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Authors: Alphonse Daudet
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Tartarín de Tarascón
, escrita en 1872, Alphonse Daudet describe las aventuras de Tartarín, héroe de los cazadores de gorras de Tarascón, Francia, en viaje a Argelia para cazar leones. Se trata de un héroe ingenuo, y en lugar de encontrar en África la tierra romántica y misteriosa que esperaba, encuentra un mundo sórdido suspendido entre Europa y el Medio Oriente.
Tartarín de Tarascón
se convirtió en un clásico, fue además adaptada al teatro, y llevada al cine en diversas oportunidades (1908, 1934 y 1962). También salió en historietas, y se crearon sellos postales en su nombre.
Alphonse Daudet
Tartarín de Tarascón
ePUB v1.1
Doña Jacinta09.01.12
Corrección de erratas por Doña Jacinta y jugaor
Título original:
Les aventures prodigieuses de Tartarin de Tarascon
Año de la primera publicación: 1872
Mi primera visita a Tartarín de Tarascón es una fecha inolvidable de mi vida; doce o quince años han transcurrido desde entonces, pero lo recuerdo como si fuese de ayer. Vivía por entonces el intrépido Tartarín a la entrada de la ciudad, en la tercera casa, a mano izquierda de la carretera de Aviñón. Lindo hotelito tarasconés, con jardín delante, galería atrás, tapias blanquísimas, persianas verdes y, frente a la puerta, un enjambre de chicuelos saboyanos, que jugaban al tres en raya o dormían al sol, apoyada la cabeza en sus cajas de betuneros.
Por fuera, la casa no tenía nada de particular.
Nadie hubiera creído hallarse ante la mansión de un héroe. Pero, entrando, ¡ahí era nada!
Del sótano al desván, todo en el edificio tenía aspecto heroico, ¡hasta el jardín!…
¡Vaya un jardín! No había otro como él en toda Europa. Ni un árbol del país, ni una flor de Francia; todas eran plantas exóticas: árboles de la goma, taparos, algodoneros, cocoteros, mangos, plátanos, palmeras, un baobab, pitas, cactos, chumberas…, como para creerse transportado al corazón de África central, a 10.000 leguas de Tarascón. Claro es que nada de eso era de tamaño natural; los cocoteros eran poco mayores que remolachas, y el baobab —árbol gigante
(arbos gigantea)
— ocupaba holgadamente un tiesto de reseda. Pero lo mismo daba: para Tarascón no estaba mal aquello, y las personas de la ciudad que los domingos disfrutaban el honor de ser admitidas a contemplar el baobab de Tartarín salían de allí pasmadas de admiración.
¡Figuraos, pues, qué emoción hube de sentir el día en que recorrí aquel jardín estupendo!… Pues ¿y cuando me introdujeron en el despacho del héroe?…
Aquel despacho, una de las curiosidades de la ciudad, estaba en el fondo del jardín y se abría, a nivel del baobab, por una puerta vidriera.
Imaginaos un salón tapizado de fusiles y sables de arriba abajo; todas las armas de todos los países del mundo: carabinas, rifles, trabucos, navajas de Córcega, navajas catalanas, cuchillos-revólver, puñales, kris malayos, flechas caribes, flechas de sílice, rompecabezas, llaves inglesas, mazas hotentotes, lazos mexicanos…, ¡vaya usted a saber!
Y por encima de todo ello una solanera feroz, que hacía brillar el acero de las espadas y las culatas de las armas de fuego como para poneros aún más la carne de gallina… Pero lo que tranquilizaba un poco era el aspecto de orden y limpieza que reinaba en aquella yataganería. Todo estaba en su sitio, limpio y cepillado, rotulado como en botica; de trecho en trecho se tropezaba con algún letrerillo inocentón que decía:
Flechas envenenadas; ¡no tocarlas!
O bien:
Armas cargadas; ¡ojo!
¡A no ser por los tales letreros, nunca me hubiera atrevido yo a entrar!
