Tarzán en el centro de la Tierra (7 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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Las acorraladas bestias, atentas tan sólo a la presencia y amenaza de los tigres, apenas habían prestado atención a los hombres, seres insignificantes para ellas. Pero hubo una excepción, un enorme thag, una especie de toro colosal que, mugiendo y escarbando la tierra, miraba al grupo expedicionario excitado por el ruido de las otras bestias y deseando descargar su furia y su cólera. Al fin, inclinando su cabeza casi a ras del suelo, cargó contra ellos. Entonces, uno de los waziris, echándose el rifle a la cara, disparó, y el enorme toro prehistórico rodó por la hierba, muerto por una bala representativa de los modernos tiempos de la Tierra.

Al sonido del disparo, los demás ruidos de la explanada cesaron instantáneamente. Un silencio terrorífico reinó durante unos momentos, y todos los ojos de bestias, felinos y monstruos, se fijaron ahora en el pequeño e insignificante grupo de hombres. Un dinoterio, erguidas sus pequeñas orejas, alzado el rabo, empezó a avanzar hacia ellos, e inmediatamente todo el monstruoso rebaño le siguió. La selva se hallaba todavía a unas cien yardas del grupo expedicionario, y Jason Gridley comprendió el horrendo peligro que se les venía encima.

—¡Es preciso que corramos hacia los árboles! —gritó Gridley—. ¡Hay que hacer una descarga cerrada y luego correr, y si las bestias nos persiguen que cada cual cuide de su propia salvación!

Los guerreros waziris se giraron y, apuntando sus rifles hacia el rebaño de monstruos que avanzaba lentamente hacia ellos, hicieron fuego a la voz de mando de Gridley.

La descarga tuvo su efecto, ya que las bestias, aterradas por el estrépito o heridas por aquélla, retrocedieron unos pasos; pero enseguida, ante la amenaza de los tigres que se les echaban encima, reanudaron su avance hacia los hombres, que ahora corrían ya abiertamente en dirección a la cercana selva.

—¡Vienen! —gritó von Horst viendo, al volver la cabeza rápidamente, que todas las bestias, presas del pánico ante la persecución de los tigres, habían emprendido una loca carrera en su misma dirección.

Fuera aquella enloquecida carga o no dirigida contra ellos, el caso es que el solo hecho de encontrarse en el camino de aquellos monstruos sellaba su sentencia de muerte si no conseguían alcanzar pronto los primeros árboles de la selva.

—¡Haced fuego de nuevo! —ordenó Gridley.

Los guerreros negros obedecieron y varias bestias se desplomaron al suelo, barritando y rugiendo lúgubremente; pero el resto del rebaño continuó su loca carrera sin detenerse un ápice, saltando por encima de las bestias muertas o heridas.

Tan cerca estaba el terrible rebaño, que los waziris, presas del pánico, arrojaron al suelo sus rifles, que les estorbaban para huir con mayor rapidez.

Algunos ciervos y gamos enormes, más veloces en la carrera que el resto de la heterogénea manada, se habían adelantado y, pasando entre los hombres, dispersaron totalmente el grupo.

Gridley y von Horst intentaban ahora cubrir la retirada de los negros utilizando sus revólveres. Al principio consiguieron derribar a alguna de las bestias que marchaban en vanguardia, pero a los pocos instantes, un enorme venado pasó entre ellos obligándoles a separarse para evitar sus colosales cuernos y, tras éste, se precipitaron más bestias que aumentaron la distancia que había separado a los dos hombres blancos.

Gridley corrió hacia un árbol enorme y aislado que se alzaba a pocos pasos, mientras que von Horst no tuvo más remedio que seguir corriendo en dirección al lindero de la selva, ahora ya más cercano.

Gridley fue derribado al suelo por un animal enorme, pero, haciendo un gran esfuerzo, consiguió alcanzar el árbol cuando el resto de la manada estaba ya a punto de darle alcance. El inmenso tronco le protegió momentáneamente, y unos instantes después había conseguido trepar refugiándose entre sus ramas.

Enseguida pensó en sus compañeros. Pero en el sitio donde hasta poco antes se encontraban sólo aparecía ahora un enloquecido rebaño de bestias que huían. No se veía ni un alma, y Gridley pensó que era imposible que nadie hubiera sobrevivido a aquel espantoso alud de incalculables toneladas de carne.

