Read Tarzán en el centro de la Tierra Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Era una edificación construida con troncos de enorme tamaño que formaban sus paredes, sobre las que se extendían otros troncos más pequeños que constituían el techo de la morada. Los huecos que quedaban entre los troncos estaban rellenos de barro. En la fachada principal, varios troncos clavados en el suelo, formaban una especie de estrecho umbral. No obstante, lo que más llamó la atención de Jason fue una serie de postes puntiagudos, clavados en el suelo en sentido diagonal y a lo largo de los muros, y apuntando hacia fuera, de modo que ningún animal, por fuerte o inteligente que fuera, podía aventurarse por allí sin herirse.
Acercándose, los dos amigos pudieron observar mucho mejor el poblado, que, por aquel lado de la colina, mostraba cuatro edificaciones semejantes a la que habían contemplado al principio. Al pie de la loma, se extendía por todas partes una selva espesa y tupida, pero la colina en sí había sido desprovista de vegetación, de modo que nadie podía acercarse a ella sin ser visto por las gentes del poblado que vivían en su cima.
No se veía un alma viviente en los alrededores del poblado, pero aquello no engañó a Thoar, que sabía que muchos pares de ojos debían estar vigilando desde el interior de las viviendas de troncos, a través de las ranuras de estos. Los phelis debían de vivir en aquellas moradas sentados en cuclillas o echados, ya que la altura de aquellas edificaciones no permitía a un hombre adulto permanecer de pie.
—Bien —dijo al fin Jason—. Ya estamos aquí. ¿Qué hacemos ahora?
Thoar miró con vehemencia los dos Colts de Jason.
—No has querido hacer uso de esas cosas, por temor a gastar la muerte que arrojan por sus negras bocas —dijo—, pero con una sola de ellas podemos encontrar rápidamente a Jana, o vengarla si no está aquí.
—Entonces vamos —repuso Jason—. Sacrificaría todas mis municiones y todo lo que fuera preciso para salvar a la Flor Roja de Zoram.
Y tras decir esto, Jason se bajó del árbol al que ambos se habían subido para divisar mejor el poblado enemigo y partió en dirección a la vivienda más próxima. Thoar le siguió con vivo paso.
Pero ninguno de los dos hombres que avanzaban en dirección al cercano poblado, se dio cuenta de que, ocultos entre los espesos árboles que crecían al pie de la colina y bordeaban el río, les observaban varios pares de ojos, unos ojos crueles que brillaban tras tupidas matas de pelo que formaban espesas barbas, y que daban a los rostros de aquellos hombres una apariencia bestial.
A
van, el jefe de la tribu de Clovi, había situado a varios guerreros de guardia ante la entrada de la gran caverna, y cuando Tarzán se acercó a ella, le dieron el alto.
—¿Adónde vas? —le preguntó uno de ellos.
—A la caverna —contestó Tarzán.
—¿A qué?
—Quiero dormir —contestó el hombre mono—. Antes he entrado varias veces, y nadie me lo ha impedido.
—Avan ha dado órdenes para que nadie ajeno a la tribu entre o salga de la caverna, hasta que se haya celebrado el consejo —dijo el centinela.
Avan se acercó en ese instante.
—Dejadle entrar —ordenó a la guardia—. He sido yo el que le ha mandado aquí; pero no le dejéis que vuelva a salir.
Tarzán entró a la caverna sin hacer ningún comentario. Tardó unos instantes en acostumbrar sus ojos a que consiguieran distinguir algo en la semioscuridad que reinaba en el interior de la caverna de Clovi.
Aquella parte de la entrada con la que estaba más familiarizado, era en verdad enorme, aunque se podían distinguir los dos muros laterales; luego, se extendía hacia el fondo, seguramente hasta una gran distancia montaña adentro. Cerca de los muros, en lechos de ramas y hojas secas cubiertos con pieles, se veían numerosos guerreros, algunas mujeres y varios niños de la tribu, casi todos ellos dormitando. Cerca de la entrada, un grupo, sentado en cuclillas, hablaba en voz baja. Tarzán fue hacia el interior, buscando a la hermosa prisionera. Ella le vio primero y llamó su atención con un silbido apenas audible.
—¿Tienes algún plan de fuga? —preguntó la muchacha, cuando Tarzán se hubo sentado sobre una piel a su lado.
—No —contestó el hombre mono—. Lo único que podemos hacer es esperar y ver si se presenta alguna ocasión propicia para huir.
—Creía que a ti te sería más fácil escapar —dijo la hermosa joven—. Los clovis no te tratan como un prisionero, y puedes circular entre ellos con toda libertad; además, te han permitido conservar tus armas.
—Ahora ya soy un prisionero —repuso Tarzán—. Avan acaba de dar órdenes a los centinelas de la entrada para que no me dejen salir de aquí, hasta que el consejo de la tribu haya decidido mi suerte.
