Tartarín de Tarascón (4 page)

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Authors: Alphonse Daudet

BOOK: Tartarín de Tarascón
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Pero, entre unas cosas y otras, Tartarín no se marchaba.

11. ¡Estocadas, señores, estocadas!… ¡Alfilerazos, no!

¿Tenía verdadero propósito de marcharse?… Pregunta delicada es ésta, a la que difícilmente podría contestar ni aun el historiador de Tartarín.

Es el caso que habían pasado más de tres meses que la casa de fieras de Mitaine se fue de Tarascón, y el cazador de leones no se movía… Quizá el cándido héroe, cegado por nuevo espejismo, se figurase de buena fe que ya había estado en Argelia. Tal vez, a fuerza de contar sus cazas futuras, imaginábase haberlas hecho, tan sinceramente como se imaginó haber izado la bandera consular y disparado contra los tártaros, ¡pim!, ¡pam!, en Shangai.

Por desgracia, si Tartarín de Tarascón fue una vez más víctima del espejismo, no así los tarasconeses. Cuando, al cabo de tres meses de espera, advirtieron que el cazador no había hecho el baúl, empezaron a murmurar.

—Será como lo de Shangai —decía Costecalde sonriendo.

Y el dicho del armero hizo furor en la ciudad, pues ya nadie creía en Tartarín.

Pero los más implacables eran los sencillos, los mandrias, personas como Bezuquet, que hubieran echado a correr por miedo a una pulga y que no podían tirar un tiro sin cerrar los ojos. En la explanada o en el casino, se acercaban al pobre Tartarín, preguntándole en son de guasa:

—¿Cuándo?… ¿Cuándo es la marcha?

En la tienda de Costecalde había perdido todo su crédito. Los cazadores de gorras renegaban de su jefe.

Luego empezaron los epigramas. El presidente Ladeveze, que en sus horas de ocio solía hacer la corte a la musa provenzal, compuso, en la lengua de la tierra, una canción que tuvo éxito. Trataba de cierto gran cazador, llamado maese Gervasio, cuya terrible escopeta había de exterminar hasta el último león de África. Por desgracia, aquella malhadada escopeta era de complexión singular:
siempre la estaban cargando y el tiro nunca salía.

¡Nunca salía! ¿Se ve bien la alusión?

En un momento se hizo popular la canción, y cuando pasaba Tartarin, los faquines en el muelle y los limpiabotas delante de su puerta, cantaban a coro:

La escopeta de Gervasio

la cargaban noche y día;

siempre la estaban cargando

y el tiro nunca salía.

Sino que lo cantaban de lejos por aquello de los «músculos dobles». ¡Oh, fragilidad de los entusiasmos de Tarascón!…

El hombre ilustre hacía como si no viese ni oyese nada; pero, en el fondo, aquella guerra mezquina, sorda y envenenada le afligía mucho. Sentía que Tarascón se le escapaba de las manos, que el favor popular pasaba a otras, y aquello le hacía sufrir horriblemente.

¡Ah! ¡Qué buena es la escudilla grande de la popularidad cuando uno la tiene delante; pero cómo escalda cuando se vierte!…

Mas, a pesar de su aflicción, Tartarín sonreía y llevaba apaciblemente la misma vida, como si nada ocurriese.

Sin embargo, aquella máscara de alegre indiferencia, que por arrogancia se había puesto en la cara, se le caía de pronto algunas veces. Y entonces, en lugar de la risa, veíase la indignación y el dolor…

Por eso, una mañana en que los menudos limpiabotas cantaban bajo sus ventanas:

La escopeta de Gervasio…

las voces de aquellos miserables llegaron hasta el cuarto del pobre hombre en el momento en que estaba delante del espejo, afeitándose. Tartarín usaba barba corrida; pero, como era muy recia, tenía que repasarla.

