Read Tarzán en el centro de la Tierra Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Desde el momento en que la nave tomó rumbo hacia el sur, Jason Gridley permaneció constantemente con Hines y Zuppner vigilando ansiosamente los aparatos, o mirando hacia el desolado paraje que se extendía a sus pies. Gridley creía que la abertura polar debía hallarse en las proximidades del grado 85 de latitud norte, y 170 de longitud este. Ante él se hallaban las brújulas, estatoscopios, indicadores de velocidad, inclinómetros, relojes, termómetros y otra serie de aparatos extraños; pero, sobre todo, eran las brújulas las que reclamaban su máxima atención, ya que Jason Gridley tenía una teoría de cuya exactitud dependía el éxito o el fracaso de encontrar la famosa abertura polar.
Durante cinco horas el dirigible voló en línea recta en dirección sur, hasta que de pronto empezó a mostrar una marcada tendencia a desviarse hacia el oeste.
—Procure mantener el dirigible en dirección sur, capitán —recomendó Gridley—, porque, si mi teoría es exacta, precisamente ahora estamos volando sobre el borde de la abertura polar, y la desviación que observamos es solamente en las brújulas y no en nuestro rumbo. Y cuanto más avancemos, más inciertas, caprichosas e inseguras se mostraran las brújulas; y si ascendiéramos, o, por decirlo de otro modo, si atravesáramos la abertura polar por su mismo centro, la aguja de la brújula parecería volverse loca y trazaría círculos constantemente. Pero no debemos alcanzar el centro de la abertura porque ello requeriría una altitud tremenda. Creo que en estos momentos nos encontramos sobre el extremo este de la abertura. Si hace algún cambio o desviación de nuestro rumbo, procure que sea hacia el estribor de la nave porque de ese modo descenderemos trazando una especie de espiral hacia el interior mismo de Pellucidar. Pero lo que resulta evidente es que nuestras brújulas serán inútiles a partir de ahora, hasta que hayamos recorrido unas cuatrocientas o seiscientas millas.
Zuppner movió la cabeza en signo de duda.
—Si continúa el buen tiempo quizá consigamos nuestro propósito —dijo—; de otro modo, no creo poder mantener un rumbo determinado si me falla la ayuda de las brújulas.
—Haga lo que pueda —aconsejó al fin Gridley—; y cuando tenga dudas o se levante viento, incline la nave hacia estribor.
Tanta era la emoción que ahora embargaba a todo el mundo que, durante varias horas, nadie dijo una palabra.
—¡Miren! —exclamó de pronto Hines—. ¡Hay agua delante de nosotros!
—¡Eso era lo esperado! —repuso Zuppner—. Aunque no hubiera tal abertura polar, y como saben me he mostrado escéptico en ese punto, desde que Gridley nos expuso por primera vez su teoría...
—Creo —dijo ahora Gridley sonriendo—, que he sido el único de la partida que ha tenido fe en esa teoría; pero no le llame “mi teoría”, porque no hay tal cosa, y le advierto que no me hubiera sorprendido mucho que pudiéramos probar que la teoría era falsa. De todas formas, si alguien ha observado el sol durante las últimas horas, habrá podido darse cuenta de que, aunque no haya tal abertura polar que comunique con un mundo interior, en esta parte de la Tierra que estamos sobrevolando hay una gran depresión, y que el dirigible ha penetrado en ella hace ya varias horas, porque como fácilmente pueden comprobar el sol de medianoche está ahora mucho más bajo que antes, y, a medida que sigamos avanzando, quizá vaya descendiendo más y más todavía, hasta desaparecer totalmente de nuestra vista. Lo que me hace suponer que acaso pronto vayamos a poder ver la luz eterna del día de Pellucidar.
De pronto sonó el timbre del teléfono y el teniente Hines descolgó el auricular, escuchando durante unos instantes.
—¡Muy bien, señor! —dijo, colgando a continuación el aparato—. Era von Horst, capitán. Dice que acaba de descubrir tierra ante nosotros.
