Tea-Bag (24 page)

Read Tea-Bag Online

Authors: Henning Mankell

BOOK: Tea-Bag
5.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Tal vez el aspecto del mundo sea éste en realidad», pensó. «Vivimos en la gran época de los botes de remos.»

Iba a levantarse cuando salió una mujer de detrás del altar. Llevaba alzacuellos. Pero el resto de su vestimenta no guardaba mucha relación con la iglesia. Vestía falda corta y zapatos de tacón alto. Sonrió a Jesper Humlin y él le devolvió la sonrisa.

—La iglesia estaba abierta. He entrado.

—De eso se trata. Una iglesia tiene que estar siempre abierta.

—En realidad creía que era una casa.

—¿Por qué?

—Alguien me dio esta dirección.

Ella lo miró con atención. Supuso vagamente que algo no marchaba bien.

—¿Quién?

—Una muchacha negra.

—¿Cómo se llama?

—Posiblemente Florence. Pero se hace llamar Tea-Bag.

La mujer sacerdote sacudió negativamente la cabeza.

—Tiene la sonrisa más amplia y bonita que he visto en mi vida.

—No sé a quién te refieres. No es nadie que yo conozca ni que venga por aquí con frecuencia.

Jesper Humlin percibió enseguida que la mujer que tenía ante sí no decía la verdad. «Los sacerdotes no saben mentir de modo convincente», pensó. «Quizá lo hagan cuando predican sobre nuestros mundos internos y sobre los dioses que se esconden en cielos lejanos. Pero no cuando hablan de cosas tan cotidianas como que exista o no una persona.»

—No es nadie que pertenezca a la parroquia —continuó ella—. Nadie que recuerde haber visto por aquí. —Recogió un libro de cánticos que se había caído de una silla—. ¿Quién eres tú? —preguntó luego.

—Un visitante ocasional.

—Creo que he visto tu cara anteriormente.

Jesper Humlin se acordó del revisor que había visto antes.

—No lo creo.

—Me parece que te he visto antes. No aquí. En algún otro sitio.

—Debes de estar equivocada.

—¿Entonces buscas a alguien?

—Se podría decir que sí.

—Aquí no hay nadie más que yo.

Cada vez tenía más curiosidad por saber por qué no le decía la verdad. Ella se dirigió hacia la salida. El la siguió.

—Iba a cerrar.

—Creía que habías dicho que una iglesia tiene que estar siempre abierta.

—Cerramos unas horas después del mediodía.

Jesper Humlin salió.

—Vuelve cuando quieras —dijo la mujer sacerdote mientras cerraba la puerta.

Jesper Humlin cruzó la calle y se dio la vuelta. «Quería que me marchara», pensó. «Pero ¿por qué?»

Dio una vuelta alrededor de la iglesia. Había un pequeño jardín. Pero ninguna persona. Estaba a punto de marcharse cuando de pronto le pareció vislumbrar algo en una de las ventanas de la parte trasera de la iglesia. Una cara o el movimiento brusco de una cortina. No pudo determinar qué.

Había una puerta. Se encaminó hacia allí y la empujó. La puerta estaba abierta. Tras ella había una escalera que conducía al sótano de la iglesia. Encendió la luz y se quedó escuchando. Luego empezó a bajar la escalera cuidadosamente. Conducía a un pasillo que tenía una serie de puertas. En el suelo había varios juguetes, un cubo de plástico y una pala. Frunció el ceño. Luego abrió la puerta que estaba más cerca y se quedó mirando hacia el interior de una habitación en la que una mujer, un hombre y tres niños lo miraban asustados desde unos colchones. Jesper Humlin masculló una disculpa y volvió a cerrar la puerta. Comprendió. Bajo la iglesia se escondían refugiados, como en una especie de catacumbas de la era actual.

De repente, la mujer sacerdote se encontraba detrás de él. Se había quitado los zapatos de tacón y se había acercado con pasos silenciosos.

