Read Tartarín de Tarascón Online
Authors: Alphonse Daudet
—¡Al león!, ¡al león! —exclamó, tirando las sábanas y vistiéndose rápidamente.
He aquí cuál era su plan: salir de la ciudad sin decir nada a nadie, lanzarse en pleno desierto, esperar la noche, emboscarse y, al primer león que pasara, ¡pim!, ¡pam!… Luego, volver al otro día a almorzar al hotel de Europa, recibir las felicitaciones de los argelinos y preparar una carreta para ir en busca del animal.
Armose, pues, a toda prisa, se enrolló a la espalda la tienda de campaña, cuyo mástil le subía más de un pie por encima de la cabeza, y rígido como una estaca bajó a la calle. Allí, sin querer preguntar el camino a nadie, para no dejar traslucir sus proyectos, dio media vuelta a la derecha, siguió hasta el extremo los porches de Bab-Azún, en los cuales, desde el fondo de sus negras tiendas, nubes de judíos argelinos, emboscados en los rincones como arañas, le veían pasar; atravesó la Plaza del Teatro, entró en el arrabal y, por fin, llegó a la polvorienta carretera de Mustafá.
¡Qué barahúnda en aquella carretera! Ómnibus, coches de punto, carricoches, furgones de transporte, grandes carretas de heno tiradas por bueyes, escuadrones de cazadores de África, rebaños de borriquillos microscópicos, negras vendiendo galletas, coches de emigrantes alsacianos, espahís de capas rojas, todo aquello desfilando en un torbellino de polvo, en medio de gritos, cantos y trompetas, por entre dos filas de malas barracas, donde se veían robustas mahonesas peinándose delante de las puertas; tabernas llenas de soldados, carnicerías, matarifes…
«¿Qué me cuentan a mí de su Oriente? —pensaba el gran Tartarín—. ¡Ni siquiera hay tantos
teurs
como en Marsella!»
De pronto vio pasar a su vera, alargando las patazas y pavoneándose, un soberbio camello. El corazón le dio un vuelco.
¿Camellos ya? Pues los leones no andarían lejos; y, en efecto, al cabo de cinco minutos vio llegar hacia donde él estaba, con las escopetas al hombro, toda una tropa de cazadores de leones.
«¡Cobardes! —se dijo nuestro héroe al pasar junto a ellos—, ¡cobardes!… ¡Ir al león en cuadrilla!…, ¡y con perros!…» Porque él jamás hubiera imaginado que en Argelia pudiera cazarse otra cosa sino leones. Aquellos cazadores, sin embargo, tenían tan buen aspecto de comerciantes retirados, y además aquella manera de cazar el león con perros y morrales era tan patriarcal, que el tarasconés, algo intrigado, se creyó en el deber de interrogar a uno de aquellos señores.
—¿Qué tal, compañero, buena caza?
—Regular —respondió el interpelado, mirando con espanto el considerable armamento del guerrero tarasconés.
—¿Ha matado usted?
—Claro que sí…, algunas piezas… Vea usted.
Y el cazador argelino le mostró el morral, hinchado de conejos y chochas.
—Pero… ¿cómo? ¿Las lleva usted en el morral?
—Pues ¿dónde quiere usted que las lleve?
—¡Vamos!… ¡Serán… pequeñitos!…
—Pequeños y grandes —respondió el cazador.
Y como tenía prisa de volver a casa, se juntó a sus compañeros a grandes zancadas.
El intrépido Tartarín se quedó plantado de estupor en medio de la carretera… Y luego, después de un momento de reflexión, se dijo: «¡Bah!… Son unos embusteros… Éstos no han cazado nada…», y continuó su camino.
Las casas iban haciéndose más raras, y los transeúntes también. Caía la tarde; los objetos empezaban a confundirse… Tartarín de Tarascón siguió andando como una media hora… Por fin se detuvo. Era noche. Noche sin luna, acribillada de estrellas. En la carretera, ni un alma… Sin embargo, el héroe pensó que los leones no son diligencias y no suelen echar por la carretera adelante. Y siguió a campo traviesa… A cada paso, zanjas, malezas y zarzas. ¡No importa! ¡Adelante, adelante!… De pronto, ¡alto! «Por aquí ya huele a león», se dijo nuestro hombre, y husmeó fuertemente a derecha e izquierda.
