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Authors: Agatha Christie

Telón (24 page)

BOOK: Telón
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Y luego, cuando pasaba una de las hojas de la obra, vi una tira de papel que caía al suelo. Poirot había escrito en ella una frase:

«Hable con mi criado George.»

Bien. Allí ya tenía algo. Probablemente, el código —de existir alguno— obraba en poder de George. Tenía que hacerme con sus señas y visitarle.

Pero antes había de enfrentarme con la triste tarea de enterrar a mi amigo.

Aquí había vivido al principio de su llegada a este país. Aquí descansaría para siempre.

Judith se mostró muy afectuosa conmigo durante aquellos días.

Se pasó muchos días a mi lado, ayudándome en todo lo que yo llevaba entre manos. Era afable, cariñosa. Fueron también muy buenos conmigo Elizabeth Cole y Boyd Carrington.

Elizabeth Cole me sorprendió. Creí al principio que se sentiría muy afectada por la muerte de Norton. Pero no fue así. En fin, si sintió algún pesar supo disimularlo, al menos.

Todo terminó de esta manera...

2

Sí, debo exponerlo.

Debo dejar constancia aquí de ello.

El funeral había llegado a su fin. Me senté junto a Judith, tratando de esbozar unos necesarios planes para el futuro.

Ella dijo entonces:

—Es que... ¿no lo sabes, querido? Yo no estaré aquí...

—¿Que no vas a estar aquí?

—No me encontraré en Inglaterra.

La miré fijamente.

—No he querido decírtelo antes, padre. No quise ser un nuevo motivo de preocupación para ti. Ahora ya no tengo más remedio que ponerte al corriente. Espero que la noticia no te disguste. Me voy a África, ¿sabes?, con el doctor Franklin.

Salté como impulsado por un resorte. Estallé. ¡Imposible! Judith no podía hacer una cosa semejante. Una cosa era que trabajara en Inglaterra como ayudante del doctor Franklin, máxime viviendo la esposa de éste, y otra muy distinta irse con el médico a África, los dos solos. Esto no podía ser. Era algo que tenía que prohibir radicalmente a mi hija. Judith no podía cometer semejante disparate.

Ella me dejó hablar. Sonrió levemente.

—Pero, padre —objetó—, si yo no voy a África como ayudante del doctor Franklin, sino como su legítima esposa.

Abrí los ojos desmesuradamente, supongo, asombrado.

Contesté, tartamudeando:

—¿Y All... Allerton?

Mi hija parecía sentirse divertida.

—Nunca hubo nada con Allerton. Hubiera llegado a decírtelo en su momento de no haberme enfadado tanto contigo. Además, yo quería que tú pensaras... bueno... lo que pensaste. Yo no quería que vieras que mi intención se centraba en John.

—Sin embargo... Una noche, estando los dos en la terraza, vi que él te besaba...

Ella contestó, con un dejo de impaciencia en la voz:

—¡Oh! Aquella noche me sentía disgustada... Son cosas que pasan. Tú, seguramente, sabrás de ellas...

Objeté:

—-Tú no puedes casarte con Franklin aún... tan pronto.

—Sí que puedo. Quiero irme con él y tú mismo acabas de indicarme que todo cambia en las condiciones señaladas. Ya no tenemos por qué esperar... ahora.

Judith y Franklin. Franklin y Judith.

¿Quién no será capaz de adivinar las ideas que se adentraron en mi mente? Afloraban ahora unos pensamientos hasta entonces soterrados... Vi a Judith con un frasco en la mano. Oí decir a Judith, con apasionada voz, que las vidas inútiles debían dejar paso a otras de utilidad... Aquella joven era mi Judith, a la que yo tanto amaba, a la que Poirot también había amado. Norton había visto a dos personas: ¿Judith y Franklin? Pero en ese caso... en ese caso... No, no podía tratarse de Judith. Franklin, quizás... Era éste un hombre extraño, un individuo rudo, un sujeto que si había acomodado su mente a la idea del crimen podía asesinar una y otra vez.

Poirot se había mostrado dispuesto de buen grado a consultar con Franklin.

¿Por qué? ¿Qué le había dicho él aquella mañana?

Pero Judith, no. Mi joven, mi encantadora y grave hija Judith, no.