En medio del despacho había un velador. Sobre el velador, una botella de ron, una petaca turca, los
Viajes del capitán Cook
, las novelas de Cooper y de Gustavo Aimard, relatos de caza, caza del oso, caza del halcón, caza del elefante, etcétera. En fin, delante del velador estaba sentado un hombre como de cuarenta a cuarenta y cinco años, bajito, gordiflón, rechoncho, coloradote, en mangas de camisa, con pantalones de franela, barba recia y corta y ojos chispeantes. En una mano tenía un libro; con la otra blandía una pipa enorme con tapadera de hierro, y mientras leía no sé qué formidable narración de cazadores de cabelleras, adelantaba el labio inferior en una mueca terrible, que daba a su buena faz de modesto propietario tarasconés el mismo carácter de bonachona ferocidad que reinaba en toda la casa.
Aquel hombre era Tartarín. Tartarín de Tarascón, el intrépido, el grande, el incomparable Tartarín de Tarascón.
En la época de que os hablo, Tartarín de Tarascón no era todavía el Tartarín que ha llegado a ser, el gran Tartarín de Tarascón, tan popular en todo el Mediodía de Francia. No obstante —aun en aquel tiempo—, ya era el rey de Tarascón.
Voy a deciros de dónde provenía su realeza.
Habéis de saber, en primer lugar, que en Tarascón todos son cazadores, desde el más grande hasta el más chico. La caza es la pasión de los tarasconeses, y lo es desde los tiempos mitológicos en que la Tarasca hacía de las suyas en los pantanos de la ciudad y los tarasconeses organizaban batidas contra ella. ¡Ya hace rato de esto, como veis!
Pues bien: todos los domingos por la mañana Tarascón toma las armas y sale de sus muros, morral a cuestas y escopeta al hombro, con gran algarabía de perros, hurones, trompas y cuernos. El espectáculo es magnífico; pero… no hay caza; la caza falta en absoluto.
Por muy animales que los animales sean, ya comprenderéis que, a la larga, han acabado por escamarse.
En cinco leguas a la redonda de Tarascón las madrigueras están vacías y los nidos abandonados. Ni un mirlo, ni una codorniz, ni un gazapillo, ni una becada.
¡Muy tentadores son, sin embargo, los lindos collados tarasconeses, perfumados de mirto, espliego y romero! Y aquellas hermosas uvas moscateles, henchidas de azúcar, que se escalonan a orillas del Ródano, ¡son tan endemoniadamente apetitosas!… Sí; pero detrás está Tarascón, y, entre la gentecilla de pelo y pluma, Tarascón tiene malísima fama. Hasta las aves de paso lo han señalado con una cruz muy grande en sus cuadernos de ruta, y cuando los patos silvestres bajan hacia la Camargue, formando grandes triángulos, y divisan de lejos los campanarios de la ciudad, el que va delante empieza a gritar muy fuerte: «¡Ojo! ¡Tarascón! ¡Ahí está Tarascón!», y la bandada entera da un rodeo.
En una palabra: de caza ya no queda en toda la comarca más que una pícara liebre muy vieja y astuta, que ha escapado de milagro a las matanzas tarasconesas, emperrada en vivir allí. Le han puesto nombre: se llama la Ligera. Se sabe que tiene su guarida en las tierras de M. Bompard —lo cual, entre paréntesis, ha doblado y aun triplicado el precio de la finca—; pero aún no ha podido nadie dar con ella.
Hoy por hoy ya no quedan más que dos o tres testarudos empeñados en buscarla. Los demás la consideran como cosa perdida, y la Ligera ha pasado desde hace mucho tiempo a la categoría de superstición local, si bien es cierto que el tarasconés es por naturaleza poco supersticioso y se come las golondrinas en salmorejo cuando encuentra ocasión.
—Pero veamos —me diréis—, si tan rara es la caza en Tarascón, ¿qué hacen todos los domingos los cazadores tarasconeses?
—¿Qué hacen?
Que se van al campo, a dos o tres leguas de la ciudad. Allí se reúnen en grupitos de cinco o seis, se tumban tranquilamente a la sombra de un pozo, de un paredón viejo o de un olivo, sacan de los morrales un buen pedazo de vaca en adobo, cebollas crudas, un chorizo y unas anchoas, y dan principio a un almuerzo interminable, regado con uno de esos vinillos del Ródano que dan ganas de reír y de cantar.
