Read Tarzán en el centro de la Tierra Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Jason no había oído ruido alguno, pero su atención fue desviada por algo que no encajaba en el paisaje, de forma similar a lo que en ocasiones denominamos un sexto sentido.
En cualquier caso, sus ojos se dirigieron al talud de enfrente, y allí descubrió un monstruo tan enorme como jamás hubieran contemplado ojos humanos en el mundo exterior. Era una especie de dinosaurio, un terrible y gigantesco reptil, que mediría por lo menos sesenta o setenta pies de largo y veinticinco de altura. Su cabeza puntiaguda y relativamente pequeña recordaba la de un lagarto, y sobre su espina dorsal mostraba una serie de láminas o placas óseas, dispuestas alternativamente, la mayor de las cuales tendría casi tres pies de longitud. En la cola, terminando en un apéndice cornudo, también se apreciaban otras placas semejantes. El monstruo se movía sobre cuatro patas similares a las de los lagartos, si bien las delanteras eran tan cortas que hacían que su largo hocico prácticamente se arrastrara por el suelo al andar, lo que aumentaba su aspecto extraño y repugnante.
El monstruo parecía estar observando al guerrero que se hallaba al fondo del abismo, cuando, de pronto, con gran sorpresa por parte de Jason, le vio encoger sus patas traseras y lanzarse al vacío.
El primer pensamiento de Gridley fue que el monstruo se iba a estrellar en el fondo del abismo, pero con infinito asombro vio que no caía, sino que descendía lentamente en el aire, sostenido por las grandes placas óseas de su espina dorsal, que le mantenían en posición horizontal, transformándole en un inmenso planeador.
El silbido que desprendía su monstruoso cuerpo al cortar el aire llamó la atención del guerrero que estaba en el fondo del barranco, el cual se puso en pie de un salto y empuñó instintivamente su lanza. En ese mismo instante, Jason Gridley también se puso en pie de un salto, y empezó a bajar a la carrera el abrupto declive en dirección al solitario guerrero, al tiempo que desenfundaba sus dos Colts.
C
uando Tarzán trepó por la cuerda hacia arriba, el enorme oso que estaba a punto de darle alcance, llegó debajo de donde se encontraba, asentándose sobre sus patas traseras para vencer el impulso de su espantosa carrera.
Pero en aquel instante, ocurrió una de esas cosas imprevisibles contra las que nadie es capaz de ponerse en guardia.
Dio la casualidad de que el saliente de la roca al que Tarzán había sujetado la cuerda para ascender por ella, cedió bajo el peso del hombre, y el señor de la jungla se vio precipitado sobre la espalda del oso.
Todo ocurrió con tal rapidez que no podría decirse quién fue más sorprendido, si Tarzán o el oso. Pero las bestias primitivas que aspiran a sobrevivir, no pueden permitirse el lujo de que ninguna sorpresa las desconcierte, y así, los dos enemigos aceptaron aquel hecho consumado como si hubiera sido algo previsto y esperado.
El oso retrocedió, sacudiéndose furiosamente para arrojar de su espalda a aquel enemigo, pero Tarzán deslizó vertiginosamente uno de sus brazos de hierro bajo el cuello de la bestia, mientras que con la otra mano blandía su cuchillo. Era en verdad un sitio complicado para sostener una pelea, una dura batalla por la vida; por un lado, una de las paredes del desfiladero se elevaba hacia las nubes perpendicularmente; por el otro, caía a pico hasta el fondo de un enorme abismo. Además, los saltos y sacudidas que daba el oso para desembarazarse de su enemigo, en aquel espacio tan precario, les ponía a los dos, hombre y bestia, a punto de rodar juntos hacia la eternidad en cualquier momento.
Los rugidos y bramidos del oso eran repetidos por el eco de las montañas. El hombre mono, por el contrario, luchaba silenciosamente, hundiendo una y otra vez su cuchillo en la espalda de la enfurecida bestia, que intentaba por todos los medios desembarazarse de su enemigo, aunque manteniendo al mismo tiempo su equilibrio en un sitio tan difícil, para no precipitarse al abismo.
Pero la batalla tenía que tener un fin, y así, por último, el cuchillo de Tarzán acabó encontrando la espina dorsal de la bestia, que se quedó rígida al instante, al tiempo que Tarzán saltaba a tierra con increíble rapidez. El oso, ya muerto, fue dando trompicones por el suelo hasta precipitarse en el abismo, llevándose con él cuatro de las flechas de Tarzán y su lanza.
El hombre mono recogió la cuerda del suelo, y después de enrollarla, empezó a retroceder por el sendero en busca del arco que había abandonado en la huida, y del muchacho que dejara en la entrada de la caverna.