De pronto, la ventana se abrió violentamente y apareció Tartarín en mangas de camisa, atado un pañuelo a la cabeza y embadurnado de jabón, blandiendo la navaja y el jaboncillo y gritando con voz formidable:

—¡Estocadas, señores, estocadas!… ¡Alfilerazos, no!

Hermosas palabras, dignas de la Historia, cuyo único defecto era el ir dirigidas a aquellos minúsculos
fouchtras
, no más altos que sus cajas de limpiabotas e hidalgos incapaces de coger una espada.

12. De lo que se dijo en la casita del baobab

En medio de aquella defección general, sólo el ejército seguía defendiendo a Tartarín.

El bizarro comandante Bravidá, capitán de almacenes retirado, continuaba demostrándole igual estimación: «Es un barbián», se obstinaba en decir, y esta afirmación, a mi parecer, valía tanto como la de Bezuquet el boticario… El bizarro comandante ni siquiera una vez había aludido al viaje a África; pero cuando el clamor público subió de punto, se decidió a hablar.

Una tarde, el desgraciado Tartarín, solo en su despacho, pensando en cosas tristes, vio entrar al comandante, grave, con guantes negros, abrochado hasta las orejas.

—¡Tartarín! —dijo el retirado capitán con autoridad—. ¡Tartarín! ¡Hay que ponerse en camino!

Y se quedó de pie, en el marco de la puerta, rígido y alto como el deber.

Tartarín de Tarascón comprendió todo lo que significaba aquel «¡Tartarín, hay que ponerse en camino!»

Se levantó, palidísimo, miró en derredor, con ojos enternecidos, aquel lindo despacho, bien cerradito, y lleno de calor y de suave luz, aquel ancho sillón tan cómodo, los libros, la alfombra, las cortinillas blancas de las ventanas, detrás de las cuales temblaban las menudas ramas de su jardincito; y luego, acercándose al bizarro comandante, le cogió la mano, la estrechó con energía, y con voz que nadaba en lágrimas, pero estoico, le dijo:

—¡Me pondré en camino, Bravidá!

Y se puso en camino, como prometió; pero no enseguida… Necesitaba tiempo para equiparse.

En primer lugar, encargó en casa de Bompard dos baúles muy grandes, forrados de cuero, con una extensa placa que llevaba esta inscripción:

TARTARÍN DE TARASCÓN

Caja de armas

Las operaciones de forrar y grabar las placas invirtieron mucho tiempo. Encargó también, en casa de Tastavín, un álbum magnífico de viaje, para escribir su diario, sus impresiones; porque, al fin y al cabo, aunque se cacen leones, no por eso deja uno de pensar mientras está en camino.

Mandó traer luego de Marsella todo un cargamento de conservas alimenticias:
pemmican
en pastillas para hacer caldo, una tienda de campaña, nuevo modelo, que se montaba y desmontaba en un minuto, botas marinas, dos paraguas, un
waterproof
y gafas azules para evitar las oftalmías. Por último, el boticario Bezuquet le preparó un botiquín portátil, atiborrado de esparadrapos, árnica, alcanfor y vinagre de los cuatro ladrones.

¡Pobre Tartarín! Nada de aquello lo hacía para sí: a fuerza de precauciones y atenciones delicadas, esperaba calmar el furor de Tartarín Sancho, quien, desde que se decidió la marcha, no dejaba de torcer el gesto ni de día ni de noche.

13. La salida

Llegó, por fin, el día solemne, el gran día.

Todo Tarascón estaba en pie desde la hora del alba, obstruyendo la carretera de Aviñón y las proximidades de la casita del baobab.

Ventanas, tejados y árboles rebosantes de gente; marineros del Ródano, mozos de cordel, limpiabotas, burgueses, urdidoras, costureras, el casino, en fin, toda la ciudad; además, personas de Beaucaire que habían pasado el puente, huertanos de la vega, tartanas, carretas de grandes bacas, viñadores en sus buenas mulas emperejiladas con cintas, lazos, borlas, penachos, cascabeles y campanillas, y hasta, de trecho en trecho, algunas lindas muchachas de Arlès, llevadas a la grupa por los galanes, adornadas con cintas azules alrededor de la cabeza, en caballitos de Camargue enfurecidos por la espuela.