Y no obstante, qué extraña me había parecido la actitud de Poirot. Todavía resonaban en mis oídas aquellas palabras: «Usted puede preferir decir: "Abajo el telón"... »

Repentinamente, entonces, una nueva idea se apoderó de mi mente... ¡Monstruoso! ¡Imposible! ¿Era toda la historia relativa a X pura invención? ¿Se había presentado Poirot en Styles porque temía una tragedia en el seno del matrimonio Franklin? ¿Se había presentado allí para observar a Judith? ¿Era ésa la razón de que, resueltamente, se negara a contarme nada? ¿Por el hecho de ser la historia de X una patraña, una fantasía, una especie de cortina de humo?

¿Estaba en el corazón de la tragedia Judith, mi hija?

¡Otelo! La noche en que la señora Franklin muriera, yo había sacado de un estante aquella obra: Otelo. ¿Era ésta la pista?

Alguien había dicho que Judith, aquella noche, hacía pensar en el personaje de su mismo nombre antes de cortar la cabeza a Holofernes. ¿Llevaba Judith la muerte en su corazón?

Capítulo XIX

Estoy escribiendo todo esto en Eastbourne. He venido a Eastbourne para ver a George, en otro tiempo criado de Poirot.

George había convivido con Poirot muchos años. Era un hombre muy corriente, carente por completo de imaginación. Tomaba las cosas siempre en su sentido literal, por su valor aparente tan sólo.

Bueno. Fui a verle. Le di la noticia de la muerte de Poirot. George reaccionó como era lógico que reaccionara. Le vi muy afectado, muy apesadumbrado, pero consiguió disimular sus sentimientos bastante bien.

Luego, inquirí:

—¿Le hizo entrega de un mensaje para mí, no?

George respondió, inmediatamente:

—¿Para usted, señor? No. No que yo recuerde.

Me quedé sorprendido. Insistí pero el hombre se mostró firme.

Finalmente, declaré:

Supongo que debo de estar en un error. Perfectamente. ¿Qué vamos a hacerle? Habría preferido que hubiese estado usted con mi amigo en sus últimos momentos.

—Yo también, señor.

—Claro, encontrándose su padre enfermo, tenía la obligación de atenderlo...

George me miró de una manera muy curiosa.

—¿Cómo? —inquirió—. No le entiendo del todo.

—Usted tuvo que separarse de monsieur Poirot para atender a su padre, ¿no es así?

—Yo no quería irme. Pero monsieur Poirot insistió...

—¿Le envió él aquí? —pregunté.

—Acordamos que yo debería volver a ponerme a sus órdenes más tarde. Si me fui fue por expreso deseo suyo. Monsieur Poirot me fijó una remuneración adecuada, que percibiría mientras me hallara aquí, con mi anciano padre.

—Pero eso, George, ¿por qué?, ¿por qué?

—En realidad, no sé explicárselo, señor.

—¿No le hizo ninguna pregunta?

—No, señor. Creí que debía callar y obedecer. Monsieur Poirot tenía sus cosas. Sabía desde hacía mucho tiempo que era un hombre muy inteligente, sumamente respetado, además.

—Sí, sí —murmuré, abstraído.

—Era muy especial en lo tocante a sus ropas. Le gustaban las telas extranjeras, más bien de fantasía... No sé si me explicaré bien. Bueno, eso es comprensible, ya que él era también un caballero extranjero. Cuidaba mucho sus cabellos, y su bigote,

—¡Oh! Su famoso bigote.

Sentí una dolorosa punzada al recordar lo orgulloso que mi amigo se había sentido siempre de aquél.

—Era muy especial con su bigote, sí, señor —continuó diciendo George—. No era un bigote a la moda de estos tiempos, pero a él le caía bien. ¿Me comprende?

Hice un gesto afirmativo. Luego, murmuré:

—Supongo que se teñía el bigote, al igual que hacía con los cabellos...

—Se trataba ligeramente el bigote, pero se había desentendido por completo de los cabellos... en los últimos años.

—¡Qué disparate! —exclamé—. Sus cabellos eran tan negros como las alas de un cuervo. A fuerza de poco naturales en cuanto a su aspecto, daba la impresión de que usaba peluca.

George tosió discretamente.

—Perdone, señor: se trataba de una peluca. A monsieur Poirot se le había estado cayendo el cabello en abundancia últimamente, de manera que optó por usar peluca.

Pensé que resultaba extraño que un simple criado supiese más cosas acerca de Hércules Poirot que su amigo más íntimo.

Torné a abordar la cuestión que me desconcertaba más.

