Tea-Bag (32 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Tea-Bag
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Me escondí por la ciudad, temerosa de que me atraparan soldados riéndose o de que alguien que de pronto oliera que tenía dinero y un reloj me asaltara. Me escondí bajo un puente destrozado. Estaba totalmente a oscuras, las ratas pasaban rozando mis piernas y yo contaba los billetes que tenía. Era mucho dinero. Oí que el mono que me había salvado la vida me decía que dejara la ciudad al amanecer y tomara un autobús que me llevara hacia el norte. No sabía hacia dónde iba, pero sabía que el mono me esperaba al final del viaje. Cuando subí al autobús me escondí el dinero y el reloj entre la ropa interior y luego junté las manos entre las piernas y me quedé dormida.

Cuando desperté, el autobús estaba parado en medio de un llano. Era mediodía, no había sombra. El autobús se había averiado, había unos hombres sudorosos bajo el motor intentando taponar un escape del depósito de gasolina. Dejé el autobús y empecé a caminar. Metí unas hojas de palmera bajo el pañuelo de la cabeza para protegérmela del sol. A veces podía oír un mono gritando en un árbol. Pienso que el que me salvó la vida estaba en alguna parte, mirando, vigilando. Era como si yo no caminara sola a lo largo de los polvorientos caminos de arena roja. Allí estaba el mono, pero también otros compañeros invisibles, mis padres y tú, Alemwa, sobre todo tú.

Continué hacia el norte, formando parte de la muchedumbre que va a lo largo de los caminos, huyendo del sufrimiento, hacia una meta que casi siempre es sólo un espejismo, ni siquiera un sueño. Finalmente llegué a la playa. Al otro lado del agua estaba Europa.

Tea-Bag se quedó en silencio. Bajó lentamente la cremallera del grueso anorak. Jesper Humlin se sobresaltó. Creía haber visto un animal saltando, un animal que estaba escondido bajo el anorak, y que había salido de la habitación.

Tea-Bag lo miró sonriendo.

Él se preguntaba si la historia había terminado. O si en realidad sólo acababa de empezar.

Capítulo 17

A Jesper Humlin le sorprendió el silencio que se produjo.

Nadie preguntó nada a Tea-Bag. ¿Por qué no les interesaba ni a Tanja ni a Leyla? ¿Se lo había contado antes? ¿O era una parte de la historia en la que las tres habían aportado su experiencia? No lo sabía.

Tanja se había pasado todo el tiempo ante la cocina removiendo algo en una cacerola. Cuando Jesper Humlin se levantó para ir a buscar un vaso de agua, descubrió asombrado que la cacerola estaba vacía y la placa fría. Leyla estaba sentada con su reloj de pulsera entre las manos, como si mientras Tea-Bag narraba su historia hubiese estado contando el tiempo.

—¿Por qué no preguntáis nada? —dijo Jesper Humlin.

—¿Qué vamos a preguntar?

Leyla siguió mirando su reloj.

—Tea-Bag ha contado una historia extraña y conmovedora. No necesita ir a ningún curso para aprender a narrar.

—No sé escribir —dijo Tea-Bag, que tenía hambre y estaba untando mayonesa en una rebanada de pan.

Sonó un teléfono. Jesper Humlin se sobresaltó. Tea-Bag también reaccionó. La única que se quedó impasible fue Tanja, que pareció poder diferenciar enseguida un teléfono móvil de otro y además decidir si quien llamaba era enemigo suyo o no.

Era el teléfono de Leyla. Ésta miró la pantalla y luego se lo dio a Tanja.

—Me llaman de casa —dijo—. Di que nos hemos cambiado los teléfonos. Que no sabes dónde estoy.

—Habrá problemas.

—No puede haber más problemas de los que ya tenemos. ¡Contesta!

—Tienes que contestar tú.

—No puedo. No lo comprendes.

—Lo comprendo. Pero debes contestar.

