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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario II - El Trono de Jade (13 page)

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Riley estaba a su lado, sin probar la taza de café que tenía en la mano. Por el olor había hervido, si es que no se había quemado.

—Señor Hammond —dijo en tono muy quedo pero con autoridad, más autoridad de la que Laurence le había oído utilizar nunca desde que tenían relación, ya que le había conocido la mayor parte del tiempo como subordinado. Una autoridad que borró de golpe cualquier traza de su humor habitualmente relajado—. Por favor, comunique a los chinos que es esencial que permanezcan abajo. Me importa un rábano qué excusa quiera darles, pero no doy un penique por sus vidas si salen a cubierta ahora. Capitán —añadió, dirigiéndose a Laurence—, le ruego que mande a sus hombres a la cama ahora mismo. No me gusta cómo están los ánimos.

—Sí —respondió Laurence, que estaba completamente de acuerdo. Los hombres tan alterados podían comportarse de forma violenta, y de ahí al motín sólo había un paso. Y para entonces, el motivo originario del motín ya no tenía por qué importar. Le hizo una seña a Granby—. John, envíe a los muchachos abajo, y hable con los oficiales para que mantengan tranquilos a los hombres. No queremos que se produzca ningún alboroto.

Granby asintió.

—Por Dios, aunque… —dijo, con la mirada fría debido a su propia ira, pero se detuvo cuando Laurence meneó la cabeza, y se fue.

Los aviadores rompieron los corrillos y bajaron en silencio. El ejemplo debió de servir de algo, porque los marineros no montaron ningún altercado cuando se les ordenó hacer lo mismo. Además, sabían muy bien que en este caso los oficiales no eran sus enemigos. La furia era una criatura viva en cada pecho, un sentimiento compartido que los unía a todos, y hubo poco más que murmullos cuando Lord Purbeck, el primer teniente, subió a cubierta y, caminando entre ellos, les ordenó con su deje lento y afectado:

—Prosiga, Jenkins. Prosiga, Harvey.

Temerario estaba esperando en la cubierta de dragones, con la cabeza levantada y los ojos brillantes. Había escuchado lo suficiente como para estar en ascuas por la curiosidad. Al oír el resto de la historia, soltó un bufido y dijo:

—Si sus propios barcos no podían traerlos, sería mucho mejor que se hubiesen quedado en casa.

En su caso, sin embargo, se trataba más de simple antipatía que de indignación por la ofensa, y no era proclive a sentir gran rencor. Como la mayoría de los dragones, tenía un punto de vista sobre la propiedad muy informal; salvo, por supuesto, las joyas y el oro que le pertenecían. De hecho, mientras hablaba se dedicaba a sacarle brillo al enorme colgante de zafiros que Laurence le había regalado y que nunca se quitaba salvo para ese propósito.

—Es un insulto a la Corona —dijo Laurence, frotándose la pierna con la mano y dándose en ella puñetazos breves. La herida le dolía, y se moría por poder caminar. Hammond estaba de pie junto a la barandilla del alcázar de popa, fumándose un puro. El tenue resplandor rojo de las cenizas se avivaba con sus caladas e iluminaba su semblante pálido y empapado de sudor. Laurence le miró con amargura desde el otro lado de la cubierta casi vacía.

—Me maravilla ese hombre. Él y Barham. ¡¿Cómo se han tragado un ultraje así sin montar ningún escándalo?! Es algo que no se puede tolerar.

Temerario le miró y parpadeó.

—Pero yo creía que teníamos que evitar la guerra con China a cualquier coste —dijo en tono muy razonable, ya que llevaban semanas aleccionándolo sin parar sobre ese asunto, incluso el propio Laurence.

—Si hubiera que elegir el mal menor, preferiría llegar a un acuerdo con Bonaparte —repuso Laurence, demasiado furioso por el momento para meditar sobre aquello de forma racional—. Al menos, él tuvo la decencia de declarar la guerra antes de capturar a nuestros ciudadanos, en vez de esta forma tan arrogante y despreocupada de insultarnos a la cara, como si no nos atreviéramos a responderlos. Claro, no es que el gobierno les haya dado razón alguna para pensar de otro modo: son un hatajo de puñeteros chuchos, revolcándose en el suelo para que les rasquen la tripa. Y pensar —añadió, calentándose cada vez más— que esa sabandija me estaba intentando convencer para que hiciera el
kowtow,
sabiendo que eso iba después de…

Temerario resopló, sorprendido de tanta vehemencia, y le dio un suave empujón con la nariz.

—Por favor, no te enfades tanto. No puede ser bueno para ti.

Laurence meneó la cabeza, aunque no en señal de desacuerdo, se recostó contra Temerario y se calló. No, no podía ser bueno ventilar su furia de ese modo, cuando algunos de los hombres que quedaban en cubierta podían oír por casualidad sus palabras y tomárselas como estímulo para algún acto violento, y tampoco quería preocupar a Temerario, pero de pronto comprendía muchas cosas: después de tragarse tamaño insulto, era evidente que el gobierno no tenía el menor problema en entregar un simple dragón. Probablemente, todos en el Ministerio estarían contentos de librarse de un recordatorio tan desagradable y echar tierra sobre todo aquel asunto.