—¿De veras que no tiene usted la menor idea acerca del por qué de su separación de monsieur Poirot? Reflexione, hombre, reflexione.

George hizo un esfuerzo en tal sentido. Pero, evidentemente, este tipo de actividades no se le daba muy bien.

—Lo único que puedo sugerir —manifestó finalmente— es que me envió aquí porque deseaba tener a Curtiss a su servicio.

—¿A Curtiss? ¿Por qué había de tener interés en que le sirviera Curtiss?

George tosió de nuevo.

—No sé... Cuando lo vi por vez primera no se me antojó un profesional de los más brillantes, precisamente. Era un individuo de gran fortaleza física, por supuesto, pero en general su modo de ser no se acomodaba a los gustos personales de monsieur Poirot. Creo que Curtiss había estado trabajando durante cierto tiempo en un manicomio.

Miré fijamente a mi interlocutor.

¡Curtiss!

¿Era ése el motivo de que Poirot se hubiera mostrado tan reservado, tan poco explícito? No me había detenido un solo momento a pensar en Curtiss. Y Poirot se habla dado por satisfecho viendo cómo repasaba los rostros de los huéspedes de Styles, en busca del misterioso X. Sin embargo, X no era un huésped.

¡Curtiss!

En otro tiempo, ayudante en un manicomio. ¿Y dónde había leído yo que a veces los pacientes de los hospitales o asilos para enfermos mentales se quedan o vuelven a los mismos para trabajar como ayudantes?

Un hombre extraño, torpe, de raro aspecto, un estúpido... un individuo que podía matar por cualquier razón forzada por su mente.

Y de ser así... de ser así...

Entonces, pareció disiparse la gran nube que tenía ante mí.

¿Curtiss... ?

POSDATA

Nota del capitán Arthur Hastings: El siguiente manuscrito llegó a mi poder cuatro meses después de haberse producido el fallecimiento de mi amigo Hércules Poirot. En su momento, recibí una comunicación de una firma de abogados, rogándome que me presentara en sus oficinas. En éstas, "de acuerdo con las instrucciones de su cliente, el difunto monsieur Hércules Poirot", me fue entregado un paquete sellado. Reproduzco su contenido a continuación.

Manuscrito de Hércules Poirot:

«
Mon cher ami:

«Cuando usted lea estas palabras habrán transcurrido ya cuatro meses desde la fecha de mi fallecimiento. He estado reflexionando largo tiempo sobre la conveniencia o no conveniencia de escribir esto, decidiendo por último que es necesario que alguien conozca la verdad sobre el segundo «Affaire Styles». He estado imaginándome también que por la fecha en que usted lea las presentes cuartillas habrá llegado a desarrollar las más sorprendentes hipótesis, atormentándose día tras día, indebidamente.

»Pero permítame decirle esto: Usted hubiera debido llegar,
mon ami
, al conocimiento de la verdad. Vi que poseía todas las indicaciones precisas. Si no es así, ello se debe, como siempre, a su carácter, demasiado recto y confiado.
A la fin comme au commencement
.

»Pero usted debiera saber, por lo menos, quién mató a Norton... aunque esté todavía a oscuras en lo tocante a la identidad del asesino de Bárbara Franklin. Esto último puede suponer una fuerte impresión para usted.

«Usted ya sabe que yo le llamé. Empecemos por esto. Le dije que le necesitaba. Era cierto. Le indiqué que deseaba hacer de usted mis oídos y mis ojos. También esto era cierto, muy cierto... si bien no en el sentido que usted lo tomó. Usted tenía que ver lo que yo quería que viese, y oír lo que yo deseaba que oyera.

«Usted se quejó,
cher ami
, alegando que yo no procedía "lealmente" en la presentación del caso. Me negué a decirle algo que yo sabía. Es decir, no quise revelarle la identidad de X. Esto es verdad. Tenía que proceder así... aunque no por las razones que aduje. Conocerá éstas luego.

»Y ahora, ocupémonos de X. Le presenté una relación de varios casos resumidos. Señalé que en cada caso se veía bien claramente que la persona acusada, o sospechosa, había cometido realmente el crimen en cuestión, no existiendo otra solución del enigma. Después, pasé al segundo hecho importante: en cada caso, X había estado en el escenario del crimen o estrechamente implicado en el mismo. Entonces, usted formuló una deducción que, paradójicamente, era verdadera y falsa a la vez. Usted dijo que X había cometido todos los crímenes.