Y después, ya bien lastrados, se levantan, silban a los perros, cargan las escopetas y se ponen a cazar. Es decir, cada uno de aquellos señores se quita la gorra, la tira al aire con todas sus fuerzas y le dispara al vuelo con perdigones del cinco, del seis o del dos, según se haya convenido.
El que da más veces en su gorra queda proclamado rey de la caza, y por la tarde regresa en triunfo a Tarascón, con la gorra acribillada colgada del cañón de la escopeta, entre ladridos y charangas.
Inútil es decir que en la ciudad se hace un enorme comercio de gorras de caza. Hay hasta sombrereros que venden gorras agujereadas y desgarradas de antemano para uso de los torpes; pero no se sabe que las haya comprado nadie más que Bezuquet, el boticario. ¡Qué deshonra!
Como cazador de gorras, Tartarín no tenía rival. Todos los domingos por la mañana salía con una gorra nuevecita; todos los domingos por la tarde volvía con un pingajo. En la casita del baobab el desván estaba lleno de tan gloriosos trofeos. Por eso todos los tarasconeses le proclamaban maestro, y como Tartarín se sabía de corrido el código del cazador, como había leído todos los tratados y manuales de todas las cazas posibles, desde la caza de la gorra hasta la del tigre de Birmania, aquellos señores le habían convertido en juez cinegético y le tomaban por árbitro en sus discusiones.
Todos los días, de tres a cuatro, veíase en medio de la tienda de Costecalde el armero —llena de cazadores de gorras, todos de pie peleándose— a un hombre regordete, muy serio, con la pipa entre los dientes, sentado en un sillón de cuero verde. Era Tartarín de Tarascón haciendo justicia; Salomón en figura de Nemrod.
A la pasión por la caza, la vigorosa raza tarasconesa unía otra pasión: la de las romanzas. Es increíble el número de romanzas que se consumen en aquel pueblo. Todas esas antiguallas sentimentales, que amarillean en las carpetas más vetustas, recobran allá en Tarascón su plena juventud, su más vivo esplendor. Todas están allí, todas. Cada familia tiene la suya, cosa sabida en la ciudad. Sabido es, por ejemplo, que la del boticario Bezuquet empieza:
Oh blanca estrella que adoro…
La del armero Costecalde:
Ven conmigo al país de las cabañas…
La del registrador:
Si fuese invisible, nadie me vería… (Canción cómica)
Y así sucesivamente para todo Tarascón. Dos o tres veces por semana hay reuniones en casa de unos o de otros y se las cantan.
Pero lo singular es que son siempre las mismas, y, a pesar de llevar tanto tiempo cantándoselas, los buenos tarasconeses jamás sienten deseo de cambiarlas. Se las transmiten, en las familias, de padres a hijos, y todo el mundo las respeta como cosa sagrada. Ni aun siquiera se las toman a préstamo. A los Costecalde, por ejemplo, nunca se les ocurriría cantar la de los Bezuquet, ni a los Bezuquet cantar la de los Costecalde. Y, no obstante, figuraos si las conocerán, después de cuarenta años que llevan cantándoselas. Pero ¡nada!, cada cual guarda la suya, y todos tan contentos.
En lo de las romanzas, como en lo de las gorras, el primero en la ciudad era también Tartarín. La superioridad de nuestro héroe sobre sus conciudadanos consistía en esto: Tartarín de Tarascón no tenía la suya. Las tenía todas.
¡Todas!
Pero se necesitaba Dios y ayuda para hacérselas cantar. Desengañado de los éxitos de sociedad, al héroe tarasconés le gustaba más engolfarse en sus libros de caza, o pasar la velada en el casino, que presumir delante de un piano de Nîmes entre dos bujías de Tarascón. Aquellos alardes musicales le parecían indignos de él… Sin embargo, algunas veces, cuando había música en la botica de Bezuquet, entraba como por casualidad, y, después de hacerse mucho de rogar, accedía a cantar el gran dúo de
Roberto el Diablo
, con madame Bezuquet, la madre del boticario…