—¡Tierra! —exclamó Zuppner—. ¡La única tierra que señalan nuestras cartas por aquí es Siberia!
—Siberia está a más de mil millas al sur del grado 85, y nosotros nos hallamos ahora a menos de trescientas millas del 85 —dijo Gridley.
—En tal caso —señaló Hines—, o hemos descubierto una nueva tierra polar o nos estamos acercando al extremo norte de Pellucidar.
—Es esto último —murmuró Gridley—. Miren los termómetros.
—¡Demonios! —exclamó Zuppner estupefacto—. ¡Sólo marcan seis grados y medio bajo cero!
—Ahora se puede ver la tierra con toda precisión —dijo Tarzán—. Parece desierta y desolada, desde luego, pero sólo hay rastros de nieve aquí y allá.
—Este paisaje concuerda con las tierras que describe Innes al norte de Korsar —apuntó Gridley.
Pronto corrió la voz por toda la aeronave de que la tierra a la vista debía ser Pellucidar, y una enorme emoción embargó a todo el mundo. Oficiales y tripulación corrían a la pequeña terraza superior o se asomaban por las ventanillas en cuanto disponían de un minuto libre, deseosos de contemplar aquel mundo interior y extraño.
El O-220 avanzaba lenta pero firmemente hacia el sur, y, precisamente cuando el disco del sol de medianoche desaparecía en el horizonte, por la popa del dirigible, la esfera del sol de Pellucidar apareció ante los ojos de los viajeros.
La naturaleza del paisaje ahora iba cambiando rápidamente. Las tierras estériles y montañosas habían ido quedando atrás, y aparecían una serie de selvas primigenias que se curvaban siempre hacia lo alto, hasta esfumarse en la bruma de la distancia. Aquello era evidentemente Pellucidar, el Pellucidar que Jason Gridley había soñado.
Más allá de las selvas apareció de pronto una llanura, moteada aquí y allá por grupos de árboles, y cortada por numerosas cintas de riachuelos que iban a desembocar en un gran río.
Enormes ganados pastaban en un prado inmenso, pero no se veía ningún hombre en parte alguna.
—¡Esto me parece el Cielo! —dijo Tarzán—. Aterricemos.
El dirigible, al llenarse los tanques de aire, fue descendiendo lentamente a tierra, y luego, con la ayuda de unas escalerillas, todo el mundo fue bajando al suelo de Pellucidar, excepto un centinela, un oficial y dos hombres. Los que descendieron se encontraron hundidos en la fresca hierba hasta las rodillas.
—Creo que deberíamos cazar algo —dijo Tarzán—; pero, desgraciadamente, nuestro dirigible ha espantado toda la caza.
—Pero la abundancia de ella es tal que no creo que tengamos que ir muy lejos para procurarnos alguna pieza —contestó Dorf.
—De todos modos, lo que más necesitamos de momento es descansar —dijo Tarzán—. Desde hace varias semanas todos hemos trabajado intensamente preparando la expedición, y, en los últimos tres días, apenas creo que ninguno de nosotros haya podido dormir más de dos horas. Propongo, pues, que descansemos aquí mismo, y luego emprendamos una búsqueda minuciosa y activa de la ciudad de Korsar.
El plan fue aceptado por unanimidad, y se hicieron todos los preparativos para acampar allí durante varios días.
—Creo —dijo luego Gridley al capitán Zuppner—, que deberíamos dar órdenes severas para que nadie pueda alejarse del dirigible y menos lanzarse a campo abierto, a no ser que se trate de grupos mandados por un oficial, pues tengo la seguridad de que encontraremos hombres y, sobre todo, bestias salvajes en esta tierra de Pellucidar.
—Supongo que me excluirán a mí de esa orden —dijo Tarzán sonriendo.
—Sí; usted puede cuidarse por sí mismo no importa dónde esté —señaló el capitán.
—Yo puedo cazar mejor solo que acompañado —añadió el hombre mono.