»Pero, amigo mío, las circunstancias concurrentes eran de tal naturaleza que en cada caso (o en casi todos) solamente la persona acusada podía haber cometido el crimen. Por otra parte, siendo así, ¿cómo explicar lo de X? Únicamente una persona relacionada con la fuerza policíaca o con una firma de abogados especializados puede estar implicada en cinco casos de asesinato. No cabe pensar en un hombre o mujer ordinarios... ¡Es algo que no suele suceder! ¿Lo comprende? Nunca, nunca sale nadie diciendo en tono confidencial: "Bien. Yo conozco realmente a cinco asesinos." No, no,
mon ami
. Esto no es posible. Así llegamos a un curioso resultado. Tenemos aquí un caso de catálisis: una reacción entre dos sustancias que tiene lugar solamente en presencia de una tercera, y esta tercera sustancia, aparentemente, no toma parte en la reacción, permaneciendo inalterada. Ésta es la situación. Ello significa que donde X estaba presente se producía el crimen... Pero X no tomó parte activa en esos crímenes.

»¡Una situación extraordinaria, anormal! Y me di cuenta de que había llegado por fin, al término de mi carrera, a dar con el criminal perfecto, con el criminal inventor de una técnica que le permitía no ser declarado nunca culpable de sus crímenes.

«Esto era desconcertante. Pero no nuevo. Existían ciertos paralelismos. Y aquí viene la primera de las pistas que le dejé. La obra titulada Otelo. En ella, magníficamente dibujada, hallamos el original de X. Yago es el asesino perfecto. Las muertes de Desdémona, de Cassio —del mismo Otelo— son todos crímenes de Yago, planeados por él, llevados a cabo por él. Y él permanece fuera del círculo, no afectado por la sospecha... O así pudo haber sido. Pues su gran Shakespeare, amigo mío, tuvo que enfrentarse con el dilema suscitado por su propio arte. Para desenmascarar a Yago tuvo que recurrir al más torpe de los artificios —el pañuelo—, algo que no está al nivel de la técnica general de Yago.

»Sí. Ahí está la perfección del arte del crimen. Ni siquiera una palabra de sugerencia directa. Él siempre aparta a los otros de la violencia, rechazando con horror sospechas que no han sido ideadas antes de que él las mencione.

»Y la misma técnica se descubre en el brillante tercer acto de John Fergueson, donde el bobo de Clutie John induce a otros a matar al hombre que él mismo odia. Se trata de un maravilloso ejemplo de sugerencia psicológica.

«Ahora, Hastings, hemos de comprender esto. En todos alienta un criminal en potencia. En todos nosotros surge de vez en cuando el deseo de matar... aunque no la voluntad de matar. "Me puso ella tan furioso, ¡que la hubiera matado!" He aquí una frase que usted ha podido pronunciar, que habrá oído en distintas ocasiones de labios de otros. "Por haber dicho eso, hubiera matado a B." "Me sentía tan irritado que lo hubiera matado." ¿Para qué seguir con otras frases semejantes? Y todas esas declaraciones son literalmente ciertas. La mente de uno, en tales momentos, se halla perfectamente despejada. A uno le gustaría matar... Pero no lo hace. La voluntad tendría que acomodarse al deseo, al impulso.

»En los chiquillos, el freno actúa imperfectamente. Yo sé de uno que, enojado con su gatito, dijo: "Estáte quieto si no quieres que te dé con algo en la cabeza y te mate." Así lo hizo, para quedarse aterrorizado unos momentos más tarde, al comprender que su gatito no podía revivir... En realidad, el niño amaba al pequeño animal.

»Por tanto, todos somos criminales en potencia. Y el arte de X consistía no en sugerir el deseo sino en quebrantar la honesta y normal resistencia. Era un arte perfeccionado por una larga práctica. X conocía la palabra exacta, la frase exacta, la entonación que había que dar a la sugerencia, incluso.. Sabía acumular presión en un punto débil. Esto podía conseguirse. Se llevaba a cabo hasta sin que el sujeto sospechara nada. No se trataba de hipnotismo... Con el hipnotismo no se habría logrado nada positivo. Era algo más insidioso, más mortal. Era una ordenación de las fuerzas del ser humano, tendente a ampliar la brecha en lugar de repararla. Se recurría a lo mejor de la persona para promover una alianza con lo peor de ella.

»Usted debiera haber sabido esto, Hastings... Por el hecho de que a usted mismo le había sucedido...