El teléfono continuaba sonando y vibrando. Estaba encima de la mesa y se deslizaba alrededor de los platos como un insecto medio muerto. Jesper Humlin vio lo asustada que estaba Leyla cuando cogió el teléfono y contestó en su propio idioma. Jesper Humlin pudo oír que hablaba con un hombre. Por el tono de voz parecía muy indignado. Leyla se agachó ante la voz, pero de repente cambió de postura, empezó a gritar y terminó la conversación estrellando el teléfono de golpe contra la mesa de modo que se desprendió la batería. Gritó algo que Jesper Humlin no comprendió, se levantó con los puños cerrados y luego se hundió de nuevo en la silla y empezó a llorar.

Tanja había empezado de nuevo a remover algo en su cacerola vacía. Jesper Humlin se preguntaba si tal vez estaba preparando una comida invisible para su hija, que se encontraba en algún sitio lejano. Tea-Bag recogió la batería del suelo y colocó las piezas del teléfono.

De pronto, Leyla dejó de llorar.

—Era mi padre.

Tanja gimió.

—No vayas a casa. No tiene derecho a encerrarte. Tus hermanos no tienen que pegarte.

—No puedo quedarme aquí. No puedo vivir en casa de mi abuela.

Tanja, enfadada, empezó a golpear a Leyla en un brazo con un pañuelo enrollado.

—Pero no puedes ir a tu casa. Cuando contabas lo que le ocurrió a tu hermana, creía que estabas hablando de ti misma. Hasta el final. Entonces no podías ser tú, porque estás aquí. Y tu oreja no está corroída por el ácido.

Jesper Humlin se estremeció.

—¿Qué hermana? ¿Qué oreja?

—No lo pienso contar. Al menos mientras tú estés aquí sentado.

Tanja continuaba golpeándole el brazo.

—Es nuestro profesor, debería oírlo. Tal vez pueda enseñarte algo que mejore tu narrativa.

—Quiero oírlo —dijo Tea-Bag—, Necesito escuchar a alguien más que a mí misma. Tengo la cabeza llena de mis propias palabras. Vuelan alrededor, ahí dentro, como mariposas que a nadie le gustan.

Golpeó su cabeza con energía. Leyla señaló a Jesper Humlin con el dedo.

—No mientras él esté aquí.

—Puede sentarse en el vestíbulo.

Tanja dejó de golpearle el brazo y movió la cabeza indicándole a él que saliera.

Jesper Humlin cogió su silla y se sentó en el vestíbulo. «No voy a ver cómo se confiesa», pensó. En la cocina se hizo el silencio.

Una vez tuve una muñeca que se llamaba Nelf. La había encontrado bajo una de las camas en una habitación del alojamiento para refugiados donde las personas iban y venían, y donde por las noches se podía oír a la gente que lloraba y gritaba en sus pesadillas. Pero con la misma frecuencia se sentía alivio. Habíamos llegado. Estábamos en Suecia. Todo iba a ir bien, sin que en realidad nadie pudiera explicar qué era «bien». Yo pensaba que «bien» era que había encontrado aquella muñeca, y enseguida la bauticé con el nombre de Nelf. Me sorprendió mucho que nadie supiera lo que significaba. Ni siquiera mi abuela Nasrin, que entonces todavía tenía la mente lúcida. Pero ni siquiera ella comprendió que era el nombre de un dios que sólo yo conocía.

Habíamos llegado de Irán, pero no tengo muchos recuerdos del viaje, sólo que cuando íbamos a tomar tierra mi padre rompió todos nuestros documentos, su pasaporte y el de mi madre, y el pasaporte de Nasrin, que en realidad no era de ella sino del tío Reza, el hermano de mi madre. Primero llegamos a Fien, donde encontré la muñeca, y unos meses después fuimos a parar a Falún, donde nos quedamos tres años antes de mudarnos aquí, a Stensgården, en Gotemburgo.