Aquella multitud se estrujaba delante de la puerta de Tartarín, el buen señor Tartarín, que se iba a matar leones al país de los
teurs
.

Para los tarasconeses, Argelia, África, Grecia, Persia, Turquía, Mesopotamia…, todo esto formaba un país muy vago, casi mitológico, y le llamaban los
teurs
, los turcos.

En medio de aquella barahúnda, los cazadores de gorras iban y venían, orgullosos del triunfo de su jefe, abriendo al pasar como surcos gloriosos.

Delante de la casa del baobab, dos grandes carros. De cuando en cuando se abría la puerta, dejando ver algunas personas que se paseaban gravemente en el jardincito. Unos hombres salían con baúles, cajas, sacos de noche, y los amontonaban en los carros.

A cada bulto que aparecía, la muchedumbre temblaba: «Tienda de campaña… Conservas… Botiquín… Cajas de armas…», iban diciendo en alta voz. Y los cazadores de gorras daban explicaciones.

De pronto, hacia las diez, se estremeció la multitud. La puerta del jardín giró sobre sus goznes violentamente.

—¡Él!… —exclamaron—. ¡Él!…

Era él…

Cuando apareció en el umbral, dos gritos de estupor salieron del gentío:

—¡Es un
teur
!…

—¡Lleva gafas!…

Efectivamente, Tartarín de Tarascón había creído que al ir a Argelia debía llevar traje argelino. Ancho pantalón bombacho de tela blanca; chaquetita ajustada, con botones de metal; faja roja, de dos pies de ancho, alrededor del estómago; cuello descubierto, la frente afeitada, y en la cabeza, una
chechia
—gorro encarnado— gigantesca y una borla tan larga… Con esto, dos pesados fusiles, uno en cada hombro; un cuchillo de monte al cinto, la cartuchera en el vientre, y en la cadera un revólver que se balanceaba en la funda de cuero, queda enumerado todo…

¡Ah!, se me olvidaban las gafas… enormes gafas azules, que venían como de perilla para corregir en lo posible la apostura algo feroz de nuestro héroe.

—¡Viva Tartarín!… ¡Viva Tartarín! —aulló el pueblo.

El gran hombre sonrió pero no pudo saludar: se lo impedían los fusiles. Por otra parte, en aquel momento ya sabía a qué atenerse en aquello del favor popular, y hasta maldecía tal vez, allá en lo más hondo del alma, a sus terribles compatriotas, que le obligaban a emprender el viaje, a dejar su linda casita de paredes blancas, persianas verdes… Pero no lo dejaba ver.

Tranquilo y arrogante, aunque un poco pálido, salió a la calle, echó una mirada a los carros, y viéndolo todo en regla tomó gallardamente el camino de la estación, sin volver la cara ni siquiera una vez hacia la casa del baobab. Detrás de él marchaban el bizarro comandante Bravidá, capitán de almacenes retirado, y el presidente Ladeveze; después, el armero Costecalde y todos los cazadores de gorras, y, por último, el pueblo.

A la entrada del andén le esperaba el jefe de estación —veterano de África, de 1830—, quien le apretó la mano con calor varias veces.

El expreso París-Marsella no había llegado aún. Tartarín y su estado mayor entraron en las salas de espera, y para evitar la aglomeración de gente, el jefe de la estación mandó cerrar las verjas.

Más de un cuarto de hora estuvo Tartarín paseo va, paseo viene, por las salas, en medio de los cazadores de gorras, hablándoles de su viaje, de su caza y prometiendo enviarles pieles. Todos se apuntaron en su
carnet
solicitando una piel, como quien pide una contradanza.