Sin embargo Gridley también pensaba que algunos de los hombres habrían conseguido ponerse a salvo, aunque no todos. Sobre todo le inquietaba von Horst, al que había visto por última vez a poca distancia detrás de los negros. 

Los ojos del americano se volvieron entonces hacia la gran explanada, y pudo presenciar un espectáculo que seguramente no se había ofrecido antes a ningún ser humano. Miles y miles de bestias, de monstruos, de animales de todas clases, grandes y pequeños, seguían a los de su especie que les guiaban en una lucha espantosa por su vida y su libertad, mientras, a sus flancos

y a sus espaldas, centenares de tigres enormes y salvajes les perseguían, abatiendo y derribando a los débiles, luchando con los más fuertes, y dejando tras de sí un reguero de sangre y de cadáveres, mientras que otros saltaban por encima de ellos y seguían persiguiendo a los fugitivos.

Ciervos, gamos y otros animales, locos de pánico, saltaban sobre las masas enormes de los mastodontes que iban delante con la misma facilidad con que las cabras montesas suben por encima de peñas y riscos. Los mamuts pasaban por encima de las bestias más pequeñas, derribándolas y aplastándolas en su loca fuga. Colmillos y cuernos aparecían teñidos en sangre, mientras las bestias luchaban ferozmente por sus vidas. La escena, con aquel círculo terrible y bestial de enormes tigres, tenía un aspecto fascinador, una grandiosidad que sobrecogía el ánimo.

Los felinos habían ido disgregando el rebaño que huía, hasta que consiguieron cercar a unas cuantas bestias fugitivas, todavía no heridas ni alcanzadas por zarpas o pezuñas. Entonces, la bestial manada de tigres cayó sobre los prisioneros abatiéndolos entre salvajes rugidos y bufidos, hasta que sólo quedó en pie un gigantesco mamut, cuya peluda piel y cuyos colmillos aparecían cubiertos de sangre. Barritando furiosamente, la hermosa y primitiva bestia quedó acorralada, formando una bella estampa de la fuerza ancestral, del valor y de la astucia de los animales de la prehistoria.

El corazón del americano se estremeció ante la vista del pobre animal, barritando de modo desafiante frente a enemigos tan numerosos que sin duda le aplastarían, frente a una muerte segura, porque decenas de tigres le estaban ahora cercando. Pero, a pesar de su número, los tigres se seguían manteniendo a cierta distancia, como si aquel enemigo les inspirase un innegable respeto.

Rugiendo y bufando de forma terrible, algunos tigres, sin embargo, trazaban furtivos círculos en torno al mamut y, aprovechándose de un giro de su enemigo, tres de los felinos se lanzaron sobre él. Pero el mamut, con una velocidad vertiginosa, se revolvió furiosamente lanzando a dos de ellos por los aires, despanzurrándolos con sus colmillos. En ese momento otros tantos tigres cayeron sobre el monstruo, agarrándose ferozmente a sus flancos y a su grupa; la bestia apocalíptica cayó, al fin, de espaldas, aplastando bajo su enorme mole a una docena de tigres que no pudieron apartarse a tiempo.

Gridley apenas pudo reprimir una exclamación de júbilo cuando vio al animal ponerse en pie nuevamente y lanzarse hacia delante, con el acompañamiento de horribles bufidos y rugidos de dolor por parte de los tigres, a los que aplastaba bajo sus terribles pezuñas; pero ahora de la pobre bestia manaba sangre por cien heridas, y nuevas manadas de tigres cayeron sobre ella.

Aunque el animal sostuvo una magnifica y valerosa batalla, el fin era inevitable y el desenlace esperado; por último, los tigres le abatieron, despedazándole. El mamut, de todas formas, se defendió valientemente hasta el último momento.

Entonces comenzó una nueva batalla cuando los tigres empezaron a disputarse las presas, porque aunque había carne de sobra para todos, la avaricia, la gula y la voracidad de los felinos les hacía batallar con sus semejantes para disputarles su parte.

Era evidente, de todos modos, que los tigres habían pagado bien cara su victoria, ya que la explanada y la selva cercana estaban llenas de cadáveres de los enormes felinos. Por fin, cuando los supervivientes, ya en paz, se dedicaron a devorar cada cual su parte, se presentaron en el lugar de la batalla los chacales y numerosas especies de hienas y perros salvajes, para devorar a su vez los huesos y carroñas.