Ya cuando estábamos en Falún, mi padre decidió que mi hermana Fatti se casaría con uno de los hermanos de Memed, Memed el que vive en Södertälje y fue uno de los primeros que llegaron a Suecia, antes de que el sha fuera derrocado y Jomeini clavara los ojos en todos nosotros y transformara el país en algo que iba a ser mejor y que tal vez lo sea alguna vez. Pero Fatti se coló y escuchó la conversación entre mi padre y Memed; le habían dicho que se marchara, pero ella se puso en cuclillas al otro lado de la puerta cerrada del cuarto de estar, y cuando volvió y se tumbó en la cama pegada a la pared de enfrente en la habitación que compartíamos, oí que lloraba.

Me levanté y me metí en la cama con ella, como hacemos siempre cuando alguna de nosotras está triste o ha tenido pesadillas o simplemente se siente sola. Fatti convirtió su indignación en palabras, expresando entre hipos el espanto que le había producido lo que había oído a través de la puerta cerrada. Había oído que mi padre y Memed habían acordado que se casaría con Faruk, el hermano de Memed. Tanto ella como yo sabíamos bien quién era Faruk, tenía una pequeña tienda de comestibles en Hedemora, y todos estaban convencidos de que Memed pagaría todo, ya que nunca había nadie comprando en la tienda. Faruk solía venir a vernos los días de fiesta. Ni a Fatti ni a mí nos gustaba. Era bueno, pero demasiado bueno, era bueno de un modo que asustaba. Y ahora Fatti tendría que casarse con él.

Ella dijo que iba a escaparse, pero no sabía adónde. Es imposible escaparse de mi padre. Ella buscaría durante mil años y al final la encontraría. Se lo dije a mi hermana. Tiene que haber otra forma de evitar que te casen con Faruk. Mi madre no podía ayudar, nunca hacía nada sin preguntárselo antes a mi padre, pero quizá podía ayudarle mi abuela Nasrin, en todo caso era la única.

Al día siguiente, que recuerdo era la víspera de san Juan, Fatti bajó al lago y habló con Nasrin entre los abedules. Pero mi abuela se enfadó y dijo que Fatti debería estar contenta de tener por pariente a un hombre como Memed. Nunca olvidaré lo que dijo mi abuela de Memed, a pesar de que Fatti iba a casarse con Faruk. Yo podía ver lo desesperada que estaba Fatti. Nasrin era su última esperanza. Suplicaba, le pedía ayuda, pero Nasrin seguía hablando de lo bueno que sería tener un hombre tan bien situado como Memed en la familia.

Esa noche, la víspera del solsticio de verano, me volví a meter en la cama de Fatti. Dijo que iba a escaparse, pero yo nunca creí que se fuera realmente, ¿Adonde podría ir? Las muchachas de nuestra familia huyen a veces. Pero nunca he oído que alguna no volviera. Hasta las que se matan vuelven. Pero cuando me desperté por la mañana la cama estaba vacía. Fatti se había marchado. Al principio pensé que sólo había ido al cuarto de baño o que estaba sentada en el balcón, envuelta en una manta. Pero no estaba. Entreabrí todas las puertas. Mi padre roncaba, uno de los pies de mi madre colgaba hasta el suelo. El anorak rojo de Fatti había desaparecido. No se había llevado mucha ropa. El único bolso que faltaba era su pequeña mochila negra. Salí al balcón. Era temprano, en algún sitio cantaba un pájaro, el sol se deslizaba a través de la neblina y yo me preguntaba adonde había ido Fatti. Pensé que si ella no estaba, yo tampoco, porque Fatti y yo somos en realidad una sola persona. Fatti está más delgada que yo. Esa es la única diferencia.

Recuerdo que al día siguiente del solsticio de verano estaba en un balcón en las afueras de Falún y comprendí que Fatti había desaparecido. Creía que a partir de ese momento todo iba a ser distinto. Pero encontraron a Fatti cuatro días después. Se había dormido en un banco del parque, o tal vez se había desmayado. La policía la llevó a casa, y cuando se marcharon, mi padre le pegó tanto que cayó de espaldas y se hizo una herida grande en la nuca. No sólo le pegó mi padre, él no fue el peor, él sólo le pegó aquella vez. Mi hermano vino desde Gotemburgo y ni siquiera se quitó el sombrero antes de dislocarle un brazo. Después de eso ella no podía salir. Tenía diecinueve años, quería ser enfermera y soñaba con aprender técnicas de orientación. Eso nunca lo entendí, por qué quería correr en medio del bosque buscando huellas que había en mapas incomprensibles.

