Read Tarzán en el centro de la Tierra Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
—¿Quién es Tar-gash? —preguntó Jason.
—Un sagoth, un gorila. Viven en las selvas del valle, y suelen ser utilizados como guerreros por los mahars.
—¿Iba él contigo y con Tarzán?
—Sí. Iban los dos juntos cuando los conocí. Pero ahora Tarzán ha muerto, Tar-gash ha regresado a su lejano país, y yo tengo que seguir buscando a la Flor Roja de Zoram. Tú has salvado mi vida, hombre de otro mundo, pero no sé si le has hecho algún daño a Jana. Quizá la hayas matado. ¿Cómo puedo saberlo? ¡No sé qué hacer!
—Yo también voy buscando a Jana —dijo Jason—. Busquémosla juntos.
—De acuerdo —aceptó el guerrero—; si la encontramos, ella dirá si he de matarte o no.
Jason no podía dejar de recordar la actitud de Jana al separarse de él. La misma muchacha había estado a punto de matarle. Si daban con ella, quizá iba a encontrar más fácil que aquel guerrero diera muerte a Jason. Con toda seguridad que aquel hombre era el prometido de la muchacha, así que Jana no tendría que rogarle mucho para que matara a su rival. Sin embargo, ni sus ojos ni el tono de su voz revelaron su emoción cuando se dirigió al guerrero.
—¡Iré contigo! —dijo—. Y si he hecho algún daño a la Flor Roja de Zoram, puedes matarme. ¿Cuál es tu nombre?
—Thoar —contestó el guerrero.
Jana había hablado de su hermano a Jason, pero si llegó a pronunciar su nombre, Gridley lo había olvidado por completo. Por tanto, siguió pensando que Thoar debía ser el prometido de Jana o tal vez su esposo. Al pensar en este último supuesto, experimentó una sensación de pesar y angustia, aunque no pudo explicarse el motivo. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que Thoar era el compañero de Jana. Nadie habría de desear la muerte de Jason más que Thoar, cuando supiera que Gridley había molestado a la muchacha.
Sí, ahora estaba seguro de que Thoar era el compañero de Jana, y este pensamiento le irritó, ya que ella le había hecho creer que era una doncella, todavía sin compañero. El americano se dijo que Jana era una mujer igual que las demás, coqueta y frívola, a todas les gustaba burlarse de los hombres y enloquecerlos para reírse de ello. Pero, por suerte, a Jason no le había vuelto loco la muchacha, ni le había convertido en un esclavo de sus múltiples encantos, lo que había producido la furia de la muchacha, al humillar su vanidad. Por eso Jana le había querido matar, obrando como un ser simple y primitivo. ¡La diablilla había querido enamorarle cuando ya tenía un esposo! Aquello irritaba cada vez más a Jason, que tuvo que echar mano de su sentido más irónico del humor para recobrar el ánimo. De todas formas, aunque por sus labios vagaba una sombra de sonrisa, en el fondo de su ser sentía una profunda pena y una gran irritación, cuyos motivos escapaban a su análisis.
—¿Dónde viste por última vez a Jana? —preguntó Thoar—. Tal vez podríamos volver allí y buscar su rastro.
—No podría decírtelo —repuso Jason—. En este país que carece de puntos cardinales, no sabría precisar ni mi posición ni la de nadie.
—Entonces quizá podríamos empezar a buscar en el sitio en el que encontramos tus huellas y las de Jana —insistió Thoar.
—Quizá no sea necesario si conoces bien la zona —dijo Jason—. Viniendo hacia las montañas desde el sitio donde encontré a Jana por primera vez, había a nuestra izquierda un enorme abismo. Por aquel abismo desaparecieron dos de los cuatro hombres que iban persiguiéndola, después de que yo matara a los otros dos. Ella intentó encontrar un lugar por donde escalar las cimas situadas a la derecha de aquel abismo, pero nuestro camino se vio cortado por otro desfiladero muy profundo que corría en paralelo a la base de las montañas, así que ella se vio obligada a volver hacia el desfiladero, por el que descendió. La última vez que la vi estaba subiendo desde ese abismo, pero por la pared opuesta; de modo que si tú sabes dónde está ese desfiladero, no nos será necesario volver al punto en el que la encontré por primera vez.
—Conozco ese desfiladero —repuso Thoar— Es muy posible que los dos phelis que dices desaparecieron por allí, la capturaran. Buscaremos por ese desfiladero, y si no la encontramos, bajaremos hacia el valle de Pheli.
Thoar guió a Jason hacia unos altísimos picos dentados, sin ninguna prisa, pues el tiempo nada significaba para los pellucidaros. Para Jason, por el contrario, la interminable marcha era una pesadilla. Cuando encontraban caza, comían; cuando estaban cansados, se echaban a dormir y descansaban. Y siempre había ante ellos peligrosos abismos, riscos, hondonadas, o taludes por los que tenían que escalar interminablemente. Al americano le parecía imposible que una muchacha hubiera podido atravesar aquellas cadenas montañosas sin perderse, de no haber visto lo bien que conocía Jana el país, como había tenido ocasión de comprobar cuando la iba siguiendo.