—¿Quién eres realmente? ¿Eres policía?

«Es la segunda mujer en pocos días que me trata como a un policía», pensó. «Primero fue la loca de mi madre y ahora una sacerdote que usa zapatos con tacones demasiado altos. Una mujer sacerdote sueca no debería tener ese aspecto. Ningún sacerdote debería tenerlo.»

—No soy policía.

—¿Eres del Servicio de Inmigración?

—No pienso decir quién soy. ¿Ha impuesto la Iglesia sueca la obligación de identificarse?

—Las personas que hay en este sótano viven con el riesgo de ser expulsadas. No creo que puedas entender su miedo.

—Puede que sí entienda algo —respondió Jesper Humlin—. No soy una persona totalmente insensible.

Ella lo miró en silencio. Se le veían los ojos cansados y parecía preocupada.

—¿Eres periodista?

—No exactamente. Soy escritor. Pero no tiene que ver con esto. No voy a decirle a nadie que escondes refugiados en el sótano de tu iglesia. No sé si lo considero correcto. A pesar de todo, tenemos leyes y decretos en esta sociedad que hemos de cumplir. Pero no voy a decir nada. Lo único que quiero saber es si vive aquí una muchacha que tiene una amplia sonrisa.

—Tea-Bag viene y va. Pero ahora no sé si está aquí.

—¿Pero vive aquí?

—A veces. Si no está en casa de su hermana en Gotemburgo.

—¿Cómo se llama su hermana?

—No lo sé.

—¿Tienes su dirección?

—No.

—¿Cómo es que a veces se queda aquí si realmente vive en Gotemburgo?

—No lo sé. Sólo sé que una mañana andaba por aquí.

Jesper Humlin se sentía cada vez más confuso. «Está mintiendo», pensó. «¿De qué servirá que no me diga las cosas como son?»

—¿Cuál es su habitación?

La mujer sacerdote se la mostró, a la vez que le dijo que ella se llamaba Erika. Llamó a la puerta de Tea-Bag.

«Un hotel clandestino», pensó Jesper Humlin. Erika giró el pomo de la puerta. Estaba abierta. En la habitación había una cama y una mesa, nada más. En la silla vio un suéter colgado que reconoció. Era el que llevaba durante el viaje que interrumpió en Hallsberg.

Erika sacudió la cabeza.

—Tea-Bag va y viene. Nunca sé cuándo está aquí. Es huraña. Procuro dejarla tranquila.

Volvieron a subir la escalera y salieron al jardín.

Jesper Humlin la miró fascinado mientras se ponía los zapatos de tacón alto.

—Tienes unas piernas muy bonitas —dijo—. Aunque tal vez no se lo deba decir a una mujer sacerdote.

—A una sacerdote puedes decirle lo que quieras.

—¿Quién se esconde en tu casa?

—En este momento hay una familia de Bangladesh, dos familias de Kosovo, un hombre iraquí que está solo y dos chinos.

—¿Cómo llegan aquí?

—Aparecen por aquí una mañana o una noche. Se rumorea que aquí pueden encontrar refugio.

—¿Qué ocurre luego?

—Desaparecen. Se esconden en otro sitio. Tengo un amigo médico que viene a verlos. Otras parroquias ayudan con comida y ropa. ¿Sabías que hay cerca de diez mil personas que viven así en Suecia hoy en día? Escondidos en sótanos. Están sin tener permiso para estar. Y eso, naturalmente, es una vergüenza terrible.

Se separaron en la calle.

—No le digas que he estado aquí. Seguramente la veré en otra ocasión.

Erika desapareció en la iglesia. Jesper Humlin encontró un taxi libre y volvió a casa, a su propio mundo. Se sentó de nuevo en la mesa de su estudio. Tenía ante sí la foto de Tanja de niña. De repente se le ocurrió una idea. Estuvo dándole vueltas en la cabeza un buen rato. Luego buscó una lupa y examinó la parte de atrás de la fotografía. Le pareció vislumbrar un sello en el cartón de la foto en el que pudo imaginar que ponía «1994». Volvió a dejar la foto. La niña lo miraba con ojos serios.

