conseguirte un poco de cacao para los labios.
Por supuesto, perdemos a Fertility en un bar de carretera en las afueras de Denver. Hasta yo lo había visto venir. Sale un momento a conseguirme cacao mientras el camionero está meando. Adam y yo dormimos hasta que la oímos chillar.
Y, por supuesto, ya lo había planeado.
En la oscuridad, rota por la luz de luna que entra por las ventanas, voy dando tumbos hasta donde Adam ha abierto las dos puertas.
Nos alejamos del bar y la velocidad aumenta a cada cambio de marcha, y Fertility corre detrás de nosotros. Lleva en la mano extendida una barrita de cacao. Su pelo rojo ondea a su espalda. Sus zapatos fustigan la calzada.
Adam alarga una mano para salvarla. Con la otra se agarra al dintel.
Con el temblor de la casa, una mesita color malva cae de lado y sale rodando por la puerta. Fertility la esquiva cuando se estrella en la carretera.
Adam dice:
—Cógete de mi mano. Puedes llegar.
Una silla del comedor sale despedida y casi golpea a Fertility, y ella dice:
—No.
Sus palabras casi se pierden entre el rugido del camión:
—Coge el cacao.
Adam dice:
—No. Si no puedo cogerte, saltaremos. Tenemos que seguir juntos.
—No —dice Fertility—. Coge el cacao, le hace falta.
Adam dice:
—Tú le haces más falta.
Las ventanas que dejamos abiertas absorben el aire, y la espaciosa disposición de la planta dirige la corriente de aire hacia la puerta principal. Varios cojines bordados salen despedidos del sofá y rebotan junto a Adam. Vuelan hacia Fertility, y uno le da en la cara y casi la tira. Las obras de arte decorativo, en general grabados botánicos y elegantes imágenes de caballos, se desprenden de las paredes y planean hasta explotar en una lluvia de esquirlas y tablillas de madera y arte.
Tal y como me encuentro, quisiera ayudar, pero estoy débil. He perdido demasiada atención estos últimos días. Casi no puedo ponerme de pie. Mi nivel de azúcar en sangre se ha ido a tomar viento. Sólo puedo mirar mientras Fertility va quedándose atrás y Adam se arriesga a estirarse más y más.
Los centros de flores de seda caen y por la puerta salen volando rosas y geranios rojos e iris azules que revolotean en torno a Fertility. Las amapolas, símbolo de la desmemoria, caen sobre la calzada, y Fertility pasa sobre ellas. El viento arroja a los pies de Fertility celindas y madreselvas, gypsophilia y orquídeas.
—No saltéis —dice Fertility.
Dice:
—Os encontraré. Sé adonde vais.
Hay un instante en que parece que lo conseguirá. Fertility llega casi a la mano de Adam, pero cuando él intenta agarrarla para meterla dentro, falla.
Casi falla. Cuando abre la mano, tiene dentro el tubo de cacao de labios.
Y Fertility se ha reintegrado a la oscuridad y al pasado.
Fertility ya no está. Debemos de ir a noventa por hora, y Adam me tira el tubo con tanta fuerza que rebota en dos paredes. Adam gruñe:
—Espero que estés contento. Espero que se te curen los labios.
El armarito de la loza del comedor se abre, y platos, fuentes, soperas, ensaladeras y tazas salen botando por la puerta. Todo estalla al caer a la carretera. Vamos dejando un amplio rastro que destella a la luz de la luna.
Nadie nos sigue, y Adam arrastra una televisión empotrada de calidad de imagen semidigital hacia la puerta. La deja caer con un grito desde el porche delantero. Luego tira un butacón de terciopelo. Luego la espineta. Todo explota al tocar la carretera.
Y entonces me mira.
A mí, idiota, débil y desesperado. Estoy en el suelo a cuatro patas, intentando encontrar la barra de cacao.
Adam me dice, los dientes relucientes, el pelo caído sobre la cara:
—Tendría que tirarte a ti por la puerta. Pasamos entonces junto a un cartel que reza: Nebraska, 150 kilómetros.
Y una sonrisa lenta y tenebrosa se apodera de Adam. Se tambalea hacia la puerta abierta y grita al aullido del viento:
—¡Fertility Hollis! —grita.
—¡Gracias! —grita.
Adam grita a la oscuridad que dejamos atrás, a la oscuridad y a los pedazos y al vidrio y el destrozo que dejamos atrás:
—¡No olvidaré todo lo que me dijiste que ha de suceder!
La noche antes de regresar a casa, le cuento a mi hermano mayor todo lo que recuerdo de la colonia de la Iglesia del Credo.
En la colonia cultivábamos todo lo que comíamos. El trigo y los huevos y las ovejas y el resto del ganado. Recuerdo que cuidábamos huertos perfectos y pescábamos relucientes truchas en el río.
Estamos en el porche trasero de una casa Castile que atraviesa la noche de Nebraska a noventa por hora por la interestatal 8o. La casa Castile tiene apliques en las paredes de vidrio tallado y grifería dorada en el baño, pero no hay luz ni agua. Todo es hermoso, pero no funciona nada.