Al atravesar un gran bosque que cubría la ladera de una alta montaña, encontraron caza abundante, y Jason, con la ayuda y bajo la dirección de Thoar, se hizo una especie de túnica con la piel de una cabra montés. Al menos, era algo parecido a ropa; pero sin embargo, cuando la llevó puesta durante algún tiempo, con sus brazos y piernas al descubierto, Jason fue dándose cuenta de su comodidad, y acabó preguntándose cómo los hombres de su mundo no adoptaban algo parecido cuando se lo permitía la temperatura.
A medida que Jason y Thoar se fueron conociendo más, la desconfianza del americano se trocó en admiración por su nuevo amigo, y finalmente se convirtió en una sincera amistad por aquel salvaje pellucidaro, a pesar de que este sentimiento se veía mezclado con otro, que aunque no podía llamarse animosidad, era muy semejante a ésta. Era un sentimiento difícil de calibrar. No existía rivalidad entre ellos, y, sin embargo, la actitud de Jason hacia el salvaje guerrero era la misma que habría tenido un perfecto caballero para con un enemigo digno y honorable.
Raras veces hablaban de Jana, aunque los dos pensaban en ella. Jason a menudo se encontraba evocando hasta los menores detalles del tiempo que pasó junto a la muchacha. Sus expresiones y gestos, la belleza y la perfección de su rostro, se hallaban grabados en el cerebro y en los sentidos de Jason de un modo intensísimo. Ni siquiera las duras palabras y la actitud de Jana hacia él en el momento de separarse, enfriaban la admiración y el dulce sentimiento que le inspiraba la salvaje doncella, ni tampoco el recuerdo de su alegre camaradería. Nunca hasta entonces Jason había echado de menos la compañía de mujer alguna, pero ahora procuraba oscurecer la dulce visión de la Flor Roja de Zoram con el recuerdo de Cynthia Furnois o de Bárbara Green. Sin embargo, la imagen y la remembranza de Jana vencían al recuerdo borroso y lejano de sus dos compatriotas.
Aquel sentimiento de subyugación a la muchacha salvaje, por bella que fuese, molestaba y humillaba a Jason, que, para olvidarlo, procuraba pensar en el dolor que le había causado, y todavía le causaba, la muerte de Tarzán de los Monos. No obstante, no conseguía convencerse de que Tarzán hubiera muerto. Era una de esas cosas que es imposible aceptar o concebir.
Al fracasar en su propósito, intentó pensar en lo que habría podido ocurrirles a von Horst, a Muviro y a los negros waziris, o en lo que pudiera estar ocurriendo a bordo del dirigible, en cuya busca los ojos de Jason se volvían con frecuencia hacia el cielo. Pero, pensara en lo que pensara, aunque fuera en su remota colina de Tarzana, en su California natal, su mente y su espíritu siempre volvían a la hermosa Flor Roja de Zoram.
Thoar, por su parte, también sintió muy pronto un hondo afecto por su nuevo amigo, al que veía como un hombre tranquilo y formal, siempre dispuesto a asumir su parte de trabajo o responsabilidad en aquella vida salvaje que ambos compartían.
Al llegar al borde del gran desfiladero, aunque lo recorrieron durante grandes trechos en uno y otro sentido, no encontraron ningún rastro de Jana ni nada que les pudiera indicar que la muchacha había pasado por allí.
—Iremos hacia el valle —dijo entonces Thoar—, a un país que se llama Pheli, y en el que, aunque no encontremos a Jana, al menos podremos vengarla.
Aquella idea de primitiva justicia sugerida por las palabras de Thoar, no necesitaba ninguna pregunta ni aclaración para el americano. En realidad, parecía la cosa más natural que Jason y Thoar constituyeran a la vez un tribunal y un instrumento de castigo y de ejecución de la justicia, que en definitiva, es lo que hace el hombre cuando se desprende del ligero barniz de la civilización, única diferencia, en realidad, entre el hombre de las cavernas y el hombre contemporáneo.
De aquel modo, un abismo de quizá cien mil años, que había entre la era de Thoar de Zoram y la de Jason Gridley de California, quedó salvado. Dominados ambos por el odio, descendieron de las Montañas de Thipdars en dirección al valle de Pheli, con sus corazones henchidos por el mismo deseo de matar. En ese momento, no habrían hecho falta demasiados fabricantes de armamento para iniciar una guerra.
A través de imponentes bosques y de colinas verdes y doradas, los dos hombres descendieron hacia la tierra de Pheli. Aquellos parajes estaban plagados de caza de todas clases y, a cada instante, los dos amigos encontraban y se veían obligados a eludir grandes bestias, carnívoros enormes y feroces, herbívoros de peso incalculable o gigantescos reptiles que, al avanzar o al atacarles, hacían temblar la tierra bajo sus escamosas patas. Sólo gracias a la superior inteligencia del hombre, combinada con una gran dosis de suerte, los dos viajeros pudieron salvar aquellos parajes, llegando sanos y salvos a las marismas y los valles bajos y pantanosos en los que se encontraba la tierra de Pheli.
