Read Tarzán en el centro de la Tierra Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Fue este último el primero que apareció ante los ojos de Tarzán de los Monos. Era una especie de toro enorme, con largos y anchos cuernos, muy separados, y una piel cubierta de espeso y largo pelaje, que avanzó algunos pasos por el sendero antes de descubrir al hombre mono, girando colgado de la cuerda y pendiente de un árbol. Era el thag de Pellucidar, el bos primigenus de los paleontólogos de nuestro mundo, el abuelo ancestral y hace muchos años extinguido de todas nuestras razas bovinas.
Durante unos instantes estuvo inmóvil contemplando al hombre, que seguía girando colgando de la cuerda.
Tarzán permaneció todo lo inmóvil que pudo. No quería espantar al animal, porque adivinaba que uno de los dos iba a ser presa del gran felino que se acercaba oculto entre la espesura de la selva. Pero Tarzán se equivocó al pensar que el gigantesco toro iba a huir, puesto que, lanzando un mugido horrible, comenzó a escarbar la tierra y a mover la testa de un modo amenazador, y luego, bramando espantosamente, emprendió un trote preconizando su ataque, al tiempo que alzaba su cola en el aire.
El hombre mono se dijo que si aquellos cuernos terribles o aquella cabeza bestial llegaban a golpearle, su cabeza estallaría en añicos, como si fuera el cascarón de un huevo.
El loco movimiento de la cuerda, causado por su peso, se había tornado ahora en un lento movimiento de rotación, de forma que Tarzán a veces le daba la cara al toro y a veces le volvía la espalda.
La terrible situación le dio a Tarzán un vivo deseo de salvarse. Desde su niñez se había familiarizado con la muerte, la había visto de cerca muchas veces, de modo que no le inspiraba terror. Sabía que la muerte era la última sensación de todas las criaturas, que tenía que llegar inevitablemente tanto para él como para los demás, y que, mientras amara la vida, era preciso que la defendiera sin histerismos ni nerviosismos inútiles. Pero Tarzán no quería resignarse a perecer sin luchar e intentar defender su vida, y se estremeció de rabia al pensar que ahora no le iba a ser concedido ni siquiera el mirar cara a cara a la muerte.
En el breve instante que Tarzán esperó el mortal choque, el aire fue rasgado de pronto por un rugido tan bestial y espantoso como jamás lo hubiera oído hasta entonces el hombre mono. Igualmente el bramido del toro subió a un grado agudísimo, mezclándose con el otro pavoroso bufido.
En ese momento el cuerpo de Tarzán dio otra vuelta, y los ojos del hombre mono presenciaron una escena como jamás ningún ser humano la hubiera podido contemplar en nuestro mundo.
Encima del toro, sobre la amplísima grupa y el ancho cuello, se veía un tigre de tales proporciones que Tarzán apenas podía dar crédito a sus ojos. Enormes colmillos en forma de sable se hallaban hundidos en el cuello del toro, el cual, en vez de intentar escapar se revolvía furiosamente, intentando cornear a su enemigo, saltando y brincando para sacudirse al felino, al tiempo que rugía de rabia y de dolor.
El tigre, lenta y gradualmente, cambió la posición de su espantoso mordisco, y entonces lanzó a su enemigo un zarpazo tan horrendo que la cabeza del toro quedó materialmente aplastada y la enorme mole de carne se desplomó al suelo, ya sin vida. A continuación, el tigre, subido encima de su víctima, empezó a devorarla.
Durante la batalla, el terrible felino de los dientes de sable no había descubierto al hombre mono. Sólo cuando hubo comenzado su festín, sus ojos se posaron sobre aquella figura que giraba lentamente colgando de una cuerda sobre el sendero, a pocos pasos de él. Instantáneamente, la bestia dejó de comer. Se agachó, pegando la cabeza al suelo, al tiempo que sus horribles fauces se abrían mostrando, en un gesto feroz, sus dientes formidables y afilados. Ahora miraba con terrible fijeza al hombre mono. Una serie de bufidos graves y cavernosos surgieron de su garganta. Su cola larga y sinuosa se agitó lentamente con aire de cólera, al tiempo que, separándose de su presa, comenzaba a acercarse con paso sigiloso y amenazador hacia Tarzán de los Monos.
E
l reflujo de la pleamar de la Gran Guerra había dejado sedimentos humanos en más de una playa desconocida. Las olas habían dejado a Robert Jones, que desempeñaba un importante papel en un batallón del ejército, y lo habían depositado en un campo de prisioneros tras las líneas enemigas. Allí su buen talante y su buen carácter le granjearon amigos y favores, pero ni unos ni otros consiguieron devolverle la libertad. Jones pareció quedar olvidado, incluso cuando la prisión quedó vacía, aunque ello, en verdad, no le causó gran tristeza. Había logrado aprender el idioma de sus captores, y había hecho muchos y buenos amigos entre ellos. Le encontraron una ocupación, y Robert Jones, de Alabama, se alegró por último de quedarse allí. Había sido ascendido de simple criado a cocinero de unos oficiales, y estando desempeñando este cargo reparó en él el capitán Zuppner, que lo reclutó para la expedición del O-220.