—En ese caso tu porvenir no es muy brillante —dijo Jana—. A mí me pasa lo mismo; sé la suerte que me espera. Pero, de todas formas, no me tendrán, ni Carb, ni ninguno de ellos.
Siguieron hablando en voz muy baja, con largas pausas. Cuando la conversación recayó sobre el mundo del que había venido Jason, la muchacha preguntaba sin cansarse a Tarzán, aunque las respuestas de este estaban muy lejos de ser comprendidas por la joven. El vapor, la electricidad y todo lo que nacía de aquellas fuerzas era incomprensible para Jana, al igual que las orquestas, los instrumentos de música o los libros. Sin embargo, cuando Jana hablaba de las cosas de su mundo, con las que naturalmente estaba familiarizada, mostraba una gran inteligencia, y sus palabras eran siempre interesantes y amenas.
De pronto, uno de los guerreros que dormitaban cerca de ellos abrió los ojos, se incorporó y se desperezó. Luego, mirando a su alrededor, se puso en pie y empezó a recorrer la cueva, despertando a los demás.
—¡Arriba! —iba diciéndoles a cada uno de ellos—. Hay que acudir al consejo de guerreros.
Cuando llegó junto a Tarzán y Jana, reconoció al primero, y se agachó para cerciorarse de que no se engañaba.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó.
Tarzán se puso en pie, mirando fijamente al guerrero, pero no le contestó.
—¡Contéstame! —rugió Carb de mal talante, pues de él se trataba—. ¿Por qué estás aquí?
—Tú no eres el jefe —contestó al fin Tarzán—. Si tienes algo que preguntar, ve y pregúntaselo a las mujeres y a los niños de la tribu.
Carb lanzó un rugido de rabia, pero Tarzán extendió un brazo en dirección a la salida de la cueva.
—Vete —dijo.
Por un instante, el enfurecido guerrero vaciló sin saber qué hacer. Finalmente se marchó, y continuó despertando a sus compañeros.
—Ahora procurará que te maten —dijo la muchacha con tristeza.
—Eso ya lo había decidido —repuso Tarzán—. No estoy peor que antes.
Los dos quedaron en silencio, esperando que decidieran su suerte. Ambos eran conscientes que, afuera, en la gran cornisa donde se celebraría el consejo, se iba a hablar interminablemente, en su mayoría palabras innecesarias y vanas, esgrimiendo cada cual un argumento, también innecesario, ya que, desde tiempo inmemorial, los hombres que hacen las leyes han tenido el privilegio de la palabrería inútil, si bien en este aspecto, nuestros grandes abogados y nuestros grandes políticos ganan con mucho a los primeros hombres.
De pronto, un joven penetró en la caverna portando una antorcha encendida. Al ver a Tarzán, se dirigió resueltamente hacia él. Era Ovan.
—El consejo ha tomado una decisión —dijo el muchacho—. A ti te matarán, y la prisionera será entregada a Carb.
Tarzán de los Monos se levantó.
—Ven conmigo —le dijo a Jana—. Ahora es una ocasión tan buena como cualquier otra. Si logramos atravesar la cornisa y llegar a la entrada del camino, sólo un guerrero muy rápido sería capaz de alcanzarnos. Ovan, si eres mi amigo como me dijiste, y en verdad quieres ayudarnos, no digas nada y déjame probar suerte.
—Soy tu amigo —repuso el muchacho—. Por eso he venido; pero te advierto que nunca lograrás atravesar la cornisa. Hay numerosos guerreros en ella, y todos armados y preparados para recibirte. Saben que tú también tienes armas y esperan que intentes escapar.
—No hay otra solución —contestó Tarzán de los Monos—. Tenemos que escapar por ahí.
—No —opuso Ovan—. Hay otra forma de escapar; he venido a decírtela.
—¿Cómo? ¿Por dónde? —preguntó Jana.
—Venid conmigo.
Levantando la antorcha en alto, Ovan les guió en dirección al fondo de la caverna. Los muros se estrechaban cada vez más, el suelo ascendía, y sólo a duras penas conseguían avanzar por ciertos lugares. Al fin Ovan, levantando más la antorcha, se detuvo. Se hallaban en una especie de pequeña estancia, en cuyo fondo se abría una angosta grieta.
—Por esa estrecha ranura —dijo el muchacho—, se llega a una senda que conduce a la cima de la montaña. Sólo mi padre y yo conocemos la existencia de esta salida de la cueva. Si mi padre llegara a saber que he sido yo el que os ha mostrado el camino, me mataría, pero para evitar que llegue a sospechar de mí, voy a echarme a dormir en una de las cavernas que hay más abajo. El camino que os muestro es duro y difícil, pero no hay otro. ¡Marchaos ya! Este es el pago que te doy por haber salvado mi vida.