Aquella zona parecía exclusivamente poblada por los reptiles. Los había a millares, de todas clases, colores y tamaños. Acuáticos, anfibios, carnívoros y herbívoros, pululaban, chillaban y siseaban por doquier, luchaban entre ellos y se devoraban continuamente, haciendo que Jason se preguntase, asombrado y maravillado, cuándo encontraban tiempo para reproducirse, y cómo los inofensivos herbívoros podían sobrevivir a aquella matanza general y constante. Una horrible orgía de muerte y exterminio parecía regir en aquellos pantanos y en aquellos valles bajos, dando la sensación de ser la única ley que entendían aquellas especies. Sin embargo, el enorme tamaño de algunas de ellas, incluidas no pocas especies de herbívoros, ponían de manifiesto los muchos años que vivían, ya que, a diferencia de los mamíferos, los reptiles no dejan nunca de crecer mientras viven.
El pantanoso valle donde Thoar decía que se hallaba el poblado de los phelis, estaba en parte ocupado por una selva milenaria y enorme, en la que los árboles alcanzaban un tamaño gigantesco, y cuyas ramas más bajas formaban una maraña tan intrincada, que los dos viajeros tenían que avanzar lenta y penosamente. De todas formas, preferían ir a través de la selva, que hacerlo por los traicioneros pantanos. En la selva los reptiles eran más pequeños, aunque no por ello menos abundantes, si bien había excepciones, sobre todo por parte de las serpientes. Una de estas causó tal sorpresa a Jason, que no pudo dar crédito a sus ojos. Se encontraron con ella de forma imprevista, en el momento en que la colosal serpiente estaba engullendo un enorme paquidermo, un tracodonte del tamaño de un elefante. El enorme herbívoro todavía estaba vivo e intentaba librarse de las espantosas fauces de la serpiente, pero a pesar de su hercúlea fuerza, de sus numerosas hileras de dientes y de sus tremendas quijadas, el reptil lo tragó todavía con vida.
Tal vez se debió a su tamaño diminuto, junto con su inteligencia y una gran suerte, lo que salvó a los dos hombres de ser devorados por las horribles bestias de los pantanos. O tal vez se debió a la gran estupidez de los reptiles, que permitió a los hombres eludirlos y evitarlos con relativa facilidad.
Ni siquiera los enormes toros, ni los gigantescos tigres, ni los formidables leones de Pellucidar, se atrevían a aventurarse por los pantanos de Pheli. Jason no se explicaba cómo en semejante lugar podía subsistir el hombre. Incluso dudaba que los phelis ni ninguna otra tribu pudieran tener allí su morada.
—Aquí no puede vivir nadie —dijo Jason a su amigo—. Los phelis tienen que vivir en otro sitio.
—No —opuso Thoar—. Los hombres de mi tribu han venido hasta aquí muchas veces para vengar el rapto de nuestras mujeres, y por la descripción que han hecho de este país, todos conocemos las condiciones de vida de Pheli. Esto es el valle de Pheli, o en realidad, los pantanos de Pheli.
—Seguramente tienes razón —murmuró Jason—, pero hasta que no vea a esos hombres, no podré creer que son capaces de vivir en estos parajes.
—Ya no tardaremos mucho en llegar al poblado de los hombres de Pheli.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Jason.
—Mira ahí, y verás el motivo —contestó Thoar señalando hacia un arroyo que discurría cerca de ellos.
—No veo más que un arroyo —dijo Jason.
—Eso es precisamente lo que buscamos —continuó diciendo Thoar—. Todos los guerreros de mi tribu que han estado aquí, dicen que los phelis viven a orillas de un río que atraviesa la selva y los pantanos. En algunos lugares la tierra es más elevada, y en la cima de esas pequeñas colinas los hombres de Pheli construyen sus moradas. No viven en cavernas como nosotros, sino que construyen sus viviendas con troncos de árboles, tan enormes y resistentes, que ni siquiera los reptiles más gigantescos pueden romperlos.
—¿Pero por qué han escogido estas gentes un sitio como este para vivir? —preguntó el americano.
—Para poder vivir en una paz relativa —contestó Thoar—. A diferencia de los zorams, los phelis no son una raza guerrera; no aman la pelea ni la lucha, y han preferido construir sus viviendas en estas marismas y tiendas pantanosas para librarse de sus enemigos humanos. Además, en estos parajes la carne y la caza son tan abundantes que puede decirse que la tienen en su misma casa. Para ellos, esto es el paraíso de Pellucidar.
Los dos viajeros procedieron ahora a redoblar su cautela, pues sabían que en cualquier momento podían toparse con el poblado de los phelis. Al cabo de un rato, Thoar se escondió detrás de un gran árbol, desde donde señaló un punto delante de ellos. Al mirar, Jason vio entre los árboles una cercana colina. Era evidente que la colina había sido talada en parte por la mano del hombre, puesto que se divisaban muchos troncos cortados y sin ramas. Los ojos de Jason también descubrieron una casa, si así podía llamarse a lo que distinguía su vista.