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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario II - El Trono de Jade (5 page)

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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—Oh, no —dijo Laurence. Entrecerró los ojos para mirar al sol y se dio cuenta de que volaban rumbo sureste, directos a su antigua base en Dover—. Temerario, no nos van a dejar combatir. Lenton me ordenará que regrese a Londres, y si le desobedezco te aseguro que me arrestará tan rápido como Barham.

—No creo que el almirante de Obversaria te arreste —repuso Temerario—. Ella es muy agradable y siempre me trata de forma amable, y eso que tiene muchos más años que yo y además es la dragona insignia. Aparte, si lo intenta, también están allí Maximus y Lily, y seguro que me ayudan. Y como ese hombre de Londres intente acercarse a ti y apartarte de mi lado otra vez, le mataré —añadió, con una alarmante sed de sangre.

Capítulo 2

Aterrizaron en la base de Dover entre el bullicio y el ajetreo de los preparativos: los encargados de arneses daban órdenes a voz en cuello a los equipos de tierra; el tintineo de los mosquetones y el grave sonido metálico de los sacos de bombas que les iban pasando a los ventreros; los fusileros al cargar sus armas; el áspero y agudo chirrido de las amoladeras al afilar las espadas. Una docena de dragones curiosos habían seguido el vuelo de Temerario, y muchos de ellos le saludaron a gritos cuando descendió. Él les respondió lleno de emoción, recuperando el ánimo conforme el de Laurence se hundía.

Temerario se posó en tierra en el claro de Obversaria. Era uno de los más grandes de la base, como correspondía a su posición de dragona insignia; aunque, siendo una Largaria, su tamaño sólo era algo más que mediano y había sitio de sobra para que Temerario se reuniera con ella. Ya tenía los arneses puestos y su tripulación estaba embarcando. El propio almirante Lenton estaba junto a ella con todos los aparejos de volar, y tan sólo aguardaba a que sus oficiales embarcaran: en cuestión de minutos emprenderían el vuelo.

—¿Se puede saber qué ha hecho? —preguntó Lenton antes de que Laurence se librara de la zarpa de Temerario—. Roland acaba de hablar conmigo, pero según me ha dicho, le aconsejó que no hiciera nada. ¡Esto va a tener consecuencias muy graves!

—Señor, siento haberle puesto en una situación insostenible —dijo Laurence con embarazo, tratando de pensar en una forma de explicar que Temerario se había negado a volver a Londres sin que pareciera estar buscando disculpas para él mismo.

—No, es culpa mía —añadió Temerario, agachando la cabeza e intentando parecer avergonzado, sin mucho éxito: el brillo de satisfacción de sus ojos era demasiado evidente—. Yo me he llevado a Laurence. Ese hombre iba a arrestarle.

Sonaba claramente orgulloso de lo que había hecho. De pronto, Obversaria se inclinó sobre él y le golpeó en un lado de la cabeza, lo bastante fuerte para hacer que se tambaleara, aunque él era una vez y media más grande que ella. Temerario dio un respingo y la miró con gesto a la vez sorprendido y ofendido. Ella soltó un bufido y dijo:

—Ya eres mayorcito para volar con los ojos cerrados. Lenton, creo que ya estamos listos.

—Sí —dijo Lenton, bizqueando contra el sol para examinar su arnés—. No tengo tiempo para tratar con usted, Laurence. Esto tendrá que esperar.

—Claro, señor. Le pido perdón —respondió Laurence con voz queda—. Por favor, no se retrase por nosotros. Con su permiso, nos quedaremos en el claro de Temerario hasta que vuelva.

Aunque la regañina de Obversaria le había acobardado, Temerario emitió un ruidito de protesta al oír esto.

—No, no, no hable como la gente de tierra —dijo Lenton en tono impaciente—. A menos que esté herido, un macho joven como éste no puede quedarse atrás y ver cómo parte su formación. Es el mismo puñetero error que cometen ese Barham y todos los demás del Almirantazgo cada vez que el gobierno nombra a un nuevo responsable. Cuando por fin les metemos en la cabeza que los dragones no son bestias irracionales, empiezan a pensar que son iguales que los humanos y pretenden someterlos a la disciplina militar ordinaria.

Laurence abrió la boca para decir que Temerario no iba a desobedecer, y después de mirar a su alrededor la volvió a cerrar. El dragón estaba abriendo surcos en el suelo sin parar con sus grandes garras, tenía las alas parcialmente desplegadas y no le quería mirar a los ojos.

—Sí, así es —dijo Lenton en tono seco cuando vio que Laurence se callaba. Suspiró, se enderezó un poco y se apartó los escasos cabellos grises de la frente—. Si esos chinos quieren que vuelva y Temerario recibe alguna herida por luchar sin armadura ni tripulación, eso sólo empeorará las cosas —dijo—. Vamos, prepárelo. Hablaremos más tarde.