Acarició el costado de Temerario para tranquilizarlo.

—¿Te quedas un rato conmigo en cubierta? —le preguntó Temerario, zalamero—. Será mucho mejor si te sientas y descansas, y no te preocupas tanto.

Lo cierto era que Laurence no quería alejarse de él. Qué curioso, podía sentir cómo recuperaba la calma perdida bajo la influencia de aquel latido regular bajo sus dedos. De momento, el viento no soplaba muy fuerte, y tampoco podían enviar abajo a toda la guardia nocturna. Un oficial extra en el puente no les vendría mal.

—Sí, me quedo. En cualquier caso, no me gusta dejar solo a Riley cuando los ánimos están así en el barco —respondió, y se acercó cojeando a coger ropa de abrigo.

Capítulo 4

El viento del noreste estaba refrescando y era muy frío. Laurence se espabiló de su duermevela y levantó la mirada hacia las estrellas. Sólo habían pasado unas cuantas horas. Se acurrucó entre las mantas, al lado de Temerario, e intentó no hacer caso del dolor constante en su pierna. El puente estaba extrañamente tranquilo. Los tripulantes que quedaban en cubierta apenas se atrevían a conversar bajo la mirada severa y vigilante de Riley, aunque de vez en cuando Laurence alcanzaba a escuchar cómo los hombres que estaban en lo alto del aparejo se intercambiaban murmullos ininteligibles. No había luna, sólo unos cuantos faroles en cubierta.

—Tienes frío —le dijo Temerario de pronto, y Laurence se giró para ver aquellos ojos grandes y azules que le estaban estudiando—. Ve adentro, Laurence. Tienes que ponerte bien, y yo no voy a dejar que nadie le haga daño a Riley. O a los chinos, supongo, si es que no quieres que se lo hagan —añadió, aunque con poco entusiasmo.

Laurence asintió, cansado, y volvió a levantarse con cierto esfuerzo. Pensó que el peligro había pasado, al menos por el momento, y no tenía ningún sentido quedarse allí arriba.

—¿Estás cómodo?

—Sí. Con el calor que viene de abajo estoy bien caliente —respondió Temerario. En efecto, Laurence podía sentir el calor de la cubierta de dragones incluso a través de la suela de las botas.

Se estaba mucho más a gusto dentro, al resguardo del viento. La pierna le asestó dos molestas punzadas de dolor mientras bajaba a la cubierta superior de literas, pero sus brazos aguantaron su peso y le sostuvieron hasta que pasó el espasmo. Después consiguió llegar hasta su camarote sin caerse.

La cabina tenía varias claraboyas pequeñas y bonitas, no había corrientes de aire y, como estaba cerca de las cocinas del barco, estaba aún caliente a pesar del viento. Uno de los mensajeros le había encendido el fanal, y el libro de Gibbon seguía abierto sobre la cómoda. Se durmió casi al instante, a pesar del dolor. El balanceo de la hamaca le resultaba más familiar que cualquier cama, y el suave susurro del agua en los costados del barco era un arrullo constante y sin palabras.

Se despertó de repente, y el aire escapó de su cuerpo antes de que abriera los ojos del todo: había sentido un ruido más que oírlo. El barco se inclinó de golpe, y Laurence estiró una mano para no golpearse con el techo. Una rata pasó resbalando por el suelo y chocó contra las taquillas de proa antes de esconderse de nuevo en la oscuridad, indignada.

El buque se enderezó casi al instante. El viento no soplaba más potente de lo habitual y no había una marejada fuerte. Laurence comprendió enseguida que Temerario había levantado el vuelo. Se puso por encima el capote y salió descalzo y en camisón. El tambor estaba llamando a todos a sus puestos, y su nítido
staccato
resonaba en las paredes de madera. Cuando Laurence salía cojeando de su camarote, el carpintero y sus compañeros le adelantaron a toda prisa para despejar los mamparos. Sonó otro ruido muy fuerte. Bombas, reconoció ahora, y de pronto Granby apareció a su lado, un poco menos desaliñado que él, ya que había dormido con los calzones puestos. Laurence aceptó su brazo sin vacilar, y con su ayuda se las arregló para abrirse paso entre la aglomeración de gente y llegar a la cubierta de dragones a pesar de la confusión. Los marineros corrían frenéticos hacia las bombas de agua y echaban cubos por la borda para recogerla, verterla por las cubiertas y empapar las velas. Unas llamas de color entre amarillo y naranja empezaban a extenderse en el borde de la gavia de mesana, que estaba enrollada. Uno de los guardiamarinas, un chico de trece años lleno de granos al que Laurence había visto hacer el gamberro esa mañana, trepó a la verga valientemente con la camisa empapada en la mano y las apagó.

No había ninguna otra luz, nada que revelara lo que estaba sucediendo en las alturas, y sí demasiados ruidos y gritos para oír algo de la batalla: Temerario podría haber estado rugiendo con toda la potencia de su voz y ellos no lo habrían oído.