Era un desierto grande, salvaje, erizado enteramente de plantas raras, plantas de Oriente, que parecen bichos malos. Al discreto resplandor de las estrellas, su sombra, agrandada, se extendía por el suelo en todos sentidos. A la derecha, la masa confusa y pesada de una montaña, ¡el Atlas!… A la izquierda, el mar invisible, que rugía sordamente… Albergue tentador para las fieras…
Con una escopeta delante y otra en la mano, Tartarín de Tarascón hincó una rodilla en tierra y esperó… Esperó una hora, dos horas… ¡Nada!
Entonces recordó que, en sus libros, los grandes cazadores de leones nunca salían de caza sin llevar algún corderillo; lo ataban a pocos pasos delante y le hacían balar, tirándole de la pata con una cuerda. Y como él no tenía corderillo, se le ocurrió imitarlo y se puso a balar con voz temblorosa: «¡Be!… ¡Be!…».
Primero suavemente, porque en el fondo del alma tenía una pizca de miedo de que el león le oyese…; pero viendo que no venía, baló más fuerte: «¡Be!… ¡Be!…». ¡Tampoco!… Impaciente, repitió a más y mejor, varias veces seguidas: «¡Be!… ¡Be!… ¡Be!…», con tal fuerza, que aquel corderillo acabó por parecer un buey…
De pronto, a pocos pasos delante de él, cayó algo negro y gigantesco… Él permaneció callado. Aquello se bajaba, olfateaba el suelo, saltaba, daba vueltas, arrancaba al galope; después, volvía y se paraba en seco… Era el león, no cabía duda… Ya se le veían muy bien las cuatro patas cortas, la cerviz formidable y dos ojos, dos ojazos que brillaban en la sombra. ¡Apunten! ¡Fuego! ¡Pim! ¡Pam!… Se acabó. Inmediatamente, un salto atrás y el cuchillo de caza en la mano.
Un aullido horrible respondió al disparo del tarasconés.
«¡Ya ha caído!», gritó el buen Tartarín, y, agachado sobre sus fuertes piernas, preparose a recibir a la fiera; pero ésta había recibido más de lo justo y huyó al galope chillando… No obstante, el héroe no se movió. Esperaba a la hembra…, como decían sus libros.
Pero, desgraciadamente, la hembra no apareció. Al cabo de dos o tres horas de espera, el tarasconés se cansó. La tierra estaba húmeda, la noche iba refrescando y el airecillo del mar picaba.
«¡Si echara un sueñecito hasta que llegue el día!», se dijo, y para evitar un reuma, recurrió a la tienda de campaña… Pero ¡demonio de tienda! Era de un sistema tan ingenioso, tan ingenioso, que no pudo conseguir abrirla.
En vano estuvo más de una hora rompiéndose los cascos y sudando; la condenada tienda no se abría… Hay paraguas que, cabalmente cuando llueve a cántaros, gozan en haceros jugarretas por el estilo… Así le ocurrió al tarasconés con la tienda y, cansado de luchar, la arrojó al suelo y se acostó encima de ella, jurando como buen provenzal que era.
—¡Ta ra rá; ta ra rí!
—
Qués acó?
—exclamó Tartarín, despertándose sobresaltado.
Eran las cornetas de los cazadores de África, que tocaban diana en los cuarteles de Mustafá… El matador de leones, estupefacto, se frotó los ojos. ¡Él, que se creía en el desierto!… ¿Sabes, lector, dónde estaba?… En un bancal de alcachofas, entre un plantío de coliflores y otro de remolachas.
Su Sahara tenía hortalizas… Muy cerca de él, en la linda pendiente verde del Mustafá superior, unos hoteles argelinos, muy blancos, brillaban con el rocío del amanecer. Cualquiera hubiera creído que estaba en los alrededores de Marsella, entre
bastides
y
bastidons
.