—En todo caso —continuó diciendo Zuppner—, la orden viene de usted como comandante en jefe de la expedición, y nadie protestará si quiere ocuparse de su propia subsistencia, ya que estoy seguro de que ninguno de los hombres del dirigible siente el más leve deseo de aventurarse solo por estos parajes de Pellucidar.
Oficiales y tripulación, con excepción del centinela que era relevado cada cuatro horas, se fueron entonces a dormir.
Tarzán de los Monos fue el primero que despertó y abandonó el dirigible. Se había despojado de las ropas que le habían convertido en un perfecto caballero desde que abandonara sus selvas africanas, y ahora era un hombre casi desnudo, un guerrero primitivo armado con un cuchillo de caza, una lanza, un arco y flechas, y una larga cuerda que Tarzán acostumbraba a llevar siempre consigo, puesto que al salir de caza prefería las armas de su juventud a las de fuego de la civilización.
El teniente Dorf, el único oficial de guardia en aquel momento, vio partir a Tarzán y se quedó mirándole con franca admiración, siguiéndole con la vista hasta que el moreno rey de la selva avanzó a campo abierto y desapareció por fin entre la arboleda.
Había algunos árboles que le eran familiares a Tarzán, y otros que no había visto nunca, pero aquello era una selva y eso bastaba para que ejerciera un irresistible atractivo sobre el rey de la jungla, permitiéndole olvidar los recuerdos y las sensaciones desagradables de las semanas pasadas en el seno de la civilización. Se alegraba de haber abandonado el dirigible, y aunque sentía simpatía por todos sus compañeros de expedición, se encontraba más contento y feliz solo.
En esta su primera escapada al recobrar la libertad, Tarzán era como un muchacho al que se le libera del colegio. No sintiendo ya las torturas de los odiosos vestidos de los hombres civilizados, y libre al fin de la visión de tantas y tantas cosas que pudieran recordarle las atrocidades y sacrilegios con las que los hombres enmascaraban y destrozaban la hermosa faz de la naturaleza, Tarzán llenó ansiosamente sus pulmones con el aire puro de Pellucidar, saltó a la rama de un árbol, y empezó a avanzar entre el selvático follaje con una profunda alegría que delataba su sensación de vida desbordante. Al cabo de un rato descendió al suelo, continuando a través de aquella selva virgen. Pájaros extraños, asustados por el rápido y silencioso paso del intruso, huían despavoridos lanzando agudos chillidos de protesta, mientras bestias también extrañas se alejaban escondiéndose a espaldas del hombre. Pero Tarzán no se ocupaba ni de unos ni de otros. No iba cazando; ni siquiera exploraba la selva virgen de aquel mundo nuevo y extraño. Sencillamente se sentía vivir.
Mientras este estado de ánimo dominó a Tarzán, el hombre mono no se preocupó del paso del tiempo; tampoco pensó que en Pellucidar el tiempo ni se medía ni transcurría como en nuestro mundo, ya que el sol, eternamente inmóvil en el cénit de Pellucidar, engañaba a todos los habitantes del mundo exterior, cuyo astro diurno gira eternamente persiguiendo en loca carrera a la Tierra. Tarzán tampoco calculó ni se preocupó de la distancia que recorría, ni siquiera de la dirección que llevaba, ya que estos detalles no le preocupaban al hombre mono, cuya extraña habilidad para orientarse atribuía a un instinto especial que habitaba en él, sin haberse parado jamás a considerar que en sus selvas africanas podía confiar para orientarse y para calcular el tiempo en el sol amigo, en la luna y en las estrellas protectoras que día y noche le guiaban, y en toda una serie infinita de pequeñas cosas que le hablaban en un lenguaje mudo y familiar, sólo descifrable para los habitantes de la selva.