«No es Tanja», pensó.

«Es su hija.»

Capítulo 13

Al día siguiente Jesper Humlin fue a visitar a su editor después de haberse pasado una hora en un solárium tratando de salvar el bronceado que se estaba apagando. En realidad no quería ver a Olof Lundin. Pero no podía evitarlo. Tenía la sensación de que los directores petroleros representaban para él un peligro mayor del que imaginaba. En el despacho de Olof Lundin se encontró por primera vez a una temperatura normal. Sin embargo, se vio envuelto por una densa niebla de humo de cigarrillo.

—Se ha roto el ventilador —dijo Olof Lundin con tranquilidad—. El técnico está de camino.

—Puedes imaginarte que es la bruma del Báltico.

—Es justo lo que he hecho. Debería haber visto el faro de Russarö que hay a la entrada del golfo de Finlandia. Ahora mismo no estoy seguro de dónde me encuentro en realidad.

Jesper Humlin se había preparado para emprender enseguida el ataque. No quería arriesgarse a que lo llevaran a una conversación en la que Olof Lundin fuera quien decidiera.

—Espero que a estas alturas te hayas dado cuenta de que no voy a escribir ninguna novela policiaca.

—En absoluto. El departamento de marketing ya ha presentado una inspirada propuesta de cómo va a ser lanzada. Habían pensado en una imagen tuya de cuerpo entero con una pistola en la mano.

Jesper Humlin sintió escalofríos ante la idea de verse a sí mismo con un arma en la mano. Olof Lundin encendió un cigarrillo con otro aún sin apagar que había en el repleto cenicero.

—Estoy seriamente preocupado por tu falta de decisión —dijo—. ¿Quieres saber cuántos ejemplares de tu libro de poemas hemos vendido durante las dos últimas semanas?

—No, gracias.

—Te lo voy a decir de todos modos. Para que comprendas que la situación es seria.

—¿Cuántos has vendido?

—Tres.

—¿Tres?

—Uno en Falköping y, aunque resulte extraño, dos en Haparanda.

Jesper Humlin se acordó con tristeza del escritor de cartas chino de Haparanda, que muy probablemente pronto le enviaría uno de sus largos y erróneos análisis de los poemas.

—La situación es seria. Creo entender que atraviesas una especie de crisis de creatividad y por ello te escondes en la casa de unas muchachas inmigrantes en Gotemburgo. Pero tienes que dejar eso. Estoy convencido de que puedes escribir una excelente y filosófica novela policiaca.

—No me escondo. Si al menos pudiera conseguir que entendieras lo que me cuentan. Son historias que jamás se han contado en sueco. Además ni siquiera puedes hacerte a la idea de que existen unas diez mil personas en Suecia que viven de forma ilegal.

A Olof Lundin le resplandeció la cara.

—Es una idea excelente para tu segunda novela criminal. El poeta investigador que busca a personas que se mantienen al margen.

Jesper Humlin percibió que la conversación ya se había desviado. No podía contar en absoluto con la comprensión de Olof Lundin. Cambió de tema.

—Espero que entiendas que mi madre no va a escribir nunca un libro.

—He tenido sorpresas mayores en mi vida. Pero pienso esperar, como es natural, hasta que entregue el manuscrito.

—Ella dice que va a tener setecientas páginas.

Olof Lundin sacudió la cabeza.

—Hemos decidido que, en lo sucesivo, sólo en casos extremos se sacarán libros que tengan más de cuatrocientas páginas impresas. La gente quiere libros delgados.

—Yo opino que es precisamente lo contrario.