Robert Jones bostezó, revolviéndose en su estrecha litera del dirigible, abrió los ojos y se incorporó lanzando una exclamación de sorpresa. Saltó rápidamente al suelo y asomó la cabeza por una ventanilla abierta.
—¡Demonios! —exclamó—. Todo el mundo está todavía durmiendo.
Durante unos momentos estuvo contemplando el sol que brillaba sereno e inmóvil en el cielo. Luego, vistiéndose con rapidez, corrió hacia la cocina.
—¡Que raro! —se dijo a sí mismo—. Nadie se ha levantado. ¡Todos duermen como troncos!
Miró el reloj que había en la pared y que marcaba las seis; hizo comba con una mano en la oreja, y escucho.
—¡Pues no, no está parado! —dijo.
Entonces, acercándose a la puerta que desde la cocina comunicaba con el exterior, la abrió y volvió a mirar al sol, moviendo la cabeza dubitativamente.
—¡Demonios, demonios! —murmuró—. ¡La verdad es que no sé si preparar el desayuno, la comida o la cena!
Jason Gridley, saliendo entonces de su cabina, atravesó el corredor que se dirigía hasta la cocina, y se detuvo ante su umbral.
—¡Buenos días, Bob! —comentó alegremente—. ¿Qué te parece si me pones algo para desayunar?
—¿Para desayunar, dice? —preguntó Robert.
—Sí —contestó Gridley—. Unas tostadas, café, un par de huevos... ¡Cualquier cosa que tengas a mano!
—¡Ya! —dijo entonces el cocinero negro complacido—. La verdad es que estoy un poco desorientado, y no sabía si preparar el desayuno, la comida o la cena, porque lo cierto es que el señor sol aquí nos engaña bastante.
Gridley sonrió a su vez.
—Yo voy a bajar y a pasear un rato —dijo—. Volveré dentro de un cuarto de hora. ¿Has visto a Lord Greystoke?
—No, señor, no. No he visto al señor Tarzán desde ayer.
—Es extraño, porque no está en su cabina.
Durante quince minutos, Gridley paseó a grandes zancadas por las cercanías del dirigible. Cuando regresó al comedor, encontró a Zuppner y a Dorf esperando a que les sirvieran el desayuno.
—¡Buenos días! —les saludó alegremente.
—La verdad es que no sé si son buenos días o buenas tardes —contestó Zuppner sonriendo.
—Ya hace doce horas que estamos aquí —contestó a su vez Dorf—, y está exactamente igual que cuando llegamos. He estado de guardia las últimas cuatro horas, y de no haber sido por el reloj no podría jurar si habían transcurrido quince minutos o una semana.
—La verdad es que este mundo produce una sensación de irrealidad que es muy difícil de explicar —añadió Gridley.
—¿Dónde está Greystoke? —preguntó Zuppner—. Generalmente se levanta muy temprano.
—Precisamente se lo he preguntado a Bob hace poco —contestó Gridley—, pero me ha dicho que no lo ha visto.
—Salió del dirigible poco después de haber entrado yo de guardia —dijo Dorf—. Calculo que hará unas tres horas, o tal vez algo más. Le vi internarse en la selva.
—Me hubiera gustado que no fuera solo —dijo Gridley.
—Bueno, Greystoke siempre me ha parecido un hombre capaz de no necesitar a nadie y de cuidar de sí mismo sin ninguna ayuda —comentó el capitán.
—Pues yo he visto tales cosas durante las cuatro horas que he estado de guardia —murmuró Dorf—, que me hacen dudar si en este mundo un hombre solo, por valiente que sea, puede valerse sin ayuda; sobre todo si va armado con las armas con las que he visto que iba armado Tarzán cuando se alejó del dirigible.
—¿Me está diciendo que no llevaba armas de fuego? —preguntó Zuppner.
—Llevaba flechas, un arco, una lanza y una cuerda —contestó Dorf—. Y creo que también un cuchillo de caza; pero lo mismo hubiera dado que se llevase una cerbatana de caña, si se ha encontrado con alguno de los animales que he visto mientras me hallaba de guardia.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el capitán—. ¿Qué es lo que ha visto?
Dorf sonrió apagadamente.
—Preferiría no decírselo, capitán, porque la verdad es que yo mismo no puedo creerlo —dijo—.
—¡Hable usted, hombre! —le animó Zuppner—. Si es necesario tendremos en cuenta su juventud, y los efectos que el sol y las perspectivas de Pellucidar pueden haber causado en su visión.