Laurence apenas podía encontrar palabras para expresar su gratitud, pero en cualquier caso eran innecesarias: Lenton ya había vuelto con Obversaria. Lo cierto era que no había tiempo que perder. Laurence le hizo una señal con la mano a Temerario y corrió a pie a su claro de siempre, sin preocuparse de su dignidad. Le vinieron a la cabeza un montón de pensamientos dispersos y emocionados, y un gran alivio, por supuesto, ya que Temerario jamás habría aceptado quedarse atrás. Habrían dado una impresión espantosa si hubiera irrumpido en una batalla en contra de las órdenes. Estarían volando en un momento, y sin embargo sus circunstancias no habían cambiado en nada: ésta podía ser su última vez.

Muchos de sus tripulantes estaban sentados al aire libre, sacando brillo al equipo y engrasando en vano los arneses con aceite mientras fingían no contemplar el cielo. Estaban silenciosos y alicaídos, y al principio, cuando Laurence llegó corriendo al claro, se limitaron a mirarle fijamente.

—¿Dónde está Granby? —preguntó—. Revista completa, caballeros. Equipo de combate pesado, enseguida.

Para entonces Temerario ya estaba sobre sus cabezas y descendiendo hacia el claro, y el resto del equipo llegó en tromba desde los barracones, vitoreando al dragón. A continuación, se produjo una estampida general hacia las armas y los correajes, un ajetreo que en el pasado a Laurence, acostumbrado como estaba al orden de la Armada, se le había antojado un caos, pero con el que se conseguía llevar a cabo la formidable tarea de tener preparado a un dragón entre prisas frenéticas.

Granby salió de los barracones en medio de aquel zafarrancho. Era un oficial joven y alto, desgarbado y de tez atezada, con el pelo oscuro y una piel blanca que se le solía quemar y pelar después de un día de vuelo, pero que por una vez, gracias a tantas semanas en tierra, estaba intacta. Había nacido y crecido como aviador, al contrario que Laurence, y al principio de conocerse habían tenido más de un roce. Como muchos otros aviadores, a Granby le había ofendido que un dragón de primera como Temerario hubiese sido reclamado por un oficial de la Marina, pero ese resentimiento no había sobrevivido a la primera vez que ambos entraron en acción, y Laurence nunca se había arrepentido de escogerle como primer teniente, pese a lo diferentes que eran sus formas de ser. Al principio, por respeto, Granby había intentando imitar los formalismos que para Laurence, criado como un gentilhombre, eran tan naturales como respirar; pero no habían arraigado en él. Como la mayoría de los aviadores, educado desde los siete años lejos de la alta sociedad, era proclive por naturaleza a una especie de cómoda libertad que un observador más severo habría tomado como libertinaje.

—¡Laurence, cuánto me alegro de verle! —dijo ahora, acercándose para estrecharle la mano, sin ser consciente de que dirigirse a su oficial directo de esa forma era impropio y sin hacer el saludo militar. De hecho, estaba intentando a la vez enganchar la espada en el cinturón con una sola mano—. ¿Es que han cambiado de opinión? No me esperaba que entraran en razón, pero seré el primero en pedir perdón a sus señorías si han renunciado a esa idea de enviarlo a China.

—Me temo que no, John, pero ahora no tengo tiempo de explicárselo. Tenemos que poner a Temerario en el aire cuanto antes. La mitad del armamento habitual, y deje las bombas. La Armada no nos dará las gracias por hundir los barcos, y si realmente hace falta, Temerario puede provocar más daños con sus rugidos.

—Tiene usted razón —dijo Granby, y corrió enseguida al otro lado del claro sin dejar de impartir órdenes. En ese momento ya traían el gran arnés de cuero a paso ligero, y Temerario estaba haciendo todo lo posible por ayudar, agachándose para que a los hombres les fuera más fácil ajustar a su espalda las gruesas correas que sustentaban el peso.

Después colocaron los paneles de cota de malla del pecho y el vientre casi con la misma rapidez.

—Sin ceremonias —dijo Laurence, y los tripulantes subieron a bordo en tropel, ocupando los puestos tan pronto como quedaban libres, sin preocuparse de seguir el orden habitual.

—Siento decir que nos faltan diez hombres —dijo Granby, volviendo a su lado—. A petición del almirante, envié a seis con la tripulación de Maximus. Los otros… —Granby vaciló.

—Sí —dijo Laurence, ahorrándole más palabras. Era natural que los hombres no estuvieran contentos por no participar en la acción, y los cuatro que faltaban debían de haberse largado para buscar en la botella o en los brazos de una mujer un consuelo mejor, o al menos más completo, del que se podía encontrar haciendo tareas repetitivas. Laurence estaba satisfecho de que hubieran sido tan pocos, y después no tenía la intención de comportarse como un tirano con ellos: en el momento presente, no tenía argumentos morales en los que apoyarse—. Nos las arreglaremos, pero dejemos que se enganchen al arnés si en el equipo de tierra hay voluntarios que sepan manejar la espada o la pistola y que no se mareen con las alturas.