Y sin esperar ninguna respuesta, dio un golpe con su antorcha en el suelo y la apagó. La cueva quedó sumida en la más completa oscuridad.
No habló más, y Tarzán y Jana sólo oyeron el sonido de sus sandalias alejándose hacia la entrada de la gruta.
El hombre mono extendió entonces una mano en la oscuridad, encontrando la de Jana. Luego, con cuidado y con dulzura, llevó a la muchacha hacia la entrada de la grieta que se abría en el fondo. Al fin, palpando en las tinieblas, la encontró.
Tropezando y dando traspiés sobre un suelo lleno de piedras y resbaladizos guijarros, a los dos fugitivos les daba la sensación de no avanzar nada. Si hubieran medido el tiempo a tenor del esfuerzo físico y las molestias y penalidades sufridas en aquel áspero y difícil camino sumido en tinieblas, les hubiera parecido que caminaron durante una eternidad. Pero al fin comenzó a disiparse la oscuridad, y al acercarse a la salida de la grieta se encontraron bañados por la alegre luz del eterno sol de Pellucidar.
—¿En qué dirección está Zoram? —preguntó Tarzán a la muchacha.
Jana indicó un lugar en el horizonte.
—Pero no podremos ir directamente hacia allí —dijo—. Tendríamos que volver hacia atrás, y ahora todos los caminos y los senderos estarán vigilados por los guerreros de Carb. No creo que nos dejen escapar fácilmente. Tal vez, buscándonos, acaben por dar con la grieta del fondo de la caverna, y nos sigan por donde nosotros hemos logrado escapar.
—Este es tu mundo —dijo el hombre mono—, y lo conoces mejor que yo. ¿Qué crees que es lo mejor que podemos hacer?
—Deberíamos descender de las montañas, alejándonos todo lo posible de Clovi —dijo Jana—, porque es por aquí, por las montañas, donde nos buscarán. Cuando lleguemos al llano, volveremos hacia atrás, bordeando la falda de la cordillera, hasta que nos encontremos al pie de Zoram. Entonces, volveremos a ascender a las montañas.
El descenso se les hizo muy penoso, ya que ninguno de los dos estaba familiarizado con aquella parte de las montañas. A veces veían cortado su camino por grandes abismos, lo que les obligaba a dar grandes rodeos. Comieron varias veces y durmieron al menos tres, lo cual dio idea a Tarzán de que llevaban mucho tiempo caminando. ¿Pero cómo calcularlo? Además, ¿qué les importaba el tiempo que hubiera transcurrido?
Durante el descenso, Tarzán había venido divisando una gran llanura al pie de la cordillera, que se extendía a lo lejos hasta perderse de vista. La última etapa de su descenso, la realizaron a través de un estrecho y sinuoso cañón, y cuando, por fin, alcanzaron la boca del desfiladero, se encontraron, efectivamente, al borde de una gran llanura casi desprovista de árboles y tan llana que recordaba la superficie de un lago.
—Esto es Gyor Cors —dijo Jana—. Espero que tengamos suerte y no nos encontremos con un gyor.
—¿Qué es un gyor? —preguntó Tarzán.
—Es un monstruo espantoso —contestó la muchacha—. Yo no he visto nunca a ninguno, pero los hombres de Zoram han llegado hasta aquí y los han visto. Dicen que tienen el doble del tamaño de un tandor, y su longitud es como la de cuatro hombres muy altos, echados en el suelo uno tras otro. Tienen un hocico enorme y curvo, y tres grandes cuernos, dos sobre los ojos y otro sobre la nariz. Luego, en el cuello, tienen una especie de collar de una materia córnea, que les protege de los cuernos de los de su especie y de las lanzas de los hombres. No comen carne, pero son muy irritables y se encolerizan fácilmente, atacando a todos los animales que ven, incluso al hombre, lo que hace que esta comarca esté desierta; sólo ellos viven aquí.
—Este valle parece muy grande —dijo Tarzán, contemplando con admiración la enorme extensión de la pradera cubierta de alta hierba, que se perdía en el infinito, curvándose suavemente hacia arriba—, y por lo que me dices de esos monstruos, parece que tienen pocos enemigos que sean capaces de atacarles y disputarles el disfrute de sus dominios.
—Sus únicos enemigos son los horibs —repuso Jana—, que los cazan por su carne y por su piel.
—¿Quiénes son los horibs? —preguntó Tarzán.
Jana se estremeció.
—Es un pueblo de reptiles —contestó con voz temblorosa.
—¿Un pueblo de reptiles? ¿Cómo es posible?
—Mejor que no hablemos de ellos. ¡Son horribles! Mucho peores que los gyors. Su sangre es fría, y los hombres dicen que no tienen corazón, porque no conocen ninguna cualidad buena en ellos, y desconocen la amistad, la simpatía o el amor.