Pero nada de eso resultó. Seguimos compartiendo la misma habitación y dormíamos y cuchicheábamos por las noches. Era como si Fatti ya se hubiera vuelto vieja. Miré su cara a la luz de la luna, parecía la de Nasrin, reseca, hundida. Hablaba todo el tiempo de los días que había huido, de que había tenido miedo pero a la vez se había sentido totalmente libre. Aquellos días le había pasado algo que nunca contó. Bajo la almohada tenía una tuerca brillante. A veces, cuando creía que yo dormía, la sacaba y la miraba. Alguien se la tiene que haber dado. Pero ¿por qué se regala una pequeña tuerca? ¿Qué era lo que no quería contar? No lo sé. De todos los enigmas que me han planteado las personas que conozco, éste es el mayor, esa tuerca brillante que Fatti escondía debajo de la almohada.

Fue un periodo de tiempo que preferiría olvidar. Fatti temía tanto que volvieran a pegarle que se orinaba encima, a pesar de que tenía diecinueve años. Recuerdo que decía: «Me van a matar, voy a ir a parar a un matadero». No entendía qué quería decir. Al año siguiente a Fatti la casaron con Faruk, y se mudaron a Hedemora. Después de dos años Fatti no había tenido hijos aún. Nosotros nos habíamos mudado entonces a Gotemburgo, yo quería ir a verla, pero no podía, no podía ni siquiera llamarla, ya que Faruk era el único que contestaba el teléfono. Cuando él no estaba en casa, ponía un candado al teléfono. Luego volvió a pasar, ella trató de huir de nuevo. A mitad del invierno salió corriendo de la casa donde vivían, ella sólo llevaba puesto un camisón. No sé lo que ocurrió, pero creo que Faruk la golpeaba porque no se quedaba embarazada. Cuando Faruk se la llevó a rastras, ella se negó a dormir en la misma habitación que él, y no sirvió de nada que mi madre y Nasrin hablaran con ella. Le daba igual si volvía a pegarle. Estaba decidida. No quería estar casada con Faruk.

No sé sifué él o fue Memed quien le tiró a la cara un vaso con ácido corrosivo. Una vecina oyó un aullido terrible en el apartamento de ellos y, cuando abrió la puerta, vio a un hombre que desaparecía escaleras abajo. Pero nunca logramos saber si era Memed o Faruk. Ambos lo negaron. Ambos tenían coartada. Toda la cara de Fatti estaba retorcida. Sobre todo una mejilla y una oreja. Ya no sale a la calle, se queda siempre sentada en el apartamento, aquí en Gotemburgo, con las cortinas corridas, no habla con nadie y espera que todo termine. Le he gritado a través del buzón de las cartas, le he dicho que me deje entrar, pero siempre me pide que me marche. La única que va a verla es mi madre. Mi padre no habla nunca de ella, tampoco Faruk ni Memed.

Faruk ha vuelto a casarse. A ninguno de los dos lo sancionaron por haber estropeado la cara de Fatti. Pienso siempre en mi hermana sentada en su piso oscuro y sé que, pase lo que pase, no quiero que mi vida sea como la suya. Ella quería esperar hasta encontrar a alguien con quien quisiera vivir realmente, quería decidir ella misma. No puedo entender a mi padre. Solía decir que nos marchábamos de casa para buscar la libertad. Pero cuando queremos ser libres también está mal. Me pregunto qué ocurrió durante los cuatro días que Fatti fue libre. Creo que la libertad, si es que existe, siempre implica un riesgo, una vida llena de peligros, donde te persiguen, hay que huir continuamente.

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