Sereno y amable como Sócrates en el momento de beber la cicuta, el intrépido tarasconés tenía una palabra para cada cual, una sonrisa para todos. Hablaba sencillamente, en tono afable; parecía como si antes de partir hubiese querido dejar detrás de sí un reguero de encantos, pesares y buenos recuerdos. Oyendo hablar de tal manera a su jefe, a los cazadores de gorras se les arrasaban los ojos en lágrimas, y aun algunos, como el presidente Ladeveze y el boticario Bezuquet, sentían remordimientos.

Los mozos de la estación lloraban en los rincones, y fuera, el pueblo miraba a través de las verjas y gritaba:

—¡Viva Tartarín!

Por fin sonó la campana. Un fragor sordo, un silbido desgarrador conmovió las bóvedas… ¡Al tren! ¡Al tren!

—¡Adiós, Tartarín!… ¡Adiós, Tartarín!…

—¡Adiós a todos!… —murmuró el gran hombre, y en las mejillas del bizarro comandante Bravidá dio un beso simbólico a su querido Tarascón.

Inmediatamente se lanzó a la vía y subió a un departamento lleno de parisienses, que creyeron morirse de miedo al ver llegar a aquel hombre extraño con tantas carabinas y revólveres.

14. El puerto de Marsella, ¡embarque!, ¡embarque!

El 1 de diciembre de 186…, a mediodía, con un sol de invierno provenzal, tiempo claro, brillante, espléndido, los marselleses, espantados, vieron desembocar en la Canebière un
teur,
¡lo que se llama un
teur
!… Jamás habían visto uno semejante, aunque bien sabe Dios que no faltan
teurs
en Marsella.

¿Será preciso decir que el
teur
de que se trata era Tartarín, el gran Tartarín de Tarascón, que iba por los muelles, seguido de sus cajas de armas, su botiquín y sus conservas, en busca del embarcadero de la Compañía Touache y del vapor Zuavo, en que se iba «allá»?

Sonoros aún en sus oídos los aplausos tarasconeses, embriagado por la luz del cielo y el olor del mar, Tartarín, radiante, con sus fusiles al hombro y la cabeza alta, iba mirando con ojos de asombro el maravilloso puerto de Marsella, que veía por primera vez y que le ofuscaba… El pobre creía estar soñando. Le parecía que se llamaba Simbad el Marino y que vagaba por alguna de aquellas ciudades fantásticas de las
Mil y una noches
.

Una maraña de mástiles y vergas, cruzándose en todos sentidos hasta perderse de vista. Pabellones de todos los países: rusos, griegos, suecos, tunecinos, americanos… Los buques al ras del muelle, los bauprés en la orilla, como hileras de bayonetas. Por debajo, las náyades, diosas, vírgenes y otras esculturas de madera pintada, que dan nombre a las naves; todo aquello comido por el agua del mar, devorado, chorreando, mohoso… De trecho en trecho, entre los barcos, pedazos de mar, como grandes cambiantes manchados de aceite… Entre aquel enredijo de vergas, nubes de gaviotas que ponían preciosas manchas en el cielo azul, y grumetes que se llamaban unos a otros en todas las lenguas.

En el muelle, entre arroyuelos procedentes de las jabonerías, verdes, espesos, negruzcos, cargados de aceite y de sosa, todo un pueblo de aduaneros, comisionistas y cargadores con sus
bogheys
, tirados por caballitos corsos.

Almacenes de caprichosas ropas hechas; barracas ahumadas, donde los marineros se hacían la comida; vendedores de pipas, vendedores de monos, papagayos, cuerdas, tela para velas; baratillos fantásticos en los que se ostentaban, en confuso revoltijo, viejas culebrinas, grandes linternas doradas, grúas de desecho, áncoras desdentadas, cuerdas, poleas, bocinas, catalejos, todo del tiempo de Juan Bart y de Duguay-Trouin. Vendedoras de almejas y mejillones, en cuclillas y chillando al lado de sus mariscos. Marineros pasando con tarros de alquitrán, marmitas humeantes o grandes cenachos llenos de pulpos, que llevaban a lavar en el agua blanquecina de las fuentes.

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