—Tenemos que lanzar una bengala enseguida —dijo Laurence, cogiendo las botas de manos de Roland, que se las había traído corriendo, mientras que Morgan le llevaba los calzones.

—Calloway, vaya a buscar una caja de cohetes y pólvora de bengalas —ordenó Granby—. Debe de ser un Fleur-de-Nuit, ninguna otra raza puede ver sin que como poco haya luz de luna. Si al menos pararan ese ruido… —añadió, mirando hacia arriba y entrecerrando en vano los ojos para avistar algo.

El fuerte crujido les avisó. Laurence cayó cuando Granby le empujó al suelo para protegerle, pero sólo un puñado de astillas llegó volando. Debajo se oyeron gritos: la bomba había atravesado un punto débil en el maderamen y había caído en la cocina. Por la abertura brotó un chorro de vapor caliente y el olor a tocino salado, que estaba en remojo para la cena del día siguiente. Mañana es jueves, recordó Laurence, pues tenía la rutina del barco tan grabada en la mente que un pensamiento siguió instantáneamente al otro.

—Debemos llevarle abajo —dijo Granby, agarrándole otra vez del brazo, y llamó—: ¡Martin!

Laurence le dirigió una mirada atónita. Granby ni siquiera se dio cuenta, y Martin, tomándole del brazo izquierdo, debió de pensar que era lo más natural del mundo.

—No voy a dejar la cubierta —dijo Laurence con voz seca.

El artillero Calloway llegó jadeando con la caja. Instantes después, el silbido de la primera bengala se oyó sobre las voces más graves, y un relámpago entre amarillo y blanco iluminó el cielo. Un dragón rugió. No era Temerario, pues era demasiado grave. En el brevísimo momento que duró la luz, Laurence vislumbró a Temerario, que estaba suspendido en el aire protegiendo la nave. El Fleur-de-Nuit le había eludido en la oscuridad y estaba un poco más lejos, torciendo el cuello para alejar su mirada de la luz.

Temerario bramó al instante y se arrojó sobre el dragón francés, pero la bengala se apagó y cayó, dejándolo todo de nuevo negro como la brea.

—¡Otra, otra, maldita sea! —le gritó Laurence a Calloway, que estaba mirando hacia arriba como todos los demás—. Necesitamos luz. ¡Sigue lanzándolas!

Hubo más tripulantes que corrieron a ayudarle, demasiados: tres bengalas más subieron a la vez, y Granby se puso en medio para impedir que siguieran malgastándolas. Pronto tuvieron el tiempo sincronizado: una bengala seguía a otra en una progresión constante, y había un nuevo destello de luz cada vez que el anterior se extinguía. Las nubecillas de humo se enroscaban alrededor de Temerario y salían de sus alas como estelas a la tenue luz amarilla cuando se abalanzó rugiendo contra el Fleur-de-Nuit. El dragón francés hizo un picado para esquivarlo, y sus bombas cayeron inofensivas al mar, mientras el sonido que hacían al hundirse en el agua viajaba sobre las olas.

—¿Cuántas bengalas nos quedan? —le preguntó Laurence a Granby, en voz baja.

—Unas cuatro docenas, no más —respondió Granby en tono grave: iban demasiado rápido—. Y eso incluye las que llevaba la
Allegiance,
además de las nuestras: su artillero nos ha traído las que tenían.

Calloway redujo el ritmo de disparo para aprovechar más tiempo la munición menguante, de modo que la oscuridad volvió a dominar con todo su poder entre estallidos de luz. A todos les picaban los ojos por el humo y por el esfuerzo de intentar ver algo al resplandor de las bengalas, que era débil y se extinguía enseguida. Laurence tan sólo podía adivinar qué tal se las estaría arreglando Temerario, solo y casi a ciegas, contra un adversario preparado para la batalla y con su tripulación completa.

—¡Señor! ¡Capitán! —gritó Roland, haciéndole señas desde la barandilla de estribor.

Martin ayudó a Laurence a llegar allí, pero antes de que se reunieran con Roland, uno de los últimos manojos de bengalas estalló y durante unos instantes iluminó claramente el océano que se extendía detrás de la
Allegiance:
dos fragatas pesadas francesas venían persiguiéndolos, con el viento a su favor, y en el agua había una docena de botes abarrotados de hombres que remaban hacia ellos por ambos lados.

El vigía del mástil también los había visto:

—¡Vela a la vista! ¡Nos quieren abordar! —gritó, y de pronto todo volvió a ser confusión. Los marineros corrieron por el puente para extender la red antiabordaje, mientras Riley acudía junto al enorme timón doble con su timonel y dos de los tripulantes más fuertes para intentar hacer virar la
Allegiance
con una prisa casi desesperada y volver su costado hacia los enemigos. No tenía sentido tratar de superar en velocidad a los barcos franceses. Las fragatas podían alcanzar diez nudos como mínimo con aquel viento, y la
Allegiance
jamás escaparía de ellas.

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