Pero al fin Tarzán se detuvo, cambiando de idea e internándose en una senda bien marcada, en una vía hecha por las bestias de la selva. Sus ojos quedaron prendados en ese momento de las maravillas que le rodeaban. Comprendió que aquella selva debía ser secular, milenaria, a juzgar por el enorme tamaño de los árboles y las espesas cortinas de lianas y yedras que colgaban de muchos de sus troncos, por no hablar de la profusión infinita de flores que se veía por todas partes.
De repente algo se enroscó rápidamente al cuerpo de Tarzán, y le lanzó con violencia por los aires.
Tarzán se encogió por instinto. Su mente, ocupada en la contemplación de tanta maravilla, le había hecho olvidar durante unos momentos aquel eterno temor y desconfianza propio de las fieras de la selva de las que formaba parte.
Casi instantáneamente el hombre mono comprendió lo que había ocurrido. Aunque podía calcular las desastrosas consecuencias del suceso, una sombra de sonrisa, o una amarga sonrisa de tristeza más bien, torció su gesto durante unos momentos. Tarzán comprendió que había caído en una trampa, en un cepo primitivo y rústico, de los que él mismo había puesto cientos para coger a las fieras imprudentes de la selva.
En efecto, una correa atada a la rama más baja de un árbol, cuyo follaje se extendía sobre el sendero, estaba disimulada en la tierra, y Tarzán al pasar había hecho saltar el mecanismo del cepo. Eso era todo. De cualquier modo, lo más lamentable era que las cuerdas y correas del cepo habían aprisionado fuertemente a Tarzán por brazos y tronco.
Quedó colgado a seis pies por encima del suelo, fuertemente atado por aquellas cuerdas que le sujetaban por codos y muñecas, uniendo dolorosamente sus brazos al tronco. Y para mayor desgracia, había quedado cabeza abajo balanceándose y dando vueltas como una autentica plomada humana.
Intentó liberar un brazo para alcanzar su cuchillo y desatarse, pero con sus movimientos y esfuerzos no conseguía más que apretar las cuerdas y las correas que se hundían cruelmente en su carne.
Se dio cuenta de que la existencia de aquel cepo implicaba la presencia cercana de hombres, y sabía que no habrían de tardar en venir a inspeccionar el lazo, ya que, conociendo los hábitos de los cazadores de la selva, estos acudirían pronto para no exponer las posibles presas a la voracidad de bestias y aves rapaces.
Se preguntó con ansiedad qué clase de hombres serían aquellos, si le mirarían como amigo o no; pero, de cualquier forma, deseaba que llegasen antes de que las bestias salvajes se percatasen de su situación. Mientras estaba entregado a estos pensamientos su agudo oído percibió el rumor de unos blandos pasos que se acercaban, pero que no eran humanos.
De todos modos, fuera quien fuera quien que se acercaba, lo hacía contra el viento y Tarzán no podía percibir su olor peculiar. Sin embargo, la bestia que se aproximaba tampoco podía olfatear a Tarzán, según creía este, ya que sus pasos eran suaves y lentos, como si marchara sin rumbo por aquel bosque selvático. Tarzán dedujo enseguida que debía de tratarse de algún animal con pezuñas, lo cual representaba una ventaja para él, a no ser que se tratase de alguna bestia apocalíptica de Pellucidar, algún monstruo prehistórico que el hombre no hubiera visto nunca.
A los pocos instantes de haber tenido estos pensamientos que le tranquilizaron un tanto, llegó hasta el olfato de Tarzán un olor peculiar que siempre había tenido la virtud de erizar sus cabellos, no por miedo, sino por la natural reacción de encontrarse ante la presencia de un enemigo hereditario. Sin embargo, esta vez era un olor especial que hasta ahora jamás había percibido así Tarzán. No era el olor de Numa, el león, ni de Sheeta, el leopardo. Era el olor indudable de algún enorme y extraño felino. Y ahora, escuchando sus silenciosos pasos a través de la manigua, comprendió que la bestia se acercaba al sendero, atraída quizá por la presencia del hombre, o tal vez por la del otro animal al que Tarzán había percibido poco antes.