»Ahora, quizá, comenzará a ver realmente el significado de algunas de mis observaciones, que tanto le irritaron y confundieron. Cuando yo hablaba de un crimen que iba a ser cometido, no me refería siempre al mismo. Le dije que yo me encontraba en Styles con un fin. Estaba allí, dije, porque iba a ser cometido un crimen. Usted se mostró sorprendido por la seguridad de que hacía gala yo en lo tocante a tal punto. Tenía que estar seguro forzosamente, debido a que el crimen en cuestión... iba a ser cometido por mí mismo...

»Sí, amigo mío. Esto es extraño... cómico... ¡y terrible! Yo, que no he aprobado nunca el crimen... yo, que siempre he valorado la vida humana... he terminado mí carrera cometiendo un crimen. Quizás haya tenido que enfrentarme con este tremendo dilema por el hecho de haber sido demasiado recto, demasiado consciente de la rectitud. Pues existen dos facetas, Hastings. Mi trabajo, durante mi ciclo vital, ha consistido en salvar al inocente —en impedir el crimen—, y éste, éste es el único medio de que puedo valerme. Sin incurrir en ningún error, X no podía verse afectado por la ley. Estaba a salvo. Él no podía ser derrotado por ninguno de los otros procedimientos que se me ocurrieran.

»Y sin embargo, amigo mío, yo me resistía. Veía lo que tenía que hacerse, pero no acertaba a decidirme a hacerlo. Yo era como Hamlet, eternamente aplazando el día maligno... Y después se produjo el siguiente intento... el intento de asesinato contra la señora Luttrell.

»Yo me sentía curioso, Hastings. Deseaba comprobar si funcionaría debidamente su acreditado olfato. Así fue. Su primera reacción se produjo ante Norton, con una leve sospecha. Y estaba usted en lo cierto. Norton era el hombre. No tenía usted ninguna razón que justificara su postura... si exceptuamos la perfectamente clara y tenue sugerencia de que él era insignificante. Por aquí, estimo, se acercó usted mucho a la verdad.

»He estudiado su historia personal con algún detenimiento. Norton era hijo único de una mujer dominante y ordenancista. Nunca, al parecer, poseyó dotes para reafirmarse, ni para influir con su personalidad en otras personas. Siempre había cojeado ligeramente al andar, no pudiendo participar en los juegos de sus condiscípulos en el colegio.

»Una de las cosas más significativas de que usted me habló fue la escena de su enfrentamiento con un conejo muerto, en la escuela, cuando a la vista del mismo se sintiera trastornado, casi enfermo. Todos se habían reído de él entonces. Aquel incidente debió de producir una profunda impresión en él, me imagino. Le disgustaban la sangre y la violencia, por cuyo motivo sufrió su prestigio. Yo diría que en su subconsciente esperaba redimirse a sí mismo apareciendo ante los demás algún día como un individuo atrevido, despiadado.

»Me figuro que era joven todavía cuando descubrió que poseía cierto poder que le permitía influir en la gente. Es un hombre que sabe escuchar, tranquilo, que resulta simpático, afectuoso. Sin destacarse mucho, caía bien entre quienes lo trataban. Lamentó lo primero, en un principio, y luego procuró sacar partido de eso. Vio lo absurdamente fácil que resultaba influir en el prójimo utilizando las palabras adecuadas al caso, aportando los correctos estímulos. Lo único que tenía que hacer era comprender a los otros, adentrarse en sus pensamientos, descubrir sus secretas reacciones y deseos.

»¿No lo comprende usted, Hastings? Un descubrimiento de tal naturaleza podía alimentar una sensación de poder. Allí estaba él, Stephen Norton, quien caía bien entre sus semejantes, viéndose al mismo tiempo desdeñado... Y no obstante, él era capaz de lograr que la gente realizara cosas que no deseaba hacer... o bien (fíjese en esto) que creía que no quería hacer.

»Puedo imaginármelo desarrollando este "hobby" personal. Poco a poco, sin duda, adquirió un gusto morboso por la violencia de segunda mano. Él carecía de energías para aplicar aquélla. Precisamente por esto había sido objeto de muchas burlas.

»Sí... Su "hobby" toma cuerpo en él más y más, hasta que se convierte en una pasión, ¡en una necesidad! Era una droga, Hastings. Era una droga que él necesitaba, como hubiera podido necesitar el opio o la cocaína.