—Ni electricidad ni agua corriente —dice Adam—. Igual que cuando éramos crios.
Estamos sentados en el porche trasero con las piernas colgando sobre la calzada. Los apestosos gases del motor diesel se arremolinan en torno a nosotros.
En la Iglesia del Credo, le digo a Adam, la gente llevaba vidas simples y productivas. Éramos un pueblo orgulloso y decidido. El agua y el aire eran puros. Nuestros días eran útiles. Las noches eran absolutas. Eso es lo que recuerdo.
Por eso no quiero volver.
Ya no habrá nada allí excepto el vertedero sanitario nacional Tender Branson de materiales problemáticos.
No quiero ver en persona qué aspecto tendrá la acumulación de años de pornografía enviados a pudrirse allí desde todo el país. El agente me enseñó los recibos. Toneladas de guarrerías, contenedores y contenedores llenos, camiones y carretas llenos de porquería llegaban cada mes para que las excavadoras los fuesen extendiendo en una capa de un metro sobre veinte mil acres.
No quiero verlo. No quiero que Adam lo vea, pero Adam tiene aún la pistola, y no tengo aquí a Fertility para decirme si está cargada o no. Además, ya estoy acostumbrado a que me digan qué tengo que hacer. Adonde ir. Cómo actuar.
Mi nuevo trabajo es seguir a Adam.
Por eso regresamos a la colonia. En Grand Island, me cuenta Adam, robaremos un coche. Adam prevé que llegaremos al valle hacia el amanecer. Es cuestión de horas. Llegaremos a casa el domingo por la mañana.
Los dos miramos a la oscuridad que dejamos atrás, y a todo lo que hemos perdido, y Adam dice:
—¿Qué más recuerdas?
Todo en la colonia estaba siempre limpio. Las carreteras estaban siempre en buen estado. Los veranos eran largos y suaves, y llovía cada diez días. Recuerdo que los inviernos eran pacíficos y serenos. Recuerdo que recolectábamos semillas de caléndula y de girasol. Recuerdo haber cortado leña menuda.
Adam pregunta:
—¿Te acuerdas de mi mujer?
La verdad es que no.
—Tampoco había mucho que recordar —dice Adam. La pistola sigue en su mano o en su regazo; si no, yo ya no estaría aquí—. Era una Biddy Gleason. Deberíamos haber sido felices juntos.
Hasta que alguien llamó al gobierno y puso en marcha la investigación.
—Deberíamos haber tenido una docena de hijos y haber ganado dinero a espuertas.
Hasta que el sheriff del condado empezó a pedir la documentación de cada niño.
—Deberíamos haber envejecido en aquella granja, y cada año hubiera sido igual que el anterior.
Hasta que el FBI comenzó a investigar.
—Ambos hubiéramos sido ancianos de la Iglesia algún día.
Hasta la Redención.
—Hasta la Redención.
Recuerdo que la vida era tranquila y pacífica en la colonia. Las vacas y los pollos correteaban en libertad. Las coladas tendidas al aire libre. El olor a heno de los graneros. Los pasteles de manzana puestos a enfriar en los alféizares. Recuerdo que era una forma de vida idílica.
Él dice:
—Así de idiota eres.
El aspecto que tiene Adam en la oscuridad es el que tendría yo si no me hubiese visto metido en este caos. Adam es lo que Fertility hubiese llamado una muestra representativa de mí mismo. Si no me hubiesen bautizado ni enviado al mundo exterior, si no hubiese sido nunca famoso ni me hubiesen hinchado desproporcionadamente, sería como él, ojos claros y azules y pelo rubio. Mis hombros serían cuadrados y normales. Mis manos de uñas recortadas y lacadas serían sus fuertes manos. Tendría su recta espalda. Mi corazón sería el suyo.
Adam contempla la oscuridad y dice:
—Yo les destruí.
A los supervivientes del Credo.
—No —dice Adam—. A todos. A la colonia entera. Yo llamé a la policía. Una noche salí del valle y caminé hasta encontrar un teléfono.
Recuerdo que en cada árbol había un pájaro. Y pescábamos cangrejos de río atando un trozo de tocino al sedal y tirándolo al arroyo. Cuando lo sacábamos, la grasa estaba cubierta de cangrejos.
—Supongo que marqué el cero en el teléfono —dice Adam—, pero pregunté por el sheriff. Le dije a quien se puso que sólo uno de cada veinte niños del Credo tenía un certificado válido de nacimiento. Le dije que los del Credo ocultaban sus hijos al gobierno.
Recuerdo los caballos. Teníamos yuntas de caballos para arar y tirar de los carromatos. Y los llamábamos por su color porque era pecado dar nombre a un animal.
—Le dije que los del Credo abusaban de sus hijos, y que no pagaban impuestos sobre sus ganancias —dice Adam—. Le dije que los del Credo eran ineptos y perezosos. Le dije que para los padres del Credo, sus hijos eran sus ingresos. Los hijos eran esclavos.
Recuerdo las estalactitas de hielo. Las calabazas. Las hogueras de la cosecha.
—Yo empecé la investigación —dice Adam.
Recuerdo los cánticos de la iglesia. Las sesiones de costura. La construcción de graneros.