—Sin duda, lo mejor es que me dejes a mí todas las consideraciones relacionadas con la edición. Se habla del proceso mágico de la escritura, nadie habla del igualmente mágico proceso de edición. Pero te garantizo que existe.

Jesper Humlin tomó aliento.

—Pensaba proponer una alternativa. Ni un libro de poemas ni una novela policiaca, sino un relato emocionante escrito desde la clandestinidad sobre esas muchachas con las que me he visto en Gotemburgo. Sus historias, entrelazadas en una novela de la que soy el protagonista.

—¿Quién lo iba a leer?

—Muchos.

—¿Cómo podría resultar interesante?

—Por la sencilla razón de que sus historias no se parecen a ninguna de las que he oído. Además, trata de este país. Otras voces que hablan.

Olof Lundin esparció con la mano el humo que se había acumulado delante de su cara. Jesper Humlin tuvo inmediatamente la sensación de encontrarse en un antiguo campo de batalla en el que, en alguna parte del bosque, una caballería invisible que esperaba recibía en ese momento la señal de ir al ataque.

—Te hago una contraoferta. Escribe primero la novela policiaca. Luego tal vez podamos considerar ese libro de inmigrantes.

A Jesper Humlin le indignó que Olof Lundin no comprendiera en absoluto que lo que él decía podía ser realmente importante.

—Propongo lo contrario. Primero este libro, luego, tal vez, pero sólo tal vez, una novela policiaca.

—A los directores del consejo de administración no les va a gustar.

—Si te soy sincero, no me importa. No entiendo que seas tan cínico.

—No soy cínico.

—Tratas a esas chicas con desprecio.

—Ni siquiera las conozco. ¿Cómo iba a despreciarlas?

Dos hombres entraron en el despacho portando una escalera y herramientas. Olof Lundin dejó caer las manos pesadamente sobre el escritorio.

—Lo pensaré, puesto que insistes tanto. Llámame mañana.

Jesper Humlin se levantó.

—O se hace lo que propongo o no se hace nada.

Salió del despacho, siguió el largo pasillo de blandas alfombras rojas y luego entró por una puerta que estaba abierta y llevaba al despacho donde trabajaba un hombre mayor llamado Jan Sundström, que se encargaba de las ventas de la editorial en el extranjero.

Uno de los primeros libros de poemas de Jesper Humlin se tradujo al noruego y al finlandés. Luego transcurrieron nueve años hasta que volvió a venderse un libro en el extranjero, y resultó ser, cosa rara, en Egipto, donde naturalmente fue muy mal. Jan Sundström era un hombre que estaba siempre preocupado y que cada vez que conseguía colocar uno de los libros de sus escritores en un mercado extranjero se lo tomaba como una victoria personal.

—Noruega posiblemente muestre interés. No perdamos la esperanza.

Jesper Humlin se había sentado al otro lado del escritorio. La opinión de Jan Sundström le inspiraba respeto.

—¿Qué crees que ocurriría si escribiera un libro sobre inmigrantes? ¿Una novela acerca de unas jóvenes inmigrantes y sus, en mi opinión, extraordinarias historias?

—Me parece una idea excelente. —Jan Sundström se levantó y cerró la puerta con gesto preocupado—. Tengo que decir que me sorprendió oír que tú también ibas a escribir novelas policiacas. ¿Qué está ocurriendo realmente en el mercado del libro sueco?

—No lo sé. Pero no voy a escribir ninguna novela policiaca.

—¿Cómo puede ser? Me he pasado toda la mañana en una reunión en la que hemos revisado las propuestas del departamento de marketing para la campaña. Ya cuentan con ventas importantes en el extranjero. Pero creo que deberías haber dicho algo más respecto a la intriga.

Other books

Daggertail by Kaitlin Maitland
La Cueva del Tiempo by Edward Packard
Lion of Liberty by Harlow Giles Unger
Millions by Frank Cottrell Boyce
Summer of the Redeemers by Carolyn Haines
Anatomy by Carolyn McCray