«Norton, el hombre de buenas maneras, el hombre afectuoso, era un sádico. Era un adicto del dolor, de la tortura mental. Había habido una epidemia de eso en el mundo de los últimos años...
L'appétit vient en mangeant
.

»Satisfacía con aquello dos ansias: la dictada por su sadismo y las de su afán de poder. Él, Norton, poseía las llaves de la vida y de la muerte.

»Al igual que cualquier drogadicto, tenía que disponer de sus dosis... Localizó víctima tras víctima. Estoy convencido de que hubo más casos, aparte de los cinco descubiertos por mí. En todos representó el mismo papel. Conoció a Etherington; pasó un verano en la población en que vivía Riggs; alternó con éste en los bares de la localidad. Conoció durante un crucero a Freda Clay, haciéndola ver lo que ella ya había visto a medias: que la muerte de su anciana tía sería realmente una buena cosa, una liberación para la vieja y una fuente de ingresos para la sobrina, que le ayudaría a vivir mejor, despreocupadamente. Se hizo amigo de los Litchfield. Y hablando con él, Margaret Litchfield llegó verse a sí misma como una heroína, liberando a sus hermanas de su condena a cadena perpetua. Pero yo no creo, Hastings, que esas personas hubieran llegado a hacer lo que hicieron por sí mismas exclusivamente, sin mediar la influencia de Norton.

»Y ahora llegamos a los acontecimientos de Styles. Yo llevaba ya algún tiempo tras la pista de Norton. Se hizo amigo de los Franklin y enseguida adiviné el peligro. Tiene usted que hacerse cargo: Norton tenía que arrancar siempre de un núcleo. Una cosa puede desarrollarse a base de contar con un punto de arranque. En Otelo, por ejemplo, siempre he abrigado la creencia de que en la mente del protagonista de ese nombre existía ya la convicción (probablemente correcta) de que el amor que sentía Desdémona por él era la inclinación desequilibrada y apasionada (una especie de culto) de la joven ante un guerrero famoso y no el amor de una mujer por Otelo el hombre. Él pudo adivinar que Cassio era su auténtico ídolo y en que en su momento ella comprendería ese hecho.

»Los Franklin presentaban un planteamiento agradable a los ojos de Norton. ¡En aquel matrimonio había todo tipo de posibilidades! Indudablemente, usted sabrá ahora, Hastings, algo que cualquier persona sensata descubriría desde el principio: que Franklin estaba enamorado de Judith y que ésta correspondía a su amor. Sus brusquedades, su costumbre de no mirar nunca a la muchacha, de eliminar todo gesto de cortesía, hubieran debido darle a entender que el hombre se había enamorado perdidamente de su hija. Pero Franklin es un hombre de gran fuerza de carácter, sumamente recto. Sus frases, frecuentemente rudas, no revelan sus sentimientos. Ahora bien, se trata de una persona de normas muy definidas. Con arreglo a su código personal, el hombre debe permanecer fiel a la esposa elegida.

»Judith amaba también a Franklin, como ya he señalado. Me figuré que usted advertiría este hecho nada más llegar. Ella creyó que se había dado cuenta de eso el día en que la encontró en el jardín de las rosas. De ahí su furiosa explosión. Hay caracteres así, como los de Judith y otras personas a ella semejantes, que no soportan las expresiones de piedad o simpatía. Es como si se tocara una herida en llaga viva...

«Luego, ella descubrió lo que usted pensaba realmente: que su atención se centraba en Allerton. Fomentó entonces esa idea, hurtándose por tal medio a una torpe compasión y evitando otro doloroso sondeo de la herida. Estuvo coqueteando con Allerton, en una especie de desesperado solaz. Sabía perfectamente con qué clase de individuo se enfrentaba. Él la divertía, la distraía. Pero a Judith no le inspiró ese hombre jamás ningún sentimiento amoroso.

«Norton, por supuesto, sabía muy bien por dónde iban los tiros. Vio bastantes posibilidades en el trío Franklin. Puedo afirmar que empezó su trabajo primeramente con el doctor. Pero no sacó nada en limpio de éste. Franklin es de los hombres totalmente inmunes a las insidiosas sugerencias que era capaz de formular Norton. Franklin se halla en posesión de una mente bien clara y despejada, en blanco y negro, por así decirlo, poseyendo un exacto conocimiento de sus sentimientos... Las presiones exteriores le tienen sin cuidado, por completo. Además, la gran pasión de su vida es su trabajo. Su concentración en él le hace menos vulnerable.

BOOK: Telón
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