"En ese momento otros tantos tigres cayeron sobre el monstruo, agarrándose ferozmente a sus flancos y a su grupa” (Ilustración de Frank Frazetta)

Capítulo IV
Prisionero de los Sagoths

C
uando el gran felino comenzó a acercarse, Tarzán de los Monos comprendió que su muerte era inevitable, y, sin embargo, a pesar del inminente peligro, experimentó un sentimiento de admiración hacia la hermosa bestia que se acercaba.

Tarzán habría preferido morir luchando si es que tenía que morir, y, sin embargo, el sentimiento de admiración le seguía embargando al contemplar a la hermosa bestia que iba a terminar con su existencia. No sentía miedo, sino una especie de curiosidad de lo que sentiría después, de lo que ocurriría después de su muerte.

El señor de la jungla no era un creyente, pero, no obstante, como todos aquellos seres que han vivido siempre en contacto con la Naturaleza, tenía un profundo sentido religioso. Su gran conocimiento de las enormes fuerzas de la Naturaleza, de sus maravillas y milagros, le habían forzado a admitir que el origen de todo aquello tenía que estar más allá de los límites de la mente del hombre y de todos los alcances de su ciencia. Cuando pensaba en Dios, se imaginaba a un Dios a su imagen y semejanza, y, aunque admitía que no sabía nada de tales cuestiones, le gustaba pensar que después de su muerte continuaría viviendo en otra vida, en otro mundo.

Infinidad de pensamientos cruzaron por su mente en el instante en que el tigre se acercó a él. Se hallaba observando las terribles zarpas del felino que pronto habrían de hundirse en su carne cuando, de repente, su atención se vio atraída por un ruido que provenía de los árboles. El tigre también oyó aquel ruido porque, deteniéndose, miró hacia lo alto. Entonces Tarzán pudo ver a una especie de gorila que estaba entre el follaje y miraba hacia abajo. 

Otros dos gorilas aparecieron entre la espesura, y en breve fueron seguidos por varios más, todos igualmente bestiales y feroces. En realidad, aunque aquellos seres parecían gorilas, tenían cierta semejanza con los hombres. Muchos de ellos empuñaban enormes garrotes y, al mirar de nuevo al tigre, Tarzán pudo ver que el felino bufaba, mostrando sus enormes dientes a los seres de los árboles.

Pero el tigre sólo se detuvo unos instantes en su avance hacia el hombre mono. Rugiendo furiosamente, reanudó su marcha hacia delante; pero en aquel instante, uno de los gorilas que se hallaba en el mismo árbol del que colgaba Tarzán, cogió la cuerda que sostenía al prisionero y tiró de ella hacia arriba rápida y fuertemente.

Entonces ocurrieron varias cosas a la vez: el tigre dio un salto brutal para apoderarse de la presa que se le escapaba, pero en aquel mismo momento una docena de enormes garrotes vibraron por el aire, cayendo sobre la cabeza y el cuerpo del tigre haciéndole perder el equilibrio, al tiempo que le arrebataban su presa humana. Enseguida, también Tarzán se sintió subido al árbol y en poder de tres de aquellos monstruosos gorilas peludos cuya actitud y aspecto le hicieron pensar que más le hubiera valido ser devorado por el feroz tigre.

Dos de los gorilas, uno por cada lado, le sujetaron por los brazos, mientras el tercero, poniéndole una mano en el cuello, levantó el garrote que sostenía en la otra. Un sonido gutural, brutal y horrible, surgió de entre los labios de aquel monstruo.

—¡Ka-goda!

En el lenguaje de los simios de las selvas africanas de Tarzán, aquella palabra, “¡Ka-goda!”, significaba, según la inflexión con que se pronunciaba, una invitación a rendirse o una pregunta: “¿Te rindes?”.

Pero esa palabra, viniendo de los labios de un hombre gorila como aquel, podía tener diversos significados. Durante muchos años, Tarzán había considerado el lenguaje de los gorilas como la raíz y el origen de todas las lenguas habladas en el mundo, y en la selva, gorilas, monos grandes y pequeños, utilizaban ese lenguaje con mayor o menor perfección, e incluso muchos animales de la selva de otras especies entendían ciertas palabras o sonidos del mismo, incluidos no pocos pájaros. Pero tal vez, con el paso de miles y miles de años, el significado de dicho lenguaje y sus mismos sonidos se habían ido perdiendo en nuestro mundo.

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