—Bien —se decidió por fin, Dorf—, hace cosa de algo más de una hora un oso pasó cerca del dirigible.
—¿Y eso es todo? —inquirió el capitán.
—Bueno... Es que era un oso especial.
—¿En qué sentido?
—Pues verá; era un oso grande como un toro, y si yo saliera a cazar osos en este mundo me llevaría artillería pesada.
—¿Y eso es todo lo que ha visto... un oso? —preguntó Zuppner.
—No —contestó Dorf—; también he visto muchos tigres, quizá una docena, infinitamente más grandes que los tigres de Bengala, así como el oso era el ejemplar más enorme que he visto en mi vida en el mundo exterior. Los tigres tenían un aspecto terrorífico, con unas zarpas descomunales. Se acercaron a beber en el arroyo cercano y luego se alejaron, internándose unos en la selva y otros yendo hacia el gran río.
—Si ello es así, Greystoke no habría podido hacer nada contra semejantes fieras, ni aun en el caso de que hubiera llevado un rifle —señaló Zuppner.
—Si está en la selva, quizá haya podido escapar de las fieras —añadió Gridley.
—Me parece difícil —dijo el capitán moviendo la cabeza en signo de duda—. Hubiera preferido que no se hubiera ido solo.
—De todos modos —continuó diciendo Dorf—, el oso y los tigres, aunque eran bestias terribles, no eran nada comparados con la bestia que vi a continuación.
Robert, el cocinero negro, que era de un carácter singular, había llegado hacía poco de la cocina, y estaba escuchando el relato que hacía Dorf de cuanto había visto, mientras Víctor, uno de los muchachos filipinos, iba sirviendo a los oficiales.
—Sí —continuó Dorf—, he visto una bestia extraña y terrible. Se aproximó volando hasta muy cerca del dirigible, y he podido contemplarla a mi placer. Al principio pensé que era un ave, pero luego comprobé que se trataba de un reptil volador. Tenía la cabeza estrecha y unas mandíbulas poderosas, armadas de terribles dientes. Cada una de sus alas debía medir por lo menos veinte pies. ¡Era inmenso! Se posó en tierra, muy cerca del dirigible, como digo, y cuando volvió a levantar el vuelo llevaba entre sus garras un animal muy grande, que bien podía ser del tamaño de una oveja inmensa, y que la bestia se llevaba sin esfuerzo. Evidentemente, se trata de un animal carnívoro, y es perfectamente capaz de llevarse entre sus garras a un hombre.
Robert, el cocinero negro, se tapó la boca con la palma de la mano, y, girando sobre sus talones, salió de puntillas, conteniendo la risa. Una vez en la cocina, cerró la puerta y rompió en una gran carcajada.
—¿Qué pasa? —preguntó Víctor.
—¡Calla, hombre! —repuso el negro, medio ahogándose de la risa—. ¡El teniente Dorf miente que da gusto! ¡Nadie le ganaría en inventar historias ni aventuras! ¿No has oído eso que contaba de un reptil alado que se llevaba entre sus garras a una oveja?
Pero en el comedor, los oficiales tomaban más en serio las palabras del teniente Dorf.
—Podría ser un pterodáctilo —dijo el capitán Zuppner.
—Sí —contestó Dorf—. Yo le había clasificado como un pteranodonte.
—¿Creen que sería conveniente enviar una partida de socorro en busca de Tarzán? —propuso Gridley.
—Me temo que eso no le agradaría mucho a Lord Greystoke —contestó Zuppner.
—La partida podría salir como si se tratase de una expedición de caza —dijo Dorf.
—Si dentro de una hora no ha vuelto —dijo el capitán—, veremos de hacer algo por el estilo.
Hines y von Horst entraron en ese momento en el comedor, y al enterarse de la ausencia de Tarzán y de lo que había visto Dorf, se mostraron tan inquietos como los demás.
—Deberíamos salir con el dirigible en su búsqueda —propuso von Horst al capitán.
—Pero, ¿y si Tarzán regresa en nuestra ausencia? —señaló Gridley.
—¿Usted se comprometería a traer de nuevo el dirigible a este mismo sitio? —preguntó el capitán.
—Dudo que sea posible —concedió el teniente—. Todos nuestros aparatos resultan prácticamente inútiles en este mundo de Pellucidar.
—En ese caso, tenemos que permanecer aquí hasta que regrese —dijo Gridley.
—Y si enviamos una partida de hombres a pie en su busca, ¿quién nos garantiza que van a saber regresar al dirigible? —inquirió Zuppner.
—No creo que nos costara mucho trabajo —repuso Gridley—. Podríamos hacer señales en los árboles al ir avanzando para guiarnos luego al regresar.