Apenas había avanzado unos pasos, cuando en un recodo del sendero apareció el muchacho. Al ver a Tarzán, el niño se detuvo, apretando su lanza y empuñando en la otra mano su cuchillo de piedra. Llevaba también el arco de Tarzán, pero al descubrir a éste, lo soltó al suelo, para defenderse así mejor de su enemigo.
—Soy Tarzán de los Monos —dijo el señor de la jungla—; soy tu amigo y no deseo matarte.
—Yo soy Ovan —contestó el niño—. Si no has venido a nuestro país para matar, entonces es que has venido a robar una mujer para llevártela como compañera; por eso el deber de todos los guerreros de Clovi es matarte.
—Tarzán no ha venido en busca de compañera —dijo el hombre mono.
—¿Entonces qué haces en Clovi?
—Me he perdido. Tarzán ha venido de otro mundo, muy lejos de Pellucidar. Me he visto separado de mis amigos y compañeros, y ahora no sé encontrar el camino para unirme a ellos. Tarzán quiere ser amigo de las gentes de Clovi.
—¿Por qué has atacado al oso? —preguntó el muchacho de improviso.
—Si no lo hubiera atacado, el oso te habría matado —repuso Tarzán.
Ovan estaba desconcertado.
—Eso es lo que pensaba y lo que habría hecho cualquiera de los hombres de mi tribu —dijo—, pero tú no perteneces a ella. Eres nuestro enemigo, y por eso no puedo entender por qué lo has hecho. ¿Quieres decir que, aunque no soy de tu tribu, has querido salvarme la vida?
—Efectivamente —respondió Tarzán.
Ovan se quedó entonces mirando fija y largamente al gigante que tenía ante él.
—Te creo —murmuró—, aunque no te comprendo. Jamás he oído nada parecido, y no pienso que los hombres de mi tribu lleguen a creerlo. Además, aunque les diga que me has salvado la vida, van a querer matarte, ya que sostienen que nunca se debe confiar en un enemigo.
—¿Dónde está tu poblado? —preguntó Tarzán.
—No muy lejos de aquí —contestó Ovan.
—Me gustaría ir contigo hasta él, y hablar con el jefe de tu tribu —dijo Tarzán.
—De acuerdo. Puedes hablar con Avan, el jefe. Es mi padre. Si decide acabar contigo, te ayudaré e imploraré por tu vida, ya que tú has salvado la mía cuando el ryth estaba a punto de matarme.
—¿Por qué te hallabas en esa cueva? —preguntó Tarzán—. Era fácil darse cuenta de que se trataba del cubil de una bestia.
—Tú también llegaste hasta ella cuando te encontraste al ryth que me atacaba. Fue una desgracia, una casualidad, la que me llevó hasta allí.
—Pero yo no sabía adónde conducía este sendero —dijo Tarzán.
—Ni yo tampoco —repuso el muchacho—. Nunca había salido a cazar solo, pero ahora he llegado a una edad en la que quiero convertirme en guerrero, así es que he abandonado la caverna de mi pueblo dispuesto a conseguir matar a una bestia yo solo, porque sólo así se convierte un joven en guerrero. Cuando apareció el ryth y me vio, enloqueció de furia, pero, de cualquier forma, yo habría luchado con él. Quizá lo hubiera matado, aunque no me parece probable; pero apareciste tú, y con ese palo curvado disparaste una pequeña lanza a la espalda del ryth, que enfurecido se revolvió contra ti, olvidándose por completo de mí. Deben de ser muy valientes los guerreros del país de donde vienes. Háblame de él. ¿Dónde está? ¿Son vuestros guerreros grandes cazadores, y vuestro jefe muy poderoso?
Tarzán intentó explicar al muchacho que su tierra estaba muy lejos de Pellucidar, en un lugar que Ovan no podía imaginarse; pero enseguida cambió el tema de la conversación, volviendo al muchacho y a su país, mientras ambos seguían un tortuoso camino en dirección a Clovi. El niño alababa sin cansarse la bravura y el valor de los guerreros de su tribu, y la belleza de sus mujeres.
—Avan, mi padre —siguió diciendo luego—, es un jefe muy poderoso, y los hombres de mi tribu son los más valientes guerreros. A veces luchamos contra los hombres de Zoram, e incluso en ocasiones hemos llegado hasta Daroz, más allá de Zoram, ya que en mi tribu siempre hay más hombres que mujeres, y los guerreros tienen que ir a conseguir sus esposas a Zoram o a Daroz. Hace poco, Carb ha ido a Zoram con veinte guerreros a robar mujeres. Las mujeres de Zoram son las más bellas. Cuando yo sea un poco más mayor, iré a Zoram a robar una mujer.
—¿Qué distancia hay desde Clovi hasta Zoram? —preguntó Tarzán de los Monos.
—Unos dicen que está muy lejos, y otros que no. De todos modos, he oído decir que ir a Zoram está mucho más lejos que volver, y así debe de ser, porque los guerreros comen seis veces cuando hacen el viaje desde Clovi hasta Zoram, y en cambio, al volver, un hombre fuerte no tiene necesidad de comer más que dos veces.
—¿Pero cómo es posible que la distancia sea más corta al volver que al ir? —preguntó Tarzán intrigado.
—Porque al volver nuestros guerreros casi siempre son perseguidos por los guerreros de Zoram —contestó Ovan.
Tarzán sonrió interiormente ante la ingenuidad del pequeño, al tiempo que pensaba que le sería imposible calcular el tiempo o las distancias en Pellucidar.
Mientras avanzaban hacia Clovi, el muchacho, poco a poco, iba mostrándose más confiado y abandonaba sus iniciales recelos, hasta que finalmente llegó a tratar a Tarzán como a un miembro de su propia tribu. Al fijarse en las heridas que las garras del thipdar habían causado en la espalda y en los hombros del hombre mono, le preguntó de qué provenían, y cuando hubo escuchado el relato hecho por Tarzán, se maravilló del valor de su nuevo amigo, de su fuerza y de la audacia que le había permitido escapar y salir victorioso de una empresa en la que la mayoría de los hombres de Pellucidar habrían perecido.
Ovan, al ver lo inflamadas que estaban las heridas, y comprendiendo que le debían causar un gran dolor y una enorme molestia a Tarzán, le rogó a éste, cuando cruzaron un arroyo, que le dejara curárselas. Después de lavarlas concienzudamente, buscó un tipo especial de arbusto, cogió unas hojas y escurrió su jugo sobre las heridas del hombre mono.
El dolor de la inflamación no había sido nada comparado con la enorme agonía que experimentó Tarzán al serle aplicado el jugo de aquellas hojas. Sin embargo, aunque Ovan sabía lo que debía estar sintiendo su amigo, no le vio mover ni un solo músculo del rostro; aquello aumentó su admiración por el guerrero.
—Te va a doler —explicó el muchacho—; te va a doler mucho, pero impedirá que se infecten las heridas, y luego curarán más rápidamente.
Durante un largo rato, en efecto, Tarzán sintió espantosos dolores, pero, al fin, fueron remitiendo hasta que cesaron por completo.
Más tarde atravesaron un bosque en el que crecían unos pequeños árboles de madera muy dura, y Tarzán aprovechó para hacerse una nueva lanza y numerosas flechas.
Ovan se interesó mucho por la hoja de acero del cuchillo de Tarzán y por las flechas, aunque estas últimas le inspiraron un cierto desprecio, al considerarlas algo así como unas lanzas más adecuadas para que un niño jugase con ellas; pero cuando los dos sintieron hambre y Tarzán mató, de un solo flechazo, un carnero salvaje, el desprecio de Ovan se convirtió en admiración, y rogó a su nuevo amigo que le enseñara cómo se hacía y se usaba aquella cosa tan maravillosa.
Ovan se ganó pronto la amistad de Tarzán de los Monos, y mientras caminaban hacia Clovi fueron convirtiéndose en buenos amigos. Ovan poseía la serena dignidad de una bestia salvaje; no era dado a la charlatanería ni a la locuacidad que constituyen el orgullo de los hombres civilizados, pues en el periodo plioceno, por suerte, no había muchos muchachos que se dedicasen a la oratoria.
—Ya estamos muy cerca —dijo por fin Ovan, cuando llegaron al borde de un desfiladero—. Ahí abajo se encuentra la caverna de mi pueblo, Clovi. Espero que Avan, como jefe de la tribu, te reciba amistosamente, aunque no te lo puedo prometer. Quizá fuera preferible que siguieras tu camino y no pasases por Clovi. No quisiera que te mataran.
—No me matarán —respondió Tarzán de los Monos—. Vengo como amigo.
Pero, en el fondo de su corazón, comprendía que aquellos salvajes jamás aceptarían a un extranjero como un igual o como un amigo.
—Entonces ven conmigo —dijo Ovan, comenzando a descender hacia el fondo del enorme desfiladero.
Al fin llegaron a un punto en el que el sendero, dirigiéndose horizontalmente hacia la parte más alta del desfiladero, se convertía en una especie de camino que, en cierto modo, recordaba un tosco trabajo de ingeniería. Ya no se trataba de una senda hecha al azar por las bestias de las montañas al recorrerla durante miles de años, sino de un trabajo artificial, algo en lo que se veía la mano del hombre, la rudimentaria inteligencia de los hombres primitivos.
Apenas habían comenzado a avanzar por aquel camino rústico, cuando Ovan lanzó un silbido que fue contestado por otros más allá de un recodo del sendero. Cuando pasaron este, Tarzán pudo distinguir una inmensa cornisa de granito, como suspendida en el abismo, al fondo de la cual aparecía la negra boca de una colosal caverna.