El aspecto burgués y hortícola de aquel paisaje adormecido admiró mucho al pobre hombre y le puso de muy mal talante.
«Esta gente está loca —se decía—. ¡Mire usted que plantar alcachofas teniendo por vecino al león!… Porque yo no he soñado… Los leones vienen hasta aquí… Ahí está la prueba…»
La prueba eran unas manchas de sangre que el animal había dejado detrás de sí. Inclinado sobre aquella pista ensangrentada, ojo avizor y revólver en mano, el valiente tarasconés, de alcachofa en alcachofa, llegó a un reducido campo de avena… Hierba pisada, un charco de sangre, y en medio del charco, tendido de costado, con una ancha herida en la cabeza, un… ¡Adivinad lo que era!…
—¡Cáscaras, un león!…
—¡No!… Un borriquillo, uno de esos borriquillos menudos, tan comunes en Argelia, donde los designan con el nombre de
burriquots
.
El primer movimiento de Tartarín al contemplar el aspecto de su desgraciada víctima fue de despecho. ¡Hay, en efecto, tanta distancia de un león a un
burriquot!
Su segundo movimiento fue de compasión. ¡Era tan bonito aquel borriquillo! ¡Parecía tan bueno! La piel de sus ijares, todavía caliente, se levantaba y caía como una ola. Arrodillose Tartarín, y con la punta de su faja argelina trató de restañar la sangre del animalito. Y aquel gran hombre curando al borriquillo ofrecía un espectáculo verdaderamente conmovedor.
Al contacto sedoso de la faja, el borriquillo, que aún tenía un resto de vida, abrió sus ojazos grises y movió dos o tres veces sus largas orejas como para decirle: «¡Gracias!… ¡Gracias!…». Después, la última convulsión le agitó desde la cabeza al rabo y se quedó sin movimiento.
—¡Negrillo! ¡Negrillo! —gritó de pronto una voz estrangulada por la angustia, al mismo tiempo que se movían las ramas de unas matas próximas…
Tartarín apenas tuvo tiempo para levantarse y ponerse en guardia… ¡Era la hembra!…
La hembra, que llegaba, terrible y rugiente, bajo la apariencia de una vieja alsaciana con marmota, blandiendo un gran paraguas rojo, muy grande, y reclamando su borriquillo a todos los ecos de Mustafá. Más le hubiera valido, por cierto, a Tartarín habérselas con una leona furiosa que con aquella mala vieja… En vano procuró el desventurado darle a entender cómo había acaecido el suceso: que había tomado a Negrillo por un león… La vieja creyó que quería burlarse de ella, y lanzando enérgicos juramentos, cayó sobre el héroe a paraguazos. Tartarín, algo confuso, se defendió como pudo, parando los golpes con la carabina. El hombre sudaba, resoplaba, saltaba, gritando:
—Pero ¡señora…, señora…!
Como si no. La señora estaba sorda, y bien lo demostraba su vigor.
Felizmente, un tercer personaje apareció en el campo de batalla. El marido de la alsaciana, alsaciano también y tabernero, y además muy ducho en cuentas. Cuando se enteró con quién tenía que habérselas y que el asesino sólo pensaba en pagar el precio de la víctima, desarmó a su esposa y se entendieron.
Tartarín dio 200 francos; diez podría valer el asno, que es el precio corriente de los
burriquots
en los mercados árabes. Después enterraron al pobre Negrillo al pie de una higuera, y el alsaciano, que cobró buen humor al ver el color de los duros tarasconeses, invitó al héroe a tomar un bocado en su taberna, que se encontraba a pocos pasos de allí, a un lado de la carretera.
Los cazadores argelinos almorzaban allí todos los domingos, porque aquel llano era abundante en caza, y a dos leguas alrededor de la ciudad no había mejor sitio para los conejos.
—¿Y los leones? —preguntó Tartarín.
El alsaciano le miró lleno de asombro.
—¿Los leones?
—Sí…, los leones… ¿Se ven por aquí alguna vez? —volvió a preguntar el pobre hombre con un poco menos de seguridad.
