Read Tartarín de Tarascón Online
Authors: Alphonse Daudet
Hablando y filosofando de esta suerte, la caravana seguía su camino. Los mozos, descalzos, saltaban de roca en roca con gritos de mono. Las cajas de armas metían ruido. Los fusiles echaban chispas. Los indígenas que pasaban inclinábanse hasta el suelo delante del mágico quepis… Arriba, en las murallas de Milianah, el gobernador de la plaza árabe, que estaba paseándose al fresco de la mañana con su señora, al oír aquellos ruidos insólitos y ver relucir armas entre las ramas, creyó que era un golpe de mano, mandó bajar el puente levadizo, tocar a generala, y puso inmediatamente la ciudad en estado de sitio.
¡Buen estreno para la caravana!
Desgraciadamente, antes de que acabara el día las cosas se echaron a perder. De los negros que llevaban los equipajes, uno se vio atacado de fuertes cólicos por haberse comido el esparadrapo del botiquín. Otro cayó en la cuneta de la carretera, borracho como una cuba por haberse bebido el aguardiente alcanforado. El tercero, que llevaba el álbum de viaje, seducido por los dorados de los cierres, y persuadido de que llevaba los tesoros de la Meca, la emprendió a correr por el Zaccar a toda carrera… Hubo que reflexionar… La caravana hizo alto y celebró consejo a la sombra horadada de una higuera vieja.
—Opino —dijo el príncipe, tratando inútilmente de disolver una pastilla de
pemmican
en una cacerola perfeccionada de triple fondo—, opino que desde esta noche prescindamos de los negros… Cabalmente, cerca de aquí hay un mercado árabe, y lo mejor que podríamos hacer sería detenernos allí y comprar algunos borriquillos…
—¡No!… ¡No!… ¡Borriquillos, no! —interrumpió vivamente el gran Tartarín, poniéndose colorado al acordarse de Negrillo.
Y añadió hipócritamente:
—¿Cómo quiere usted que unos animales tan chicos puedan llevar todos nuestros bártulos?
El príncipe sonrió.
—Se equivoca usted, ilustre amigo. Por flaco y endeble que le parezca, el borriquillo argelino tiene el lomo resistente… Y ya lo necesita el animal para soportar todo lo que soporta… Pregunte a los árabes… Vea usted cómo explican éstos nuestra organización colonial. Arriba, dicen, está el
muci
, o sea el gobernador, con un garrote muy grande, con el cual pega al estado mayor; el estado mayor, para vengarse, pega al soldado; el soldado pega al colono; el colono, al árabe; el árabe, al negro; el negro, al judío; el judío, al borriquillo, y el pobre borriquillo, como no tiene a quien pegar, presenta el espinazo y se lleva lo de todos. Ya ve que puede llevar las cajas.
—Lo mismo da —replicó Tartarín de Tarascón—; me parece que, con los burros, nuestra caravana no había de resultar favorecida en su aspecto… Me gustaría algo más oriental… Por ejemplo…, si pudiéramos encontrar un camello…
—Todos los que usted quiera —replicó su alteza, y echaron a andar hacia el mercado árabe.
El mercado se celebraba a pocos kilómetros, a orillas del Cheliff… Había allí cinco o seis mil árabes harapientos, hormigueando al sol y traficando ruidosamente entre tinajas de aceitunas negras, pucheros de miel, sacos de especias y cigarros a montones; grandes hogueras, en que estaban puestos a asar carneros enteros, chorreando manteca; carnicerías al aire libre, en donde los negros, desnudos, con los pies llenos de sangre y los brazos rojos, descuartizaban con cuchillos pequeños cabritos colgados de una pértiga.
En un rincón, bajo una tienda remendada de mil colores, un escribano moro, con un libro muy grande y gafas. Aquí un grupo y gritos de rabia: es una ruleta, instalada sobre una medida para trigo, y los cabileños, que se estrujan alrededor… Allá, pataleos, alegría, risa: miran a un mercader judío con su mula, que están ahogándose en el Cheliff. Luego, escorpiones, perros, cuervos… y ¡moscas!…, ¡qué de moscas! Camellos, no los había. Por fin pudieron descubrir uno, del que querían deshacerse unos morabitos. Era el acreditado camello del desierto, el camello clásico, calvo, de mirada triste, con su larga cabeza de beduino y su giba, que, aflojada por largos ayunos, se caía melancólicamente de un lado.
Tan hermoso lo encontró Tartarín, que quiso montar encima a la caravana entera… ¡Siempre la locura de lo oriental!
El animal se agachó y le ataron con cinchas todo el equipaje.
Sentose el príncipe en el cuello del animal. Tartarín, para mayor majestad, mandó que le izaran hasta lo alto de la giba, entre dos cajas; y allí, arrogante y bien embutido, saludando con noble ademán a todo el mercado, que acudía a verle, dio la señal de partida… ¡Truenos! ¡Si los de Tarascón hubiesen podido verle!…
El camello levantose, estiró las piernas nudosas y salió volando…
¡Oh, estupor! A las pocas zancadas, Tartarín se puso pálido, y la heroica
chechia
volvió a tomar, una tras otra, las antiguas posturas de los tiempos del Zuavo. Aquel demonio de camello cabeceaba como una fragata.
—Príncipe, príncipe —murmuró Tartarín, pálido como un muerto y agarrándose a la estopa seca de la giba—. Príncipe, apeémonos… Siento…, siento que voy a escarnecer a Francia…
Pero ¡que si quieres!…, el camello se había disparado y nada podía detenerle ya. Cuatro mil árabes corrían tras él, descalzos, gesticulando, riendo como locos y haciendo brillar al sol seiscientos mil dientes blancos…
El héroe de Tarascón tuvo que resignarse. Echose tristemente sobre la giba. La
chechia
tomó todas las posturas que quiso…, y Francia quedó escarnecida.
Por pintoresca que fuese la nueva cabalgadura, nuestros cazadores de leones tuvieron que renunciar a ella por consideración a la
chechia
. Siguieron, pues, la carretera a pie, como antes, y la caravana siguió caminando tranquilamente hacia el sur, por etapas cortas; el tarasconés a la cabeza, el montenegrino a la cola, y entre uno y otro, el camello, con las cajas de armas.
La expedición duró cerca de un mes.
Durante un mes, buscando leones, que no era posible encontrar, el terrible Tartarín anduvo errante de un aduar en otro por la inmensa llanura del Cheliff, a través de aquella formidable y estrafalaria Argelia francesa, donde los perfumes del antiguo Oriente se complican con fuertes olores de ajenjo y de cuartel. Una mezcla de Abraham y Zuzú, algo maravilloso y sencillamente burlesco, como una página del
Antiguo Testamento
referida por el sargento La Ramée o el cabo Pitou… Curioso espectáculo para ojos que hubiesen sabido ver… Un pueblo salvaje y podrido, que nosotros civilizamos dándole nuestros vicios… La autoridad feroz y sin freno de unos
bachagas
fantásticos, que se suenan gravemente las narices en sus largos cordones de la Legión de Honor, y por un sí o por un no mandan apalear a la gente en las plantas de los pies. La justicia sin conciencia de unos
cadíes
con fuertes gafas, tartufos del Alcorán y de la ley, vendedores de sentencias, como Esaú de su primogenitura, por un plato de lentejas o de alcuzcuz azucarado.
Cadíes
libertinos y borrachos, asistentes que fueron de un general Yusuf cualquiera, que se embriagan de champaña con lavanderas mahonesas, y arman comilonas de carnero asado, mientras delante de sus tiendas toda la tribu revienta de hambre y disputa a los lebreles las sobras de la francachela señorial.
Y en derredor, por todas partes, llanos incultos, hierba quemada, arbustos pelados, montes de cactos y de lentiscos…, ¡el granero de Francia!… Granero vacío de grano; ¡ay, rico tan sólo en chacales y chinches! Aduares abandonados, tribus espantadas, que se van sin saber adónde, huyendo del hambre y sembrando de cadáveres la carretera. De raro en raro, una aldea francesa, con casas en ruinas, campos sin cultivo, langostas rabiosas, que se comen hasta las cortinillas de las ventanas, y, entretanto, los colonos en los cafés, tomando ajenjo y discutiendo proyectos de reforma y de constitución.
Esto hubiera podido ver Tartarín a poco trabajo que se hubiese tomado de observarlo. Pero, entregado por entero a su pasión leonina, el hombre de Tarascón seguía adelante, en línea recta, con los ojos obstinadamente fijos en aquellos monstruos imaginarios, que no se presentaban jamás.
Como la tienda de campaña se obstinaba en no abrirse, y las pastillas de
pemmican
en no disolverse, la caravana se veía en la precisión de detenerse mañana y tarde en las tribus, y gracias al quepis del príncipe Gregory nuestros cazadores eran recibidos en todas partes con los brazos abiertos. Paraban en las casas de los
agas
, palacios extravagantes, granjas enormes, blancas, sin ventanas, en donde estaban revueltos narguiles y cómodas de caoba, alfombras de Esmirna y lámparas de aceite, cofres de cedro llenos de cequíes turcos, relojes de pared con personajes pintados, estilo Luis Felipe… Por todas partes daban a Tartarín fiestas espléndidas,
diffas
, fantasías…
Gums
enteros hacían hablar la pólvora y lucir los albornoces al sol en honor suyo. Después, cuando la pólvora había hablado, acudía el
aga
y presentaba la cuenta… ¡Y a esto le llamaban hospitalidad árabe!
Pero leones, ni uno. ¡Ni más ni menos que en el Puente Nuevo!
Sin embargo, el tarasconés no desmayaba. Penetrando valientemente en el sur, pasaba los días recorriendo montes, registrando palmeras enanas con el cañón de la carabina, y haciendo «¡frrt!, ¡frrt!» en cada matorral. Y todas las noches, antes de acostarse, un acecho de dos o tres horas… ¡Trabajo perdido! El león no se presentaba.
Sin embargo, una tarde, hacia las seis, cuando la caravana atravesaba un bosque de lentiscos de color morado, en el que grandes codornices amodorradas por el calor saltaban aquí y allá en la hierba, Tartarín de Tarascón creyó oír —pero tan lejos, tan vago, tan desmenuzado por la brisa— aquel maravilloso rugido que tantas veces oyera en Tarascón detrás de la barraca de Mitaine.
Al principio, el héroe creyó soñar… Pero al cabo de un instante, siempre lejos, aunque más claros, se repitieron los rugidos; y aquella vez, mientras por todos los rincones del horizonte se oía ladrar a los perros de los aduares, la giba del camello, sacudida por el terror, hizo resonar, temblando, las conservas y las cajas de armas.
No cabía duda. Era el león… ¡Pronto, pronto, al acecho! No hay minuto que perder.
Precisamente, muy cerquita de allí había un viejo
marabú
—sepulcro de santo—, de cúpula blanca, con las grandes babuchas amarillas del difunto depositadas en un nicho encima de la puerta y multitud de raros exvotos, faldones de albornoz, hilo de oro y cabellos rojos colgando en las paredes… Tartarín de Tarascón metió allí a su príncipe y al camello y se echó a buscar un puesto. El príncipe Gregory quería seguirle; pero el tarasconés se opuso. Tenía empeño en dar cara al león él solito. No obstante, recomendó a su alteza que no se alejara, y, por vía de precaución, le confió la cartera, una cartera grande llena de papeles preciosos y de billetes de banco, para que no se la rasgase la garra del león. Hecho esto, el héroe se fue a buscar el puesto.
Cien pasos delante del
marabú
, un bosquecillo de adelfas temblaba entre la gasa del crepúsculo a orillas de un río casi seco. Allí fue a emboscarse Tartarín, rodilla en tierra, según lo establecido, carabina en mano y el gran cuchillo de monte clavado audazmente delante de él en la arena de la orilla.
Llegó la noche. El color de rosa de la naturaleza se volvió morado y luego azul oscuro… Abajo, entre las guijas del río, brillaba como un espejo de mano una charquita de agua clara. Era el abrevadero de las fieras. En la pendiente de la otra orilla veíase vagamente el sendero blanco, trazado por sus patazas entre los lentiscos. Aquella pendiente misteriosa daba escalofrío. Añádase a esto el hormigueo vago de las noches africanas, roce de ramas, aterciopelado andar de animales vagabundos, agudos ladridos de chacales, y encima, en el cielo, a ciento o doscientos metros, grandes bandadas de cuervos, que pasan gritando como niños a punto de ser degollados: confesaréis que había motivo para conmoverse.
Tartarín lo estaba, y mucho. ¡Pobre hombre! ¡Los dientes le castañeteaban! Y sobre la empuñadura de su cuchillo de monte, clavado en tierra, el cañón de la escopeta rayada sonaba como un par de castañuelas… ¡Qué queréis! Hay noches en que uno no está en vena, y además, ¿dónde estaría el mérito si el héroe no tuviese miedo nunca?…
Pues, ea, sí, Tartarín tuvo miedo, y no llegó a perderlo. Sin embargo, se mantuvo firme una hora, dos horas…; pero el heroísmo tiene límite… Cerca de él, en el lecho seco del río, el tarasconés oye de pronto ruido de pasos, guijarros que ruedan. Aquella vez el terror le levantó en vilo. Disparó dos tiros al azar en medio de la noche, y se replegó a todo correr hacia el
marabú
, dejando el cuchillo clavado en la arena como cruz conmemorativa del más formidable terror pánico que asaltó jamás el alma de un domador de hidras.
[…]
—¡A mí, príncipe! ¡El león!
[…]
Silencio.
[…]
—¡Príncipe!… ¡Príncipe!… ¿Está usted ahí?
[…]
El príncipe no estaba allí. En la pared blanca del
marabú
, el buen camello, solo, proyectaba, a la luz de la luna, la extravagante sombra de su giba… El príncipe Gregory había puesto pies en polvorosa, llevándose la cartera y los billetes de banco…
Hacía un mes que su alteza esperaba aquella ocasión…
Al día siguiente de aquella azarosa y trágica noche, cuando, al despuntar el día, nuestro héroe se despertó y adquirió la certidumbre de que el príncipe y los dineros se habían fugado… para no volver; cuando se vio solo en aquel pequeño sepulcro blanco, víctima de una traición, robado y abandonado en plena Argelia selvática, con un camello de una sola giba y algunas monedas en el bolsillo por todo recurso, entonces el tarasconés, por vez primera, dudó. Dudó de Montenegro, de la amistad, de la gloria, y hasta dudó de los leones; y, como Cristo en Getsemaní, el gran hombre se echó a llorar amargamente.
Ahora bien: mientras permanecía sentado a la puerta del
marabú
, pensativo, con la cabeza entre las manos, la carabina entre las piernas y el camello mirándole, la maleza se abrió de pronto frente a él, y Tartarín, estupefacto, vio surgir a diez pasos de distancia un león gigantesco, que avanzaba con la cabeza erguida, lanzando rugidos formidables, que hicieron temblar las paredes del
marabú
cargadas de oropeles, y hasta las babuchas del santo en su nicho.