Él mismo se había cambiado la casaca por el largo chaquetón de cuero pesado que se usaba en combate, y ahora se estaba ajustando el arnés de fusilero. Empezó a escucharse un grave clamor formado por muchas voces, no demasiado lejano. Laurence alzó la mirada. Los dragones más pequeños ya habían alzado el vuelo. Reconoció a Dulcia y también el gris azulado de Nitidus, los miembros que ocupaban los extremos de su formación y que ahora estaban volando en círculos mientras esperaban a que despegaran los demás.

—Laurence, ¿no estás listo todavía? Date prisa, por favor. Los demás ya están subiendo —le apremió Temerario, impaciente, estirando el cuello para ver. Sobre sus cabezas, los dragones de medio peso también estaban apareciendo a la vista.

Granby subió a bordo, junto con dos encargados de los arneses, Willoughby y Porter, dos hombres altos y jóvenes. Laurence esperó hasta ver que se enganchaban en las anillas del arnés y las aseguraban, y después dijo:

—Todo listo. ¡Comprueba la carga!

Éste era un ritual del que no se podía prescindir sin poner en peligro la seguridad. Temerario se alzó sobre sus cuartos traseros y se sacudió para cerciorarse de que el arnés estaba seguro y todos los hombres convenientemente enganchados.

—Más fuerte —le dijo Laurence en tono severo. Temerario, en su impaciencia por despegar, no estaba siendo especialmente vigoroso.

Temerario soltó un bufido, pero obedeció. Nada se soltó ni cayó.

—Todo está bien. Ahora, por favor, sube a bordo —dijo el dragón, dejándose caer al suelo con un sordo retumbo y extendiendo la pata delantera al momento.

Laurence plantó el pie en la garra y se vio izado con ciertas prisas a su puesto habitual en la base del cuello de Temerario. No le importó en absoluto. Estaba contento y disfrutaba de todo: el satisfactorio chasquido de los mosquetones al cerrarse en su sitio, el tacto mantecoso de las cinchas de cuero aceitadas y con costura doble; y bajo él los músculos de Temerario, que ya estaban contrayéndose para el salto hacia las alturas.

De repente, Maximus apareció sobre los árboles, al norte de ellos. Tal como Roland le había informado, su cuerpo rojo y dorado era aún mayor que antes. Seguía siendo el único Cobre Regio destinado en el Canal y empequeñecía a todas las demás criaturas que había a la vista, ensombreciendo con su masa una enorme franja del sol. Temerario rugió de alegría al verlo y saltó tras él, batiendo sus alas negras más rápido de la cuenta por la emoción.

—Con calma —le instó Laurence. Temerario asintió con la cabeza, pero aun así adelantó al otro dragón, que era más lento.

—¡Maximus, Maximus! ¡Mira, he vuelto! —le llamó Temerario al tiempo que trazaba un círculo para ocupar su puesto al lado del gran dragón. Después, ambos aletearon juntos hasta llegar a la altura de vuelo de la formación—. Me he llevado a Laurence de Londres —añadió triunfante, en lo que a él debía de parecerle un susurro confidencial—. Pretendían arrestarle.

—¿Es que ha matado a alguien? —preguntó Maximus, con una nota de interés en su voz grave y retumbante, y sin asomo de reproche—. Me alegro de que hayas vuelto. Mientras estabas fuera me han hecho volar en el centro, y todas las maniobras son diferentes —añadió.

—No —respondió Temerario—. Sólo vino a hablar conmigo cuando un hombre viejo y gordo dijo que no debía hacerlo, lo que a mí no me parece razón suficiente.

—¡Mejor será que hagas callar a ese dragón jacobino que tienes! —gritó Berkley desde la espalda de Maximus, mientras Laurence sacudía la cabeza desesperado, intentando no hacer caso de las miradas inquisitivas de sus jóvenes alféreces.

—Por favor, recuerda que estamos de servicio, Temerario —le dijo Laurence, intentando mostrarse severo, pero, al fin y al cabo, no tenía mucho sentido tratar de guardarlo en secreto. Seguramente las noticias llegarían a todas partes en una semana. Pronto se verían obligados a enfrentarse a la gravedad de su situación. Poco daño podía hacer permitir que Temerario estuviese de buen humor el mayor tiempo posible.

—Laurence —le dijo Granby por encima del hombro—, con las prisas hemos puesto toda la munición en la izquierda, su sitio habitual, aunque no llevamos las bombas para equilibrar el peso. Deberíamos volver a estibar.

—¿Puede usted hacerlo antes de que entremos en combate? ¡Oh, Dios santo! —dijo Laurence al darse cuenta—. Ni siquiera conozco la posición del convoy. ¿Y usted? —Granby negó con la cabeza, avergonzado. Laurence se tragó su orgullo y gritó—: Berkley, ¿adónde vamos?

Entre los hombres montados en la espalda de Maximus se produjo una explosión de regocijo general. Berkley le contestó:

—¡Derechos al infierno, ja, ja!

Hubo más risas, que casi ahogaron las coordenadas que Berkley le indicó gritando.

—Entonces son quince minutos de vuelo —Laurence estaba haciendo cálculos mentales en su cabeza—. Y deberíamos guardar al menos cinco de esos minutos por si acaso.

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