El tabernero se echó a reír.
—¡Dios nos libre!… Aquí no queremos leones… ¿Qué haríamos con ellos?
—Pero ¿no los hay en Argelia?
—Lo que es yo, nunca los he visto… Y ya hace veinte años que vivo en la provincia. No obstante, creo haber oído contar… Me parece que los periódicos… Pero es mucho más lejos; allá, en el sur…
En aquel momento llegaron a la taberna. Una taberna de arrabal como las que se ven en Vanves o en Pantin, con una rama seca encima de la puerta, garabatos pintados en las paredes y este letrero de inofensiva alusión venatoria:
A LA BUENA PIEZA
¡La buena pieza!… ¡Oh, Bravidá, qué recuerdo!
Aquella primera aventura hubiera sido bastante para desalentar a muchas personas; pero los hombres del temple de Tartarín no se dejan abatir fácilmente.
«Los leones están en el sur —pensó el héroe—. Pues iré al sur.»
Y con el último bocado en la boca, se levantó, dio gracias al tabernero y un beso a la vieja, sin rencor alguno; vertió la última lágrima sobre el infortunado Negrillo y se volvió deprisa y corriendo a Argel con la firme intención de liar los bártulos y marcharse al sur aquel mismo día.
Desgraciadamente, la carretera de Mustafá parecía que se había alargado desde la víspera; ¡hacía un sol y un polvo!… ¡Pesaba tanto la tienda de campaña!… Tartarín no se sintió con valor para ir a pie hasta la ciudad, y al primer ómnibus que vio pasar le hizo seña y subió.
¡Pobre Tartarín de Tarascón! Cuánto mejor hubiera sido para su nombre y para su gloria no haber entrado en aquel fatal armatoste y continuar de manera pedestre su camino, a riesgo de caer asfixiado bajo el peso de la atmósfera, la tienda de campaña y sus pesadas escopetas rayadas, de dos cañones…
Con la subida de Tartarín, el ómnibus quedó completo. En el fondo, con la nariz en su breviario, iba un vicario de Argel, de larga barba negra. Enfrente, un joven comerciante moro, fumando cigarrillos rechonchos. Además, un marinero maltés, y envueltas en blancos mantos, cuatro o cinco moras tapadas hasta los ojos. Venían aquellas señoras de hacer sus devociones en el cementerio de Ab-el-Kader; mas con la fúnebre visita no parecían haberse entristecido. Oíaseles reír y charlar bajo sus máscaras, y no dejaban de mascar golosinas.
Tartarín creyó advertir que le miraban mucho. Especialmente una, la que estaba sentada enfrente de él, había clavado la mirada en la suya y no la separó en todo el camino. Aunque la dama iba velada, la vivacidad de aquellos grandes ojos negros, alargados por el
k’hol
; una muñeca deliciosa y fina, cargada de brazaletes de oro, que de vez en cuando asomaba por entre los velos; el sonido de la voz; los movimientos graciosos, casi infantiles, de la cabeza, decíanle que estaba en presencia de una mujer joven, bonita y adorable… El desgraciado Tartarín no sabía dónde meterse. La caricia muda de aquellos hermosos ojos orientales le turbaba y le agitaba, le ponía en trance de muerte; ya sentía calor, ya frío…
Y, para colmo, la babucha de la dama vino a tomar cartas en el asunto. El héroe sentía correr por sus recias botas de caza aquella linda babucha, la sentía corretear y dar saltitos como si fuese un ratoncillo colorado… ¿Qué hacer? ¿Contestar a aquella mirada, a aquella presión? Sí; pero ¿y las consecuencias?… ¡Una intriga de amor en Oriente es cosa terrible!… Y con su imaginación novelesca y meridional, el bravo Tartarín veíase ya en manos de eunucos, decapitado, o quizá peor, cosido en un saco de cuero y arrojado al mar, con la cabeza separada del tronco. Aquello le quitaba entusiasmo… Pero la babucha continuaba su tejemaneje, y los ojos se abrían frente a él todo lo grandes que eran, como dos flores de terciopelo negro, y parecían decirle: